Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Una familia espírita en la intimidad

Hace tres años la Sra. G... enviudó, quedándose con cuatro hijos; el hijo mayor es un joven de diecisiete años, y la hija menor es una encantadora niña de seis años. Desde hace mucho tiempo que esta familia se dedica al Espiritismo, e incluso antes de que esta creencia se hubiese popularizado como lo es hoy, el padre y la madre tenían una especie de intuición que diversas circunstancias habían desarrollado. El padre del Sr. G... le había aparecido varias veces en su juventud, y en cada ocasión lo prevenía de cosas importantes o le daba consejos útiles. Hechos del mismo género también habían sucedido entre sus amigos, de modo que, para ellos, la existencia del Más Allá no era objeto de la menor duda, así como no lo era la posibilidad de comunicarse con los seres que nos son queridos. Cuando llegó el Espiritismo, no fue sino la confirmación de una idea bien arraigada y santificada por el sentimiento de una religión esclarecida, porque esta familia es un modelo de piedad y de caridad evangélicas. Ellos han extraído de la nueva ciencia los medios más directos de comunicación; la madre y uno de los hijos se han vuelto excelentes médiums; pero lejos de emplear esta facultad en cuestiones fútiles, todos la consideran como un don precioso de la Providencia, del cual era permitido servirse solamente para cosas serias. Así, nunca la practican sin recogimiento y respeto, y lo hacen lejos de la mirada de los inoportunos y de los curiosos.

En este ínterin, el padre se enfermó y, al presentir su fin próximo, reunió a sus hijos y les dijo: «Mis queridos hijos, mi amada esposa: Dios me llama para sí; siento que voy a dejaros dentro de poco; pero sé que encontraréis en vuestra fe en la inmortalidad la fuerza necesaria para soportar con coraje esta separación, así como yo llevo el consuelo de que siempre podré estar en medio de vosotros y ayudaros con mis consejos. Por lo tanto, llamadme cuando no estuviere más en la Tierra; vendré a sentarme a vuestro lado, a conversar con vosotros, como lo hacen nuestros antepasados; porque, en verdad, estaremos menos separados de que si yo partiera hacia un país lejano. Mi querida esposa: te dejo una gran tarea, que cuanto más pesada fuere, más gloriosa será; tengo la certeza de que nuestros hijos te ayudarán a soportarla. ¿No es verdad, hijos míos? Secundad a vuestra madre; evitad todo lo que pueda hacerla sufrir; sed siempre buenos y benevolentes para con todos; tended las manos a vuestros hermanos desdichados, porque no gustaríais tenderlas un día pidiendo en vano para vosotros mismos. Que la paz, la concordia y la unión reinen entre vosotros; que nunca el interés os divida, porque el interés material es la mayor barrera entre la Tierra y el Cielo. Pensad que estaré siempre con vosotros, que os veré como os veo en este momento, y mejor aún, ya que veré vuestro pensamiento; por consiguiente, no permitáis que me entristezca después de mi muerte, porque esto no lo habéis hecho en vida.»

Es un espectáculo verdaderamente edificante observar esta piadosa familia espírita en la intimidad. Estos niños, alimentados en las ideas espíritas, no se consideran de modo alguno separados de su padre; para ellos, él está presente y temen practicar la más mínima acción que pueda desagradarlo. Una noche por semana –y a veces más– es consagrada para conversar con él; pero hay necesidades de la vida que deben ser provistas –la familia no es rica–, y es por eso que un día fijo es marcado para esas piadosas conversaciones, día siempre esperado con impaciencia. La pequeña niña pregunta a menudo: ¿es hoy que viene papá? Ese día es dedicado a las conversaciones familiares, con instrucciones proporcionales a cada inteligencia, a veces para la infancia y otras veces graves y sublimes; son consejos dados sobre pequeñas fallas que él señala: si por un lado hace elogios, por otro no evita la crítica, y el culpable baja los ojos como si el padre estuviese ante él; le piden perdón, el cual algunas veces es concedido después de varias semanas de prueba: su decisión es aguardada con fervorosa ansiedad. Entonces, qué alegría cuando el padre dice: ¡Estoy contento contigo! Pero la amenaza más terrible es cuando él dice: No vendré en la próxima semana.

La fiesta anual no es olvidada. Siempre es un día solemne para el cual invitan a todos los antepasados ya fallecidos, sin olvidar al hermanito muerto hace algunos años. Los retratos son adornados con flores; cada niño ha preparado un pequeño trabajo y hasta incluso un saludo tradicional; el hijo mayor ha hecho una disertación sobre un tema serio; una de las chicas ha ejecutado un fragmento de música; en fin, la menor ha recitado una fábula. Es el día de las grandes comunicaciones, y cada invitado ha recibido un recuerdo de los amigos que ha dejado en la Tierra.

¡Qué bellas son esas reuniones en su tocante simplicidad! ¡Cómo todo allí habla al corazón! ¿Cómo es posible salir de las mismas sin estar impregnado de amor al bien? Pero allá ninguna mirada mordaz y ninguna risa escéptica viene a perturbar el piadoso recogimiento; algunos amigos que comparten las mismas convicciones y los que se consagran a la religión de la familia son los únicos que participan de este banquete del sentimiento. Reíd cuanto quisiereis, vosotros que os burláis de las cosas más santas; por más soberbios y endurecidos que seáis, no os hago la injuria de creer que vuestro orgullo pueda permanecer impasible y frío ante un espectáculo como ése.

Sin embargo, un día fue de luto para la familia, día de verdadera tristeza: el padre había anunciado que durante algún tiempo, por bastante tiempo, no podría venir; una importante y gran misión lo llamaba lejos de la Tierra. No por eso la fiesta anual fue menos celebrada; pero fue triste, porque el padre no estaba allí. Él había dicho al partir: «Hijos míos, que a mi regreso os encuentre a todos dignos de mí», razón por la cual cada uno se esfuerza por volverse digno de él. Ellos aún esperan.