Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Escollos de los médiums

La mediumnidad es una facultad bastante múltiple que presenta una infinita variedad de matices en sus medios y en sus efectos. Cualquiera que esté apto para recibir o transmitir las comunicaciones de los Espíritus es, por esto mismo, médium, sea cual fuere el modo empleado o el grado de desarrollo de la facultad, desde la simple influencia oculta hasta la producción de los fenómenos más insólitos. Sin embargo, en el uso común, esta palabra tiene una acepción más restringida y se dice generalmente de las personas dotadas de un poder medianero bastante grande, ya sea para producir efectos físicos o para transmitir el pensamiento de los Espíritus a través de la escritura o de la palabra.

Aunque esta facultad no sea un privilegio exclusivo, es cierto que encuentra refractarios, al menos en el sentido que se le atribuye; también es cierto que no es sin escollos que se presenta en aquellos que la poseen; que puede alterarse, incluso perderse, y a menudo ser una fuente de graves desengaños. Es sobre este punto que creemos útil llamar la atención de todos los que se ocupan de comunicaciones espíritas, ya sea directamente o por un intermediario. Decimos por un intermediario porque es importante también para aquellos que se sirven de médiums el poder apreciar su valor y la confianza que merecen sus comunicaciones.

El don de la mediumnidad depende de causas que todavía no son perfectamente conocidas y en las cuales lo físico parece tener una gran parte. A primera vista parecería que un don tan precioso solamente debiese ser compartido por almas de élite; ahora bien, la experiencia prueba lo contrario, porque se encuentran poderosos médiums entre personas cuya moral deja mucho que desear, mientras que otras –estimables en todo concepto– están privadas de ese don. Aquel que fracasa, a pesar de sus deseos, de sus esfuerzos y de su perseverancia, no debe por esto sacar conclusiones desfavorables para sí, ni creerse indigno de la benevolencia de los Espíritus buenos; si este favor no le es concedido, sin duda hay otros que pueden ofrecerle una amplia compensación. Por la misma razón, aquel que lo disfruta no podría de él prevalecerse, porque no es ninguna señal de mérito personal. Por lo tanto, el mérito no está en la posesión de la facultad mediúmnica que puede ser dada a todo el mundo, sino en el uso de la misma; existe una distinción capital que nunca es preciso perder de vista: un buen médium no es el que tiene facilidad en las comunicaciones, sino únicamente el que posee la aptitud para sólo recibir las buenas; ahora bien, es ahí que se observa si sus condiciones morales son potentes; también ahí es que se encuentran sus mayores escollos.

Para darse cuenta de este estado de cosas y comprender lo que vamos a decir, es preciso reportarse al principio fundamental de que entre los Espíritus los hay de todos los grados en bien y en mal, en ciencia y en ignorancia; que los Espíritus pululan alrededor nuestro y que, cuando creemos estar solos, estamos incesantemente rodeados de seres que se nos acercan, unos con indiferencia como extraños, otros que nos observan con intenciones más o menos benevolentes según su naturaleza.

El proverbio: Los semejantes atraen a los semejantes, tiene su aplicación entre los Espíritus como entre nosotros, y posiblemente más aún entre ellos, porque no están como nosotros bajo la influencia de las consideraciones sociales. No obstante si, entre nosotros, estas consideraciones a veces confunden a los hombres de costumbres y de gustos muy diferentes, de algún modo esta confusión es solamente material y transitoria; la semejanza o la divergencia de pensamientos será siempre la causa de las atracciones y de las repulsiones.

Nuestra alma que, en definitiva, no es más que un Espíritu encarnado, no deja por esto de ser un Espíritu; si momentáneamente se ha revestido de una envoltura material, sus relaciones con el mundo incorpóreo –aunque menos fáciles que en el estado de libertad– no por eso son interrumpidas de una manera absoluta; el pensamiento es el lazo que nos une a los Espíritus, y por el pensamiento es que atraemos a los que simpatizan con nuestras ideas y con nuestras inclinaciones. Representamos, pues, la masa de los Espíritus que nos rodean como la multitud que encontramos en el mundo; en todas partes donde vamos de preferencia, encontramos a hombres atraídos por los mismos gustos y por los mismos deseos; a las reuniones que tienen un objetivo serio, van los hombres serios; a las que tienen un objetivo frívolo, van los hombres frívolos; también en todas partes se encuentran Espíritus atraídos por el pensamiento dominante. Si damos una mirada sobre el estado moral de la Humanidad, en general, comprenderemos sin dificultad que, en esta multitud oculta, los Espíritus elevados no deben ser mayoría; esto es una de las consecuencias del estado de inferioridad de nuestro globo.

Los Espíritus que nos rodean no son pasivos; es una población esencialmente inquieta, que piensa y obra sin cesar, que ejerce su influencia sin nosotros saberlo, que nos induce o nos disuade, que nos impulsa al bien o al mal, lo que no nos quita nuestro libre albedrío más de lo que los consejos buenos o malos que recibimos de nuestros semejantes. Pero cuando los Espíritus imperfectos solicitan a alguien para hacer una cosa mala, saben muy bien a quién ellos se dirigen y no van a perder su tiempo donde ven que serán mal recibidos; ellos nos incitan según nuestras tendencias o según los gérmenes que en nosotros ven y conforme a nuestras disposiciones en escucharlos: he aquí por qué el hombre firme en los principios del bien no les da motivos.

Estas consideraciones nos llevan naturalmente a la cuestión de los médiums. Estos últimos están sometidos, como todo el mundo, a la influencia oculta de los Espíritus buenos o malos; los atraen o los rechazan según las simpatías de su propio Espíritu, y los Espíritus malos se aprovechan de todos sus defectos, como de un punto débil, para aproximarse a ellos e inmiscuirse –con su desconocimiento– en todos los actos de su vida privada. Además, esos Espíritus encuentran en el médium un medio de expresar su pensamiento de una manera inteligible y de atestiguar su presencia, entrometiéndose en las comunicaciones, provocándolas, porque a través de esto esperan tener más influencia, y terminan por dominarlas al adueñarse de las mismas. Se sienten como en su casa, alejan a los Espíritus que podrían contraponérseles y, si es necesario, toman sus nombres e incluso su lenguaje para poder engañar; pero no logran representar su papel por mucho tiempo, y con un poco que entren en contacto con un observador experimentado y sin ideas preconcebidas, son muy rápidamente desenmascarados. Si el médium se deja llevar por esta influencia, los Espíritus buenos se apartan de él o absolutamente no vienen cuando se los llama, o sólo vienen contrariados, porque ven que el Espíritu que se ha identificado con el médium –que en cierto modo ha elegido residir con él– puede alterar sus instrucciones. Si nosotros tenemos que escoger un intérprete, un secretario, un mandatario cualquiera, es evidente que escogeremos no sólo a un hombre capaz, sino además a alguien que sea digno de nuestra estima, y que no confiaremos una misión delicada y nuestros intereses a un hombre corrupto o frecuentador de una sociedad sospechosa. Sucede lo mismo con los Espíritus; para transmitir instrucciones serias, los Espíritus superiores no han de elegir a un médium que entre en relación con Espíritus ligeros, A MENOS QUE HAYA NECESIDAD Y QUE NO TENGAN OTROS A SU DISPOSICIÓN POR EL MOMENTO; también, a menos que quieran dar una lección al propio médium, lo que algunas veces ocurre; pero entonces sólo se sirven de él accidentalmente, y se retiran cuando encuentran a uno mejor, dejándolo con sus simpatías si él continúa vinculado a ellas. Por lo tanto, el médium perfecto sería aquel que no diese acceso a los Espíritus malos por un defecto cualquiera. Esta condición es muy difícil de cumplir; pero si la perfección absoluta no es dada al hombre, le es siempre dado aproximarse a ella por sus esfuerzos, y los Espíritus tienen sobre todo en cuenta los esfuerzos, la voluntad y la perseverancia.

De esta manera el médium perfecto no tendría sino comunicaciones perfectas de verdad y de moralidad; al no ser posible la perfección, el mejor sería aquel que obtuviese las mejores comunicaciones: es por las obras que se los puede juzgar. Comunicaciones constantemente buenas y elevadas, en las que no se perciba ningún indicio de inferioridad, serían indiscutiblemente una prueba de la superioridad moral del médium, porque atestiguarían simpatías felices. Por esto mismo –de que el médium no sabría ser perfecto–, Espíritus ligeros, embusteros y mentirosos pueden entrometerse en sus comunicaciones, alterando la pureza e induciendo al error, a él y a los que se le dirigen. He aquí el mayor escollo del Espiritismo y nosotros no disimulamos su gravedad. ¿Podemos evitar dicho escollo? Abiertamente decimos: sí, podemos; el medio no es difícil y exige apenas discernimiento.

Las buenas intenciones, inclusive la moralidad del médium, no siempre son suficientes para preservarlo de la intromisión de los Espíritus ligeros, mentirosos o pseudosabios en sus comunicaciones; además de los defectos de su propio Espíritu, puede darles motivos por otras causas, de las cuales la principal es la debilidad de carácter y una demasiada confianza en la invariable superioridad de los Espíritus que se comunican con él; esta confianza ciega proviene de una causa que luego explicaremos. Si no se quiere ser engañado por esos Espíritus ligeros, es preciso saber juzgarlos, y para esto tenemos un criterio infalible: el buen sentido y la razón. Sabemos que las cualidades del lenguaje, que entre nosotros caracterizan a los hombres verdaderamente buenos y superiores, son las mismas cualidades para los Espíritus; debemos juzgarlos por su lenguaje. No estaría de más repetir lo que caracteriza al lenguaje de los Espíritus elevados: es constantemente digno, noble, sin fanfarronería ni contradicción, desprovisto de toda trivialidad e impregnado de una inalterable benevolencia. Los Espíritus buenos aconsejan; ellos no ordenan: no se imponen; sobre lo que ignoran se callan. Los Espíritus ligeros hablan con la misma seguridad de lo que saben y de lo que no saben, al responder a todo sin preocuparse con la verdad. En un dictado supuestamente serio, nosotros hemos visto ubicar a César en el tiempo de Alejandro, con una imperturbable desfachatez; a otros afirmar que no es la Tierra que gira alrededor del Sol. En resumen, toda expresión grosera o simplemente inconveniente, toda marca de orgullo y de presunción, toda máxima contraria a la sana moral, toda herejía científica notoria es, entre los Espíritus como entre los hombres, una señal indiscutible de mala naturaleza, de ignorancia o por lo menos de ligereza. De esto resulta que es preciso examinar con atención todo lo que ellos dicen y hacerlo pasar por el crisol de la lógica y del buen sentido; he aquí una recomendación que sin cesar nos hacen los Espíritus buenos: «Dios –nos dicen– no os ha dado el discernimiento en vano; por lo tanto, usadlo para saber con quiénes entráis en relación». Los Espíritus malos temen el examen; ellos dicen: «Aceptad nuestras palabras y no las juzguéis». Si tuviesen la conciencia de estar con la verdad, no temerían la luz.

El hábito de examinar las menores palabras de los Espíritus, de evaluarlas (desde el punto de vista del pensamiento y no de la forma gramatical, con la cual tienen poco cuidado), aleja forzosamente a los Espíritus malintencionados que, entonces, no vienen a perder inútilmente su tiempo, ya que rechazamos todo lo que es malo o de un origen sospechoso. Pero cuando se acepta ciegamente todo lo que dicen, cuando –por así decirlo– uno se pone de rodillas ante su pretendida sabiduría, ellos hacen lo que harían los hombres: abusan de eso.

Si el médium es señor de sí, y si no se deja dominar por un entusiasmo irreflexivo, puede hacer lo que aconsejamos; pero a menudo ocurre que el Espíritu lo subyuga al punto de fascinarlo, haciéndole encontrar admirables las cosas más ridículas; entonces él se abandona cada vez más a esta perniciosa confianza y, convencido de sus buenas intenciones y de sus buenos sentimientos, cree que esto es suficiente para alejar a los Espíritus malos; no, esto no es suficiente, porque esos Espíritus están satisfechos en hacerlo caer en la trampa, aprovechándose de su debilidad y de su credulidad. Entonces, ¿qué hacer? Relatar todo a un tercero desinteresado que, al juzgar con sangre fría y sin prevención, podrá ver una paja donde el médium no veía una viga.

La ciencia espírita exige una gran experiencia que sólo se adquiere, como en todas las Ciencias filosóficas y en otras, a través de un largo estudio, asiduo y perseverante, y por numerosas observaciones. Ella no abarca solamente el estudio de los fenómenos propiamente dichos, sino también y sobre todo el de las costumbres –si podemos expresarnos así– del mundo oculto, desde el más bajo hasta el más alto grado de la escala. Sería demasiado presuntuoso creerse suficientemente esclarecido y querer ser maestro después de algunos ejercicios. Tal pretensión no sería la de un hombre serio, porque cualquiera que arroje una mirada indagadora sobre esos misterios extraños, ve extenderse ante sí un horizonte tan vasto que varios años
no bastan para alcanzarlo; ¡y hay quien pretenda hacerlo en algunos días!

De todas las disposiciones morales, la que da más motivos a los Espíritus imperfectos es el orgullo. El orgullo es para los médiums un escollo tanto más peligroso cuanto menos se lo reconoce. Es el orgullo que les da la creencia ciega en la superioridad de los Espíritus que se vinculan a aquéllos, porque se sienten halagados con ciertos nombres que éstos les imponen; desde que un Espíritu les dice: Yo soy Fulano de Tal, se inclinan y se abstienen de dudar, porque su amor propio sufriría al encontrar bajo esa máscara a un Espíritu de bajo nivel o a un malvado despreciable. El Espíritu, que ve el lado débil, lo aprovecha; adula a su supuesto protegido, le habla de orígenes ilustres que lo hacen engreírse todavía más, le promete un futuro brillante, los honores, la fortuna, de los cuales parece ser el dispensador; si es preciso, aparenta por él una ternura hipócrita; ¿cómo resistir a tanta generosidad? En una palabra, lo engaña y –como se dice vulgarmente– lo maneja como a un títere; su felicidad es la de tener a un ser bajo su dependencia. Hemos interrogado a más de uno sobre los motivos de su obsesión; uno de ellos nos respondió esto: Quiero tener a un hombre que haga mi voluntad; éste es mi placer. Cuando nosotros le dijimos que íbamos a poner manos a la obra para desbaratar sus artificios y abrir los ojos a su oprimido, dijo: Lucharé contra vos y no lo lograréis, porque haré tantas cosas que él no os creerá. En efecto, ésta es una de las tácticas de esos Espíritus malévolos; inspiran la desconfianza y el alejamiento de las personas que pueden desenmascararlos y darles buenos consejos. Jamás sucede algo parecido por parte de los Espíritus buenos. Todo Espíritu que siembra la discordia, que provoca animosidad y que alimenta disensiones, revela por esto mismo su naturaleza mala; sería preciso ser ciego para no comprender eso y para creer que un Espíritu bueno pueda incitar a la desavenencia.

Frecuentemente el orgullo se desarrolla en el médium a medida que crece su facultad; ésta lo hace sentir importante; él es buscado y termina por creerse indispensable; es por eso que algunas veces hay en él un tono de jactancia y de pretensión, o aires de suficiencia y de desdén, incompatibles con la influencia de un Espíritu bueno. Aquel que cae en ese defecto está perdido, porque Dios le ha dado su facultad para el bien y no para satisfacer su vanidad o transformarla en trampolín de su ambición. Olvida que ese poder, del cual se envanece, puede serle retirado y que a menudo sólo le ha sido dado como prueba, de la misma manera que le ha sido dada la fortuna a ciertas personas. Si de él abusa, los Espíritus buenos poco a poco lo abandonan, y se vuelve juguete de los Espíritus ligeros que lo entretienen con sus ilusiones, satisfechos por haber vencido a aquel que se creía fuerte. Es así que hemos visto anularse y perderse las facultades más preciosas que, sin eso, hubieran podido volverse los más poderosos y los más útiles auxiliares. Esto se aplica a todos los géneros de médiums, ya sean de manifestaciones físicas o de comunicaciones inteligentes. Infelizmente el orgullo es uno de los defectos del que se está menos dispuesto a reconocer en sí mismo y menos aún en los otros, porque ellos no lo aceptarían. Id, pues, a decirle a uno de esos médiums que él se deja llevar como un niño: os dará la espalda diciendo que él sabe conducirse y que vosotros no veis claro. Podéis decirle a un hombre que él es borracho, libertino, perezoso, torpe e imbécil; él reirá o estará de acuerdo; decidle que es orgulloso y se enojará: prueba evidente de que habréis dicho la verdad. En este caso, los consejos son tanto más difíciles cuanto más el médium evite a las personas que podrían dárselos, huyendo de una intimidad que teme. Los Espíritus, que sienten que los consejos perjudican a su poder, lo llevan –al contrario– hacia quienes cultivan sus ilusiones. Preparan muchas decepciones, con las cuales más de una vez su amor propio ha de sufrir; feliz de él si no le sucede aún nada más grave.

Si hemos insistido detenidamente sobre este punto ha sido porque la experiencia nos ha demostrado, en varias ocasiones, que es ahí que se encuentra uno de los grandes escollos para la pureza y la sinceridad de las comunicaciones de los médiums. Después de esto, es casi inútil hablar de otras imperfecciones morales, tales como el egoísmo, la envidia, los celos, la ambición, la codicia, la dureza de corazón, la ingratitud, la sensualidad, etc. Cada uno comprende que ellas son otras tantas puertas abiertas a los Espíritus imperfectos o, al menos, causas de debilidad. Para rechazar a estos últimos no es suficiente decirles que se vayan; incluso no es suficiente quererlo y menos aún conjurarlos: es preciso cerrarles la puerta y los oídos, probarles que se es más fuerte que ellos, siéndolo indiscutiblemente a través del amor al bien, de la caridad, de la dulzura, de la simplicidad, de la modestia y del desinterés, cualidades que atraen la benevolencia de los Espíritus buenos; es el apoyo de éstos que hace nuestra fuerza, y si ellos a veces nos dejan a merced de los malos, es para poner a prueba nuestra fe y nuestro carácter.

Que los médiums no se asusten mucho de la severidad de las condiciones que acabamos de hablar; se ha de concordar que éstas son lógicas, pero sería un error desalentar. Es cierto que las comunicaciones malas que se pueden tener son el indicio de alguna debilidad, pero no siempre un signo de indignidad; se puede ser débil y bueno. En todo caso es un medio de reconocer sus propias imperfecciones. Ya lo hemos dicho en otro artículo: no hay necesidad de ser médium para estar bajo la influencia de Espíritus malos, que actúan en las sombras; con la facultad mediúmnica el enemigo se muestra y se traiciona; se sabe con quién se está tratando y se puede combatirlo; es así que una comunicación mala puede volverse una lección útil si se sabe aprovecharla.

Además, sería injusto atribuir todas las comunicaciones malas a cuenta del médium; hablamos de aquellas que él obtiene por sí mismo, fuera de toda otra influencia, y no de las que se producen en cualquier ambiente; ahora bien, todos saben que los Espíritus atraídos por ese medio pueden perjudicar a las manifestaciones, ya sea por la diversidad de caracteres o por la falta de recogimiento. Es una regla general que las mejores comunicaciones tienen lugar en la intimidad y en un Círculo concentrado y homogéneo. En toda comunicación están en juego varias influencias: la del médium, la del ambiente y la de la persona que interroga. Estas influencias pueden ejercer una acción recíproca, neutralizarse o corroborarse: esto depende del objetivo que se pretenda y del pensamiento dominante. Hemos visto excelentes comunicaciones obtenidas en reuniones y con médiums que no tenían todas las condiciones deseables; en este caso, los Espíritus buenos venían por causa de una persona en particular, porque eso era útil; hemos visto comunicaciones malas obtenidas por médiums buenos, únicamente porque el interrogador no tenía intenciones serias y atraía a Espíritus ligeros que se burlaban de él. Todo esto exige tacto y observación, y fácilmente se comprende la preponderancia que deben tener todas las condiciones reunidas.