Nota – Solicitamos a nuestros lectores que consientan en remitirse a las
observaciones que hemos hecho sobre estas comunicaciones notables en
nuestro artículo del mes de marzo último.
Al no creerme con la suficiente firmeza para oír pronunciar la
palabra muerte, muy a menudo yo había recomendado a mis
oficiales decirme solamente cuando me viesen en peligro: «Hablad
poco», y yo sabría lo que esto significaba. Cuando no había más
esperanza, Olivier le Daim me dijo duramente, en presencia de
François de Paule y de Coittier:
–Majestad, es preciso que cumplamos con nuestro deber. No
tengáis más esperanza en ese santo hombre ni en ningún otro,
porque estáis perdido: pensad en vuestra conciencia; no hay más
remedio.
Ante estas crueles palabras, toda una revolución se operó en mí;
yo no era más el mismo hombre y me espantaba de mí mismo. El
pasado se desarrolló rápidamente delante de mis ojos y las cosas me
aparecieron bajo un nuevo aspecto: algo extraño pasaba conmigo. La
dura mirada de Olivier le Daim se fijó sobre mi rostro y parecía
interrogarme; para substraerme a esta mirada fríamente inquisidora,
le respondí con una aparente tranquilidad:
–Espero que Dios me ayude; por aventura, tal vez no soy tan malo
como pensáis.
Dicté mis últimas voluntades y envié cerca del joven rey a
aquellos que aún me rodeaban. Me quedé a solas con mi confesor,
François de Paule, le Daim y Coittier. François me hizo
una conmovedora exhortación; a cada una de sus palabras parecía
que mis vicios desaparecían y que la naturaleza retomaba su curso;
me sentí aliviado y comencé a recobrar un poco de esperanza en la
clemencia de Dios.
Recibí los últimos sacramentos con una piedad firme y resignada.
Yo repetía a cada instante: «Nuestra Señora de Embrun, mi buena
Señora, ayudadme!»
El martes 30 de agosto, hacia las siete horas de la noche, caí
nuevamente debilitado; creyéndome muerto, todos los que estaban
presentes se retiraron. Olivier le Daim y Coittier, que se sentían
agobiados con la execración pública, permanecieron cerca de mi
lecho, sin tener otro refugio.
Poco después recobré completamente el conocimiento. Me senté
en el lecho y observé a mi alrededor; nadie de mi familia estaba allí;
en ese momento supremo ninguna mano amiga buscaba a la mía
para aliviar mi agonía con un último apretón. Tal vez a esa hora mis
hijos se regocijasen en cuanto su padre moría. Nadie piensa que el
culpable pudiese aún tener un corazón que comprendiera al suyo.
Procuré escuchar un sollozo reprimido, pero sólo escuché las
carcajadas de dos miserables que estaban cerca de mí.
En un rincón del cuarto vi a mi galgo favorito que en su vejez se
moría; mi corazón se estremeció de alegría: yo tenía un amigo, un
ser que me amaba.
Le hice señas con la mano; el galgo se arrastró con esfuerzo hasta
la pata de mi cama y vino a lamer mi mano agonizante. Olivier
percibió ese movimiento; bruscamente se levantó blasfemando y
golpeó al infeliz animal con un bastón hasta que hubo expirado;
agonizante, mi único amigo me lanzó una larga y dolorosa mirada.
Olivier me empujó violentamente en mi cama; yo me dejé caer y
entregué a Dios mi alma culpada.