Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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A menudo se ha hablado de los peligros del Espiritismo, y cabe señalar que los que más reclaman en este aspecto son precisamente aquellos que sólo lo conocen de nombre. Nosotros ya hemos refutado los principales argumentos que se le oponen, y por lo tanto no volveremos a ellos; solamente agregaremos que si se quisiera proscribir de la sociedad todo lo que puede ofrecer peligro y dar lugar a abusos, no sabemos lo que quedaría, incluso con las cosas de primera necesidad, a comenzar por el fuego –causa de tantas desgracias–, después el ferrocarril, etc., etc. Si se cree que las ventajas compensan los inconvenientes, lo mismo debe suceder con todo lo demás; la experiencia indica, poco a poco, las precauciones que se deben tomar para protegerse del peligro de las cosas que no se pueden evitar.

En efecto, el Espiritismo presenta un peligro real, pero no es en absoluto aquel que se supone, y es preciso iniciarse en los principios de la ciencia para comprenderlo bien. No nos dirigimos a aquellos que son ajenos al tema, sino a los propios adeptos, a aquellos que lo practican, porque el peligro es para éstos. Lo importante es que lo conozcan, a fin de estar de sobre aviso: se sabe que un peligro que es previsto se puede evitar mejor. Diremos más: aquí, para cualquiera que esté bien compenetrado en la ciencia, el peligro no existe; sólo existe para los que creen saber y no saben; es decir, como en todas las cosas, para aquellos que les falta la experiencia necesaria.

Un deseo muy natural en todos los que comienzan a ocuparse del Espiritismo es ser médium, pero sobre todo médium psicógrafo. En efecto, es el género que ofrece más atractivos por la facilidad de las comunicaciones, y que mejor puede desarrollarse a través del ejercicio. Se comprende la satisfacción que debe sentir quien, por primera vez, ve a su propia mano formar letras, después palabras, después frases en respuesta a su pensamiento. Esas respuestas que traza maquinalmente sin saber lo que hace, y que la mayoría de las veces están fuera de todas sus ideas personales, no le pueden dejar ninguna duda sobre la intervención de una inteligencia oculta; también su alegría es grande en poder conversar con los seres del Más Allá, con esos seres misteriosos e invisibles que pueblan los espacios; sus parientes y amigos no se encuentran más ausentes; si no los ve con los ojos, no por eso dejan de estar allí; conversan con él, los ve por el pensamiento; puede saber si son felices, lo que hacen, lo que desean, intercambiando con ellos buenas palabras; comprende que su separación no es eterna, y hace votos para acelerar el instante en que podrá unirse a ellos en un mundo mejor. Eso no es todo; ¡cuánto puede saber a través de los Espíritus que se comunican con él! ¿No van ellos a levantar el velo de todas las cosas? Desde ese momento ya no hay más misterios: sólo hay que interrogar para conocerlo todo. Ya ve ante sí a la Antigüedad sacudir el polvo de los tiempos, excavar las ruinas, interpretar las escrituras simbólicas y hacer revivir a sus ojos los siglos pasados. Otro, más prosaico y poco preocupado en sondar el infinito donde su pensamiento se pierde, sueña simplemente en explotar a los Espíritus para hacer fortuna. Los Espíritus, que deben ver todo y saber todo, no pueden negarse a hacerle descubrir algún tesoro escondido o algún secreto maravilloso. Cualquiera que se tome el trabajo de estudiar la ciencia espírita, jamás se dejará seducir por esos bellos sueños; sabe a qué atenerse sobre el poder de los Espíritus, acerca de su naturaleza y sobre el objetivo de las relaciones que el hombre puede establecer con ellos. Recordemos primeramente, y en pocas palabras, los puntos principales que nunca es preciso perder de vista, porque son como la clave de la bóveda del edificio.

1º) Los Espíritus no son iguales ni en poder, ni en conocimiento, ni en sabiduría. Al no ser sino las almas humanas despojadas de su envoltura corporal, presentan una variedad mayor que la que encontramos entre los hombres en la Tierra, porque vienen de todos los mundos y porque, entre los mundos, la Tierra no es la más atrasada ni la más adelantada. Por lo tanto, hay Espíritus muy superiores y otros muy inferiores; los hay muy buenos y muy malos, muy sabios y muy ignorantes; existen Espíritus ligeros, maliciosos, mentirosos, astutos, hipócritas, jocosos, espirituosos, burlones, etc.

2°) Incesantemente estamos rodeados por un enjambre de Espíritus que, por ser invisibles a nuestros ojos materiales, no por eso dejan de estar en el espacio, a nuestro alrededor, a nuestro lado, espiando nuestras acciones, leyendo nuestros pensamientos, unos para hacernos el bien, otros para hacernos mal, según sean más o menos buenos.

3°) Por la inferioridad física y moral de nuestro globo en la jerarquía de 267 los mundos, los Espíritus inferiores son más numerosos que los Espíritus superiores.

4°) Entre los Espíritus que nos rodean, están los que se vinculan a nosotros, que actúan más particularmente sobre nuestro pensamiento, aconsejándonos, y cuyo impulso seguimos sin darnos cuenta; felices de nosotros si escuchamos solamente la voz de los que son buenos.

5°) Los Espíritus inferiores sólo se vinculan a aquellos que los escuchan, junto a los cuales tienen acceso y a los cuales se aferran. Si consiguen tener dominio sobre alguien, se identifican con su propio Espíritu, fascinándolo, obsesándolo, subyugándolo y conduciéndolo como si se tratara de un niño.

6°) La obsesión jamás tiene lugar a no ser por Espíritus inferiores. Los Espíritus buenos no hacen sentir ningún constreñimiento; ellos aconsejan, combaten la influencia de los malos, y si no se los escucha se retiran.

7°) El grado de constreñimiento y la naturaleza de los efectos que produce, marcan la diferencia entre la obsesión, la subyugación y la fascinación. La obsesión es la acción casi permanente de un Espíritu extraño, que hace conque alguien sea solicitado por una necesidad incesante de obrar en tal o cual sentido y de hacer tal o cual cosa. La subyugación es una opresión moral que paraliza la voluntad del que la sufre, y lo impulsa a los actos más irracionales y, a menudo, más contrarios a sus intereses. La fascinación es una especie de ilusión producida, ya sea por la acción directa de un Espíritu extraño o por sus razonamientos capciosos, ilusión que engaña sobre las cosas morales, falsea el juicio y hace tomar el mal por el bien.

8°) Por su voluntad el hombre puede siempre sacudir el yugo de los Espíritus imperfectos, porque, en virtud de su libre albedrío, puede elegir entre el bien y el mal. Si el constreñimiento ha llegado al punto de paralizar su voluntad, y si la fascinación es tan grande que obnubila su juicio, la voluntad de otra persona puede suplirla.

Antiguamente se daba el nombre de posesión al dominio ejercido por los Espíritus malos, cuando su influencia llegaba hasta la aberración de las facultades; pero, a menudo, la ignorancia y los prejuicios han tomado como posesión lo que no era más que el resultado de un estado patológico. La posesión sería, para nosotros, sinónimo de subyugación. Si no adoptamos este término es por dos motivos: el primero, porque implica la creencia en seres creados para el mal y perpetuamente consagrados al mal, mientras que no hay sino seres más o menos imperfectos, siendo que todos pueden mejorarse; el segundo, porque igualmente implica la idea de una toma de posesión del cuerpo por un Espíritu extraño, una especie de cohabitación, mientras que no hay más que un constreñimiento. La palabra subyugación expresa perfectamente el pensamiento. De esta manera, para nosotros, no hay poseídos en el sentido vulgar de la palabra, sino que hay obsesados, subyugados y fascinados.

Es por un motivo semejante que no adoptamos la palabra demonio para designar a los Espíritus imperfectos, aunque frecuentemente esos Espíritus no valgan más que los llamados demonios; es únicamente a causa de la idea de especialidad y de perpetuidad que está ligada a esta palabra. De esta manera, cuando decimos que no hay demonios, no pretendemos decir que sólo hay Espíritus buenos; lejos de eso; sabemos pertinentemente que los hay malos y muy malos, que nos solicitan para el mal, que nos tienden trampas y esto nada tiene de sorprendente, ya que ellos han sido hombres; queremos decir que no forman una clase aparte en el orden de la Creación, y que Dios deja a todas sus criaturas el poder de mejorarse.

Bien aclarado esto, volvamos a los médiums. En algunos el progreso es lento, incluso muy lento, y a menudo ponen a una ruda prueba su paciencia. En otros son rápidos, y en poco tiempo el médium llega a escribir con tanta facilidad y, a veces, con más prontitud de lo que lo haría en el estado habitual. Es entonces cuando puede entusiasmarse, y ahí está el peligro, porque el entusiasmo lo vuelve débil, y con los Espíritus es preciso ser fuerte. Decir que el entusiasmo lo vuelve débil parece un paradoja; y, sin embargo, nada es más cierto. Dirán que el que está entusiasmado marcha con una convicción y una confianza que le hacen superar todos los obstáculos; por lo tanto, tiene más fuerza. Sin duda; pero se entusiasman tanto por lo falso como por lo verdadero; aceptad las más absurdas ideas del entusiasta y de él haréis todo lo que quisiereis; por lo tanto, el objeto de su entusiasmo es su punto débil, y por el cual podréis siempre dominarlo. Al contrario, el hombre frío e impasible ve las cosas sin encandilarse; calcula, evalúa, examina con madurez y no se deja seducir por ningún subterfugio: es esto lo que le da fuerza. Los Espíritus malévolos –que saben eso tan bien o mejor que nosotros– saben también aprovechar esto para subyugar a aquellos que quieren tener bajo su dependencia, y la facultad de escribir como médium les sirve maravillosamente, porque es un poderoso medio de captar la confianza, y es por eso que no la desaprovechan si no se sabe ponerse en guardia contra ellos; felizmente, como veremos más adelante, el mal lleva en sí su propio remedio.

Ya sea por entusiasmo, por fascinación de los Espíritus o por amor propio, el médium psicógrafo es generalmente llevado a creer que los Espíritus que se comunican con él son Espíritus superiores, y tanto más cuando esos Espíritus, viendo su propensión, no dejan de adornarse con títulos pomposos, y –si fuere preciso y según las circunstancias– toman nombres de santos, de sabios, de ángeles, incluso de la virgen María, desempeñando su papel como comediantes disfrazados con las ropas de los personajes que representan; sacadles la máscara y se volverán un don nadie como eran antes; esto es lo que es necesario saber hacer con los Espíritus como con los hombres.

De la creencia ciega e irreflexiva en la superioridad de los Espíritus que se comunican, a la confianza en sus palabras, no hay más que un paso; así también es como entre los hombres. Si consiguen inspirar esta confianza, la mantienen a través de los sofismas y de los razonamientos más capciosos, que frecuentemente son aceptados con los ojos cerrados. Los Espíritus groseros son menos peligrosos: se los reconoce inmediatamente y no inspiran sino repugnancia; los que son más temibles, tanto en su mundo como en el nuestro, son los Espíritus hipócritas: hablan siempre con dulzura, adulando las inclinaciones; son halagadores, melosos, pródigos en expresiones de ternura y en demostraciones de devoción. Es preciso ser verdaderamente fuerte para resistir a semejantes seducciones. Pero se dirá: ¿dónde está el peligro con Espíritus impalpables? El peligro está en los consejos perniciosos que dan bajo la apariencia de benevolencia, en las actitudes ridículas, intempestivas o funestas que hacen emprender. Hemos visto a ciertos individuos correr de país en país en busca de las cosas más fantásticas, con el riesgo de comprometer su salud, su fortuna y hasta su propia vida. Hemos visto dictar –con todas las apariencias de seriedad– las cosas más burlescas, las máximas más extrañas. Como es bueno poner el ejemplo al lado de la teoría, vamos a relatar la historia de una persona conocida nuestra que estaba bajo el dominio de una fascinación semejante.

El Sr. F..., joven instruido, de esmerada educación, de un carácter dúctil y benevolente, pero un poco débil y sin una marcada resolución, se volvió un hábil médium psicógrafo con mucha rapidez. Obsesado por el Espíritu que ejercía dominio sobre él y que no le daba reposo, escribía sin cesar; cuando una pluma o un lápiz caía en su mano, era tomado por un movimiento convulsivo y se ponía a llenar páginas enteras en algunos minutos. A falta de instrumento, hacía el simulacro de escribir con su dedo, en cualquier parte donde se encontrase: en la calle, en las paredes, en las puertas, etc. Entre otras cosas que le eran dictadas, estaba ésta: «El hombre está compuesto de tres cosas: el hombre, el mal Espíritu y el buen Espíritu. Todos tenéis vuestro mal Espíritu que está ligado al cuerpo por lazos materiales. Para expulsar al mal Espíritu es preciso quebrar esos lazos, y para esto es preciso debilitar el cuerpo. Cuando el cuerpo está suficientemente debilitado, el lazo se rompe, el mal Espíritu se va, y sólo queda el bueno». Como consecuencia de esta bella teoría, ellos lo han hecho ayunar durante cinco días consecutivos y velar a la noche. Cuando estaba extenuado, le dijeron: «Ahora ya está, el lazo se ha quebrado; tu mal Espíritu ha partido, sólo quedamos nosotros en quien debes creer sin reservas». Y él, persuadido que su mal Espíritu había huido, tuvo una fe ciega en todas sus palabras. La subyugación había llegado a tal punto que si ellos le hubieran dicho que se tirase al agua o que partiera hacia las antípodas, él lo hubiera hecho. Cuando querían mandarlo hacer algo que le repugnaba, se sentía arrastrado por una fuerza invisible. Damos una muestra de su moral, por la cual podrá juzgarse el resto.

«Para tener las mejores comunicaciones es necesario primeramente orar y ayunar durante varios días, unos más, otros menos; este ayuno afloja los lazos que existen entre el yo y un demonio particular ligado a cada ego humano. Este demonio está ligado a cada persona por la envoltura que une el cuerpo y el alma. Esta envoltura, debilitada por la falta de alimentación, permite a los Espíritus arrancar ese demonio. Entonces, Jesús desciende al corazón de la persona poseída, en lugar del mal Espíritu. Ese estado de poseer a Jesús en sí es el único medio de alcanzar toda la verdad y muchas otras cosas.

«Cuando la persona ha logrado reemplazar al demonio por Jesús, no tiene todavía la verdad. Para tener la verdad, es preciso creer; Dios nunca da la verdad a los que dudan: sería hacer algo inútil, y Dios no hace nada en vano. Como la mayoría de los nuevos médiums dudan de lo que dicen o escriben, los Espíritus buenos son forzados –a pesar suyo– por orden formal de Dios, a mentir, y no tienen más remedio que mentir hasta que el médium esté convencido; pero cuando él cree firmemente en una de esas mentiras, enseguida los Espíritus elevados se apresuran a develarle los secretos del cielo: toda la verdad disipa en un instante esa nube de errores conque habían sido obligados a cubrir a su protegido.

«Llegado a este punto, el médium no tiene nada más que temer; los Espíritus buenos jamás lo dejarán. Sin embargo, que él no crea tener siempre la verdad y nada más que la verdad. Ya sea para probarlo o para punirlo de sus faltas pasadas, o ya sea para castigarlo por preguntas egoístas o curiosas, los Espíritus buenos le infligen correcciones físicas y morales, viniendo a atormentarlo en el nombre de Dios. Frecuentemente esos Espíritus elevados se lamentan por la triste misión que cumplen: un padre persigue a su hijo semanas enteras, un amigo a su amigo, todo para la mayor felicidad del médium. Entonces, los Espíritus nobles dicen locuras, blasfemias e incluso torpezas. Es preciso que el médium se mantenga firme y diga: Vosotros me tentáis; sé que estoy en las manos caritativas de Espíritus afables y afectuosos; sé que los malos no pueden acercárseme más. Almas buenas que me atormentáis, no me impediréis creer en lo que me habíais dicho y en lo que aún me diréis.

«Los católicos expulsan más fácilmente al demonio (este joven era protestante), porque éste se alejó un instante en el día del bautismo. Los católicos son juzgados por Cristo, y los otros por Dios; es mejor ser juzgado por Cristo. Los protestantes cometen un error en no admitir esto: también es preciso hacerse católico lo más pronto posible; a la espera de eso, ve a tomar agua bendita: éste será tu bautismo».

Nota – Al joven en cuestión, estando más tarde curado de la obsesión de que era objeto –por los medios que relataremos–, le habíamos pedido que nos escribiese esta historia, dándonos también el texto de los preceptos que le habían sido dictados. Al transcribirlos, agregó sobre la copia que nos remitió: Me pregunto si no ofendo a Dios y a los Espíritus buenos transcribiendo semejantes tonterías. A esto nosotros le respondimos: No, no ofendéis a Dios; lejos estáis de eso, puesto que ahora reconocéis la trampa en la que habíais caído. Si os he pedido la copia de esas máximas perversas ha sido para reprobarlas como ellas merecen, a fin de desenmascarar a los Espíritus hipócritas y poner en guarda a quienquiera que reciba cosas semejantes.

Un día le hicieron escribir: Morirás esta noche; a lo que él respondió: Estoy cansado de este mundo; que yo muera si es preciso; pero todo lo que deseo es no sufrir: no pido otra cosa. –A la noche se durmió creyendo firmemente que no iba a despertarse más en la Tierra. Al día siguiente estaba bastante sorprendido e incluso contrariado por estar en su lecho habitual. Durante el día escribió: «Ahora que has pasado por la prueba de la muerte, que creíste firmemente que ibas a morir, estás como muerto para nosotros; podemos decirte toda la verdad: sabrás todo; no hay nada oculto para nosotros; no habrá nada más oculto para ti. Tú eres Shakespeare reencarnado. ¿No es Shakespeare la biblia para ti? (El Sr. F... sabía perfectamente el inglés y se complacía en la lectura de las obras maestras en este idioma.)

Al día siguiente escribió: Tú eres Satanás. –Esto se está volviendo muy fuerte, respondió el Sr. F... –¿No has hecho... no has devorado el Paraíso Perdido? Has aprendido la Fille du diable (La Hija del diablo), de Béranger; sabías que Satanás habría de convertirse: ¿no lo has creído siempre? ¿No lo has dicho y escrito siempre? Para convertirse, él se reencarna. –Consiento en haber sido un ángel rebelde cualquiera; pero, ¡el rey de los ángeles! –Sí, tú eras el ángel de la soberbia; no eres malo, eres soberbio en tu corazón; es esta soberbia que es preciso abatir; tú eres el ángel del orgullo, y los hombres lo llaman Satanás, ¡qué importa el nombre! Fuiste el mal genio de la Tierra. Hete aquí rebajado... Los hombres van a progresar... Verás maravillas. Has engañado a los hombres; has engañado a la mujer en la personificación de Eva, la mujer pecadora. Está dicho que María, la personificación de la mujer sin mácula, te aplastará la cabeza; María va a venir. –Un instante después él escribió lentamente y con dulzura: «María viene a verte; María, que ha estado buscándote en el fondo de tu reino de tinieblas, no te abandonará. Levántate, Satanás: Dios está listo para tenderte sus brazos. Lee El Hijo Pródigo. Adiós».


En otra oportunidad escribió: «La serpiente dijo a Eva: Vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses. El demonio dijo a Jesús: Te daré todo el poder. A ti te digo, ya que crees en nuestras palabras: nosotros te amamos; sabrás todo... Serás rey de Polonia.

«Persevera en las buenas disposiciones en que te hemos puesto. Esta lección hará dar un gran paso a la ciencia espírita. Se verá que los Espíritus buenos pueden decir futilidades y mentiras para divertirse a expensas de los sabios. Allan Kardec ha dicho que un mal medio de reconocer a los Espíritus es hacerlos confesar que son Jesús en carne. Yo digo que solamente los Espíritus buenos confiesan que son Jesús en carne, y yo lo confieso. Dile esto a Kardec.»

Sin embargo, el Espíritu tuvo pudor de aconsejar al Sr. F... que imprimiera esas bellas máximas; si lo hubiese dicho lo habría hecho sin ninguna duda, y eso hubiera sido una mala acción, porque las hubiese dado como una cosa seria.

Llenaríamos un volumen con todas las tonterías que le fueron dictadas y con todas las circunstancias que siguieron. Entre otras cosas le hicieron dibujar un edificio de tales dimensiones que las hojas de papel necesarias, unidas unas a otras, ocupaban la altura de dos pisos.

Nótese que en todo esto no hay nada de grosero, nada de trivial; es un serie de razonamientos sofísticos que se encadenan con una apariencia de lógica. En los medios empleados para embaucar hay un arte verdaderamente infernal, y si hubiésemos podido relatar todas esas conversaciones, se habría visto hasta qué punto era utilizada la astucia y con qué destreza las palabras melifluas eran prodigadas adrede.

El Espíritu que desempeñaba el papel principal en este asunto tomaba el nombre de François Dillois, cuando no se cubría con la máscara de un nombre respetable. Supimos más tarde lo que ese tal Dillois había sido cuando estuvo encarnado, y entonces nada más nos sorprendió en su lenguaje. Pero en medio de todas esas extravagancias era fácil reconocer a un Espíritu bueno que luchaba, haciendo escuchar de vez en cuando algunas buenas palabras para desmentir los absurdos del otro; había un evidente combate, pero la lucha era desigual; el joven estaba de tal modo subyugado que la voz de la razón era impotente sobre él. Su padre, en Espíritu, le hizo escribir notablemente esto: «¡Sí, hijo mío, coraje! Sufres una ruda prueba que será para bien en el futuro; infelizmente nada puedo hacer en este momento para liberarte, y eso me aflige mucho. Ve a ver a Allan Kardec: escúchalo, y él te salvará».

En efecto, el Sr. F... vino a verme; me contó su historia; lo hice escribir delante mío y, desde el principio, reconocí sin dificultad la influencia perniciosa bajo la cual se encontraba, ya sea en las palabras o en ciertos signos materiales que la experiencia da a conocer y que no nos pueden engañar. Volvió varias veces; empleé toda la fuerza de mi voluntad para llamar a los Espíritus buenos por su intermedio, toda mi retórica para probarle que él era un juguete de Espíritus detestables; que lo que escribía no tenía sentido común, y además era profundamente inmoral; para esta obra caritativa me uní a uno de mis más dedicados compañeros, el Sr. T..., y ambos conseguimos paulatinamente hacerle escribir cosas sensatas. Él tomó aversión por su mal genio, rechazándolo por propia voluntad cada vez que él tentaba manifestarse, y poco a poco sólo los Espíritus buenos lograron sobreponerse. Para mudar sus ideas, se entregó de la mañana a la noche –según el consejo de los Espíritus– a un trabajo rudo que no le dejaba tiempo para escuchar las malas sugerencias. El propio Dillois terminó por confesarse vencido y expresó el deseo de mejorarse en una nueva existencia; reconoció el mal que había querido hacer y dio pruebas de arrepentimiento. La lucha fue larga, penosa y ofreció particularidades verdaderamente curiosas para el observador. Hoy que el Sr. F... se siente liberado, es feliz; parece haberse sacado un peso de encima; recuperó su alegría y nos agradeció el servicio que le hemos prestado.

Ciertas personas deploran que haya Espíritus malos. En efecto, no es sin un cierto desencanto que se encuentra la perversidad en este mundo, donde nos gustaría encontrar sólo seres perfectos. Puesto que las cosas son así, nada podemos hacer: es preciso tomarlas tal cual son. Es nuestra propia inferioridad que hace que los Espíritus imperfectos pululen a nuestro alrededor; las cosas han de cambiar cuando seamos mejores, como sucede en los mundos más avanzados. A la espera de esto, y mientras estemos en las camadas inferiores del universo moral, somos advertidos: está en nosotros mantenernos alerta y no aceptar, sin control, todo lo que se nos dice. Al esclarecernos, la experiencia debe volvernos circunspectos. Ver y comprender el mal es un medio de preservarse de él. ¿No habría cien veces más peligro en hacerse ilusiones sobre la naturaleza de los seres invisibles que nos rodean? Sucede lo mismo en este mundo, donde a cada día nos hallamos expuestos a la malevolencia y a las sugerencias pérfidas: son otras tantas pruebas a las cuales nuestra razón, nuestra conciencia y nuestro juicio nos dan los medios para resistir. Cuanto más difícil sea la lucha, mayor será el mérito del éxito: «Quien vence sin peligro, triunfa sin gloria».


Esta historia, que desgraciadamente no es la única de nuestro conocimiento, plantea una cuestión muy seria. Para este joven, se dirá, ¿no fue un fastidio el haber sido médium? ¿No es esa facultad la que ha causado la obsesión de la cual era objeto? En una palabra, ¿no es ésta una prueba del peligro de las comunicaciones espíritas?

Nuestra respuesta es fácil y rogamos meditarla con cuidado.

No fueron los médiums los que han creado a los Espíritus; éstos existen desde todos los tiempos, y desde todos los tiempos han ejercido su influencia saludable o perniciosa sobre los hombres. Por lo tanto, no es necesario ser médium para esto. La facultad medianímica no es para ellos sino un medio de manifestarse; a falta de esta facultad lo hacen de otras mil maneras. Si este joven no hubiese sido médium, no por eso habría estado menos bajo la influencia de ese Espíritu malo, que sin duda lo habría hecho cometer extravagancias que se hubieran atribuido a cualquier otra causa. Felizmente para él, su facultad de médium le permitió al Espíritu comunicarse por palabras, y por esas palabras el Espíritu se puso al descubierto; éstas han permitido conocer la causa de un mal que podría haber tenido para él consecuencias funestas, y que nosotros hemos destruido –como se ha visto– por medios muy simples, muy racionales y sin exorcismo. La facultad medianímica ha permitido ver al enemigo –si podemos expresarnos así– cara a cara, y combatirlo con sus propias armas. Por lo tanto, con absoluta certeza se puede decir que fue ella que lo ha salvado; en cuanto a nosotros, solamente hemos sido el médico que, habiendo juzgado la causa del mal, aplicamos el remedio. Sería un grave error creer que los Espíritus sólo ejercen su influencia a través de comunicaciones escritas o verbales; esta influencia es de todos los instantes, y aquellos que no creen en los Espíritus están expuestos a ella como los otros e incluso más expuestos que los otros, porque no tienen un contrapeso. ¡A cuántos actos no se es llevado, infelizmente, y que podrían ser evitados si se hubiera tenido un medio de esclarecerse! Los más incrédulos no se dan cuenta que dicen una gran verdad cuando hablan lo siguiente de un hombre descarriado por obstinación: Es su mal genio que lo empuja a la perdición.

Regla general. El que obtenga malas comunicaciones espíritas escritas o verbales está bajo una mala influencia; esta influencia se ejerce sobre él, ya sea que escriba o no, es decir, sea o no un médium. La escritura da un medio de asegurarse acerca de la naturaleza de los Espíritus que actúan sobre él, y de combatirlos, lo que se hace con tanto más éxito cuando se llega a conocer el motivo que los hace actuar. Si él es demasiado ciego como para no comprenderlo, otros pueden abrirle los ojos. Además, ¿es necesario ser médium para escribir absurdos? ¿Y quién dice que entre todas las elucubraciones ridículas o peligrosas, no están aquellas cuyos autores son impulsados por algún Espíritu malévolo? Las tres cuartas partes de nuestras acciones malas y de nuestros malos pensamientos son fruto de esta sugerencia oculta.

Si el Sr. F... no fuese médium, se preguntará si se habría podido hacer cesar la obsesión. Seguramente; sólo los medios habrían diferido según las circunstancias; pero entonces los Espíritus no hubiesen podido acercárnoslo, como lo han hecho, y es probable que la causa hubiera sido dejada a un lado si él no hubiese tenido una manifestación espírita ostensible. Todo hombre que tiene voluntad y que es simpático a los Espíritus buenos puede siempre, con la ayuda de éstos, paralizar la influencia de los malos. Decimos que debe ser simpático a los Espíritus buenos porque si él mismo atrae a los inferiores, es evidente que es querer cazar lobos con lobos.

En resumen, el peligro no está propiamente en el Espiritismo, ya que éste, al contrario, puede servir de control y preservarnos sin cesar del peligro que corremos, sin nosotros saberlo; está en la propensión de ciertos médiums en creerse muy ligeramente los instrumentos exclusivos de Espíritus superiores y en una especie de fascinación que no les permite comprender las tonterías de que son intérpretes. También los que no son médiums pueden dejarse llevar por esto. Terminaremos este capítulo con las siguientes consideraciones:

1º) Todo médium debe desconfiar del arrastramiento irresistible que lo lleva a escribir sin cesar y en los momentos inoportunos; debe ser señor de sí mismo y no escribir sino cuando él quiere;

2º) No se domina a los Espíritus superiores, ni siquiera a aquellos que, sin ser superiores, son buenos y benevolentes; pero se puede dominar y domar a los Espíritus inferiores. Quien no es señor de sí mismo no puede serlo de los Espíritus;

3º) No hay otro criterio para discernir el valor de los Espíritus sino el buen sentido. Toda fórmula dada a este efecto por los propios Espíritus es absurda y no puede emanar de Espíritus superiores;

4º) Se juzga a los Espíritus como a los hombres: por su lenguaje. Toda expresión, todo pensamiento, toda máxima, toda teoría moral o científica que esté en contra del buen sentido o no corresponda a la idea que uno se hace de un Espíritu puro y elevado, emana de un Espíritu más o menos inferior;

5º) Los Espíritus superiores tienen siempre el mismo lenguaje con la misma persona y jamás se contradicen;

6º) Los Espíritus superiores son siempre buenos y benevolentes; en su lenguaje nunca hay acrimonia, ni arrogancia, aspereza, orgullo, fanfarronería o tonta presunción. Hablan con simplicidad, aconsejan y se retiran cuando no se los escucha;

7º) No se debe juzgar a los Espíritus por su forma material ni por la corrección de su lenguaje, sino sondar su sentido íntimo, examinar sus palabras, evaluándolas fría y maduramente, sin prevención. Todo lo que se aparte del buen sentido, de la razón y de la sabiduría no puede dejar duda sobre su origen, sea cual fuere el nombre con el que se enmascare el Espíritu;

8º) Los Espíritus inferiores temen a aquellos que examinan sus palabras, a los que desenmascaran sus torpezas y a los que no se dejan llevar por sus sofismas. A veces pueden intentar resistir, pero terminan siempre desistiendo cuando se ven más débiles;

9º) En todas las cosas, simpatiza con los Espíritus buenos aquel que obre teniendo en cuenta el bien, elevándose con el pensamiento por encima de las vanidades humanas al expulsar de su corazón el egoísmo, el orgullo, la envidia, los celos, el odio, perdonando a sus enemigos y poniendo en práctica esta máxima del Cristo: «Hacer a los otros lo que quisiéramos que se nos haga»; los malos temen esto y se apartan de aquél.

Al seguir esos preceptos nos protegeremos de las malas comunicaciones, de la dominación de los Espíritus impuros y, aprovechando todo lo que nos enseñan los Espíritus verdaderamente superiores, contribuiremos –cada uno por su parte– con el progreso moral de la Humanidad.