Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Hemos extraído el siguiente hecho del Courrier du Palais (Correo del Palacio), que el Sr. Frédéric Thomas –abogado de la Corte Imperial– ha publicado en La Presse (La Prensa) del 2 de agosto de 1858. Lo citamos textualmente para no descolorar la narración del espirituoso escritor. Nuestros lectores fácilmente tendrán en cuenta la forma leve que él sabe darle tan agradablemente a las cosas más serias. Después del relato de varios asuntos, agregó:

«Tenemos para ofreceros, en una perspectiva próxima, un proceso mucho más extraño que aquél: ya lo vemos asomar en el horizonte, en el horizonte del Sur; pero ¿adónde nos llevará él? Nos escriben que los hierros están al fuego; pero esta seguridad no nos basta. He aquí de qué se trata:

«Un parisiense leyó en un periódico que un viejo castillo estaba a la venta en los Pirineos: lo compró y, desde los primeros días bonitos de la bella estación, fue allí a instalarse con sus amigos.

«Cenaron alegremente y después fueron a acostarse más alegremente todavía. Quedaba por pasar la noche: la noche en un viejo castillo perdido en la montaña. Al día siguiente todos los invitados se levantaron con la mirada despavorida y con los rostros espantados; fueron al encuentro del dueño y todos le hicieron la misma pregunta con un aire misterioso y lúgubre: ¿No habéis visto nada esta noche?

«El propietario no respondió de tan asustado que estaba; se contentó con hacer una señal afirmativa con la cabeza.

«Entonces se confiaron en voz baja las impresiones de la noche: uno escuchó lamentos de voces; otro, ruido de cadenas; éste vio moverse los tapices; aquél, un arcón saludarlo; muchos sintieron que murciélagos se echaban sobre sus pechos: es un castillo de la Dama Blanca. Los empleados declararon que, como al inquilino Dickson, los fantasmas les habían tirado de los pies. ¿Qué más todavía? Las camas se paseaban, las campanillas hacían alboroto solas y palabras fulgurantes atravesaban las viejas chimeneas.

«Decididamente ese castillo era inhabitable: los más espantados huyeron inmediatamente; los más intrépidos enfrentaron la prueba de una segunda noche.

«Hasta la medianoche todo iba bien; pero desde que el reloj de la torre del norte lanzaba en el espacio sus doce sollozos, enseguida las apariciones y los ruidos recomenzaban; de todos los rincones se abalanzaban fantasmas, monstruos con ojos de fuego, con dientes de cocodrilo, con alas velludas: todo esto gritaba, saltaba, rechinaba y hacía un alboroto infernal.

«Imposible resistir a esta segunda experiencia. Esta vez todos dejaron el castillo, y hoy el propietario quiere intentar una acción legal de rescisión del contrato por vicios ocultos.

«¡Qué sorprendente proceso éste! ¡Y qué triunfo para el gran evocador de los Espíritus: el Sr. Home! ¿Lo nombrarán perito en la materia? Sea como sea, como no hay nada nuevo bajo el sol de la justicia, este proceso –que tal vez se creerá una novedad– no es más que una antigualla: existe uno pendiente que, por tener la edad de doscientos sesenta y tres años, no es menos curioso.

«Bien, en el año de gracia de 1595, ante el senescal de Guiena, un inquilino llamado Jean Latapy pleiteó una acción contra su propietario, Robert de Vigne. Jean Latapy alegaba que la casa que de Vigne le había alquilado –una vieja casa de una antigua calle de Burdeos– era inhabitable y que debió dejarla; después de esto pedía la rescisión del contrato en juicio.

«¿Por qué motivos? Latapy los da muy ingenuamente en sus conclusiones.

“Porque había encontrado esta casa infectada por Espíritus que se presentaban, ya sea bajo la forma de niños o con otras formas terribles y espantosas, los cuales oprimían e inquietaban a las personas, moviendo los muebles, haciendo ruidos y barahúndas por todos los rincones y, con fuerza y violencia, arrojando de las camas a aquellos que allí reposaban”.

«El propietario de Vigne se opuso muy enérgicamente a la rescisión del contrato. “Desprestigiáis injustamente mi casa, decía él a Latapy; probablemente no tenéis más de lo que merecéis, y lejos de hacerme reproches, deberíais –al contrario– agradecerme, porque os hago ganar el Paraíso”.

«He aquí cómo el abogado del propietario establecía esta singular proposición: “Si los Espíritus vienen a atormentar a Latapy y lo afligen con el permiso de Dios, el inquilino debe ser responsable justamente por eso, y debe decir como san Jerónimo: Quidquid patimur nostris peccatis meremur (Todo aquello que nos pasa lo merecemos por nuestros pecados), y de ninguna manera echar la culpa al propietario que es del todo inocente, sino tener gratitud para con éste que le ha dado la ocasión de salvarse en este mundo de las puniciones que, por sus deméritos, lo esperan en el otro”.

«Para ser consecuente, el abogado debería haber pedido que Latapy pagase alguna renta a de Vigne por los servicios prestados. Un lugar en el Paraíso, ¿no vale su peso en oro? Pero el generoso propietario se contentaba con la conclusión de que el inquilino fuese declarado no procedente en la acción, por el motivo de que antes de intentarla, el propio Latapy debería haber comenzado a combatir y a expulsar a los Espíritus por los medios que Dios y la naturaleza nos han dado.

«El abogado del propietario exclamaba: “¿por qué Latapy no usaba el laurel, la ruda o la sal crepitando en las llamas y en los carbones ardientes, o penachos de plumas o la composición de la hierba aerolus vetulus con ruibarbo y vino blanco, o sales suspendidas en el umbral de la puerta de la casa, o cuero de la cabeza de la hiena o bilis de perro, que dicen que tiene una virtud maravillosa para expulsar a los demonios? ¿Por qué no usaba la hierba moli, que Mercurio le había dado a Ulises y de la cual éste usó como antídoto contra los encantos de Circe?...”

«Es evidente que el inquilino Latapy había faltado a todos sus deberes al no arrojar sal crepitando en las llamas, y al no hacer uso de la bilis de perro y de algunos penachos de pluma. Pero como ha sido obligado a buscar también el cuero de la cabeza de la hiena, al senescal de Burdeos le pareció que este objeto no era demasiado común para que Latapy no fuese disculpado por haber dejado a las hienas tranquilas, y ordenó la total rescisión del contrato.

«Veis que, en todo esto, ni el propietario, ni el inquilino, ni los jueces ponen en duda la existencia y las barahúndas de los Espíritus. Parecería, pues, que hace más de dos siglos los hombres ya eran casi tan crédulos como hoy; nosotros los superamos en credulidad y eso es lo que está en este orden: es realmente necesario que la civilización y el progreso se revelen en algún lugar.»

Con abstracción hecha de los accesorios con los cuales el narrador la ha adornado, esta cuestión –desde el punto de vista legal– no deja de tener su lado embarazoso, porque la ley no ha previsto el caso en donde los Espíritus perturbadores vuelvan inhabitable una casa. ¿Es éste un vicio redhibitorio? En nuestra opinión tiene su pro y su contra: esto depende de las circunstancias. En principio se trata de examinar si el alboroto es serio o si no es simulado con algún interés: cuestión previa y de buena fe que prejuzga a todas las otras. Admitiendo los hechos como reales, es necesario saber si son de una naturaleza como para perturbar el reposo. Si, por ejemplo, ocurrieran cosas como en Bergzabern, * es evidente que la situación sería insostenible. El Sr. Senger –padre de la niña– soportó eso porque sucedió en su casa y porque no pudo hacerlo de otro modo; pero de ninguna manera un extraño se instalaría en una residencia en la que constantemente se escuchan ruidos ensordecedores, en donde los muebles son empujados y derribados, donde las puertas y las ventanas se abren y se cierran sin ton ni son, en donde los objetos os son arrojados a la cabeza por manos invisibles, etc. Nos parece que, en semejante circunstancia, hay indiscutiblemente lugar a reclamación y que, en buena justicia, tal contrato no debería ser validado, si el hecho había sido disimulado. De este modo, en tesis general, el proceso de 1595 nos parece haber sido bien juzgado, pero queda por esclarecer una importante cuestión subsidiaria que sólo la ciencia espírita podía plantearla y resolverla.

Sabemos que las manifestaciones espontáneas de los Espíritus pueden tener lugar sin una finalidad determinada y sin ser dirigidas contra tal o cual individuo; que hay efectivamente lugares frecuentados por Espíritus perturbadores, los cuales parecen elegir allí domicilio, y contra los que han fracasado todas las conjuraciones puestas en uso. Entre paréntesis digamos que existen medios eficaces para desembarazarse de ellos, pero que esos medios no consisten en la intervención de personas conocidas para producir a voluntad semejantes fenómenos, porque los Espíritus que están a sus órdenes son precisamente de la naturaleza de aquellos que se quiere expulsar. Su presencia, lejos de alejarlos, no podría sino atraer a otros. Pero también sabemos que en una multitud de casos esas manifestaciones son dirigidas contra ciertos individuos, como, por ejemplo, en Bergzabern. Los hechos han probado que la familia, pero sobre todo la joven Philippine, era directamente su objetivo; de tal manera que estamos convencidos que, si esta familia dejaba su casa, los nuevos habitantes nada tendrían que temer, pues la familia llevaría con ella sus tribulaciones en su nuevo domicilio. Por lo tanto, el punto a examinar en una cuestión legal sería éste: ¿tenían lugar las manifestaciones antes de la entrada del nuevo propietario o solamente después de la misma? En este último caso, se volvería evidente que es éste quien ha llevado a los Espíritus perturbadores, y que le cabe la total responsabilidad por esto; al contrario, si las perturbaciones tenían lugar anteriormente y persisten, es que ellas se relacionan con el propio local, y entonces la responsabilidad es del vendedor. El abogado del propietario razonaba con la primera hipótesis, y a su argumento no le faltaba lógica. Queda por saber si el inquilino había llevado consigo a esos huéspedes inoportunos: es lo que el proceso no dice. En cuanto al proceso actualmente pendiente, creemos que el medio de impartir buena justicia sería el de hacer las constataciones que acabamos de mencionar. Si éstas conducen a la prueba de la anterioridad de las manifestaciones, y si el hecho ha sido disimulado por el vendedor, el caso es el de un adquirente engañado sobre la calidad de la cosa vendida. Ahora bien, mantener el contrato en semejantes circunstancias es tal vez arruinar al adquirente por la desvalorización del inmueble; al menos sería causarle un considerable prejuicio, forzándolo a conservar una cosa que no puede hacer uso, como un caballo ciego que se lo hubiesen vendido por un buen caballo. Sea como fuere, el juicio que ha de efectuarse debe tener graves consecuencias: con la rescisión del contrato o con la manutención del mismo por falta de pruebas suficientes, es igualmente reconocer la existencia del hecho de las manifestaciones. Rechazar la demanda del adquirente como asentada en una idea ridícula es exponerse a recibir, tarde o temprano, el desmentido de la experiencia, como tantas veces lo han recibido los hombres más esclarecidos que se han apresurado en negar las cosas que no comprendían. Si se le puede reprochar a nuestros padres el haber tenido demasiada credulidad, nuestros descendientes nos reprocharán, sin duda, por haber tenido el exceso contrario.

A la espera de eso, he aquí lo que acaba de suceder ante nuestros ojos y de lo cual nosotros mismos hemos constatado la realidad; citamos la crónica de La Patrie (La Patria) del 4 de septiembre de 1858:

«La calle du Bac está sobresaltada. ¡Todavía ocurren por allí algunas diabluras!

«La casa que lleva el N° 65 se compone de dos edificios: el que da a la calle tiene dos escaleras que se enfrentan.

«Desde hace una semana, a diversas horas del día y de la noche y en todos los pisos de esta casa, las campanillas suenan y tintinan con violencia; van a abrir, pero nadie está en el descansillo de la escalera.

«Al principio se creyó que fuese una broma y cada uno se puso a observar para descubrir al autor. Uno de los inquilinos se tomó el trabajo de deslustrar un vidrio de su cocina y estuvo al acecho. Mientras él vigilaba con la mayor atención, su campanilla sonó: observó por la mirilla, y ¡nadie! Corrió por la escalera, y ¡nadie!

«Regresó a su casa y quitó el tirador de la campanilla. Una hora después, en el momento en que empezaba a sentirse triunfante, la campanilla comenzó a hacer un gran alboroto. La miró y se quedó mudo y consternado.

«En otras puertas los tiradores de las campanillas estaban retorcidos y anudados como serpientes heridas. Se buscó una explicación, se llamó a la policía; ¿cuál es, pues, este misterio? Aún se lo ignora.»




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* Ver los números de mayo, junio y julio de esta Revista Espírita. [Nota de Allan Kardec.]