Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Cuadro de la vida espírita

Todos nosotros, sin excepción, alcanzaremos tarde o temprano el término fatal de la vida; ninguna fuerza podría sustraernos a esta necesidad: he aquí lo que es positivo. Frecuentemente las preocupaciones del mundo nos desvían el pensamiento de lo que sucede en el Más Allá; pero cuando llega el momento supremo, son pocos aquellos que no se preguntan en qué han de transformarse, porque la idea de dejar la existencia sin retorno tiene algo de desconsolador. En efecto, ¿quién podría encarar con indiferencia una separación absoluta, eterna, de todo lo que se ha amado? ¿Quién podría ver sin espanto abrirse ante sí el inmenso abismo de la nada, en que vendrían a desaparecer para siempre todas nuestras facultades, todas nuestras esperanzas? «¡Cómo!, después de mí, nada, nada más que el vacío; todo está definitivamente terminado; solamente algunos días y mi recuerdo será borrado de la memoria de los que sobrevivan a mí; pronto no quedará ninguna huella de mi paso por la Tierra; incluso el bien que he hecho será olvidado por los ingratos a los que he servido; y nada podrá compensar todo esto: ¡ninguna otra perspectiva que la de mi cuerpo ser roído por los gusanos!» Este cuadro del fin de un materialista, trazado por un Espíritu que había vivido con esos pensamientos, ¿no tiene algo de horrible, de glacial? La religión nos enseña que esto no puede ser así, y la razón nos lo confirma; pero esta existencia futura, vaga e indefinida, nada tiene que satisfaga a nuestro amor a lo positivo; es lo que, en muchos, engendra la duda. Tenemos un alma, de acuerdo; pero ¿qué es nuestra alma? ¿Tiene una forma, alguna apariencia? ¿Es un ser limitado o indefinido? Unos dicen que es un soplo de Dios; otros, una centella; otros, una parte del gran todo, el principio de la vida y de la inteligencia; pero ¿qué es lo que todo esto nos enseña? Se dice también que ella es inmaterial; pero una cosa inmaterial no podría tener proporciones definidas; para nosotros eso no es nada. La religión también nos enseña que seremos felices o desdichados, según el bien o el mal que hayamos hecho; pero ¿cuál es esa felicidad que nos espera en el seno de Dios? ¿Es una beatitud, una contemplación eterna, sin otra función que la de cantar alabanzas al Creador? Las llamas del infierno, ¿son una realidad o una figura? La propia Iglesia lo entiende en esta última acepción; ¿pero entonces cuáles son esos sufrimientos? ¿Dónde está ese lugar de suplicio? En una palabra, ¿qué se hace y qué se ve en ese mundo que nos espera a todos? Se dice que nadie ha vuelto para informarnos al respecto. Esto es un error, y la misión del Espiritismo es precisamente esclarecernos sobre este futuro, de hacérnoslo –hasta un cierto punto– tocar y ver, no más por el razonamiento, sino a través de los hechos. Gracias a las comunicaciones espíritas, esto no es más una presunción o una probabilidad a la cual cada uno adorna a su gusto, como los poetas que embellecen sus ficciones o que siembran imágenes alegóricas que nos engañan: es la propia realidad que nos aparece, porque son los propios seres del Más Allá que vienen a describirnos su situación, a decirnos lo que hacen, permitiéndonos asistir –por así decirlo– a todas las peripecias de su nueva vida y, por ese medio, nos muestran el destino inevitable que nos espera según nuestros méritos y nuestras faltas. ¿Existe en esto algo de antirreligioso? Muy por el contrario, puesto que los incrédulos encuentran en eso la fe, y los indecisos una renovación de fervor y de confianza. Por lo tanto, el Espiritismo es el más poderoso auxiliar de la religión. Ya que él existe es porque Dios lo permite, y Él lo permite para reanimar nuestras vacilantes esperanzas y reconducirnos hacia el camino del bien a través de la perspectiva del futuro que nos espera.

Las Conversaciones familiares del Más Allá que publicamos, los relatos que las mismas contienen acerca de la situación de los Espíritus que nos hablan, nos revelan sus penas, sus alegrías y sus ocupaciones: he aquí el animado Cuadro de la vida espírita, y en la propia variedad de los temas podemos encontrar las analogías que nos conciernen. Vamos a tratar de resumir su conjunto.

En principio tomemos al alma cuando deja este mundo, y veamos qué sucede en esta transmigración. Al extinguirse las fuerzas vitales, el Espíritu se desprende del cuerpo en el momento en que cesa la vida orgánica; pero la separación no es brusca e instantánea. Algunas veces ésta comienza antes de la cesación completa de la vida; no siempre es completa en el instante de la muerte. Sabemos que entre el Espíritu y el cuerpo hay un lazo semimaterial que constituye una primera envoltura; este lazo no se rompe súbitamente y, mientras subsiste, el Espíritu está en un estado de turbación que se puede comparar al estado que acompaña el despertar; inclusive, a menudo duda de su muerte; siente que existe, se ve y no comprende que pueda vivir sin su cuerpo, del cual se ve separado; los lazos que aún lo unen a la materia lo vuelven incluso accesible a ciertas sensaciones que él toma como sensaciones físicas. No es sino cuando está completamente libre que el Espíritu se reconoce: hasta entonces no se da cuenta de su situación. La duración de este estado de turbación, como ya lo hemos dicho en otras ocasiones, es muy variable; puede ser de varias horas, como de varios meses, mas es raro que al cabo de algunos días el Espíritu no se reconozca más o menos bien. Pero como todo es extraño y desconocido para él, le es necesario un cierto tiempo para familiarizarse con su nueva manera de percibir las cosas.

Es solemne el instante en que uno de ellos ve cesar su esclavitud por la ruptura de los lazos que lo retienen al cuerpo; en su regreso al mundo de los Espíritus, él es acogido por sus amigos que vienen a recibirlo, como si volviese de un penoso viaje; si la travesía ha sido feliz, es decir, si el tiempo de destierro ha sido empleado de una manera provechosa para él y lo eleva en la jerarquía del mundo de los Espíritus, ellos lo felicitan; allí él reencuentra a los que ha conocido, se reúne con aquellos que lo aman y simpatizan con él, y entonces comienza verdaderamente para él su nueva existencia.

La envoltura semimaterial del Espíritu constituye una especie de cuerpo de forma definida, limitada y análoga a la nuestra; pero ese cuerpo no tiene nuestros órganos y no puede sentir todas nuestras impresiones. Sin embargo percibe todo lo que nosotros percibimos: la luz, los sonidos, los olores, etc.; y esas sensaciones, por no tener nada de material, no son menos reales; inclusive ellas tienen algo de más claro, de más preciso, de más sutil, porque llegan al Espíritu sin intermediario, sin pasar por la hilera de los órganos que las embotan. La facultad de percibir es inherente al Espíritu: es un atributo de todo su ser; las sensaciones le llegan de todas partes y no a través de canales circunscriptos. Uno de ellos nos decía al hablar de la visión: «Es una facultad del Espíritu y no del cuerpo; veis a través de los ojos, pero en vosotros no es el ojo que ve: es el Espíritu.»

Por la conformación de nuestros órganos, tenemos necesidad de ciertos vehículos para nuestras sensaciones; es así que nosotros precisamos de la luz para reflejar los objetos, y del aire para transmitir el sonido; estos vehículos se vuelven inútiles desde que no tengamos más los intermediarios que los hacían necesarios; por lo tanto, el Espíritu ve sin la ayuda de nuestra luz, y escucha sin necesitar las vibraciones del aire; es por eso que para él no hay oscuridad. Pero las sensaciones perpetuas e indefinidas, por más agradables que sean, a la larga se volverían fatigantes si no pudiese sustraerse a ellas; también el Espíritu tiene la facultad de suspenderlas; a voluntad puede cesar de ver, de oír, de sentir tales o cuales cosas y, por consecuencia, no ver, no oír y no sentir lo que no quiera; esta facultad está en razón de su superioridad, porque existen cosas que los Espíritus inferiores no pueden evitar, y he aquí lo que vuelve su situación penosa.

Al principio el Espíritu no entiende esta nueva manera de sentir, y de la cual solamente poco a poco se da cuenta. Aquellos cuya inteligencia está aún atrasada no la comprenden de forma alguna, y sería un gran esfuerzo poder describirla; exactamente como entre nosotros: los ignorantes ven y se mueven sin saber por qué ni cómo.

Esta imposibilidad de comprender lo que está por encima de su alcance, unido a la fanfarronería –compañera común de la ignorancia–, es el origen de las teorías absurdas que dan ciertos Espíritus, y que inducirían al error si fuesen aceptadas sin control y sin estar seguros del grado de confianza que merecen, a través de los medios que da la experiencia y el hábito da conversar con ellos.

Hay sensaciones que tienen su origen en el propio estado de nuestros órganos; ahora bien, las necesidades inherentes a nuestro cuerpo no pueden tener lugar desde el momento en que el cuerpo no existe más. Por lo tanto, el Espíritu no siente fatiga, ni necesidad de reposo o de nutrición, porque no tiene ningún desgaste que reparar; no está aquejado por ninguna de nuestras enfermedades. Las necesidades del cuerpo traen consigo necesidades sociales que no existen más para los Espíritus; de este modo, para ellos no existen más el cuidado de sus negocios, los fastidios, las mil y una tribulaciones del mundo y los tormentos a que se someten para garantizar las necesidades o las superfluidades de la vida; les causa pena el trabajo que se toman aquellos que buscan vanas futilidades; cuanto más felices son los Espíritus elevados, más sufren los Espíritus inferiores; pero estos sufrimientos son más bien angustias, que aunque no tengan nada de físico, no por eso son menos punzantes; ellos tienen todas las pasiones, todos los deseos que tenían cuando encarnados (hablamos de los Espíritus inferiores), y su castigo es el de no poder satisfacerlos. Es una verdadera tortura que creen perpetua, porque su propia inferioridad no les permite ver el término, y esto es también un castigo para ellos.

La palabra articulada también es una necesidad de nuestro organismo; al no precisar de vibraciones sonoras para impresionar sus oídos, los Espíritus se comunican a través de la transmisión del pensamiento, como a menudo nos sucede a nosotros mismos cuando nos comunicamos con sólo una mirada. Entretanto, los Espíritus hacen ruidos; sabemos que pueden obrar sobre la materia, y esta materia nos transmite el sonido; es así como se hacen escuchar, ya sea por medio de golpes o a través de gritos que vibran en el aire; pero entonces es para nosotros que ellos lo hacen, y no para ellos. Volveremos a este tema en un artículo especial donde trataremos de la facultad de los médiums auditivos.

Mientras arrastramos penosamente nuestro cuerpo pesado y material en la Tierra, como el prisionero sus cadenas, el de los Espíritus –vaporoso y etéreo– se transporta sin fatiga de un lugar a otro, cruzando el espacio con la velocidad del pensamiento; penetra en todas partes y ninguna materia le hace obstáculo.

El Espíritu ve todo lo que nosotros vemos, y más claramente de lo que podemos hacerlo; él ve más de lo que nuestros sentidos limitados nos permiten ver; al penetrar la materia, él mismo descubre lo que oculta la materia a nuestra vista.

Por lo tanto, los Espíritus no son seres vagos e indefinidos, según las definiciones abstractas del alma que hemos referido más arriba; son seres reales, determinados y circunscriptos, que poseen todas nuestras facultades y muchas otras que nos son desconocidas, porque son inherentes a su naturaleza; tienen las cualidades de la materia que le es propia y componen el mundo invisible que puebla el espacio, rodeándonos y codeándonos sin cesar. Supongamos por un instante que el velo material que los oculta a nuestra vista sea rasgado: nos veríamos rodeados por una multitud de seres que van y vienen, que se mueven a nuestro alrededor y que nos observan, como cuando nosotros nos encontramos en una reunión de ciegos. Para los Espíritus, nosotros somos los ciegos y ellos son los videntes.

Hemos dicho que al entrar en su nueva vida el Espíritu tarda algún tiempo en reconocerse, y que todo es extraño y desconocido para él. Sin duda preguntarán cómo esto puede ser así, ya que él ha tenido otras existencias corporales; esas existencias han sido separadas por intervalos, durante los cuales él habitaba el mundo de los Espíritus; por lo tanto, ese mundo no debería ser desconocido para él, puesto que no lo ve por primera vez.

Varias causas contribuyen para que esas percepciones le parezcan nuevas, aunque ya las haya sentido. La muerte –como hemos dicho anteriormente– es siempre seguida por un instante de turbación, pero que puede ser de corta duración. En este estado sus ideas son siempre vagas y confusas; de algún modo la vida corporal se confunde con la vida espiritual, y él todavía no puede separarlas en su pensamiento. Al disiparse esa primera turbación, las ideas se aclaran poco a poco y con éstas el recuerdo del pasado, que sólo le vuelve gradualmente a la memoria, porque nunca esta memoria hace en él una brusca irrupción. No es sino cuando está completamente desmaterializado que el pasado se desarrolla ante él, como una perspectiva al salir de una niebla. Solamente entonces él recuerda todos los actos de su última existencia, después de sus existencias anteriores y de sus diversos pasajes en el mundo de los Espíritus. Por lo tanto se concibe –según esto– que, durante un cierto tiempo, ese mundo deba parecerle nuevo, hasta que lo haya reconocido completamente y que el recuerdo de las sensaciones que él ha experimentado le vuelvan de una manera precisa. Pero a esta causa es preciso agregar otra no menos preponderante.

El estado del Espíritu, como Espíritu, varía extraordinariamente en razón del grado de su elevación y de su pureza. A medida que se eleva y se depura, sus percepciones y sus sensaciones son menos groseras; ellas adquieren más fineza, más sutileza y más delicadeza; él ve, siente y comprende cosas que no podía ver, ni sentir, ni comprender en una condición inferior. Ahora bien, siendo para él cada existencia corporal una oportunidad de progreso, lo conduce a un nuevo medio, porque se encuentra –si hubiere progresado– entre Espíritus de otro orden, en el cual todos los pensamientos y todos los hábitos son diferentes. A esto agreguemos que esa depuración le permite penetrar –siempre como Espíritu– en los mundos inaccesibles a los Espíritus inferiores, de la misma manera que en los salones de la alta sociedad se prohíbe la entrada a las personas mal educadas. Cuanto menos está esclarecido, más limitado es el horizonte para él; a medida que se eleva y se depura, este horizonte se agranda, y con él el círculo de sus ideas y de sus percepciones. La siguiente comparación puede hacernos comprender esto. Supongamos que un campesino, bruto e ignorante, venga a París por primera vez; ¿conocerá y comprenderá el París del mundo sabio y elegante? No, porque solamente frecuentará las personas de su clase y los barrios que ellas habitan. Pero si en el intervalo de un segundo viaje, este campesino tuvo una buena desenvoltura y adquirió instrucción y buenos modales, sus costumbres y sus relaciones serán muy diferentes; entonces verá un mundo nuevo que no se parecerá más al de su París de antaño. Sucede lo mismo con los Espíritus; pero no todos experimentan esta incertidumbre en el mismo grado. A medida que progresan, sus ideas se desarrollan y la memoria se perfecciona; están familiarizados de antemano con su nueva situación; su regreso entre los otros Espíritus nada tiene que los sorprenda: ellos vuelven a encontrarse en su medio normal y, pasado el primer momento de turbación, se reconocen casi inmediatamente.

Tal es la situación general de los Espíritus en el estado que se denomina erraticidad; pero en este estado, ¿qué hacen? ¿Cómo pasan su tiempo? Estas cuestiones son para nosotros de un interés capital. Son ellos mismos quienes van a responderlas, como también son ellos que nos han dado las explicaciones que acabamos de suministrar, porque nada de esto es producto de nuestra imaginación; no es un sistema surgido de nuestro cerebro: nosotros juzgamos según lo que observamos y escuchamos. Poniendo aparte toda opinión sobre Espiritismo, se ha de concordar que esta teoría de la vida del Más Allá no tiene nada de irracional; la misma presenta una continuación y un encadenamiento perfectamente lógicos, los cuales harían honor a más de un filósofo.

Se estaría en un error si se creyera que la vida espiritual es una vida ociosa; por el contrario, es esencialmente activa, y todos nos hablan de sus ocupaciones; esas ocupaciones difieren necesariamente, conforme el Espíritu esté errante o encarnado. En el estado de encarnación, dichas ocupaciones están relacionadas con la naturaleza de los globos en que ellos habitan, con las necesidades que dependen del estado físico y moral de estos globos, así como del organismo de los seres vivos. No es de esto que nos vamos a ocupar aquí; no hablaremos sino de los Espíritus errantes. Entre los que han alcanzado un cierto grado de elevación, unos velan por el cumplimiento de los designios de Dios en los grandes destinos del Universo; ellos dirigen la marcha de los acontecimientos y ayudan en el progreso de cada mundo; otros ponen bajo su protección a los individuos y se constituyen en sus genios tutelares, en sus ángeles guardianes, acompañándolos desde el nacimiento hasta la muerte, buscando dirigirlos hacia el camino del bien: para ellos es una felicidad cuando sus esfuerzos son coronados con éxito. Algunos se encarnan en mundos inferiores para cumplir allí misiones de progreso; a través de sus trabajos, ejemplos, consejos y enseñanzas buscan hacer que unos avancen en las Ciencias o en las Artes, y otros en la Moral. Entonces se someten voluntariamente a las vicisitudes de una vida corporal frecuentemente penosa, con miras a hacer el bien, y el bien que hacen les es tenido en cuenta. En fin, muchos no tienen atribuciones especiales; van por todas partes donde su presencia puede ser útil y dan consejos, inspiran buenas ideas, sostienen los ánimos desfallecientes, dan fuerza a los débiles y castigan a los presuntuosos.

Si se considera el número infinito de los mundos que pueblan el Universo y el número incalculable de seres que lo habitan, se concebirá que los Espíritus tienen con qué ocuparse; pero esas ocupaciones no tienen nada de penoso para ellos; las cumplen con alegría, voluntariamente y no por constreñimiento, y su felicidad es la de lograr aquello que emprendan; nadie piensa en una ociosidad eterna, que sería un verdadero suplicio. Cuando las circunstancias lo exigen, se reúnen en consejo, deliberan sobre el camino a seguir, según los acontecimientos, dando órdenes a los Espíritus que les son subordinados y yendo enseguida a donde el deber los llama. Esas asambleas son más o menos generales o particulares según la importancia del tema; ningún lugar especial o circunscripto está destinado a esas reuniones: el espacio es el dominio de los Espíritus; entretanto, ellos tienen preferencia por los globos donde están sus objetivos. Los Espíritus encarnados que allí se encuentran en misión, participan de las asambleas según su elevación; mientras su cuerpo reposa, van a obtener consejos de otros Espíritus y a menudo van a recibir órdenes acerca de la conducta que deben tener como hombres. Al despertar, es verdad que ellos no se acuerdan con precisión de lo que ha sucedido, pero tienen la intuición que los hace obrar como si fueran sus propias proposiciones.


Al descender en la jerarquía encontramos a Espíritus menos elevados, menos depurados y, por consecuencia, menos esclarecidos, pero que no por esto son menos buenos, y que en una esfera de actividad más restringida cumplen funciones análogas. Su acción, en lugar de extenderse a los diferentes mundos, se ejerce más especialmente en un globo determinado y está relacionada con el grado de su adelanto; su influencia es más individual y tiene por objeto cosas de menor importancia.

A continuación viene la multitud de Espíritus comunes, más o menos buenos o malos, que pululan a nuestro alrededor; ellos se elevan poco por encima de la Humanidad, de la cual representan todos los matices, y son como el reflejo de la misma, porque tienen todos los vicios y todas las virtudes. En un gran número de ellos se encuentran los gustos, las ideas y las inclinaciones que poseían cuando encarnados; sus facultades son limitadas, su juicio es falible como el de los hombres y a menudo erróneo e imbuido de prejuicios.

En otros el sentido moral está más desarrollado; sin tener gran superioridad ni gran profundidad, juzgan más sanamente y frecuentemente condenan lo que han hecho, lo que han dicho o pensado durante la vida. Además, en esto hay algo notable: incluso entre los Espíritus más comunes, la mayoría tiene sentimientos más depurados como Espíritus que como hombres; la vida espiritual los esclarece sobre sus defectos; y, salvo pocas excepciones, se arrepienten amargamente y lamentan el mal que han hecho, porque lo sufren más o menos cruelmente. Algunas veces los hemos visto que no eran mejores de lo que habían sido cuando encarnados, pero nunca los hemos visto peores. El endurecimiento absoluto es muy raro y no es más que temporal, porque tarde o temprano ellos acaban sufriendo en su posición, y se puede decir que todos aspiran a perfeccionarse, porque todos comprenden que este es el único medio de salir de su inferioridad. Instruirse, esclarecerse: he aquí su gran preocupación, y ellos se sienten felices cuando pueden sumar a esto algunas pequeñas misiones de confianza, que los elevan a sus propios ojos.

También tienen sus asambleas, pero más o menos serias según la naturaleza de sus pensamientos. Ellos nos hablan y nos ven, observando lo que sucede; se entrometen en nuestras reuniones, en nuestros juegos, en nuestras fiestas, en nuestros espectáculos, así como en nuestros asuntos serios. Escuchan nuestras conversaciones: los más ligeros, para divertirse y frecuentemente para reírse a nuestras expensas o, si pueden, para hacernos algunas malicias; los otros, para instruirse; observan a los hombres, su carácter y hacen lo que ellos llaman estudio de costumbres, con miras a elegir su futura existencia.

Hemos visto al Espíritu en el momento en que, al dejar su cuerpo, entra en su vida nueva; hemos analizado sus sensaciones y
seguido el desarrollo gradual de sus ideas. Los primeros momentos son empleados en reconocerse, en darse cuenta de lo que sucede en él; en una palabra, experimenta –por así decirlo– sus facultades, como el niño que poco a poco ve aumentar sus fuerzas y sus pensamientos. Hablamos de los Espíritus comunes, porque los otros –como ya lo hemos dicho– están en cierto modo identificados de antemano con el estado espiritual que no les causa sorpresa alguna, sino únicamente la alegría de estar liberados de los obstáculos y de los sufrimientos corporales. Entre los Espíritus inferiores, muchos lamentan la vida terrestre, porque su situación como Espíritu es cien veces peor; es por eso que buscan una distracción con la visión de lo que antiguamente eran sus delicias, siendo que esta propia visión es para ellos un suplicio, porque tienen los deseos y no los pueden satisfacer.

La necesidad de progresar es general entre los Espíritus, y esto es lo que los incita a trabajar en su mejoramiento, porque comprenden que este es el precio de su felicidad; pero no todos sienten esa necesidad en el mismo grado, sobre todo al comienzo; inclusive algunos se complacen en una especie de ociosidad, pero que dura sólo un tiempo; luego la actividad se vuelve para ellos una necesidad imperiosa, a la cual, además, son impulsados por otros Espíritus que les estimulan el sentimiento del bien.

Viene a continuación lo que se puede llamar la escoria del mundo espiritual, compuesta por todos los Espíritus impuros, cuya única preocupación es el mal. Sufren y desearían ver a todos los otros sufrir como ellos. Los celos les vuelve odiosa toda superioridad; el odio es su esencia; al no poder sobreponerse a los Espíritus, se sobreponen a los hombres y atacan a los que sienten más débiles. Incitar las malas pasiones, sembrar la discordia, separar a los amigos, provocar riñas, alimentar el orgullo de los ambiciosos para darse el placer de abatirlos enseguida, esparcir el error y la mentira, en una palabra, desviar del bien, tales son sus pensamientos dominantes.

¿Pero por qué Dios permite que sea así? Dios no tiene que prestarnos cuentas. Los Espíritus superiores nos dicen que los malos son para poner a prueba a los buenos, y que no hay virtud donde no hay victoria a ser conquistada. Además, si esos Espíritus maléficos están en la Tierra, es porque ellos encuentran aquí ecos y simpatías. Consolémonos en pensar que por encima de este lodo que nos cerca, hay seres puros y benevolentes que nos aman, que nos sostienen, que nos alientan y que tienden sus manos para llevarnos hasta ellos, hacia mundos mejores donde el mal no tiene acceso, si sabemos hacer lo que es preciso para merecerlos.