Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1859

Allan Kardec

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Variedades

Lord Castlereagh y Bernadotte

«Hace aproximadamente cuarenta años que tuvo lugar la siguiente aventura ocurrida con el marqués de Londonderry, más tarde llamado lord Castlereagh. Él había ido a visitar a un gentilhombre que conocía a uno de sus amigos, el cual vivía en el norte de Irlanda en uno de esos viejos castillos que los novelistas eligen de preferencia para palco de las apariciones del Más Allá. El aspecto del cuarto del marqués estaba en perfecta armonía con el edificio. En efecto, el revestimiento de madera ricamente esculpido y ennegrecido por el tiempo, el inmenso arco de la chimenea, semejante a la entrada de una tumba, las cortinas polvorientas y pesadas que tapaban las ventanas y rodeaban la cama, todo esto daba un tono melancólico a los pensamientos.

Lord Londonderry examinó su dormitorio y tomó contacto con los antiguos señores del castillo al observar en las paredes sus retratos, que parecían esperar su saludo. Después de permitir que el criado de la habitación se retirase, se acostó. Luego de haber apagado las velas, percibió un rayo de luz que iluminaba el dosel de su lecho. Convencido de que no había lumbre en la chimenea, de que las cortinas estaban cerradas y que el cuarto se encontraba algunos minutos antes en completa oscuridad, supuso que un intruso hubiese entrado en la pieza. Entonces, volviéndose rápidamente hacia el lado de donde venía la luz, con gran asombro vio la figura de un bello niño rodeado por una aureola.

Persuadido de la integridad de sus facultades, pero desconfiando de una mistificación de uno de los numerosos huéspedes del castillo, lord Londonderry se abalanzó hacia la aparición, que se retiraba delante de él. A medida que se acercaba de la misma, ésta retrocedía, hasta que finalmente desapareció bajo tierra al lado del sombrío arco de la inmensa chimenea.

Lord Londonderry no durmió en aquella noche.

Decidió no hacer ninguna alusión a lo que le había sucedido, hasta que hubiera examinado con cuidado el semblante de todas las personas de la casa. En el desayuno, buscó en vano sorprender algunas sonrisas ocultas, algunas miradas de connivencia o pestañeos que pudiesen delatar a los autores de esas conspiraciones domésticas.

La conversación siguió su curso normal; estaba animada y nada revelaba una mistificación. Al final, el marqués no pudo resistir al deseo de contar lo que había visto. El señor de la casa observó que el relato de lord Londonderry debía parecer muy extraordinario a los que hace mucho tiempo no visitaban el castillo y que desconocían las leyendas de la familia. Entonces, volviéndose al marqués de Londonderry, le dijo: "Visteis al niño brillante; alegraos, ya que es el presagio de una gran fortuna; pero yo habría preferido que no se tratase de esa aparición".

En otra circunstancia, lord Castlereagh vio al niño brillante en la Cámara de los Comunes. En el día de su suicidio tuvo una aparición semejante.[1] Se sabe que ese lord, uno de los principales miembros del ministerio Harrowby, y el más encarnizado perseguidor de Napoleón durante sus reveses, se cortó la arteria carótida el 22 de agosto de 1823, y murió en el mismo instante.»

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«Dicen que la sorprendente fortuna de Bernadottele había sido predicha por una necromante famosa, que también había anunciado la de Napoleón I, y que tenía la confianza de la emperatriz Josefina.

Bernadotte estaba convencido de que una especie de divinidad tutelar se encontraba vinculado a él para protegerlo. Quizás las tradiciones maravillosas que rodeaban su nacimiento no eran extrañas a este pensamiento que nunca lo abandonaba. En efecto, en su familia se narraba una antigua crónica según la cual un hada, esposa de uno de sus antepasados, había predicho que un rey ilustraría su posteridad.

He aquí un hecho que demuestra la influencia de lo maravilloso en el espíritu del rey de Suecia. Éste quería resolver por la espada las dificultades que Noruega le ponía; por eso deseaba enviar a su hijo Oscaral frente de un ejército para aniquilar a los rebeldes. El Consejo de Estado hizo una viva oposición a este proyecto. Un día en que Bernadotte tuvo una enardecida discusión sobre el tema, montó a caballo y se alejó de la capital a galope tendido. Después de haber realizado un extenso recorrido, llegó a los límites de una sombría floresta. De repente se presentó ante sus ojos una anciana, vestida de forma extravagante y con los cabellos en desaliño: "¿Qué queréis?" –preguntó bruscamente el rey. La hechicera respondió sin quedarse desconcertada:

–Si Oscar lucha en esta guerra que premeditas, él no dará los primeros golpes, sino que los recibirá.

Bernadotte, impresionado con esa aparición y con estas palabras, regresó a su palacio. Al día siguiente, llevando aún en el rostro los rasgos de una larga vigilia colmada de agitación, se presentó ante el Consejo y dijo: "He cambiado de opinión: negociaremos la paz, pero la quiero con honorables condiciones".»

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«En su Vie de Rancé (Vida de Rancé), fundador de la Orden de la Trapa, el Sr. de Chateaubriand relata que un día aquel hombre célebre, al pasear por la avenida del castillo de Veretz, le pareció ver un gran incendio que consumía el cobertizo donde estaba el gallinero. Mientras corría rápido hacia allá, el fuego disminuía a medida que se aproximaba al lugar. A una cierta distancia, el incendio se transformó en un lago de fuego, en el medio del cual se levantaba la mitad del cuerpo de una mujer devorada por las llamas.

Tomado de pavor, volvió corriendo para casa. Al llegar, le faltaron las fuerzas y se echó exhausto a la cama.

No fue sino después de un largo tiempo que contó esta visión, cuyo mero recuerdo lo hacía ponerse pálido.

¿Pertenecen esos misterios a la locura? El Sr. Brière de Boismontparece atribuirlos a un orden de cosas más elevado, y yo comparto su opinión. Eso no desagrada a mi amigo, el Dr. Lélut: prefiero creer en el genio familiar de Sócrates y en las voces de Juana de Arco, que en la demencia del filósofo y de la virgen de Domrémy.

Hay fenómenos que sobrepasan la inteligencia, que desconciertan las ideas recibidas, pero ante cuya evidencia es necesario que la lógica humana se incline humildemente. Nada es tan brutal y principalmente irrecusable como un hecho. Tal es nuestra opinión y, sobre todo, la del Sr. Guizot:

“¿Cuál es la gran cuestión, la cuestión suprema que hoy preocupa a las personas? Es la cuestión planteada entre los que reconocen y los que no reconocen un orden sobrenatural, verdadero y soberano, aunque impenetrable a la razón humana; para llamar las cosas por su nombre: es la cuestión establecida entre el supernaturalismo y el racionalismo. De un lado, los incrédulos, los panteístas, los escépticos de toda especie, los puros racionalistas; del otro, los cristianos.

“Para nuestra salud presente y futura es preciso que la fe, el respeto y la sumisión al orden sobrenatural penetren en el mundo y en el alma humana, en los grandes espíritus como en los espíritus simples, en las regiones más elevadas como en las más humildes. La influencia real, verdaderamente eficaz y regeneradora de las creencias religiosas, depende de esa condición; fuera de esto, ellas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”. (Guizot.)

No, la muerte nunca ha de separar para siempre –incluso en este mundo– a los elegidos que Dios ha recibido en su seno y a los desterrados que quedaron en este valle de lágrimas, in hac lacrymarum valle, para usar las melancólicas palabras del Salve Regina. Hay horas misteriosas y benditas en que los muertos muy amados se inclinan ante aquellos que los lloran y susurran a sus oídos palabras de consuelo y de esperanza. El Sr. Guizot, este espíritu severo y metódico, tiene razón en profesar: “fuera de esto, las creencias religiosas son superficiales y están muy cerca de volverse vanas”.»

SAM (Extraído del diario La Patrie, del 5 de junio de 1859.)

[1] Forbes Winslow. Anatomy of suicide (Anatomía del suicidio), 1 vol. in 8º, pág. 242. Londres, 1840. [Nota del periodista Sam, incluida por él mismo al pie de la página de este texto de su autoría, publicado el 5 de junio de 1859 por el diario La Patrie.]