Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

Volver al menú
Nota – Solicitamos a nuestros lectores que consientan en remitirse a las observaciones que hemos hecho sobre estas comunicaciones notables en nuestro artículo del mes de marzo último.

Al no creerme con la suficiente firmeza para oír pronunciar la palabra muerte, muy a menudo yo había recomendado a mis oficiales decirme solamente cuando me viesen en peligro: «Hablad poco», y yo sabría lo que esto significaba. Cuando no había más esperanza, Olivier le Daim me dijo duramente, en presencia de François de Paule y de Coittier:

–Majestad, es preciso que cumplamos con nuestro deber. No tengáis más esperanza en ese santo hombre ni en ningún otro, porque estáis perdido: pensad en vuestra conciencia; no hay más remedio.

Ante estas crueles palabras, toda una revolución se operó en mí; yo no era más el mismo hombre y me espantaba de mí mismo. El pasado se desarrolló rápidamente delante de mis ojos y las cosas me aparecieron bajo un nuevo aspecto: algo extraño pasaba conmigo. La dura mirada de Olivier le Daim se fijó sobre mi rostro y parecía interrogarme; para substraerme a esta mirada fríamente inquisidora, le respondí con una aparente tranquilidad:

–Espero que Dios me ayude; por aventura, tal vez no soy tan malo como pensáis.

Dicté mis últimas voluntades y envié cerca del joven rey a aquellos que aún me rodeaban. Me quedé a solas con mi confesor, François de Paule, le Daim y Coittier. François me hizo una conmovedora exhortación; a cada una de sus palabras parecía que mis vicios desaparecían y que la naturaleza retomaba su curso; me sentí aliviado y comencé a recobrar un poco de esperanza en la clemencia de Dios.

Recibí los últimos sacramentos con una piedad firme y resignada. Yo repetía a cada instante: «Nuestra Señora de Embrun, mi buena Señora, ayudadme!»

El martes 30 de agosto, hacia las siete horas de la noche, caí nuevamente debilitado; creyéndome muerto, todos los que estaban presentes se retiraron. Olivier le Daim y Coittier, que se sentían agobiados con la execración pública, permanecieron cerca de mi lecho, sin tener otro refugio.

Poco después recobré completamente el conocimiento. Me senté en el lecho y observé a mi alrededor; nadie de mi familia estaba allí; en ese momento supremo ninguna mano amiga buscaba a la mía para aliviar mi agonía con un último apretón. Tal vez a esa hora mis hijos se regocijasen en cuanto su padre moría. Nadie piensa que el culpable pudiese aún tener un corazón que comprendiera al suyo. Procuré escuchar un sollozo reprimido, pero sólo escuché las carcajadas de dos miserables que estaban cerca de mí.

En un rincón del cuarto vi a mi galgo favorito que en su vejez se moría; mi corazón se estremeció de alegría: yo tenía un amigo, un ser que me amaba.

Le hice señas con la mano; el galgo se arrastró con esfuerzo hasta la pata de mi cama y vino a lamer mi mano agonizante. Olivier percibió ese movimiento; bruscamente se levantó blasfemando y golpeó al infeliz animal con un bastón hasta que hubo expirado; agonizante, mi único amigo me lanzó una larga y dolorosa mirada.

Olivier me empujó violentamente en mi cama; yo me dejé caer y entregué a Dios mi alma culpada.