Swedenborg
Swedenborg es uno de esos personajes más conocidos de nombre que de hecho, al menos para el vulgo; sus obras, muy voluminosas y en general muy abstractas, son leídas casi solamente por los eruditos. De esta manera, la mayoría de los que hablan de las mismas tendría muchas dificultades en decir lo que él era. Para unos ha sido un gran hombre, objeto de una profunda veneración, sin saber por qué; para otros ha sido un charlatán, un visionario, un taumaturgo. Como todos los hombres que profesan ideas que no son compartidas por todos, sobre todo cuando estas ideas afrontan ciertos prejuicios, él ha tenido y aún tiene sus contradictores. Si estos últimos se hubiesen limitado a refutarlo, estarían en su derecho; pero el espíritu de partido no respeta nada, ni reconoce las cualidades más nobles: Swedenborg no podría ser una excepción. Sin duda, su doctrina deja mucho que desear: hoy, él mismo está lejos de aprobarla en todos los puntos. Pero por más refutable que ésta sea, no por eso él dejará de ser uno de los hombres más eminentes de su siglo. Los siguientes documentos han sido extraídos de la interesante noticia comunicada a la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas por la Sra. P.
Emmanuel Swedenborg nació en 1688, en Estocolmo, y murió en 1772, en Londres, a la edad de 84 años. Su padre, Joeper Swedenborg, obispo de Skava, era notable por su mérito y por su saber; pero su hijo lo superó en mucho: éste se destacó en todas las Ciencias, y sobre todo en Teología, en Mecánica, Física y Metalurgia. Su prudencia, sabiduría, modestia y simplicidad le valieron la alta reputación que aún hoy disfruta. Los reyes lo llamaron para sus consejos. Carlos XII, en 1716, lo nombró asesor en el Colegio de Metalurgia de Estocolmo; la reina Ulrica lo hizo noble, y él ocupó los más honorables puestos con distinción hasta 1743, época en la que tuvo su primera revelación espiritual. Tenía por entonces 55 años; pidió dimisión y a partir de ahí sólo quiso ocuparse de su apostolado y del establecimiento de la doctrina de la Nueva Jerusalén. He aquí cómo él mismo cuenta su primera revelación:
“Yo estaba en Londres y cenaba bien tarde en mi albergue habitual, donde había reservado un cuarto en el que tenía la libertad de meditar a gusto. Estaba con bastante hambre y comía con buen apetito. Al terminar la cena percibí una especie de niebla que se expandía ante mis ojos y vi el suelo de mi cuarto cubierto con reptiles horrorosos, como serpientes, sapos, lagartos y otros; fui tomado de miedo a medida que las tinieblas aumentaban, pero las mismas luego se disiparon; entonces vi claramente a un hombre en medio de una luz viva y radiante, sentado en un rincón del cuarto; los reptiles habían desaparecido con las tinieblas. Me encontraba solo: imaginad el pavor que se apoderó de mí cuando lo escuché distintamente pronunciar lo siguiente, con un tono de voz capaz de imprimir terror: "¡No comas tanto!" A estas palabras, mi visión se oscureció, pero poco a poco se restableció, y me vi solo en el cuarto. Aún espantado por todo lo que había visto, entré de prisa en la habitación, sin decir nada a nadie sobre lo que había sucedido. Allí, me dejé llevar por mis reflexiones, pero no concebía que aquello fuese el efecto del acaso o de alguna causa física.
“A la noche siguiente, el mismo hombre, radiante de luz, se presentó ante mí nuevamente y me dijo: "Soy Dios, el Señor, Creador y Redentor: te he elegido para explicar a los hombres el sentido interior y espiritual de las Sagradas Escrituras; te dictaré lo que debes escribir."
“De esta vez no tuve tanto miedo, y la luz que lo rodeaba –aunque muy viva y resplandeciente– no produjo ninguna impresión dolorosa en mis ojos; él estaba vestido de púrpura, y la visión duró un cuarto de hora. En aquella misma noche, los ojos de mi hombre interior fueron abiertos y predispuestos a ver el cielo, el mundo de los Espíritus y los infiernos; encontré por todas partes a varias personas de mi conocimiento, unas muertas hace mucho tiempo y otras recientemente. Desde ese día, renuncié a todas las ocupaciones mundanas para trabajar únicamente en las cosas espirituales, de conformidad con la orden que yo había recibido. A continuación, ocurrió frecuentemente el tener abiertos los ojos de mi Espíritu y ver en pleno día lo que sucedía en el otro mundo, hablando con los Ángeles y con los Espíritus como hablo con los hombres.”
Uno de los puntos fundamentales de la doctrina de Swedenborg reposa en lo que él llama las correspondencias. Según él, al estar el mundo espiritual y el mundo natural ligados entre sí como lo interior a lo exterior, resulta de esto que las cosas espirituales y las cosas naturales constituyen una unidad, por influjo, y que hay entre ellas una correspondencia. He aquí el principio; pero es difícil entender lo que debe ser comprendido por esa correspondencia y ese influjo.
La tierra –dice Swedenborg– corresponde al hombre. Los diversos productos que sirven a la nutrición de los hombres corresponden a los diversos géneros de bienes y de verdades, esto es: los alimentos sólidos a los géneros de bienes, y los alimentos líquidos a los géneros de verdades. La casa corresponde a la voluntad y al entendimiento, que constituyen el hombre mental. Los alimentos corresponden a las verdades o a las falsedades, según la sustancia, el color y la forma que ellos presentan. Los animales corresponden a los afectos: los que son útiles y mansos, a los buenos afectos; los que son dañinos y maléficos, a los malos afectos; las aves mansas y bellas, a las verdades intelectuales; las que son dañinas y feas, a las falsedades; los peces, a las ciencias que tienen su origen en las cosas sensuales; y los insectos nocivos, a las falsedades que provienen de los sentidos. Los árboles y los arbustos corresponden a diversos géneros de conocimientos: las hierbas y el césped, a las diversas verdades científicas. El oro corresponde al bien celestial; la plata, a la verdad espiritual; el bronce, al bien natural, etc., etc. De esta manera, desde los últimos grados de la creación hasta el sol celestial y espiritual, todo se mantiene, todo se encadena por el influjo que produce la correspondencia.
El segundo punto de su doctrina es éste: no hay más que un Dios y que una persona, que es Jesucristo.
El hombre, creado libre –según Swedenborg–, abusó de su libertad y de su razón; él cayó, pero su caída había sido prevista por Dios; ella debía ser seguida por su rehabilitación, porque Dios, que es el propio amor, no podía dejarlo en el estado en que su caída lo había sumergido. Ahora bien, ¿cómo operar esta rehabilitación? Colocarlo nuevamente en el estado primitivo sería sacarle el libre albedrío, y así aniquilarlo. Fue subordinándolo a las leyes de su orden eterno que Él procedió a la rehabilitación del género humano. A continuación viene una teoría muy difusa de tres soles transpuestos por Jehová, para acercarse a nosotros y probar que él es el propio hombre.
Swedenborg divide el mundo de los Espíritus en tres lugares diferentes: los cielos, los lugares intermedios y los infiernos, no obstante sin asignarles una ubicación. “Después de la muerte –dice él– entramos en el mundo de los Espíritus; los santos se dirigen voluntariamente hacia uno de los tres cielos, y los pecadores hacia uno de los tres infiernos, de donde nunca saldrán”. Esta doctrina, que produce desesperación, anula la misericordia de Dios, porque le niega el poder de perdonar a los pecadores, sorprendidos por una muerte violenta o accidental.
Aún haciendo justicia al mérito personal de Swedenborg, como científico y como hombre de bien, nosotros no podemos constituirnos en defensores de doctrinas que el más elemental buen sentido condena. Lo que resalta más claramente, según lo que conocemos ahora de los fenómenos espíritas, es la existencia de un mundo invisible y la posibilidad de comunicarnos con él. Swedenborg ha gozado de una facultad que en su tiempo ha parecido sobrenatural; es por esto que admiradores fanáticos lo han considerado como un ser excepcional; en tiempos más remotos, le habrían erigido altares en su honor; de los que no creían en él, unos lo consideraban como un cerebro exaltado, otros como un charlatán. Para nosotros era un médium vidente y un escritor intuitivo, como los hay a millares, cuya facultad pertenece al número de los fenómenos naturales.
Él cometió un error, que a pesar de todo es perdonable, visto su inexperiencia en las cosas del mundo oculto: el de aceptar ciegamente todo lo que le era dictado, sin someterlo al control severo de la razón. Si hubiese pesado maduramente los pros y los contras, habría reconocido principios irreconciliables con la lógica, por menos rigurosa que fuese. Hoy, probablemente no caería en la misma falta, porque tendría medios para juzgar y apreciar el valor de las comunicaciones del Más Allá; habría sabido que es un campo donde no todas las hierbas pueden ser recogidas, y que entre unas y otras el buen sentido –que nos ha sido dado para algo– debe saber elegir. La cualidad que se atribuyó el Espíritu que a él se manifestó bastaría para ponerlo en guardia, sobre todo considerando la trivialidad de su presentación. Lo que él mismo no hizo, cabe a nosotros hacerlo ahora, solamente tomando de sus escritos aquello que es racional; sus propios errores deben ser una enseñanza para los médiums demasiado crédulos, que ciertos Espíritus intentan fascinar al adular su vanidad o sus prejuicios a través de un lenguaje pomposo o de apariencias engañosas.
La siguiente anécdota prueba la mala fe de los adversarios de Swedenborg, que en todas las ocasiones buscaban denigrarlo. Conociendo las facultades de que era dotado, la reina Luisa Ulrica lo había encargado un día de preguntarle al Espíritu de su hermano, el príncipe de Prusia, por qué, algún tiempo antes de su muerte, éste no había respondido a una carta que ella le había enviado para pedirle consejos. Al cabo de veinticuatro horas y en una audiencia secreta, Swedenborg le relató a la reina la respuesta del príncipe, concebida de tal manera que la reina –plenamente persuadida de que nadie, excepto ella y su fallecido hermano conocían el contenido de esa carta– fue tomada de la más profunda estupefacción, reconociendo el poder milagroso de ese gran hombre. He aquí la explicación que de este hecho ha dado uno de sus antagonistas, el caballero Beylon, asistente-lector de la reina:
"Consideraban a la reina como uno de los principales autores de la tentativa de la revolución que tuvo lugar en Suecia en 1756, y que le costó la vida al conde Brahé y al mariscal Horn. Faltó poco para que el Partido de los Sombreros, que por entonces triunfaba, no la volviese responsable por la sangre derramada. En esta situación crítica, ella escribió a su hermano, el príncipe de Prusia, para pedirle consejos y asistencia. La reina no recibió respuesta, y como el príncipe murió poco tiempo después, ella nunca supo la causa de su silencio; es por esto que encargó a Swedenborg para interrogar sobre ese tema al príncipe, en Espíritu. Justamente a la llegada del mensaje de la reina, estaban presentes el conde T... y el conde H..., ambos senadores. Este último, que había interceptado la carta, sabía tan bien como su cómplice, el conde T..., por qué aquella misiva había quedado sin respuesta, y ambos resolvieron aprovecharse de esta circunstancia para hacer conque sus propios consejos llegasen a la reina, acerca de muchas cosas. Entonces, ellos fueron a la noche a buscar al visionario y le dictaron la respuesta. Por falta de inspiración, Swedenborg la aceptó con prontitud; al día siguiente, se dirigió al palacio de la reina, y allí, en el silencio de su gabinete, le dijo que el Espíritu del príncipe le había aparecido y lo había encargado de anunciarle su desagrado y asegurarle que, si no le respondió su carta, fue por haber desaprobado su conducta, y que su política imprudente y su ambición eran la causa del derramamiento de sangre; que ella era culpable ante Dios y que tendría que expiar sus faltas. El príncipe, en Espíritu, le hacía prometer a ella que no interfiriese más en los asuntos del Estado, etc., etc. La reina, convencida por esta revelación, creyó en Swedenborg y abrazó su defensa con ardor.
Esta anécdota ha dado lugar a una polémica sostenida entre los discípulos de Swedenborg y sus detractores. Un eclesiástico sueco llamado Malthesius, que se volvió loco, había publicado que Swedenborg, del cual era abiertamente enemigo, se había retractado antes de morir. En el otoño de 1785 el rumor se difundió en Holanda, lo que llevó a Robert Hindmarck a instaurar una investigación al respecto, en la cual demostró toda la falsedad de la calumnia inventada por Malthesius.
La historia de la vida de Swedenborg prueba que la visión espiritual de la cual era dotado no perjudicó en nada el ejercicio de sus facultades naturales. Su panegírico, pronunciado después de su muerte por el académico Landel ante la Academia de Ciencias de Estocolmo, muestra cuán vasta era su erudición; y vemos por los discursos de Swedenborg en la Dieta de 1761, la posición que tenía en la dirección de los asuntos públicos de su país.
La doctrina de Swedenborg hizo numerosos prosélitos en Londres, en Holanda e incluso en París, donde dio origen a la Sociedad de la cual hemos hablado en nuestro número del mes de octubre, la de los Martinistas, de los Teósofos, etc. Si la misma no fue aceptada por todos en todas sus consecuencias, tuvo sin embargo como resultado propagar la creencia en la posibilidad de la comunicación con los seres del Más Allá, creencia muy antigua –como se sabe–, pero hasta ese día oculta al vulgo por las prácticas misteriosas de que se encontraba rodeada. El mérito indiscutible de Swedenborg, su profunda erudición, su alta reputación de sabiduría han tenido un gran peso en la propagación de esas ideas que hoy se popularizan cada vez más, pues crecen a la luz del día y, lejos de buscar la sombra del misterio, hacen un llamado a la razón. A pesar de los errores de su sistema, Swedenborg no deja de ser una de esas grandes figuras cuya memoria permanecerá vinculada a la historia del Espiritismo, del cual fue uno de los primeros y más fervorosos precursores.