Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

Volver al menú

Las mil y dos noches de los cuentos árabes
Dictada por el Espíritu Frédéric Soulié
(TERCER Y ÚLTIMO ARTÍCULO)

VII

–Levantaos, le dijo Nureddin, y seguidme. Nazara se arrojó llorosa a sus pies, implorando gracia. –No hay piedad para semejante falta, dijo el supuesto sultán; preparaos para morir. Nureddin sufría mucho por tener que hablarle de esta manera, pero juzgó que no era conveniente darse a conocer en ese momento.

Al ver que era imposible doblegarlo, Nazara lo siguió temblando. Ellos regresaron a las habitaciones; allí Nureddin dijo a Nazara que fuese a ponerse ropas más convenientes; después que terminó de arreglarse, y sin otra explicación, le dijo que irían –él y Ozara, el enano– a conducirla a un suburbio de Bagdad donde ella encontraría su merecido. Los tres se cubrieron de grandes mantos para no ser reconocidos y salieron del palacio. Pero, ¡qué terror! Así que atravesaron las puertas, cambiaron de aspecto a los ojos de Nazara; no eran el sultán y Ozara, ni los mercaderes de ropas, sino el propio Nureddin y Tanaple; ellos estaban tan asustados –sobre todo Nazara– de verse tan cerca de la morada del sultán, que avivaron el paso por miedo a ser reconocidos.

Ni bien entraron en el palacio de Nureddin, su propiedad fue cercada por una multitud de hombres, de esclavos y de tropas, enviadas por el sultán para detenerlos.

Al primer ruido, Nureddin, Nazara y el enano se refugiaron en la habitación más retirada del palacio. Allí, el enano les dijo que no tuvieran miedo y que sólo tenían que hacer una cosa para no ser capturados: ponerse en la boca el dedo meñique de la mano izquierda y silbar tres veces; que Nazara debía hacer lo mismo y que al instante ellos se volverían invisibles para todos aquellos que quisiesen prenderlos.

El ruido continuaba aumentando de una manera alarmante; Nazara y Nureddin siguieron el consejo de Tanaple, y cuando los soldados entraron en la habitación la encontraron vacía, retirándose después de haber hecho minuciosas búsquedas. Entonces el enano dijo a Nureddin que hiciese lo contrario de lo que habían hecho: es decir, ponerse en la boca el dedo meñique de la mano derecha y silbar tres veces; ellos lo hicieron y enseguida volvieron a ser lo que eran antes.

Luego el enano les hizo notar que no se encontraban seguros en aquella casa y que debían dejarla por algún tiempo, a fin de aplacar la cólera del sultán. En consecuencia, Tanaple se ofreció para conducirlos a su propio palacio subterráneo –donde estarían más tranquilos–, en cuanto serían encontrados los medios de arreglar todo para que pudiesen regresar sin temor a Bagdad, y en las mejores condiciones posibles.

VIII

Nureddin dudaba, pero Nazara le rogó tanto que él terminó por consentir. El enano les indicó que fuesen al jardín para comer una naranja con el rostro dirigido hacia el Sol naciente, y que entonces ellos serían transportados sin percibirlo. Tuvieron un aire de duda, pero Tanaple les dijo que no entendía sus dudas después de lo que había hecho por ellos.

Al haber descendido al jardín y comido la naranja de la manera indicada, ellos se encontraron súbitamente elevados a una altura prodigiosa; después experimentaron una fuerte sacudida y un gran frío, sintiendo que descendían en gran velocidad. No vieron nada durante el trayecto, pero cuando tuvieron conciencia de su situación, se encontraban bajo tierra en un magnífico palacio iluminado por más de veinte mil velas.

Dejemos a nuestros enamorados en el palacio subterráneo y volvamos a nuestro enano que habíamos dejado en casa de Nureddin. Vimos que el sultán había enviado soldados para prender a los fugitivos; después de haber examinado los más recónditos rincones de la habitación, así como los jardines, y al no haber encontrado nada, fueron forzados a regresar y a rendir cuentas al sultán de su infructuosa gestión.

Tanaple los había acompañado a lo largo de todo el camino; él los miraba con un aire jocoso, y de vez en cuando les preguntaba cuál era el precio que el sultán daría a quien le entregase los dos fugitivos. –Si el sultán, agregaba, está dispuesto a concederme una hora de audiencia, le diré algo que lo ha de apaciguar, y quedará encantado de verse libre de una mujer como Nazara, que tiene un mal genio y que haría recaer sobre el sultán todas las desgracias posibles si ella permaneciera algunas lunas más. El jefe de los eunucos le prometió dar el recado y transmitirle la respuesta del sultán.

Ni bien hubieron entrado al palacio, cuando el jefe de los negros vino a decirle que su señor lo esperaba, previniéndolo no obstante de que sería empalado si se presentase con imposturas.

Nuestro pequeño monstruo se apresuró a dirigirse al palacio del sultán. Al llegar ante este hombre duro y severo, como es costumbre se inclinó tres veces delante de los príncipes de Bagdad.

–¿Qué tienes tú que decirme? –preguntó el sultán. Sabes lo que te espera si no dices la verdad. Habla: te escucho.

«Gran Espíritu, Luna celestial, tríada de Soles, yo solamente digo la verdad. Nazara es hija del Hada Negra y del genio Gran Serpiente de los Infiernos. Su presencia en tu palacio te traería todas las plagas imaginables: lluvia de serpientes, eclipse de sol, luna azul que impide los amores de la noche; en fin, todos tus deseos serían contrariados e incluso tus mujeres envejecerían antes de que una luna haya pasado. Yo podría darte una prueba de lo que hablo; sé dónde se encuentra Nazara; si quieres iré a buscarla y podrás convencerte por ti mismo. Sólo hay un medio de evitar esas desgracias: dársela a Nureddin. Él tampoco es lo que piensas: es hijo de la hechicera Manuza y del genio Peñón de Diamante. Si tú los unes, Manuza –en reconocimiento– te protegerá; si te niegas... ¡Pobre príncipe! Me compadezco de ti. Haz la prueba; después decidirás».

El sultán escuchó con bastante calma el discurso de Tanaple; pero luego enseguida llamó a una tropa de hombres armados y les ordenó aprisionar al pequeño monstruo hasta que un acontecimiento lo convenciera de lo que acababa de escuchar.

Pensaba –dice Tanaple– que estuviese relacionándome con un gran príncipe; pero veo que me he equivocado y dejo a los genios el cuidado de vengar a sus hijos. Dicho esto, siguió a los que habían venido a encarcelarlo.

IX

Tanaple estaba en prisión desde hacía apenas algunas horas, cuando una nube de color sombrío cubrió el Sol, como si un velo hubiese querido ocultarlo a la Tierra; después se escuchó un gran ruido, y de una montaña ubicada a la entrada de la ciudad salió un gigante armado, que se dirigió hacia el palacio del sultán.

No os diré que el sultán se quedó muy calmo: lejos de eso; temblaba como una hoja de naranjo que Eolo hubiese sacudido. Al aproximarse el gigante, mandó cerrar todas las puertas y ordenó a todos sus soldados que estuviesen preparados –armas en mano– para defender a su príncipe. Pero, ¡qué estupefacción! Al acercarse el gigante todas las puertas se abrieron, como empujadas por una mano secreta; luego, gravemente, el gigante avanzó hacia el sultán, sin haber hecho una señal y sin decir una palabra. Al verlo, el sultán se puso de rodillas, rogó al gigante que lo perdonase y que le dijera lo que exigía.

«¡Príncipe! –dijo el gigante, no soy de decir muchas cosas en la primera vez; apenas te advierto. Haz lo que Tanaple te aconsejó, y nuestra protección te será asegurada; de otro modo, sufrirás las consecuencias de tu obstinación». Dicho esto, se retiró.

Al principio, el sultán se quedó muy asustado; pero al cabo de un cuarto de hora se recuperó de su perturbación, y lejos de seguir los consejos de Tanaple, mandó inmediatamente publicar un edicto que prometía una magnífica recompensa a quien pudiese ponerlo en el rastro de los fugitivos; después, al haber puesto guardias en las puertas del palacio, esperó pacientemente. Pero su paciencia no duró mucho, o por lo menos no le dio tiempo para ponerla a prueba. A partir del segundo día apareció a las puertas de la ciudad un ejército que parecía haber salido de abajo de la tierra; los soldados estaban vestidos con pieles de topos y tenían armaduras de caparazón de tortuga, llevando mazas hechas de pedazos de rocas.

Al aproximarse, los guardias quisieron poner resistencia, pero el formidable aspecto del ejército los hizo enseguida bajar las armas; abrieron las puertas sin hablar, sin romper filas, y la tropa enemiga se dirigió peligrosamente hasta el palacio. El sultán quiso resistir a la entrada de sus aposentos; pero, para su gran sorpresa, sus guardias se habían dormido y las puertas se abrieron solas; después el jefe del ejército avanzó con paso firme hasta los pies del sultán y le dijo:

«He venido a decirte que Tanaple, al ver tu testarudez, nos ha enviado para buscarte; en lugar de ser sultán de un pueblo que no sabes gobernar, vamos a llevarte con los topos; tú mismo te volverás un topo y serás un sultán peludo. Ve si esto te conviene más o si prefieres hacer lo que Tanaple te ordenó; te doy diez minutos para reflexionar».

X

El sultán hubiera querido resistir; pero para su felicidad, después de algunos momentos de reflexión, consintió en hacer lo que se le exigía; solamente quiso poner una condición: que los fugitivos no habitasen en su reino. Esto le fue prometido, y al instante –sin saber de qué lado ni cómo– el ejército desapareció a sus ojos.

Ahora que el destino de nuestros enamorados estaba completamente asegurado, volvamos a ellos. Recordemos que los habíamos dejado en el palacio subterráneo.

Después de algunos minutos, embelesados y deslumbrados por el aspecto de las maravillas que los rodeaban, quisieron visitar el palacio y sus alrededores. Ellos vieron jardines encantadores. Y, ¡cosa singular!, allí se veía casi tan claro como a cielo descubierto. Se acercaron al palacio: todas las puertas estaban abiertas y había preparativos para una gran fiesta. A la puerta estaba una dama magníficamente vestida. Al principio, nuestros fugitivos no la reconocieron; pero al aproximarse más, observaron que era Manuza, la hechicera, totalmente transformada; no era más aquella mujer vieja, sucia y decrépita: ya era una mujer de cierta edad, pero aún bella y de gran clase.

«Nureddin –le dijo ella–, te he prometido ayuda y asistencia. Hoy voy a cumplir mi promesa; tus males llegan al fin y vas a recibir el precio de tu constancia: Nazara va a ser tu esposa; además de eso, te doy este palacio; vivirás aquí y serás el rey de un pueblo de valientes y reconocidos súbditos; ellos son dignos de ti, como tú eres digno de reinar sobre ellos».

A estas palabras se escuchó una música armoniosa; de todos los lados surgió una innumerable multitud de hombres y mujeres en trajes de fiesta; dicha multitud era encabezada por grandes señores y por grandes damas que vinieron a postrarse a los pies de Nureddin; le ofrecieron una corona de oro engastada de diamantes, diciéndole que lo reconocían como su rey; que ese trono le pertenecía como siendo el heredero de su padre; que estaban bajo un encanto desde hacía 400 años por la voluntad de magos malvados, y que ese encanto solamente debería terminar con la presencia de Nureddin. Enseguida hicieron un largo discurso sobre sus virtudes y las de Nazara.

Entonces Manuza le dijo: –Sois felices, nada más tengo que hacer aquí. Si necesitáis de mí, golpead la estatua que está en el centro de vuestro jardín y vendré al instante. Luego ella desapareció.

Nureddin y Nazara querían retenerla por más tiempo, para agradecerle toda la bondad para con ellos. Después de pasar algunos momentos conversando, volvieron con sus súbditos; las fiestas y los regocijos duraron ocho días. Su reino fue largo y feliz; ellos vivieron miles de años, e incluso puedo deciros que aún viven; sólo que su país no ha sido encontrado, o mejor dicho, nunca ha sido muy conocido.

FIN

Nota – Llamamos la atención de nuestros lectores para las observaciones con que hemos precedido este cuento, en nuestros números de noviembre de 1858 y de enero de 1859.

ALLAN KARDEC