Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Carta de Plinio el Joven a Sura
(Libro VII – Carta 27ª)

«El tiempo que disponemos os permite enseñar y me permite aprender. Gustaría mucho saber, pues, si los fantasmas tienen algo de real, si tienen una verdadera fisonomía, si son genios o si no son más que vanas imágenes trazadas por una imaginación alterada por el miedo. Lo que me lleva a creer que hay verdaderos espectros es lo que me han dicho que le ha sucedido a Curtius Rufus. En el tiempo en que él todavía no tenía fortuna ni nombre, había acompañado a África a aquel a quien el gobierno le había encomendado. En el ocaso del día, al pasear bajo un pórtico, una mujer –de una talla y de una belleza sobrehumanas– se presentó ante él y le dijo: "Yo soy el África. Vengo a predecirte lo que te debe suceder. Irás a Roma, ocuparás los más elevados cargos y después regresarás para gobernar esta provincia en la cual morirás".

Todo sucedió como ella lo había predicho. Incluso se cuenta que al atracar en Cartago y al desembarcar de su navío, la misma aparición se le presentó y fue a su encuentro en el muelle.

«Lo que hay de verdad es que él cayó enfermo y que, al juzgar el futuro por el pasado y la infelicidad que lo amenazaba por la buena fortuna que había experimentado, se desesperó al principio por su cura, a pesar de la buena opinión que los suyos habían concebido.

“Pero he aquí otra historia que no os parecerá menos sorprendente y que es mucho más aterradora. Os la contaré tal cual la he recibido:

–En Atenas había una casa muy grande y muy cómoda, pero desprestigiada y desierta. En el más profundo silencio de la noche se oían ruidos de hierros y, si se prestase más atención, un ruido de cadenas que en principio parecía venir de lejos, para luego aproximarse. Después se veía como si fuese el espectro de un anciano, muy delgado y bien abatido, que tenía una larga barba, cabellos erizados, con cadenas en los pies y en las manos, a las cuales sacudía horriblemente. De ahí las noches horrorosas y sin sueño para aquellos que habitaban esta casa. A la larga, el insomnio lleva a la enfermedad, y la enfermedad –al aumentar el pavor– era seguida por la muerte. Porque durante el día, aunque el espectro no apareciera, la impresión que había dejado era tal ante los ojos de todos, que el temor causado se renovaba. En fin, la casa fue abandonada y enteramente dejada al fantasma. Sin embargo se puso un letrero para avisar que ella estaba en venta o para alquilar, con la idea de que alguien poco instruido de tan terrible incomodidad pudiese ser engañado.

“El filósofo Atenodoro vino a Atenas. Al ver el letrero preguntó el precio. El costo módico lo hizo desconfiar, y se informó. Le contaron la historia, y lejos de interrumpir su compra, la concretó sin demora. Se alojó, y a la tarde pidió que le preparasen la cama en el cuarto de adelante, que le trajeran sus tablillas, su pluma y luz, y que sus criados se retirasen al fondo de la casa. Con miedo de que su imaginación estuviese a merced de un temor frívolo que inventase fantasmas, aplicó su entendimiento, sus ojos y su mano a escribir. Al comienzo de la noche un profundo silencio reinaba en esta casa, como en todas partes. Después escuchó hierros que se chocaban y cadenas que se golpeaban; no levantó los ojos, ni dejó la pluma; se tranquilizó y se esforzó en aguzar su audición. El ruido aumentó, se amplió; parecía provenir aproximadamente de la puerta del cuarto. Él observó y percibió al espectro, tal como se lo habían descrito. El espectro estaba de pie y lo llamaba con el dedo. Atenodoro le hizo una señal con la mano para que esperase un poco, y continuó escribiendo como si nada hubiera pasado. El espectro recomenzó el estruendo con sus cadenas, el cual resonó en los oídos del filósofo. Éste observó aún otra vez y percibió que continuaba siendo llamado con el dedo. Entonces, sin más tardanza, se levantó, tomó la luz y lo siguió. El fantasma caminaba a paso lento, como si el peso de las cadenas lo estuviese agobiando. Al llegar al patio de la casa, desapareció de repente, dejando allí a nuestro filósofo que recogió hierbas y hojas y las puso en el lugar donde él había sido dejado, a fin de poder identificar el local. Al día siguiente fue a buscar a los magistrados y les pidió que ordenasen excavar en aquel lugar. Así se hizo; se encontraron huesos todavía presos a cadenas: el tiempo había consumido las carnes. Después que se los hubo cuidadosamente reunido, los sepultaron públicamente y, luego que rindieron al muerto las honras fúnebres, él no perturbó más el reposo de aquella casa.

«Lo que acabo de contar lo creo bajo palabra de honor del otro. Pero he aquí lo que yo puedo asegurar bajo mi palabra de honor. –Tengo un liberto llamado Marcus, que de ninguna manera es un ignorante. Él estaba acostado con su hermano menor. Le pareció ver a alguien sentado sobre su cama y que aproximaba una tijera a su cabeza, llegándole incluso a cortar los cabellos por sobre la frente. Por la mañana se dio cuenta que tenía rapada la parte superior de la cabeza y que sus cabellos se encontraban esparcidos a su alrededor. Poco después, semejante acontecimiento sucedió con uno de mis criados, lo que no me permitió más dudar de la verdad del otro. Uno de mis jóvenes esclavos dormía con sus compañeros en el lugar que les era destinado. Dos hombres vestidos de blanco (es así cómo él lo contaba) vinieron por la ventana, le raparon la cabeza mientras dormía y se fueron como habían venido. Al día siguiente se lo encontró rapado –como habían encontrado al otro– y los cabellos que le habían sido cortados estaban esparcidos en el suelo.

«Estos acontecimientos no habrían tenido ninguna consecuencia si yo no hubiese sido acusado ante Domiciano, en cuyo imperio ellos sucedieron. Yo no habría escapado si él hubiese vivido, porque se encontró en su portafolio una demanda contra mí, hecha por Carus. De ahí se puede conjeturar que, como la costumbre de los acusados es la de descuidar sus cabellos y la de dejarlos crecer, aquellos que habían cortado los de mis criados señalaban con esto que yo estaba fuera de peligro. Por lo tanto, os suplico que pongáis aquí toda vuestra erudición en práctica. El asunto es digno de una profunda meditación, y tal vez yo no sea indigno de ser partícipe de vuestras luces. Al pesar las dos opiniones contrarias –conforme es vuestra costumbre–, haced no obstante conque la balanza se incline hacia algún lado, a fin de sacarme de la inquietud en que estoy, porque no es sino por esto que os consulto. –Adiós.»