VariedadesLa princesa de Rebinina (Extraído del
Courrier de París, del ... de mayo de 1859.)
¿Sabéis que todos los sonámbulos, todas las mesas giratorias, todas las aves magnetizadas, todos los lápices simpáticos y todos los que echan las cartas predicen desde hace mucho tiempo la guerra?... En este sentido se han hecho profecías a una multitud de personajes importantes que, fingiendo tratar con mucha ligereza esas supuestas revelaciones del mundo sobrenatural, no dejaron de quedarse bastante preocupados. Por nuestra parte, sin decidir la cuestión en un sentido o en otro, y considerando además que, en aquello en que el propio François Arago dudaba, por lo menos es permitido no pronunciarnos, nos limitaremos a relatar sin comentarios algunos hechos de los cuales hemos sido testigo.
Hace ocho días nos invitaron a una reunión espírita en la casa del barón de G... A la hora indicada, todos los invitados –que eran solamente doce– se encontraban alrededor de la mesa... milagrosa, realmente una simple mesa de caoba, sobre la cual, para comenzar, fue servido el té y los sándwiches de costumbre. Debemos apresurarnos en decir que, de esos doce invitados, ninguno podría razonablemente exponerse a la acusación de charlatanismo. El dueño de la casa, que entre sus parientes próximos cuenta con algunos ministros, pertenece a una gran familia extranjera.
En cuanto a los fieles, estaban compuestos por dos distinguidos oficiales ingleses, por un alférez de navío francés, por un príncipe ruso muy conocido, por un médico renombrado, por un millonario, por el secretario de una embajada y por dos o tres personas importantes del faubourg Saint-Germain. Nosotros éramos el único profano entre esos hombres ilustres del Espiritismo; pero en nuestra condición de cronista parisiense, y de escéptico por deber, no permitía que fuésemos acusado de una credulidad... exagerada. Por consiguiente, la reunión en cuestión no podía ser sospechosa de representar una comedia; ¡y qué comedia! ¿Una comedia inútil y ridícula, en la cual cada uno habría voluntariamente aceptado el
papel de mistificador y de mistificado al mismo tiempo? Esto es inadmisible. Y además, ¿con qué objetivo? ¿Con qué interés? ¿No sería el caso de preguntar: A quién se engaña aquí?
No, allí no había mala fe ni locura... Si lo prefieren, digamos que hubo azar... Es todo lo que nuestra conciencia permite que concedamos. Ahora bien, he aquí lo que ha sucedido:
Después de haber interrogado al Espíritu sobre miles de cosas, se le preguntó si tenían fundamento las esperanzas de paz, que por entonces parecían muy grandes.
–No, respondió muy claramente en dos ocasiones diferentes.
–¿Entonces tendremos guerra?
–¡Ciertamente!...
–¿Cuándo?
–En ocho días.
–Sin embargo, el Congreso sólo se reunirá el próximo mes... Esto aleja bastante la eventualidad de un comienzo de hostilidades.
–¡No habrá Congreso!
–¿Por qué?
–Austria se rehusará.
–¿Y cuál es la causa que ha de triunfar?
–La de la justicia y la del derecho... la de Francia.
–¿Y cómo será la guerra?
–Corta y gloriosa.
Esto nos trae a la memoria otro hecho del mismo género que también sucedió ante nuestros ojos hace pocos años atrás.
Todos se recuerdan que, cuando tuvo lugar la guerra de Crimea, el emperador Nicolás llamó a Rusia a todos los súbditos que vivían en Francia, bajo pena de confiscar sus bienes si no obedeciesen a esta orden.
En aquel entonces estábamos en Leipzig, Sajonia, donde había un vivo interés –como en todas partes– en la campaña que acababa de comenzar. Un día recibimos el siguiente aviso:
“Estoy aquí por sólo algunas horas; ¡venid a verme en el Hotel Polonia, Nº 13! Firmado: Princesa de Rebinina”.
Ya conocíamos mucho aquí a la princesa Sofía de Rebinina, una mujer encantadora y distinguida, cuya historia era toda una novela (que algún día escribiremos), y que tuvo la consideración de llamarnos su amigo. Nos quedamos tan agradablemente sorprendido y encantado por su paso por Leipzig, que nos apresuramos en atender a su amable invitación.
Era un domingo, día 13, y el tiempo estaba naturalmente gris y triste, como siempre ocurre en esta parte de Sajonia. Estábamos en la casa de la princesa, que se encontraba más graciosa y espirituosa que nunca, a pesar de estar pálida y un poco melancólica. Le hicimos incluso esta observación.
–En primer lugar –nos dijo ella– partí como una bomba. Tenía que ser así, porque estamos en guerra, y estoy un poco fatigada por causa del viaje. En segundo lugar, aunque ahora seamos enemigos, no os ocultaré que dejo París con pesar. Desde hace mucho tiempo me considero casi una francesa, y la orden del emperador me ha hecho romper con un viejo y dulce hábito.
–¿Por qué no permanecisteis tranquilamente en vuestra linda residencia de la calle Rumfort?
–Porque me habrían cortado los recursos.
–¡Pues bien! ¿Pero nosotros no somos vuestros buenos y numerosos amigos?
–Sí..., ya lo creo; pero a una mujer de mi edad no le gusta contraer deudas... ¡Los intereses que hay que pagar sobrepasan a menudo el valor del capital! ¡Ah! Si yo fuese anciana sería otra cosa... Pero entonces no me prestarían.
Después de decir esto la princesa cambió de tema.
¡Ah! –dice ella–, sabéis que soy de una naturaleza muy absorbente... Aquí no conozco a nadie... ¿Puedo contar con vos durante todo el día?
La respuesta que dimos es fácil de imaginar.
A la una de la tarde tocó en el patio la campanilla del hotel, y bajamos para almorzar en el salón. En ese momento, todos hablaban de la guerra... y de las mesas giratorias.
En lo que concierne a la guerra, la princesa estaba segura que la flota anglo-francesa sería destruida en el mar Negro, y ella misma la habría incendiado con mucha valentía si el emperador Nicolás le hubiese confiado esta misión delicada y peligrosa. En lo que atañe a las mesas giratorias, su fe era menos robusta, pero aún así ella nos propuso hacer algunas experiencias con otro amigo nuestro, que le habíamos presentado mientras tomábamos el postre. Subimos entonces a su cuarto; el café nos fue servido y, como llovía, pasamos toda la tarde interrogando a una mesita de velador, que teníamos ante nuestros ojos.
–Y a mí, preguntó de repente la princesa, ¿no tienes nada para decirme?
–No.
–¿Por qué?
La mesita efectuó trece golpes. Ahora bien, debemos recordar que era un día trece, y que el número del cuarto de la Sra. de Rebinina era también el trece.
–¿Esto quiere decir que el número trece es fatal para mí? –indagó la princesa, que era un poco supersticiosa con ese número.
–¡Sí! –golpeó la mesa.
–¡No importa!... Yo soy un Bayarddel sexo femenino y puedes hablar sin miedo, sea lo que tengas que anunciarme.
Interrogamos a la mesita de velador, que al comienzo persistió en su prudente reserva, pero a la cual finalmente conseguimos arrancarle las siguientes palabras:
–Enfermedad... ocho días... París... ¡Muerte violenta!
La princesa se encontraba muy bien; ella acababa de dejar París y no esperaba rever Francia por un largo tiempo... Por lo tanto, la profecía de la mesita era al menos absurda sobre los tres primeros puntos... En cuanto al último, es inútil agregar que ni quisimos detenernos en el mismo.
La princesa debía partir a las ocho horas de la noche en el tren de Dresde, a fin de llegar a Varsovia dos días después, por la mañana; pero ella perdió el tren.
–En verdad –nos dijo ella– voy a dejar aquí mi equipaje y tomaré el tren de las cuatro de la mañana.
–Entonces, ¿permaneceréis en el hotel?
–Sí, pero no me acostaré... Asistiré de lo alto del camarote de los extranjeros al baile de esta noche... ¿Queréis ser mi caballero de compañía?
El Hotel Polonia, cuyos vastos y magníficos salones albergan por lo menos a dos mil personas, daba casi todos los días un gran baile –ya sea en verano como en invierno–, organizado por alguna sociedad de la ciudad, reservando para los asistentes en lo alto una galería particular destinada a los viajeros que quisiesen disfrutar del espectáculo animado y de la excelente música.
Además, en Alemania, los extranjeros nunca son olvidados, y en todas partes tienen sus camarotes reservados, lo que explica por qué los alemanes que vienen a París por primera vez, siempre solicitan en los teatros y en los conciertos el camarote de los extranjeros.
El baile de aquel día era muy brillante, y la princesa, aunque mera espectadora, sentía un verdadero placer en participar del mismo. Inclusive se había olvidado de la mesita de velador y de su siniestra predicción, cuando uno de los mozos del hotel le trajo un telegrama que había acabado de llegar para ella. El despacho telegráfico decía lo siguiente:
«Sra. Rebinina, Hotel Polonia, Leipzig; presencia indispensable, París; ¡graves intereses!» Llevaba la firma del apoderado de la princesa. Algunas horas más tarde ella retomaba el camino de Colonia, en vez de tomar el tren hacia Dresde. ¡Ocho días después supimos que ella había muerto!
PAULIN NIBOYET
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El mayor Georges Sydenham
Encontramos el siguiente relato en una notable colección de historias auténticas de apariciones y de otros fenómenos espíritas, narración publicada en Londres en 1682, por el reverendo J. Granville y por el Dr. H. More. La misma es intitulada: Aparición del Espíritu del mayor Georges Sydenham al capitán V. Dyke, extraída de una carta del Sr. Jacques Douche, de Mongton, al Sr. J. Granville.
«... Poco tiempo después de la muerte del mayor Georges, el Dr. Th. Dyke, pariente próximo del capitán, fue llamado para tratar a un niño enfermo. El doctor y el capitán se acostaron en la misma cama. Después de haber dormido un poco, el capitán llamó al criado y le ordenó que encendiera dos velas, las mayores y más gruesas que encontrase. El doctor le preguntó el porqué de lo que estaba haciendo. “Conocéis –dice al capitán– mis discusiones con el mayor en lo referente a la existencia de Dios y a la inmortalidad del alma: nosotros no pudimos esclarecer estos dos puntos, aunque siempre lo hubiésemos deseado.
“Entonces nos pusimos de acuerdo que aquel de nosotros que muriese primero vendría a la tercera noche después de los funerales, entre la medianoche y una hora, al jardín de esta pequeña casa, y allí esclarecería al sobreviviente al respecto. Es exactamente hoy –agregó el capitán– que el mayor debe cumplir su promesa”. Por consiguiente, puso el reloj cerca de él y se levantó a las once y media, tomó una vela en cada mano, salió por la puerta trasera –guardando la llave– y se paseó así por el jardín durante dos horas y media. A su regreso declaró al doctor que no había visto ni escuchado nada fuera de lo común; pero agregó: –Sé que mi mayor habría venido si hubiese podido.
«Seis semanas después el capitán fue a Eaton para ubicar a su hijo en una escuela, y el doctor los acompañó. Se alojaron en un albergue llamado Saint-Christophe (San Cristóbal) y permanecieron allí dos o tres días, pero no durmieron juntos como en Dulversan; ellos estaban en dos cuartos separados.
Una mañana, el capitán permaneció más tiempo que de costumbre en su cuarto, antes de llamar al doctor. Finalmente entró en la habitación de este último con el rostro totalmente alterado, los cabellos erizados, la mirada despavorida y todo el cuerpo temblando. –¿Qué pasó, primo capitán? –dijo el doctor. El capitán respondió: –He visto al mayor. –El doctor pareció sonreír. –Os afirmo que hoy lo he visto como nunca lo he visto en mi vida. Entonces hizo la siguiente narración: “Esta mañana, al amanecer, alguien se aproximó a mi cama, arrancó las cubiertas y gritó: Cap, cap (era el nombre familiar que el mayor usaba para llamar al capitán). Yo respondí: –¡Cómo!, ¿mi mayor? Él continuó: –No pude venir en el día marcado; pero ahora estoy aquí y os digo: hay un Dios, que es muy justo y terrible; si vos no cambiáis de piel, ¡veréis cuando lleguéis aquí! –Sobre la mesa había una espada que el mayor me había dado; después dio dos o tres vueltas en el cuarto, tomó la espada, la desenvainó y, al no encontrarla tan pulida como debería estar, dijo: –Cap, cap, esta espada estaba mejor conservada cuando era mía. –Con estas palabras desapareció súbitamente”.»
El capitán no sólo fue perfectamente persuadido de la realidad de lo que había visto y escuchado, sino que desde entonces se volvió mucho más serio. Su carácter, antes ligero y jovial, se modificó considerablemente. Cuando invitaba a sus amigos, los trataba con desprendimiento, pero era austero consigo mismo. Las personas que lo conocían aseguraban que a menudo él creía oír la repetición de las palabras del mayor, durante los dos años que vivió después de lo sucedido.
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ALLAN KARDEC