Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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XII – Hay tres círculos de la existencia: el círculo de la región vacía (ceugant), donde –excepto Dios– no hay nada de vivo ni de muerto, y ningún ser más que Dios puede atravesarlo; el círculo de la migración (abred), donde todo ser animado procede de la muerte, y el hombre lo ha atravesado; y el círculo de la felicidad (gwynfyd), donde todo ser animado procede de la vida, y el hombre lo atravesará en el cielo.

XIII – Tres estados sucesivos de seres animados: el estado de descenso en el abismo (annoufn), el estado de libertad en la humanidad y el estado de felicidad en el cielo.

XIV – Tres fases necesarias de toda existencia con relación a la vida: el comienzo en annoufn, la transmigración en abred y la plenitud en gwynfyd; y sin estas tres cosas nadie puede existir, excepto Dios.

«Así, en resumen, sobre ese punto capital de la teología cristiana, de que Dios –por su poder creativo– saca a las almas de la nada, las tríadas no se pronuncian de una manera precisa. Después de haber mostrado a Dios en su esfera eterna e inaccesible, ellas muestran simplemente a las almas naciendo en las profundidades del Universo, en el abismo (annoufn); de allí, esas almas pasan al círculo de las migraciones (abred), donde su destino se determina a través de una serie de existencias, conforme al buen o mal uso que hayan hecho de su libertad; en fin, se elevan al círculo supremo (gwynfyd), donde las migraciones cesan, donde no se muere más, donde de aquí en adelante la vida transcurre en la felicidad, conservando en todo su perpetua actividad y la plena conciencia de su individualidad. En efecto, el druidismo no cae en el error de las teologías orientales que conducen al hombre a ser absorbido finalmente en el seno inmutable de la Divinidad; porque, al contrario, distingue un círculo especial, el círculo del vacío o del infinito (ceugant), que forma el privilegio incomunicable del Ser supremo, y en el cual ningún ser –sea cual fuere su grado de santidad– podrá jamás penetrar. Éste es el punto más elevado de la religión, porque marca el límite puesto al vuelo de las criaturas.

«El rasgo más característico de esta teología, aunque sea un rasgo puramente negativo, consiste en la ausencia de un círculo particular, tal como el Tártaro de la antigüedad pagana, destinado a la punición sin fin de las almas criminales. Entre los druidas, el infierno propiamente dicho no existe. A sus ojos, la distribución de los castigos se efectúa en el círculo de las migraciones a través del compromiso de las almas en pasar por condiciones de existencia más o menos infelices, donde –siempre dueñas de su libertad– expían sus faltas a través del sufrimiento y se disponen, por la reforma de sus vicios, a un futuro mejor. En ciertos casos, puede incluso suceder que las almas retrograden hasta esa región de annoufn, donde nacen, y a la cual no parece muy posible dar otro significado que el de la animalidad. Por este lado peligroso (la retrogradación), y que nada justifica, ya que la diversidad de las condiciones de existencia en el círculo de la humanidad es perfectamente suficiente a la penalidad de todos los grados, el druidismo habría entonces llegado a deslizarse hasta en la metempsicosis. Pero este lamentable extremo, al cual no conduce ninguna necesidad de la doctrina del desenvolvimiento de las almas por el camino de las migraciones, parece haber ocupado –como se ha de juzgar por la serie de tríadas relativas al régimen del círculo de abred– un lugar secundario en el sistema de la religión.

«Excepto algunas obscuridades que tal vez son debidas a las dificultades de una lengua cuyas profundidades metafísicas no son todavía bien conocidas, las declaraciones de las tríadas en lo tocante a las condiciones inherentes al círculo de abred esparcen las más vivas luces sobre el conjunto de la religión druídica. Se siente en ella respirar el soplo de una originalidad superior. El misterio que a nuestra inteligencia ofrece el espectáculo de nuestra existencia presente, toma allí un giro singular que no se ve en ninguna otra parte, y se diría que un gran velo se rasga antes y después de la vida, haciendo conque de repente el alma se sienta nadar, con una fuerza inesperada, a través de una extensión indefinida que, en su encierro entre las pesadas puertas del nacimiento y de la muerte, no era capaz de sospechar por sí misma. Cualquiera que fuere el juicio que se haga sobre la veracidad de esta doctrina, no se puede negar que sea una doctrina poderosa; y al reflexionar sobre el efecto que debía inevitablemente producir en las almas ingenuas tales aperturas sobre su origen y su destino, es fácil darse cuenta de la inmensa influencia que los druidas habían adquirido naturalmente sobre el espíritu de nuestros antepasados. En medio de las tinieblas de la Antigüedad, esos ministros sagrados no podían dejar de aparecer a los ojos de las poblaciones como los reveladores del Cielo y de la Tierra.

«He aquí el texto notable que abordamos: