Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Intervención de la Ciencia en el Espiritismo

La oposición de las corporaciones científicas es uno de los argumentos que sin cesar invocan los adversarios del Espiritismo. ¿Por qué ellas no investigan el fenómeno de las mesas giratorias? Si hubiesen visto allí algo de serio –dicen– no se pondrían en guardia contra hechos tan extraordinarios, y mucho menos los tratarían con desdén, mientras que las mismas están todas contra vosotros. ¿No son los científicos la luz de las naciones, y su deber no es el de esparcirla? ¿Por qué creéis que ellos la ocultaron, cuando se les presentaba una ocasión tan bella para revelar al mundo una fuerza nueva? –Para comenzar digamos que es un grave error decir que todos los científicos están contra nosotros, ya que el Espiritismo se propaga precisamente en la clase esclarecida. ¿Sólo hay científicos en la Ciencia oficial y en las corporaciones constituidas? Porque el Espiritismo todavía no disfrute del derecho de ciudadanía en el terreno de la Ciencia oficial, ¿esto prejuzga la cuestión? Es conocida la circunspección de la Ciencia oficial con relación a las ideas nuevas. Si la Ciencia nunca se hubiese equivocado, su opinión podría pesar en la balanza; infelizmente la experiencia prueba lo contrario. ¿Ella no ha rechazado como quimeras a una multitud de descubrimientos que, más tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? ¿Por ello debe decirse que los científicos sean ignorantes? ¿Esto justifica los epítetos triviales que ciertas personas de mal gusto se complacen en darles? Seguramente que no. No hay nadie de buen sentido que no haga justicia a sus conocimientos, aunque reconociendo que no son infalibles, y por eso su juicio no puede ser tomado en última instancia. Su error es resolver ciertas cuestiones un poco a la ligera, confiando demasiado en sus luces, antes que el tiempo haya dicho su última palabra, exponiéndose así a recibir los desmentidos de la experiencia.

Cada uno puede juzgar solamente lo que es de su competencia. Si queréis construir una casa, ¿llamaríais a un músico? Si estáis enfermo, ¿os haríais tratar por un arquitecto? Si tenéis un proceso, ¿consultaríais a un bailarín? En fin, si se tratase de una cuestión de teología, ¿la haríais resolver por un químico o por un astrónomo? No, cada cual en su oficio. Las Ciencias vulgares reposan en las propiedades de la materia, que se puede manipular a voluntad; los fenómenos que ella produce tienen como agentes a las fuerzas materiales. Los del Espiritismo tienen como agentes a inteligencias que tienen su independencia, su libre albedrío, y de modo alguno se someterían a nuestros caprichos; de esta manera, ellos escapan a nuestros procedimientos anatómicos o de laboratorio, así como a nuestros cálculos, y por lo tanto no son de la incumbencia de la Ciencia propiamente dicha. La Ciencia se equivocó, pues, cuando quiso experimentar a los Espíritus como si lo hiciera con una pila voltaica; partió de una idea fija, preconcebida, a la cual se aferra y quiere forzosamente vincularla a la idea nueva; la Ciencia fracasó, y debía ser así, porque actuó a partir de una analogía que no existe; después, sin ir más lejos, concluyó por la negativa: juicio temerario que el tiempo se encarga todos los días de reformar, como ha reformado a tantos otros; y aquellos que lo pronunciaron han de avergonzarse por haber tachado de falso muy ligeramente el poder infinito del Creador. Por lo tanto, las corporaciones científicas no deben ni deberán jamás pronunciarse sobre la cuestión; ésta no es de su incumbencia, así como también no es de su competencia decretar si Dios existe; es, pues, un error considerarlas un juez. Pero, entonces, ¿quién será el juez? ¿Se arrogan los espíritas el derecho de imponer sus ideas? No, el gran juez, el juez soberano, es la opinión pública; cuando esta opinión se haya formado por el consentimiento de las masas y de los hombres esclarecidos, los científicos oficiales la aceptarán como individuos y experimentarán la fuerza de las cosas. Dejad pasar una generación y con ella los prejuicios de su obstinado amor propio, y veréis que sucederá con el Espiritismo lo mismo que con tantas otras verdades que han sido combatidas y que ahora sería ridículo poner en duda. Hoy, los creyentes son tratados como locos; mañana será el turno de aquellos que no creen, exactamente como antaño eran considerados locos los que creían que la Tierra giraba, hecho que no le impidió girar.

Pero no todos los científicos han juzgado de la misma forma; algunos han hecho el siguiente razonamiento:

No hay efecto sin causa, y los efectos más comunes pueden ponernos en camino de mayores problemas. Si Newton no se hubiese dado cuenta de las consecuencias de la caída de la manzana; si Galvani hubiese repelido a su empleada, tratándola de loca y de visionaria, cuando ella le habló de las ranas que danzaban en el plato, quizás aún no hubiésemos descubierto la admirable ley de la gravitación y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno que ha sido designado con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el de la danza de las ranas, y que tal vez encierre también algunos de esos secretos de la Naturaleza que han de revolucionar la Humanidad, cuando se tenga la clave de los mismos. Además de esto, ellos han dicho: Ya que tantas personas se ocupan de esos hechos y puesto que hombres serios han realizado dichos estudios, es porque algo debe existir; una ilusión, una locura –si se quiere–, no puede tener ese carácter de generalidad; podrá seducir a un círculo, a una camarilla, pero no dará la vuelta al mundo.

He aquí, principalmente, lo que nos decía un ilustre doctor en Medicina, incrédulo hasta hace poco tiempo atrás, y hoy un fervoroso adepto:

«Dicen que los seres invisibles se comunican; ¿y por qué no? Antes de que fuese inventado el microscopio, ¿sospechábamos de la existencia de esos millones de animálculos que causan tanta devastación en nuestra salud? ¿Dónde está la imposibilidad material de la existencia, en el espacio, de seres que escapan a nuestros sentidos? ¿Tendríamos por ventura la ridícula pretensión de saberlo todo y de decir que Dios no puede enseñarnos nada más? Si esos seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿por qué no se comunicarían con nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un papel en el destino y en los acontecimientos. ¿Quién sabe si no serán una de las potencias de la Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que no sospechamos? ¡Qué nuevo horizonte abriría esto a nuestro pensamiento! ¡Qué vasto campo de observación! El descubrimiento del mundo invisible sería otra cosa completamente diferente que el de lo infinitamente pequeño; sería más que un descubrimiento: sería toda una revolución en las ideas. ¡Qué luz puede surgir de ahí! ¡Cuántas cosas misteriosas serían explicadas! Los que así creen son llevados al ridículo; ¿pero qué prueba esto? ¿No sucedió lo mismo con todos los grandes descubrimientos? ¿Cristóbal Colón no ha sido repelido, colmado de disgustos y tratado como un insensato? Esas ideas –dicen– son tan extrañas, que la razón las rechaza; hace sólo medio siglo se le habrían reído en la cara al que hubiera dicho que en algunos minutos era posible corresponderse de un extremo al otro del mundo; que en algunas horas se podría cruzar Francia; que con el vapor de un poco de agua en ebullición, un buque navegaría contra el viento; que del agua serían sacados los medios de iluminar y de calentar. Si un hombre hubiese propuesto un medio de iluminar toda París en un minuto, con el único recurso de una sustancia invisible, lo habrían mandado al manicomio. ¿Es entonces más prodigioso que el espacio esté poblado por seres pensantes que, después de haber vivido en la Tierra, dejaron su envoltura material? ¿No encontramos en este hecho la explicación de una multitud de creencias que remontan a la más alta Antigüedad? ¿No es la confirmación de la existencia del alma y de su individualidad después de la muerte? ¿No es la prueba de la propia base de la religión? Esta religión sólo vagamente nos dice qué sucede con las almas; el Espiritismo lo define. ¿Qué pueden decir a esto los materialistas y los ateos? Semejantes cosas merecen realmente ser profundizadas.»

He aquí las reflexiones de un científico, pero de un científico sin pretensiones; son también las de una multitud de hombres esclarecidos. Ellos han reflexionado, estudiado seriamente y sin prejuicios; han tenido la modestia de no decir: No comprendo, por lo tanto eso no existe. Su convicción se ha formado a través de la observación y del recogimiento. Si esas ideas hubiesen sido quimeras, ¿sería posible que tantas personas de élite las hubieran adoptado? ¿Sería posible que durante tanto tiempo fueran víctimas de una ilusión? Por lo tanto no hay ninguna imposibilidad material en la existencia de seres para nosotros invisibles, que pueblan el espacio, y sólo esta consideración ya debería hacernos obrar con un poco más de circunspección. Hasta hace poco tiempo atrás, ¿quién hubiera pensado que una gota de agua límpida pudiese contener miles de seres vivos, de una pequeñez que confunde nuestra imaginación? Ahora bien, era más difícil a la razón concebir así a seres tan sutiles –provistos de todos nuestros órganos y funcionando como nosotros–, que admitir a los que llamamos Espíritus.

Los adversarios preguntan por qué los Espíritus, que deberían tener tanto empeño en hacer prosélitos, no se prestan mejor al trabajo de convencer a ciertas personas, cuya opinión sería de una gran influencia. Agregan que se les objeta su falta de fe; a esto, ellos responden con razón que no pueden tener fe por anticipado.

Es un error creer que la fe sea necesaria: pero la buena fe es otra cosa. Hay escépticos que niegan hasta la evidencia, y que ni milagros podrían convencerlos. Inclusive están los que se pondrían muy irritados por ser forzados a creer, porque su amor propio habría de sufrir al reconocer que estaban equivocados. ¿Qué responder a esas personas que por todas partes solamente ven ilusión y charlatanismo? Nada; es preciso dejarlas tranquilas para que digan –mientras lo quieran– que no han visto nada y que hasta incluso nada se ha podido hacerles ver. Al lado de esos escépticos endurecidos, los hay aquellos que quieren ver a su manera; los que, habiéndose hecho una opinión, a ésta quieren someter todo, por no comprender que existan fenómenos que no obedezcan a su voluntad. Ellos no saben o no quieren saber en aceptar las condiciones necesarias. Si los Espíritus no se empeñan en convencer por medio de prodigios, es que al parecer tienen poco interés –por el momento– en convencer a ciertas personas, cuya importancia no atribuyen como ellas lo hacen con sí mismas; es preciso concordar que esto es poco halagador, pero nosotros no comandamos su opinión; los Espíritus tienen una manera de juzgar las cosas que no siempre es la nuestra; ellos ven, piensan y obran según otros elementos; mientras que nuestra visión es circunscripta por la materia, y limitada por el estrecho círculo en medio del cual nos encontramos, ellos abarcan el conjunto; el tiempo que nos parece tan largo es para ellos un instante, y la distancia no es más que un paso; ciertos detalles que nos parecen de una extrema importancia, a sus ojos no pasan de niñerías, mientras que juzgan importantes ciertas cosas cuyo alcance nosotros no percibimos. Para comprenderlos es preciso elevarse por el pensamiento, encima de nuestro horizonte material y moral, a fin de alcanzar su punto de vista; no son ellos que tienen que descender hasta nosotros, y sí nosotros que debemos ascender hasta ellos, lo que conseguiremos con estudio y observación. Los Espíritus aprecian los observadores asiduos y concientes, para los cuales multiplican las fuentes de luz; lo que los aleja, no es la duda de la ignorancia, sino la fatuidad de esos supuestos observadores que no observan nada y que pretenden ponerlos en aprietos y manejarlos como títeres. Es principalmente el sentimiento que traen de hostilidad y de querer denigrar, sentimiento que está en su pensamiento, cuando no en sus palabras, a pesar de sus protestas en contrario. Para éstos nada hacen los Espíritus, y muy poco se inquietan con lo que puedan decir o pensar, porque su turno llegará. Es por eso que hemos dicho que no es la fe que es necesaria, sino la buena fe; ahora bien, preguntamos si nuestros eruditos adversarios estarán siempre en esas condiciones. Quieren tener los fenómenos a sus órdenes, y los Espíritus no obedecen órdenes: es preciso esperar por su buena voluntad. No es suficiente decir: mostradme tal hecho y he de creer; es necesario tener la voluntad de la perseverancia, dejar que los hechos se produzcan espontáneamente sin pretender forzarlos o dirigirlos; aquello que deseáis será precisamente lo que no obtendréis, pero se presentarán otros, y lo que deseáis vendrá quizás en el momento en que menos lo esperáis. A los ojos del observador atento y asiduo surge una multitud de fenómenos que se corroboran unos a los otros; pero el que cree que basta girar una manivela para hacer funcionar la máquina, se equivoca por completo. ¿Qué hace el naturalista que quiere estudiar los hábitos de un animal? ¿Le ordena que haga tal o cual cosa, a fin de tener todo el tiempo para observarlo a gusto y de acuerdo con su conveniencia? No; porque sabe muy bien que no será obedecido; él espía las manifestaciones espontáneas de su instinto; las espera y las observa al paso. El simple buen sentido nos muestra que con más fuerte razón debe suceder así con los Espíritus, que son inteligencias mucho más independientes que la de los animales.