Los milagros
Con el título: Un milagro, el Sr. Mathieu, antiguo farmacéutico del ejército, acaba de publicar un relato con varios hechos de escritura directa, de los cuales él ha sido testigo. Al producirse estos hechos en circunstancias casi idénticas a los que hemos narrado en nuestro número del mes de agosto, y no presentando nada más característico, nosotros no los relataremos; los mencionamos únicamente para mostrar que los fenómenos espíritas no son un privilegio exclusivo, y para aprovechar la ocasión de felicitar al Sr. Mathieu por el gran interés con que los propaga. Varios otros pequeños opúsculos y artículos del mismo autor, en varios periódicos, son la prueba de esto. El Sr. Mathieu es un hombre de Ciencia que, como tantos otros –y como nosotros mismos–, ha pasado por la hilera de la incredulidad; pero él debió ceder ante la evidencia, porque contra los hechos es preciso rendirse. Solamente nos permitimos criticar el título que él ha dado a su última publicación, y no por una cuestión de una sutileza de palabras, sino porque creemos que el asunto tiene una cierta importancia y merece un examen serio.
En su acepción primitiva, y por su etimología, la palabra milagro significa cosa extraordinaria, cosa admirable de ver; pero esta palabra, como tantas otras, se ha alejado de su sentido original, y hoy se dice (según la Academia) de un acto del poder divino, contrario a las leyes comunes de la Naturaleza. En efecto, tal es su acepción usual, y sólo por comparación y por metáfora es que se aplica a las cosas vulgares que nos sorprenden y cuya razón es desconocida.
El fenómeno relatado por el Sr. Mathieu, ¿tiene el carácter de un milagro, en el verdadero sentido de la palabra? Es evidente que no. Ya hemos dicho que el milagro es una derogación de las leyes de la Naturaleza. De manera alguna tenemos el propósito de examinar si Dios ha juzgado útil, en ciertas circunstancias, derogar las leyes establecidas por Él mismo: nuestro objetivo es únicamente demostrar que el hecho de la escritura directa, por más extraordinario que sea, de ningún modo deroga esas leyes, ni tampoco tiene carácter milagroso. El milagro no se explica; la escritura directa, al contrario, se explica de la manera más racional, como se ha podido ver en nuestro artículo sobre el tema. Por lo tanto, no se trata de un milagro, sino de un simple fenómeno que tiene su razón de ser en las leyes generales. El milagro tiene aún otro carácter: el de ser insólito y aislado. Ahora bien, desde el momento en que un hecho se reproduce –por así decirlo– a voluntad y por diversas personas, no puede ser un milagro.
A los ojos de los ignorantes, la Ciencia hace milagros todos los días: he aquí por qué aquellos que en otros tiempos sabían más que el vulgo eran considerados hechiceros; y como se creía que toda Ciencia venía del diablo, ellos eran quemados. Hoy, que se está mucho más civilizado, se contenta con mandarlos a los manicomios; después que se ha dejado a los inventores morirse de hambre, se les erigen estatuas y se los proclama bienhechores de la Humanidad. Pero dejemos estas tristes páginas de nuestra Historia y volvamos a nuestro asunto. Si un hombre realmente muerto fuere llamado a la vida por una intervención divina, eso sería un verdadero milagro, porque es un hecho contrario a las leyes de la Naturaleza. Pero si este hombre solamente tuviere las apariencias de la muerte, si todavía hay en él un resto de vitalidad latente, y la Ciencia o una acción magnética consigue reanimarlo, para las personas esclarecidas habrá sucedido un simple fenómeno natural, pero a los ojos del vulgo ignorante, el hecho será considerado milagroso, y el autor será perseguido a pedradas o venerado, según el carácter de los individuos. Si en medio de un campo un físico arroja al aire un barrilete con punta metálica, haciendo conque un rayo caiga sobre un árbol, ese nuevo Prometeo será ciertamente considerado como dotado de un poder diabólico; y, dicho sea de paso, Prometeo nos parece haber precedido singularmente a Franklin. Volviendo a la escritura directa, este es uno de los fenómenos que demuestran de la manera más patente la acción de las inteligencias ocultas; pero por el hecho del fenómeno ser producido por seres ocultos, no es más milagroso que todos los otros fenómenos que son debidos a agentes invisibles, porque esos seres ocultos que pueblan los espacios son una de las fuerzas de la Naturaleza, fuerza cuya acción es incesante sobre el mundo material, así como sobre el mundo moral. El Espiritismo, al esclarecernos sobre esta fuerza, nos da la clave de una multitud de cosas inexplicadas e inexplicables por cualquier otro medio, y que en tiempos remotos han sido considerados prodigios; del mismo modo que el Magnetismo, el Espiritismo revela una ley, que si no es desconocida, por lo menos es mal comprendida; o, dicho de otra manera, se conocían los efectos –porque se producían en todos los tiempos–, pero no se conocía la ley, y ha sido la ignorancia de esta ley que ha engendrado la superstición. Al ser conocida esta ley, lo maravilloso cesa y los fenómenos entran en el orden de las cosas naturales. He aquí por qué los espíritas no producen milagros cuando hacen girar una mesa o cuando los muertos escriben, de la misma forma que el médico no lo hace cuando revive a un moribundo, o el físico cuando hace caer un rayo.
He aquí por qué rechazamos con todas nuestras fuerzas la calificación empleada por el Sr. Mathieu, aunque estemos bien persuadido que él no ha querido dar ningún sentido místico a esa palabra; también porque las personas que no van al fondo de las cosas –y éstas son en mayor número– podrían equivocarse y creer que los adeptos del Espiritismo se atribuyen un poder sobrenatural. Aquel que pretendiese, con la ayuda de esta ciencia, hacer milagros, sería un ignorante de la cuestión o un embaucador. Es inútil dar armas a los que ríen de todo, incluso de aquello que desconocen, porque sería entregarse voluntariamente al ridículo.
Los fenómenos espíritas, así como los fenómenos magnéticos, antes que se conociera su causa, han sido considerados prodigios; ahora bien, al igual que los escépticos, los engreídos, es decir, aquellos que –según ellos– tienen el privilegio exclusivo de la razón y del buen sentido, no creen que una cosa sea posible si no la comprenden, y es por eso que todos los hechos considerados como prodigiosos son objeto de sus escarnios; como la religión contiene un gran número de hechos de ese género, no creen en la religión. De ahí a la incredulidad absoluta hay sólo un paso. Al explicar la mayoría de esos hechos, el Espiritismo les da una razón de ser; por lo tanto, Él viene en ayuda de la religión, al demostrar la posibilidad de ciertos hechos que, por no tener más carácter milagroso, no por esto son menos extraordinarios, y Dios no es menor ni menos poderoso por no haber derogado sus leyes. ¿De cuántas burlas no fueron objeto las levitaciones de san Cupertino? Ahora bien, la suspensión etérea de los cuerpos pesados es un hecho demostrado y explicado por el Espiritismo; nosotros mismo hemos sido personalmente testigo ocular de esto, y el Sr. Home, así como otras personas de nuestro conocimiento, han repetido en varias ocasiones el fenómeno producido por san Cupertino. Por lo tanto, ese fenómeno entra en el orden de las cosas naturales. Al número de los hechos de este género, es preciso colocar en primera línea las apariciones, por ser las más frecuentes. La aparición de La Salette, que incluso divide al propio clero, nada tiene de insólita para nosotros. Ciertamente no podemos afirmar que el hecho ha tenido lugar, porque no tenemos la prueba material del mismo; pero, para nosotros, él es posible, teniendo en cuenta que millares de hechos análogos recientes son de nuestro conocimiento; creemos en ellos no sólo porque su realidad ha sido constatada por nosotros, sino sobre todo porque comprendemos perfectamente la manera por la cual se producen. Téngase a bien remitirse a la teoría que hemos dado sobre las apariciones, y se verá que este fenómeno se vuelve tan simple y tan plausible como una multitud de fenómenos físicos que solamente son considerados prodigiosos hasta que se les encuentre la clave. En cuanto al personaje que se ha presentado en La Salette, esta es otra cuestión: de modo alguno su identidad está demostrada; constatamos solamente que una aparición puede haber tenido lugar; lo restante no es de nuestra competencia. De ninguna manera nuestro objetivo es examinar si Dios puede derogar sus leyes al hacer milagros, en el verdadero sentido de la palabra; esta es una cuestión de teología que no es de nuestra incumbencia; por lo tanto, que cada uno guarde sus convicciones al respecto, pues el Espiritismo no tiene que ocuparse con eso; nosotros sólo decimos que los hechos producidos por el Espiritismo nos revelan leyes nuevas y nos dan la clave de una multitud de cosas que parecían sobrenaturales. Si algunos de los que eran considerados milagrosos encuentran en la Doctrina Espírita una explicación lógica y una razón de ser, es un motivo para no apresurarse más en negar lo que no se comprende.
Ciertas personas nos critican por dar teorías espíritas que ellos consideran como prematuras. Se olvidan de que los hechos del Espiritismo son discutidos por muchas personas, precisamente porque los mismos parecen salir de la ley común y porque no se los entiende. Dadles una base racional, y la duda cesará. Decid a alguien, pura y simplemente, que haréis un envío telegráfico de París a América y que recibiréis la respuesta en algunos minutos, y él se reirá de vosotros; explicad el mecanismo del proceso, y él creerá en esto, aun sin haber visto operar el telégrafo. Por lo tanto, la explicación, en este siglo en que no se contentan sólo con las palabras, es un poderoso motivo de convicción; también vemos todos los días a personas que no han sido testigos de ningún hecho, que no han visto una mesa girar ni un médium escribir, y que se hallan tan convencidas como nosotros, únicamente porque ellas han leído y comprendido. Si uno debiese creer solamente en lo que ha visto con sus ojos, nuestras convicciones se reducirían a muy poca cosa.