Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Las contradicciones que muy frecuentemente se encuentran en el lenguaje de los Espíritus, incluso en cuestiones esenciales, han sido hasta hoy –para algunas personas– una causa de incertidumbre sobre el real valor de sus comunicaciones, circunstancia de la que los adversarios no han dejado de sacar partido. En efecto, a primera vista esas contradicciones parecen ser uno de los principales escollos de la ciencia espírita. Veamos si ellas tienen la importancia que se les atribuye.

Al principio preguntaremos: ¿qué Ciencia, en sus comienzos, no ha presentado semejantes anomalías? ¿Qué estudioso, en sus investigaciones, no ha sido varias veces confundido por hechos que parecían derogar las reglas establecidas? La Botánica, la Zoología, la Fisiología, la Medicina y hasta nuestra propia lengua ¿no nos ofrecen de esto millares de ejemplos? Y sus bases, ¿no desafían cualquier contradicción? Es comparando los hechos, observando las analogías y las diferencias que poco a poco se llegan a establecer las reglas, las clasificaciones, los principios: en una palabra, a constituir la Ciencia. Ahora bien, el Espiritismo apenas está despuntando; por lo tanto, no es sorprendente que se sujete a la ley común hasta que su estudio esté completo; solamente entonces se reconocerá que aquí, como en todas las cosas, la excepción casi siempre viene a confirmar la regla.

Además, los Espíritus siempre nos han dicho 193 que no nos inquietemos con algunas de esas divergencias, y que en poco tiempo todo el mundo sería llevado a la unidad en la creencia. En efecto, esta predicción se cumple a cada día a medida que se penetra profundamente en las causas de esos fenómenos misteriosos, y conforme los hechos son mejor observados. Ya las disidencias que han surgido en el origen tienden evidentemente a debilitarse; incluso se puede decir que ahora ellas no son más que el resultado de opiniones personales aisladas.

Aunque el Espiritismo esté en la Naturaleza y haya sido conocido y practicado desde la más alta antigüedad, se constata que en ninguna otra época ha sido tan universalmente difundido como en nuestros días. Es que en otros tiempos sólo hacían de Él un estudio misterioso en el cual el vulgo no era iniciado; se ha conservado por una tradición que las vicisitudes de la Humanidad y la falta de medios de transmisión han debilitado insensiblemente. Los fenómenos espontáneos –que no dejaron de producirse de vez en cuando– han pasado inadvertidos o fueron interpretados según los prejuicios y la ignorancia de las épocas, o han sido explotados en provecho de tal o cual creencia. Estaba reservado a nuestro siglo, donde el progreso recibe un empuje incesante, sacar a luz a una ciencia que existía, por así decirlo, en estado latente. Sólo ha sido hace pocos años que los fenómenos fueron seriamente observados; por lo tanto, el Espiritismo es en realidad una ciencia nueva que poco a poco se implanta en el espíritu de las masas, esperando ocupar una posición oficial. Al principio, esta ciencia ha parecido muy simple; para las personas superficiales, no consistía sino en el arte de hacer girar a las mesas; pero una observación más atenta demostró que era, por sus ramificaciones y por sus consecuencias, mucho más compleja de lo que se había sospechado. Las mesas giratorias son como la manzana de Newton que, en su caída, encierra el sistema del mundo.

Sucedió con el Espiritismo lo que sucede en el comienzo de todas las cosas: los primeros no han podido ver todo; cada uno ha visto por su lado y se ha apresurado en anunciar sus impresiones desde su punto de vista, según sus ideas o sus prevenciones. Ahora bien, ¿no se sabe que, según el medio, el mismo objeto puede parecerle a uno caliente, mientras que otro lo encontrará frío?

Tomemos, aún, otra comparación en las cosas vulgares o incluso triviales, a fin de hacernos comprender mejor.

Últimamente se leía en varios periódicos: «El champiñón es uno de los productos más raros; delicioso o mortal, microscópico o de una dimensión fenomenal, confunde sin cesar la observación del botánico. En el túnel de Doncaster hay un champiñón que se desarrolla desde hace doce meses y que no parece haber alcanzado su última fase de crecimiento. Actualmente mide quince pies de diámetro. Ha llegado sobre un pedazo de madera; se lo considera como el más bello espécimen de champiñón que haya existido. Su clasificación es difícil, porque las opiniones están divididas». De esta manera, he aquí la Ciencia confundida por la llegada de un champiñón que se presenta bajo un nuevo aspecto. Este hecho ha provocado en nosotros la siguiente reflexión. Supongamos a varios naturalistas observando, cada uno por su lado, una variedad de ese vegetal: uno dirá que el champiñón es una criptógama comestible procurada por los gastrónomos; el segundo dirá que es venenoso; el tercero, que esto es invisible a simple vista; el cuarto, que puede alcanzar hasta cuarenta y cinco pies de circunferencia, etc.; en primer lugar, todas estas afirmaciones son contradictorias y poco propias como para establecer ideas sobre la verdadera naturaleza de los champiñones. Después ha de venir un quinto observador que reconocerá la identidad de los caracteres generales y mostrará que esas propiedades tan diversas no constituyen en realidad más que variedades o subdivisiones de una misma clase. Cada uno tenía razón desde su punto de vista; no obstante, todos estaban errados cuando sacaron conclusiones de lo particular a lo general, y cuando tomaban la parte por el todo.

Sucede de este modo en lo que atañe a los Espíritus. Se los ha juzgado según la naturaleza de las relaciones que se han entablado con los mismos, de donde unos hicieron de ellos demonios y otros, ángeles. Luego tuvieron prisa en explicar los fenómenos antes de haber visto todo, y cada uno lo hizo a su manera, buscando muy naturalmente las causas en lo que era el objeto de sus preocupaciones: el magnetista relacionó todo con la acción magnética; el físico, con la acción eléctrica, etc. Por lo tanto, la divergencia de opiniones en materia de Espiritismo viene de los diferentes aspectos bajo los cuales se lo considera. ¿De qué lado está la verdad? Es lo que el futuro demostrará; pero la tendencia general no podría ser dudosa; evidentemente, un principio domina y poco a poco reúne a los sistemas prematuros; una observación menos exclusiva los unirá a todos a una fuente común, y pronto se verá que, en definitivo, la divergencia está más en lo accesorio que en lo principal.

Se comprende muy bien que los hombres erijan teorías contrarias sobre las cosas; pero lo que puede parecer más singular, es que los propios Espíritus puedan contradecirse; sobre todo ha sido esto lo que desde el comienzo ha arrojado una especie de confusión en las ideas. Por lo tanto, las diferentes teorías espíritas tienen dos fuentes: unas que nacen de los cerebros humanos; otras que son dadas por los Espíritus. Las primeras emanan de hombres que, demasiado confiantes en sus propias luces, creen tener en mano la llave de aquello que buscan, mientras que la mayoría de las veces sólo han encontrado una ganzúa. Esto nada tiene de sorprendente; pero que entre los Espíritus, unos digan blanco y otros negro, he aquí lo que parecía menos concebible, y que hoy es perfectamente explicado. Al principio, se ha hecho una idea completamente falsa de la naturaleza de los Espíritus. Se los ha imaginado como seres aparte, de una naturaleza excepcional, no teniendo nada en común con la materia, y debiendo saberlo todo. Según opiniones personales, eran seres benéficos o maléficos, teniendo unos todas las virtudes, otros todos los vicios y todos, en general, un conocimiento infinito, superior al de la Humanidad. Con la noticia de las recientes manifestaciones, el primer pensamiento que ha venido a la mayoría ha sido el de ver en eso un medio de penetrar todas las cosas ocultas, un nuevo modo de adivinación menos sujeto a la duda que los procedimientos vulgares. ¡Quién podría decir el número de los que han soñado con una fortuna fácil por la revelación de tesoros ocultos, por los descubrimientos industriales o científicos que no habrían costado a los inventores más que el trabajo de escribirlos bajo el dictado de los eruditos del otro mundo! ¡Sabe Dios cuántos desengaños y decepciones! ¡Cuántas presuntas recetas –unas más ridículas que las otras– han sido dadas por los burlones del mundo invisible! Conocemos a alguien que había pedido un procedimiento infalible para teñir los cabellos; le fue dada la fórmula de una composición: una especie de cera que hizo de su cabellera una masa compacta, de la cual la persona tuvo todas las dificultades del mundo para librarse. Todas esas esperanzas quiméricas tuvieron que desvanecerse a medida que mejor se conoció la naturaleza de ese mundo y el objetivo real de las visitas que nos hacen sus habitantes. Pero entonces, para mucha gente, ¿cuál era el valor de esos Espíritus que, incluso, ni tenían el poder de proporcionar algunos pequeños millones sin hacer nada? Ésos no podrían ser Espíritus. A esta fiebre pasajera ha seguido la indiferencia, y después, entre algunos, la incredulidad. ¡Oh! ¡Cuántos prosélitos habrían hecho los Espíritus si hubiesen podido hacer el bien mientras los demás dormían! Hasta hubieran adorado al propio diablo si éste les hubiese sacudido su bolsa de dinero.

Al lado de esos soñadores se encuentran personas serias que han visto en esos fenómenos algo más que lo vulgar; ellas han observado atentamente, han sondado los recovecos de ese mundo misterioso y fácilmente han reconocido en esos hechos extraños –si no nuevos– un objetivo providencial del orden más elevado. Todo cambió de aspecto cuando se supo que esos mismos Espíritus no son otros sino aquellos que han vivido en la Tierra, y cuyo número iremos engrosar después de nuestra muerte; que sólo han dejado en este mundo su envoltura grosera, como la oruga deja su crisálida para transformarse en mariposa. No pudimos dudar cuando vimos a nuestros parientes, a nuestros amigos, a nuestros contemporáneos venir a conversar con nosotros y darnos pruebas irrecusables de su presencia y de su identidad. Considerando las variedades tan numerosas que presenta la Humanidad desde el doble punto de vista intelectual y moral, y la multitud que a cada día emigra de la Tierra hacia el mundo invisible, repugna a la razón creer que el estúpido samoyedo, el feroz caníbal y el vil criminal experimenten con la muerte una transformación que los ponga al nivel del sabio y del hombre de bien. Por lo tanto, se comprendió que podía y debía haber Espíritus más o menos avanzados, y desde entonces se han explicado muy naturalmente esas comunicaciones tan diferentes, de las cuales unas se elevan hasta lo sublime, mientras otras se arrastran en la grosería. Esto se ha comprendido aún mejor cuando se dejó de creer que nuestro pequeño grano de arena perdido en el espacio era el único habitado entre tantos millones de globos semejantes; cuando se supo que el mismo, en el Universo, no ocupa sino una posición intermediaria, vecina del más bajo escalón; que, por consecuencia, había seres más adelantados que los más adelantados entre nosotros, y otros aún más atrasados que nuestros salvajes. Desde entonces el horizonte intelectual y moral se ha ampliado, como lo ha hecho nuestro horizonte terrestre cuando fueron descubiertas la cuarta y la quinta parte del mundo; al mismo tiempo, el poder y la majestad de Dios se han engrandecido a nuestros ojos, de lo finito a lo infinito. Desde entonces también se han explicado las contradicciones del lenguaje de los Espíritus, porque se ha comprendido que seres inferiores en todos los puntos no podían pensar ni hablar como seres superiores; que, por consecuencia, ellos no podían saberlo todo ni comprenderlo todo, y que Dios debería reservar solamente a sus elegidos el conocimiento de los misterios a los cuales la ignorancia no podría alcanzar.

La escala espírita, trazada por los propios Espíritus y según la observación de los hechos, nos da, por lo tanto, la clave de todas las anomalías aparentes del lenguaje de los Espíritus. Por hábito, es necesario llegar a conocerlos –por así decirlo– a primera vista, y poderles asignar su clase según la naturaleza de sus manifestaciones; es preciso, en caso de necesidad, poder decirle a uno que es mentiroso, a otro que es hipócrita, a éste que es malo, a aquél que es jocoso, etc., sin dejarse llevar por su arrogancia, ni por sus fanfarronadas, ni por sus amenazas, ni por sus sofismas, ni siquiera por sus halagos; éste es el medio de alejar a esa turba que pulula sin cesar a nuestro alrededor, y que se aparta cuando sabemos atraer a nosotros los Espíritus verdaderamente buenos y serios, así como lo hacemos con respecto a los vivos. ¿Estarán esos seres ínfimos siempre consagrados a la ignorancia y al mal? No, porque esta parcialidad no estaría de acuerdo con la justicia ni con la bondad del Creador, que ha provisto la existencia y el bienestar hasta del menor insecto. Es por una sucesión de existencias que ellos se elevan y se aproximan a Él, a medida que se mejoran. Esos Espíritus inferiores no conocen a Dios sino de nombre; no Lo ven y no Lo comprenden, al igual que el último de los campesinos –en el fondo de su brezal– no ve y no comprende al soberano que gobierna el país en el que habita.

Si se estudia con cuidado el carácter propio de cada una de las clases de Espíritus, fácilmente se concebirá que hay algunos que son incapaces de proporcionarnos informaciones exactas sobre el estado de su mundo. Además de esto, si se considera que existen los que, por su naturaleza, son ligeros, mentirosos, burlones, malévolos, y que incluso otros están imbuidos de ideas y de prejuicios terrestres, se ha de comprender que, en sus relaciones con nosotros, ellos pueden divertirse a nuestras expensas, inducirnos conscientemente al error por malicia, afirmar lo que no saben, darnos pérfidos consejos, o hasta engañarse de buena fe al juzgar las cosas desde su punto de vista. Citemos una comparación.

Supongamos que una colonia de habitantes de la Tierra encuentre, un bello día, el medio de ir a establecerse en la Luna; supongamos que esta colonia esté compuesta por diversos elementos de la población de nuestro globo, desde el europeo más civilizado hasta el salvaje australiano. Sin duda, he aquí a los habitantes de la Luna con gran sobresalto y deslumbrados por poder obtener de sus nuevos huéspedes informaciones precisas sobre nuestro planeta, que algunos suponían habitado, pero sin tener la certeza, porque entre ellos hay indudablemente personas que también se creen los únicos seres del Universo. Se dirigen a los recién llegados, los cuales son interrogados, y ya los estudiosos se preparan para publicar la historia física y moral de la Tierra. ¿Cómo no sería esta historia auténtica, puesto que van a obtenerla de testigos oculares? Uno de ellos recibe en su casa a un zelandés que le informa que en la Tierra es un festín comer hombres, y que Dios lo permite, puesto que se sacrifica a las víctimas en su honor. En casa de otro está un filósofo moralista que le habla de Aristóteles y de Platón, y le dice que la antropofagia es una abominación condenada por todas las leyes divinas y humanas. Aquí está un musulmán que no come hombres, pero que dice lograr su salvación matando la mayor cantidad posible de cristianos; allí está un cristiano que dice que Mahoma es un impostor; más allá se encuentra un chino que trata a todos los otros como bárbaros, diciendo que cuando se tienen demasiados hijos, Dios permite arrojarlos al río; un vividor pinta el cuadro de los deleites de la vida disoluta de las capitales; un anacoreta predica la abstinencia y las mortificaciones; un faquir hindú lastima su cuerpo y, para abrir las puertas del cielo, se impone durante años sufrimientos tales que las privaciones de nuestros más piadosos cenobitas son una sensualidad. Luego viene un bachiller que dice que es la Tierra que gira y no el Sol; un campesino dice que el bachiller es un mentiroso, porque él ve claramente al Sol salir y ponerse; un habitante de Senegambia dice que hace mucho calor; un esquimal, que el mar es una planicie de hielo y que solamente se viaja en trineo. La política no se queda atrás: unos elogian el régimen absolutista; otros la libertad; éste dice que la esclavitud es contraria a la Naturaleza, y que todos los hombres son hermanos al ser hijos de Dios; aquél, que las razas fueron hechas para la esclavitud y que son mucho más felices que en el estado libre, etc. Creo que los escritores selenitas estarán bien confundidos para componer una historia física, política, moral y religiosa del mundo terrestre con semejantes documentos. «Tal vez, piensen algunos, encontremos más unidad entre los profesionales; interroguemos a ese grupo de doctores». Ahora bien, uno de ellos, médico de la Facultad de París –centro de luces– dice que todas las enfermedades tienen por principio la sangre viciada y que, por esto, es necesario renovarla, realizando sangrías en todos los casos. «Estáis en un error, mi ilustrado colega, replica el segundo: el hombre nunca tiene demasiada sangre; sacársela es sacarle la vida; estoy de acuerdo que la sangre esté viciada; pero ¿qué se hace cuando un vaso está sucio? No se lo quiebra, se lo lava; entonces, purgad, purgad y purgad hasta la extinción del mal». Un tercero toma la palabra: «–Señores, con vuestras sangrías matáis a vuestros enfermos; vos, con vuestros purgantes, los envenenáis; la Naturaleza es más sabia que todos nosotros; dejémosla obrar y esperemos». –Eso es, replican los dos primeros, si nosotros matamos a nuestros pacientes, vos los dejáis morir. La disputa comenzaba a subir de tono cuando un cuarto, llevando aparte a un selenita, le dijo: «No los escuchéis, son todos ignorantes; realmente no sé por qué están en la Academia. Acompañad mi razonamiento: todo enfermo está débil; por lo tanto, existe un debilitamiento de los órganos; esto es lógica pura o yo no me conozco; por lo tanto, es preciso tonificarlo; para eso solamente hay un remedio: agua fría, agua fría y de esto no me aparto. – ¿Curáis a todos vuestros enfermos? –Siempre que la enfermedad no sea mortal. –Con este procedimiento tan infalible, ¿estáis sin duda en la Academia? –He sido candidato por tres veces. ¡Pues bien! ¿Lo creéis? Ellos siempre me han rechazado, esos supuestos sabios, porque se dieron cuenta que yo los habría pulverizado con mi agua fría. –Sr. selenita, dijo un nuevo interlocutor apartándolo hacia el otro lado: vivimos en una atmósfera de electricidad; la electricidad es el verdadero principio de la vida; debemos aumentarla cuando es poca y disminuirla cuando es demasiada; neutralizar los fluidos contrarios unos por los otros: he aquí todo el secreto. Con mis aparatos hago maravillas: ¡leed mis anuncios y veréis!» * –No terminaríamos más si quisiésemos narrar todas las teorías contrarias que sucesivamente fueron preconizadas sobre todas las ramas del conocimiento humano, sin exceptuar a las Ciencias exactas; pero es, sobre todo, en las Ciencias metafísicas que el campo fue abierto a las doctrinas más contradictorias. Entretanto, un hombre de espíritu y de juicio (¿por qué no los habría en la Luna?) compara todos esos relatos incoherentes y saca esta conclusión muy lógica: que en la Tierra existen países de clima cálido y otros de clima frío; que en ciertas regiones los hombres se comen entre sí; que en otras matan a aquellos que no piensan como ellos, y todo para la mayor gloria de su divinidad; en fin, que cada uno habla según sus conocimientos y elogia las cosas desde el punto de vista de sus pasiones y de sus intereses. En definitiva, ¿qué creerá él de preferencia? Por el lenguaje reconocerá, sin dificultad, al verdadero sabio del ignorante; al hombre serio del hombre ligero; al que tiene juicio del que razona en falso; no ha de confundir los buenos con los malos sentimientos, la elevación con la bajeza, el bien con el mal, y se dirá: «Debo escuchar todo, entender todo, porque en el relato –incluso en el del más ignorante– puedo aprender algo; pero mi estima y mi confianza sólo serán adquiridas por aquellos que se muestren dignos de las mismas». Si esta colonia terrena quiere implantar sus usos y costumbres en su nueva patria, los estudiosos rechazarán los consejos que les parezcan perniciosos y seguirán los que sean más esclarecidos, en los cuales no vean falsedad, ni mentiras, sino –al contrario– donde reconozcan el sincero amor al bien. ¿Haríamos de otro modo si una colonia de selenitas llegase a la Tierra? ¡Pues bien! Lo que es dado aquí como una suposición es una realidad con respecto a los Espíritus que, si no vienen hasta nosotros en carne y hueso, no están menos presentes de una manera oculta, y nos transmiten sus pensamientos por sus intérpretes, es decir, a través de los médiums. Cuando se aprenda a conocerlos, han de ser juzgados por su lenguaje, por sus principios, y sus contradicciones no tendrán nada más que deba sorprendernos, porque vemos que unos saben lo que otros ignoran; que algunos están ubicados muy abajo, o son todavía demasiado materiales como para comprender y apreciar las cosas de un orden elevado; tal es el hombre que, al pie de la montaña, sólo ve algunos pasos a su alrededor, mientras que el que está en la cima descubre un horizonte sin límites.

Por lo tanto, la primera fuente de contradicciones está en el grado de desarrollo intelectual y moral de los Espíritus; pero también está en otras sobre las cuales es útil llamar la atención.

Se dirá que pasamos por alto la cuestión de los Espíritus inferiores; ya que ellos se encuentran en ese nivel, se comprende que puedan equivocarse por ignorancia; pero ¿cómo se explica que Espíritus superiores estén en disidencia? ¿Cómo es que tienen en un lugar un lenguaje diferente del que tienen en otro? En fin, ¿cómo se entiende que el mismo Espíritu no siempre está de acuerdo consigo mismo?

La respuesta a esta pregunta reposa en el conocimiento completo de la ciencia espírita, y esta ciencia no puede enseñarse en algunas palabras, porque es tan vasta como todas las Ciencias filosóficas. Como todas las otras ramas del conocimiento humano, solamente puede ser adquirida a través del estudio y de la observación. No podemos repetir aquí todo lo que hemos publicado sobre este tema; por lo tanto, remitimos a nuestros lectores al mismo, limitándonos a un simple resumen. Todas esas dificultades desaparecen para aquellos que, en este terreno, echan una mirada investigadora y sin prevenciones.

Los hechos prueban que los Espíritus embusteros no tienen escrúpulos en ostentar nombres venerables, a fin de dar mejor crédito a sus torpezas, lo que también sucede algunas veces entre nosotros. Porque un Espíritu se presente con un nombre cualquier, esto no es razón para que sea realmente él quien pretenda ser; pero hay, en el lenguaje de los Espíritus serios, un sello de dignidad con el cual no podríamos equivocarnos: éste sólo refleja bondad y benevolencia, y nunca se desmiente. Al contrario, el de los Espíritus impostores, por el barniz que presentan, siempre dejan trasparecer – como vulgarmente se dice– sus verdaderas intenciones. Por lo tanto, nada hay de sorprendente que, bajo nombres usurpados, Espíritus inferiores enseñen cosas disparatadas. Corresponde al observador buscar conocer la verdad, y puede hacerlo sin dificultad desde que consienta en compenetrarse de lo que hemos dicho al respecto en nuestras Instrucciones Prácticas (hoy El Libro de los Médiums).

En general, esos mismos Espíritus halagan los gustos y las inclinaciones de las personas cuyo carácter saben bastante débil y bastante crédulo como para escucharlos; se hacen eco de sus prejuicios e incluso de sus ideas supersticiosas, y esto por una razón muy simple: es que los Espíritus son atraídos por su simpatía por el Espíritu de las personas que los llaman o que los escuchan con placer.

En cuanto a los Espíritus serios, igualmente pueden tener un lenguaje diferente según las personas, pero esto con otro objetivo. Cuando lo juzgan útil y para mejor convencer, evitan chocar muy bruscamente las creencias arraigadas y se expresan según la época, los lugares y las personas. «Es por eso que –nos dicen– no hablaremos a un chino o a un mahometano como a un cristiano o a un hombre civilizado, porque no seríamos escuchados. Por lo tanto, podemos a veces parecer estar de acuerdo con la manera de ver de las personas, para poco a poco conducirlas a lo que deseamos, siempre que esto pueda hacerse sin alterar las verdades esenciales». ¿No es evidente que si un Espíritu quiere llevar a un musulmán fanático a practicar la sublime máxima del Evangelio: «No hagáis a los otros lo que no quisierais que se os haga», sería rechazado si dijese que es Jesús que la ha enseñado? Ahora bien, ¿qué vale más: dejar a un musulmán en su fanatismo o volverlo bueno, permitiéndole momentáneamente creer que ha sido Alá que le ha hablado? Éste es un problema cuya solución dejamos al juicio del lector. En cuanto a nosotros, nos parece que volviéndolo más dúctil y más humano, él será menos fanático y más accesible a la idea de una nueva creencia que si se la quisiésemos imponer a la fuerza. Existen verdades que, para ser aceptadas, no pueden ser echadas en cara sin miramientos. ¡Cuántos males habrían evitado los hombres si hubiesen siempre obrado así!

Como se ve, los Espíritus también hacen uso de precauciones oratorias; pero, en este caso, la divergencia está en lo accesorio y no en lo principal. Conducir a los hombres al bien, destruir el egoísmo, el orgullo, el odio, la envidia, los celos, enseñándoles a practicar la verdadera caridad cristiana, es para ellos lo esencial: el resto vendrá a su debido tiempo, y cuando son Espíritus verdaderamente buenos y superiores predican ya sea con el ejemplo como con las palabras; en ellos todo refleja dulzura y benevolencia. La irritación, la violencia, la aspereza y la dureza de lenguaje, aun cuando fuesen para decir cosas buenas, nunca son una señal de superioridad real. Los Espíritus verdaderamente buenos jamás se enfadan ni se encolerizan: si no son escuchados, se van; he aquí todo.

Existen todavía dos causas de contradicciones aparentes que no debemos pasar por alto. Como lo hemos dicho en varias ocasiones, los Espíritus inferiores dicen todo lo que quieren, sin preocuparse con la verdad; los Espíritus superiores se callan o se rehúsan a responder cuando se les hace una pregunta indiscreta o cuando sobre la cual no les es permitido explayarse. «En este caso – nos han dicho ellos– nunca insistáis, porque entonces son los Espíritus ligeros los que responden y los que os engañan; vosotros creéis que somos nosotros y podéis pensar que nos contradecimos. Los Espíritus serios jamás se contradicen; su lenguaje es siempre el mismo con las mismas personas. Si uno de ellos dice cosas contrarias bajo un mismo nombre, estad seguros que no es el mismo Espíritu que habla o, al menos, que no es un Espíritu bueno. Reconoceréis al bueno por los principios que enseña, porque todo Espíritu que no enseña el bien no es un Espíritu bueno, y debéis repelerlo».

Al querer decir la misma cosa en dos lugares diferentes, el mismo Espíritu no se servirá literalmente de las mismas palabras: para él el pensamiento lo es todo; pero el hombre, infelizmente, es más llevado a prenderse a la forma que al fondo; es esa forma que a menudo él interpreta a merced de sus ideas y de sus pasiones, y de esta interpretación pueden nacer contradicciones aparentes que también tienen su fuente en la insuficiencia del lenguaje humano para expresar las cosas extrahumanas. Estudiemos el fondo, escrutemos el pensamiento íntimo y muy frecuentemente veremos que existe analogía donde un examen superficial nos hacía ver un disparate.

Por lo tanto, las causas de las contradicciones en el lenguaje de los Espíritus pueden resumirse así:

1º) El grado de ignorancia o de saber de los Espíritus a los cuales uno se dirige;

2°) La superchería de los Espíritus inferiores que, al tomar nombres supuestos, pueden decir –ya sea por malicia, ignorancia o maldad– lo contrario de lo que en otros lugares ha dicho el Espíritu cuyo nombre han usurpado;

3°) Los defectos personales del médium, que pueden influir en la pureza de las comunicaciones, alterar o tergiversar el pensamiento del Espíritu;

4°) La insistencia en obtener una respuesta que un Espíritu se rehúsa a dar y que entonces es dada por un Espíritu inferior;

5°) La voluntad del propio Espíritu, que habla según el momento, los lugares y las personas, y que puede juzgar útil no decir todo;

6°) La insuficiencia del lenguaje humano para expresar las cosas del mundo incorpóreo;

7°) La interpretación que cada uno puede dar de una palabra o de una explicación, según sus ideas, sus prejuicios o desde el punto de vista con el cual encare la cuestión.

Éstas son otras tantas dificultades, de las cuales sólo se triunfa a través de un estudio extenso y asiduo; también nunca hemos dicho que la ciencia espírita fuese una ciencia fácil. El observador serio que profundiza todas las cosas con madurez, paciencia y perseverancia, percibe una multitud de delicados matices que escapan al observador superficial. Son por esos detalles íntimos que él se inicia en los secretos de esta ciencia. La experiencia enseña a conocer a los Espíritus, como enseña a conocer a los hombres. Acabamos de considerar las contradicciones desde el punto de vista general. En otros artículos 196 trataremos los puntos especiales más importantes.

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* El lector ha de comprender que nuestra crítica no se dirige sino a las exageraciones en todas las cosas. En todo existe algo de bueno; el error está en el exclusivismo que el sabio juicioso sabe siempre evitar. Hemos tenido cuidado de no confundir a los verdaderos sabios – de los cuales la Humanidad se honra a justo título – con aquellos que explotan sus ideas sin discernimiento; es de éstos que queremos hablar. Nuestro objetivo es únicamente demostrar que la propia Ciencia oficial no está exenta de contradicciones. [Nota de Allan Kardec.]