Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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La intervención de seres incorpóreos en los pormenores de la vida privada ha formado parte de las creencias populares de todos los tiempos. Sin duda, no puede entrar en el pensamiento de ninguna persona sensata el tomar al pie de la letra todas las leyendas, todas las historias diabólicas y todos los cuentos ridículos que se complacen en relatar alrededor del brasero. Sin embargo, los fenómenos de los cuales somos testigos prueban que dichos cuentos se basan en algo, porque lo que pasa en nuestros días ha podido y ha debido pasar en otras épocas. Que se despoje a esos cuentos de lo maravilloso y de lo fantástico, con lo que la superstición los ha desfigurado, y se encontrarán todos los caracteres, hechos y gestos de nuestros Espíritus modernos; unos buenos, benévolos y atentos, complaciéndose en ser útiles, como los buenos brownies; otros más o menos maliciosos, traviesos, caprichosos e incluso malos, como los gobelinos de Normandía, que se los encuentra bajo los nombres de bogles en Escocia, de bogharts en Inglaterra, de cluricaunes en Irlanda y de pucks en Alemania. Según la tradición popular, esos duendes se introducen en las casas y allí buscan todas las ocasiones para jugar malas pasadas. «Golpean las puertas, desplazan los muebles, dan golpes en los toneles, pegan contra los techos y los pisos, silban a media voz, hacen suspiros quejumbrosos, sacan las cobijas y corren las cortinas de los que están acostados, etc.»

El boghart de los ingleses ejerce particularmente sus malicias contra los niños, a los cuales parece tener aversión. «Les arranca a menudo su rodaja de pan con manteca y su taza de leche, agita durante la noche las cortinas de sus camas, sube y baja las escaleras haciendo mucho ruido, arroja al piso fuentes y platos, y causa muchos otros estropicios en las casas.»

En algunos lugares de Francia, los gobelinos son considerados como una especie de duendes domésticos, a los que se tiene el cuidado de alimentar con los manjares más delicados, porque traen a sus dueños el trigo robado de los graneros ajenos. Es verdaderamente curioso encontrar esta vieja superstición de la antigua Galia entre los borusos del siglo X (los prusianos de hoy). Sus koltkys, o genios domésticos, iban también a hurtar trigo en los graneros para llevárselos a los que ellos apreciaban.

¿Quién no reconocerá en esas travesuras –aparte de la falta de delicadeza del trigo robado, donde es probable que los favorecidos se justificasen en detrimento de la reputación de los Espíritus– quién, decíamos, no reconocerá en ellos a nuestros Espíritus golpeadores y a los que se puede llamar, sin injuriarlos, de perturbadores? Si un hecho semejante al que nos hemos referido anteriormente, el de la joven del Passage des Panoramas, hubiera sucedido en el campo, sin ninguna duda sería atribuido al gobelino del lugar y después ampliado por la fecunda imaginación de las comadres; no faltaría quien hubiese visto al pequeño demonio colgado de la campanilla, riendo burlonamente y haciendo muecas a los ingenuos que fuesen a abrir la puerta.