Las contradicciones que muy frecuentemente se encuentran en el
lenguaje de los Espíritus, incluso en cuestiones esenciales, han sido
hasta hoy –para algunas personas– una causa de incertidumbre sobre
el real valor de sus comunicaciones, circunstancia de la que los
adversarios no han dejado de sacar partido. En efecto, a primera
vista esas contradicciones parecen ser uno de los principales escollos
de la ciencia espírita. Veamos si ellas tienen la importancia que se
les atribuye.
Al principio preguntaremos: ¿qué Ciencia, en sus comienzos, no
ha presentado semejantes anomalías? ¿Qué estudioso, en sus
investigaciones, no ha sido varias veces confundido por hechos que
parecían derogar las reglas establecidas? La Botánica, la Zoología,
la Fisiología, la Medicina y hasta nuestra propia lengua ¿no nos
ofrecen de esto millares de ejemplos? Y sus bases, ¿no desafían
cualquier contradicción? Es comparando los hechos, observando las
analogías y las diferencias que poco a poco se llegan a establecer las
reglas, las clasificaciones, los principios: en una palabra, a constituir
la Ciencia. Ahora bien, el Espiritismo apenas está despuntando; por
lo tanto, no es sorprendente que se sujete a la ley común hasta que
su estudio esté completo; solamente entonces se reconocerá que
aquí, como en todas las cosas, la excepción casi siempre viene a
confirmar la regla.
Además, los Espíritus siempre nos han dicho 193 que no nos
inquietemos con algunas de esas divergencias, y que en poco tiempo
todo el mundo sería llevado a la unidad en la creencia. En efecto,
esta predicción se cumple a cada día a medida que se penetra
profundamente en las causas de esos fenómenos misteriosos, y
conforme los hechos son mejor observados. Ya las disidencias que
han surgido en el origen tienden evidentemente a debilitarse; incluso
se puede decir que ahora ellas no son más que el resultado de
opiniones personales aisladas.
Aunque el Espiritismo esté en la Naturaleza y haya sido conocido
y practicado desde la más alta antigüedad, se constata que en
ninguna otra época ha sido tan universalmente difundido como en
nuestros días. Es que en otros tiempos sólo hacían de Él un estudio
misterioso en el cual el vulgo no era iniciado; se ha conservado por
una tradición que las vicisitudes de la Humanidad y la falta de
medios de transmisión han debilitado insensiblemente. Los
fenómenos espontáneos –que no dejaron de producirse de vez en
cuando– han pasado inadvertidos o fueron interpretados según los
prejuicios y la ignorancia de las épocas, o han sido explotados en
provecho de tal o cual creencia. Estaba reservado a nuestro siglo,
donde el progreso recibe un empuje incesante, sacar a luz a una
ciencia que existía, por así decirlo, en estado latente. Sólo ha sido
hace pocos años que los fenómenos fueron seriamente observados;
por lo tanto, el Espiritismo es en realidad una ciencia nueva que
poco a poco se implanta en el espíritu de las masas, esperando
ocupar una posición oficial. Al principio, esta ciencia ha parecido
muy simple; para las personas superficiales, no consistía sino en el
arte de hacer girar a las mesas; pero una observación más atenta
demostró que era, por sus ramificaciones y por sus consecuencias,
mucho más compleja de lo que se había sospechado. Las mesas
giratorias son como la manzana de Newton que, en su caída,
encierra el sistema del mundo.
Sucedió con el Espiritismo lo que sucede en el comienzo de todas
las cosas: los primeros no han podido ver todo; cada uno ha visto
por su lado y se ha apresurado en anunciar sus impresiones desde su
punto de vista, según sus ideas o sus prevenciones. Ahora bien, ¿no
se sabe que, según el medio, el mismo objeto puede parecerle a uno
caliente, mientras que otro lo encontrará frío?
Tomemos, aún, otra comparación en las cosas vulgares o incluso
triviales, a fin de hacernos comprender mejor.
Últimamente se leía en varios periódicos: «El champiñón es uno
de los productos más raros; delicioso o mortal, microscópico o de
una dimensión fenomenal, confunde sin cesar la observación del
botánico. En el túnel de Doncaster hay un champiñón que se
desarrolla desde hace doce meses y que no parece haber alcanzado
su última fase de crecimiento. Actualmente mide quince pies de
diámetro. Ha llegado sobre un pedazo de madera; se lo considera
como el más bello espécimen de champiñón que haya existido. Su
clasificación es difícil, porque las opiniones están divididas». De
esta manera, he aquí la Ciencia confundida por la llegada de un
champiñón que se presenta bajo un nuevo aspecto. Este hecho ha
provocado en nosotros la siguiente reflexión. Supongamos a varios
naturalistas observando, cada uno por su lado, una variedad de ese
vegetal: uno dirá que el champiñón es una criptógama comestible
procurada por los gastrónomos; el segundo dirá que es venenoso; el
tercero, que esto es invisible a simple vista; el cuarto, que puede
alcanzar hasta cuarenta y cinco pies de circunferencia, etc.; en
primer lugar, todas estas afirmaciones son contradictorias y poco
propias como para establecer ideas sobre la verdadera naturaleza de
los champiñones. Después ha de venir un quinto observador que
reconocerá la identidad de los caracteres generales y mostrará que
esas propiedades tan diversas no constituyen en realidad más que
variedades o subdivisiones de una misma clase. Cada uno tenía
razón desde su punto de vista; no obstante, todos estaban errados
cuando sacaron conclusiones de lo particular a lo general, y cuando
tomaban la parte por el todo.
Sucede de este modo en lo que atañe a los Espíritus. Se los ha
juzgado según la naturaleza de las relaciones que se han entablado
con los mismos, de donde unos hicieron de ellos demonios y otros,
ángeles. Luego tuvieron prisa en explicar los fenómenos antes de
haber visto todo, y cada uno lo hizo a su manera, buscando muy
naturalmente las causas en lo que era el objeto de sus
preocupaciones: el magnetista relacionó todo con la acción
magnética; el físico, con la acción eléctrica, etc. Por lo tanto, la
divergencia de opiniones en materia de Espiritismo viene de los
diferentes aspectos bajo los cuales se lo considera. ¿De qué lado está
la verdad? Es lo que el futuro demostrará; pero la tendencia general
no podría ser dudosa; evidentemente, un principio domina y poco a
poco reúne a los sistemas prematuros; una observación menos
exclusiva los unirá a todos a una fuente común, y pronto se verá que,
en definitivo, la divergencia está más en lo accesorio que en lo
principal.
Se comprende muy bien que los hombres erijan teorías contrarias
sobre las cosas; pero lo que puede parecer más singular, es que los
propios Espíritus puedan contradecirse; sobre todo ha sido esto lo
que desde el comienzo ha arrojado una especie de confusión en las
ideas. Por lo tanto, las diferentes teorías espíritas tienen dos fuentes:
unas que nacen de los cerebros humanos; otras que son dadas por los
Espíritus. Las primeras emanan de hombres que, demasiado
confiantes en sus propias luces, creen tener en mano la llave de
aquello que buscan, mientras que la mayoría de las veces sólo han
encontrado una ganzúa. Esto nada tiene de sorprendente; pero que
entre los Espíritus, unos digan blanco y otros negro, he aquí lo que
parecía menos concebible, y que hoy es perfectamente explicado. Al
principio, se ha hecho una idea completamente falsa de la naturaleza
de los Espíritus. Se los ha imaginado como seres aparte, de una
naturaleza excepcional, no teniendo nada en común con la materia, y
debiendo saberlo todo. Según opiniones personales, eran seres
benéficos o maléficos, teniendo unos todas las virtudes, otros todos
los vicios y todos, en general, un conocimiento infinito, superior al
de la Humanidad. Con la noticia de las recientes manifestaciones, el
primer pensamiento que ha venido a la mayoría ha sido el de ver en
eso un medio de penetrar todas las cosas ocultas, un nuevo modo de
adivinación menos sujeto a la duda que los procedimientos vulgares.
¡Quién podría decir el número de los que han soñado con una
fortuna fácil por la revelación de tesoros ocultos, por los
descubrimientos industriales o científicos que no habrían costado a
los inventores más que el trabajo de escribirlos bajo el dictado de los
eruditos del otro mundo! ¡Sabe Dios cuántos desengaños y
decepciones! ¡Cuántas presuntas recetas –unas más ridículas que las
otras– han sido dadas por los burlones del mundo invisible!
Conocemos a alguien que había pedido un procedimiento infalible
para teñir los cabellos; le fue dada la fórmula de una composición:
una especie de cera que hizo de su cabellera una masa compacta, de
la cual la persona tuvo todas las dificultades del mundo para librarse.
Todas esas esperanzas quiméricas tuvieron que desvanecerse a
medida que mejor se conoció la naturaleza de ese mundo y el
objetivo real de las visitas que nos hacen sus habitantes. Pero
entonces, para mucha gente, ¿cuál era el valor de esos Espíritus que,
incluso, ni tenían el poder de proporcionar algunos pequeños
millones sin hacer nada? Ésos no podrían ser Espíritus. A esta fiebre
pasajera ha seguido la indiferencia, y después, entre algunos, la
incredulidad. ¡Oh! ¡Cuántos prosélitos habrían hecho los Espíritus si
hubiesen podido hacer el bien mientras los demás dormían! Hasta
hubieran adorado al propio diablo si éste les hubiese sacudido su
bolsa de dinero.
Al lado de esos soñadores se encuentran personas serias que han
visto en esos fenómenos algo más que lo vulgar; ellas han observado
atentamente, han sondado los recovecos de ese mundo misterioso y
fácilmente han reconocido en esos hechos extraños –si no nuevos–
un objetivo providencial del orden más elevado. Todo cambió de
aspecto cuando se supo que esos mismos Espíritus no son otros sino
aquellos que han vivido en la Tierra, y cuyo número iremos engrosar
después de nuestra muerte; que sólo han dejado en este mundo su
envoltura grosera, como la oruga deja su crisálida para transformarse
en mariposa. No pudimos dudar cuando vimos a nuestros parientes,
a nuestros amigos, a nuestros contemporáneos venir a conversar con
nosotros y darnos pruebas irrecusables de su presencia y de su
identidad. Considerando las variedades tan numerosas que presenta
la Humanidad desde el doble punto de vista intelectual y moral, y la
multitud que a cada día emigra de la Tierra hacia el mundo invisible,
repugna a la razón creer que el estúpido samoyedo, el feroz caníbal
y el vil criminal experimenten con la muerte una transformación que
los ponga al nivel del sabio y del hombre de bien. Por lo tanto, se
comprendió que podía y debía haber Espíritus más o menos
avanzados, y desde entonces se han explicado muy naturalmente
esas comunicaciones tan diferentes, de las cuales unas se elevan
hasta lo sublime, mientras otras se arrastran en la grosería. Esto se
ha comprendido aún mejor cuando se dejó de creer que nuestro
pequeño grano de arena perdido en el espacio era el único habitado
entre tantos millones de globos
semejantes; cuando se supo que el mismo, en el Universo, no ocupa
sino una posición intermediaria, vecina del más bajo escalón; que,
por consecuencia, había seres más adelantados que los más
adelantados entre nosotros, y otros aún más atrasados que nuestros
salvajes. Desde entonces el horizonte intelectual y moral se ha
ampliado, como lo ha hecho nuestro horizonte terrestre cuando
fueron descubiertas la cuarta y la quinta parte del mundo; al mismo
tiempo, el poder y la majestad de Dios se han engrandecido a
nuestros ojos, de lo finito a lo infinito. Desde entonces también se
han explicado las contradicciones del lenguaje de los Espíritus,
porque se ha comprendido que seres inferiores en todos los puntos
no podían pensar ni hablar como seres superiores; que, por
consecuencia, ellos no podían saberlo todo ni comprenderlo todo, y
que Dios debería reservar solamente a sus elegidos el conocimiento
de los misterios a los cuales la ignorancia no podría alcanzar.
La escala espírita, trazada por los propios Espíritus y según la
observación de los hechos, nos da, por lo tanto, la clave de todas las
anomalías aparentes del lenguaje de los Espíritus. Por hábito, es
necesario llegar a conocerlos –por así decirlo– a primera vista, y
poderles asignar su clase según la naturaleza de sus manifestaciones;
es preciso, en caso de necesidad, poder decirle a uno que es
mentiroso, a otro que es hipócrita, a éste que es malo, a aquél que es
jocoso, etc., sin dejarse llevar por su arrogancia, ni por sus
fanfarronadas, ni por sus amenazas, ni por sus sofismas, ni siquiera
por sus halagos; éste es el medio de alejar a esa turba que pulula sin
cesar a nuestro alrededor, y que se aparta cuando sabemos atraer a
nosotros los Espíritus verdaderamente buenos y serios, así como lo
hacemos con respecto a los vivos. ¿Estarán esos seres ínfimos
siempre consagrados a la ignorancia y al mal? No, porque esta
parcialidad no estaría de acuerdo con la justicia ni con la bondad del
Creador, que ha provisto la existencia y el bienestar hasta del menor
insecto. Es por una sucesión de existencias que ellos se elevan y se
aproximan a Él, a medida que se mejoran. Esos Espíritus inferiores
no conocen a Dios sino de nombre; no Lo ven y no Lo comprenden,
al igual que el último de los campesinos –en el fondo de su brezal–
no ve y no comprende al soberano que gobierna el país en el que
habita.
Si se estudia con cuidado el carácter propio de cada una de las
clases de Espíritus, fácilmente se concebirá que hay algunos que son
incapaces de proporcionarnos informaciones exactas sobre el estado
de su mundo. Además de esto, si se considera que existen los que,
por su naturaleza, son ligeros, mentirosos, burlones, malévolos, y
que incluso otros están imbuidos de ideas y de prejuicios terrestres,
se ha de comprender que, en sus relaciones con nosotros, ellos
pueden divertirse a nuestras expensas, inducirnos conscientemente al
error por malicia, afirmar lo que no saben, darnos pérfidos consejos,
o hasta
engañarse de buena fe al juzgar las cosas desde su punto de vista.
Citemos una comparación.
Supongamos que una colonia de habitantes de la Tierra encuentre,
un bello día, el medio de ir a establecerse en la Luna; supongamos
que esta colonia esté compuesta por diversos elementos de la
población de nuestro globo, desde el europeo más civilizado hasta el
salvaje australiano. Sin duda, he aquí a los habitantes de la Luna con
gran sobresalto y deslumbrados por poder obtener de sus nuevos
huéspedes informaciones precisas sobre nuestro planeta, que algunos
suponían habitado, pero sin tener la certeza, porque entre ellos hay
indudablemente personas que también se creen los únicos seres del
Universo. Se dirigen a los recién llegados, los cuales son
interrogados, y ya los estudiosos se preparan para publicar la historia
física y moral de la Tierra. ¿Cómo no sería esta historia auténtica,
puesto que van a obtenerla de testigos oculares? Uno de ellos recibe
en su casa a un zelandés que le informa que en la Tierra es un festín
comer hombres, y que Dios lo permite, puesto que se sacrifica a las
víctimas en su honor. En casa de otro está un filósofo moralista que
le habla de Aristóteles y de Platón, y le dice que la antropofagia es
una abominación condenada por todas las leyes divinas y humanas.
Aquí está un musulmán que no come hombres, pero que dice lograr
su salvación matando la mayor cantidad posible de cristianos; allí
está un cristiano que dice que Mahoma es un impostor; más allá se
encuentra un chino que trata a todos los otros como bárbaros,
diciendo que cuando se tienen demasiados hijos, Dios permite
arrojarlos al río; un vividor pinta el cuadro de los deleites de la vida
disoluta de las capitales; un anacoreta predica la abstinencia y las
mortificaciones; un faquir hindú lastima su cuerpo y, para abrir las
puertas del cielo, se impone durante años sufrimientos tales que las
privaciones de nuestros más piadosos cenobitas son una sensualidad.
Luego viene un bachiller que dice que es la Tierra que gira y no el
Sol; un campesino dice que el bachiller es un mentiroso, porque él
ve claramente al Sol salir y ponerse; un habitante de Senegambia
dice que hace mucho calor; un esquimal, que el mar es una planicie
de hielo y que solamente se viaja en trineo. La política no se queda
atrás: unos elogian el régimen absolutista; otros la libertad; éste dice
que la esclavitud es contraria a la Naturaleza, y que todos los
hombres son hermanos al ser hijos de Dios; aquél, que las razas
fueron hechas para la esclavitud y que son mucho más felices que en
el estado libre, etc. Creo que los escritores selenitas estarán bien
confundidos para componer una historia física, política, moral y
religiosa del mundo terrestre con semejantes documentos. «Tal vez,
piensen algunos, encontremos más unidad entre los profesionales;
interroguemos a ese grupo de doctores». Ahora bien, uno de ellos,
médico de la Facultad de París –centro de luces– dice que todas las
enfermedades tienen por principio la sangre viciada y que, por esto,
es necesario renovarla, realizando sangrías en todos los casos. «Estáis en un
error, mi ilustrado colega, replica el segundo: el hombre nunca tiene
demasiada sangre; sacársela es sacarle la vida; estoy de acuerdo que
la sangre esté viciada; pero ¿qué se hace cuando un vaso está sucio?
No se lo quiebra, se lo lava; entonces, purgad, purgad y purgad hasta
la extinción del mal». Un tercero toma la palabra: «–Señores, con
vuestras sangrías matáis a vuestros enfermos; vos, con vuestros
purgantes, los envenenáis; la Naturaleza es más sabia que todos
nosotros; dejémosla obrar y esperemos». –Eso es, replican los dos
primeros, si nosotros matamos a nuestros pacientes, vos los dejáis
morir. La disputa comenzaba a subir de tono cuando un cuarto,
llevando aparte a un selenita, le dijo: «No los escuchéis, son todos
ignorantes; realmente no sé por qué están en la Academia.
Acompañad mi razonamiento: todo enfermo está débil; por lo tanto,
existe un debilitamiento de los órganos; esto es lógica pura o yo no
me conozco; por lo tanto, es preciso tonificarlo; para eso solamente
hay un remedio: agua fría, agua fría y de esto no me aparto. –
¿Curáis a todos vuestros enfermos? –Siempre que la enfermedad no
sea mortal. –Con este procedimiento tan infalible, ¿estáis sin duda
en la Academia? –He sido candidato por tres veces. ¡Pues bien! ¿Lo
creéis? Ellos siempre me han rechazado, esos supuestos sabios,
porque se dieron cuenta que yo los habría pulverizado con mi agua
fría. –Sr. selenita, dijo un nuevo interlocutor apartándolo hacia el
otro lado: vivimos en una atmósfera de electricidad; la electricidad
es el verdadero principio de la vida; debemos aumentarla cuando es
poca y disminuirla cuando es demasiada; neutralizar los fluidos
contrarios unos por los otros: he aquí todo el secreto. Con mis
aparatos hago maravillas: ¡leed mis anuncios y veréis!» * –No
terminaríamos más si quisiésemos narrar todas las teorías contrarias
que sucesivamente fueron preconizadas sobre todas las ramas del
conocimiento humano, sin exceptuar a las Ciencias exactas; pero es,
sobre todo, en las Ciencias metafísicas que el campo fue abierto a
las doctrinas más contradictorias. Entretanto, un hombre de espíritu
y de juicio (¿por qué no los habría en la Luna?) compara todos esos
relatos incoherentes y saca esta conclusión muy lógica: que en la
Tierra existen países de clima cálido y otros de clima frío; que en
ciertas regiones los hombres se comen entre sí; que en otras matan a aquellos que no piensan como ellos, y todo para la mayor gloria de
su divinidad; en fin, que cada uno habla según sus conocimientos y
elogia las cosas desde el punto de vista de sus pasiones y de sus
intereses. En definitiva, ¿qué creerá él de preferencia? Por el
lenguaje reconocerá, sin dificultad, al verdadero sabio del ignorante;
al hombre serio del hombre ligero; al que tiene juicio del que razona
en falso; no ha de confundir los buenos con los malos sentimientos,
la elevación con la bajeza, el bien con el mal, y se dirá: «Debo
escuchar todo, entender todo, porque en el relato –incluso en el del
más ignorante– puedo aprender algo; pero mi estima y mi confianza
sólo serán adquiridas por aquellos que se muestren dignos de las
mismas». Si esta colonia terrena quiere implantar sus usos y
costumbres en su nueva patria, los estudiosos rechazarán los
consejos que les parezcan perniciosos y seguirán los que sean más
esclarecidos, en los cuales no vean falsedad, ni mentiras, sino –al
contrario– donde reconozcan el sincero amor al bien. ¿Haríamos de
otro modo si una colonia de selenitas llegase a la Tierra? ¡Pues bien!
Lo que es dado aquí como una suposición es una realidad con
respecto a los Espíritus que, si no vienen hasta nosotros en carne y
hueso, no están menos presentes de una manera oculta, y nos
transmiten sus pensamientos por sus intérpretes, es decir, a través de
los médiums. Cuando se aprenda a conocerlos, han de ser juzgados
por su lenguaje, por sus principios, y sus contradicciones no tendrán
nada más que deba sorprendernos, porque vemos que unos saben lo
que otros ignoran; que algunos están ubicados muy abajo, o son
todavía demasiado materiales como para comprender y apreciar las
cosas de un orden elevado; tal es el hombre que, al pie de la
montaña, sólo ve algunos pasos a su alrededor, mientras que el que
está en la cima descubre un horizonte sin límites.
Por lo tanto, la primera fuente de contradicciones está en el grado
de desarrollo intelectual y moral de los Espíritus; pero también está
en otras sobre las cuales es útil llamar la atención.
Se dirá que pasamos por alto la cuestión de los Espíritus
inferiores; ya que ellos se encuentran en ese nivel, se comprende que
puedan equivocarse por ignorancia; pero ¿cómo se explica que
Espíritus superiores estén en disidencia? ¿Cómo es que tienen en un
lugar un lenguaje diferente del que tienen en otro? En fin, ¿cómo se
entiende que el mismo Espíritu no siempre está de acuerdo consigo
mismo?
La respuesta a esta pregunta reposa en el conocimiento completo
de la ciencia espírita, y esta ciencia no puede enseñarse en algunas
palabras, porque es tan vasta como todas las Ciencias filosóficas.
Como todas las otras ramas del conocimiento humano, solamente
puede ser adquirida a través del estudio y de la observación. No
podemos repetir aquí todo lo que
hemos publicado sobre este tema; por lo tanto, remitimos a nuestros
lectores al mismo, limitándonos a un simple resumen. Todas esas
dificultades desaparecen para aquellos que, en este terreno, echan
una mirada investigadora y sin prevenciones.
Los hechos prueban que los Espíritus embusteros no tienen
escrúpulos en ostentar nombres venerables, a fin de dar mejor
crédito a sus torpezas, lo que también sucede algunas veces entre
nosotros. Porque un Espíritu se presente con un nombre cualquier,
esto no es razón para que sea realmente él quien pretenda ser; pero
hay, en el lenguaje de los Espíritus serios, un sello de dignidad con
el cual no podríamos equivocarnos: éste sólo refleja bondad y
benevolencia, y nunca se desmiente. Al contrario, el de los Espíritus
impostores, por el barniz que presentan, siempre dejan trasparecer –
como vulgarmente se dice– sus verdaderas intenciones. Por lo tanto,
nada hay de sorprendente que, bajo nombres usurpados, Espíritus
inferiores enseñen cosas disparatadas. Corresponde al observador
buscar conocer la verdad, y puede hacerlo sin dificultad desde que
consienta en compenetrarse de lo que hemos dicho al respecto en
nuestras Instrucciones Prácticas (hoy El Libro de los Médiums).
En general, esos mismos Espíritus halagan los gustos y las
inclinaciones de las personas cuyo carácter saben bastante débil y
bastante crédulo como para escucharlos; se hacen eco de sus
prejuicios e incluso de sus ideas supersticiosas, y esto por una razón
muy simple: es que los Espíritus son atraídos por su simpatía por el
Espíritu de las personas que los llaman o que los escuchan con
placer.
En cuanto a los Espíritus serios, igualmente pueden tener un
lenguaje diferente según las personas, pero esto con otro objetivo.
Cuando lo juzgan útil y para mejor convencer, evitan chocar muy
bruscamente las creencias arraigadas y se expresan según la época,
los lugares y las personas. «Es por eso que –nos dicen– no
hablaremos a un chino o a un mahometano como a un cristiano o a
un hombre civilizado, porque no seríamos escuchados. Por lo tanto,
podemos a veces parecer estar de acuerdo con la manera de ver de
las personas, para poco a poco conducirlas a lo que deseamos,
siempre que esto pueda hacerse sin alterar las verdades esenciales».
¿No es evidente que si un Espíritu quiere llevar a un musulmán
fanático a practicar la sublime máxima del Evangelio: «No hagáis a
los otros lo que no quisierais que se os haga», sería rechazado si
dijese que es Jesús que la ha enseñado? Ahora bien, ¿qué vale más:
dejar a un musulmán en su fanatismo o volverlo bueno,
permitiéndole momentáneamente creer que ha sido Alá que le ha
hablado? Éste es un problema cuya solución dejamos al juicio del
lector. En cuanto a nosotros, nos parece que volviéndolo más dúctil
y más humano, él será menos fanático y más accesible a la idea de
una nueva creencia que si se la quisiésemos imponer a la
fuerza. Existen verdades que, para ser aceptadas, no pueden ser
echadas en cara sin miramientos. ¡Cuántos males habrían evitado los
hombres si hubiesen siempre obrado así!
Como se ve, los Espíritus también hacen uso de precauciones
oratorias; pero, en este caso, la divergencia está en lo accesorio y no
en lo principal. Conducir a los hombres al bien, destruir el egoísmo,
el orgullo, el odio, la envidia, los celos, enseñándoles a practicar la
verdadera caridad cristiana, es para ellos lo esencial: el resto vendrá
a su debido tiempo, y cuando son Espíritus verdaderamente buenos
y superiores predican ya sea con el ejemplo como con las palabras;
en ellos todo refleja dulzura y benevolencia. La irritación, la
violencia, la aspereza y la dureza de lenguaje, aun cuando fuesen
para decir cosas buenas, nunca son una señal de superioridad real.
Los Espíritus verdaderamente buenos jamás se enfadan ni se
encolerizan: si no son escuchados, se van; he aquí todo.
Existen todavía dos causas de contradicciones aparentes que no
debemos pasar por alto. Como lo hemos dicho en varias
ocasiones, los Espíritus inferiores dicen todo lo que quieren, sin
preocuparse con la verdad; los Espíritus superiores se callan o se
rehúsan a responder cuando se les hace una pregunta indiscreta o
cuando sobre la cual no les es permitido explayarse. «En este caso –
nos han dicho ellos– nunca insistáis, porque entonces son los
Espíritus ligeros los que responden y los que os engañan; vosotros
creéis que somos nosotros y podéis pensar que nos contradecimos.
Los Espíritus serios jamás se contradicen; su lenguaje es siempre el
mismo con las mismas personas. Si uno de ellos dice cosas
contrarias bajo un mismo nombre, estad seguros que no es el mismo
Espíritu que habla o, al menos, que no es un Espíritu bueno.
Reconoceréis al bueno por los principios que enseña, porque todo
Espíritu que no enseña el bien no es un Espíritu bueno, y debéis
repelerlo».
Al querer decir la misma cosa en dos lugares diferentes, el mismo
Espíritu no se servirá literalmente de las mismas palabras: para él el
pensamiento lo es todo; pero el hombre, infelizmente, es más
llevado a prenderse a la forma que al fondo; es esa forma que a
menudo él interpreta a merced de sus ideas y de sus pasiones, y de
esta interpretación pueden nacer contradicciones aparentes que
también tienen su fuente en la insuficiencia del lenguaje humano
para expresar las cosas extrahumanas. Estudiemos el fondo,
escrutemos el pensamiento íntimo y muy frecuentemente veremos
que existe analogía donde un examen superficial nos hacía ver un
disparate.
Por lo tanto, las causas de las contradicciones en el lenguaje de los
Espíritus pueden resumirse así:
1º) El grado de ignorancia o de saber de los Espíritus a los cuales
uno se dirige;
2°) La superchería de los Espíritus inferiores que, al tomar
nombres supuestos, pueden decir –ya sea por malicia, ignorancia o
maldad– lo contrario de lo que en otros lugares ha dicho el Espíritu
cuyo nombre han usurpado;
3°) Los defectos personales del médium, que pueden influir en la
pureza de las comunicaciones, alterar o tergiversar el pensamiento
del Espíritu;
4°) La insistencia en obtener una respuesta que un Espíritu se
rehúsa a dar y que entonces es dada por un Espíritu inferior;
5°) La voluntad del propio Espíritu, que habla según el momento,
los lugares y las personas, y que puede juzgar útil no decir todo;
6°) La insuficiencia del lenguaje humano para expresar las cosas
del mundo incorpóreo;
7°) La interpretación que cada uno puede dar de una palabra o de
una explicación, según sus ideas, sus prejuicios o desde el punto de
vista con el cual encare la cuestión.
Éstas son otras tantas dificultades, de las cuales sólo se triunfa a
través de un estudio extenso y asiduo; también nunca hemos dicho
que la ciencia espírita fuese una ciencia fácil. El observador serio
que profundiza todas las cosas con madurez, paciencia y
perseverancia, percibe una multitud de delicados matices que
escapan al observador superficial. Son por esos detalles íntimos que
él se inicia en los secretos de esta ciencia. La experiencia enseña a
conocer a los Espíritus, como enseña a conocer a los hombres.
Acabamos de considerar las contradicciones desde el punto de
vista general. En otros artículos 196 trataremos los puntos especiales
más importantes.
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* El lector ha de comprender que nuestra crítica no se dirige sino a las
exageraciones en todas las cosas. En todo existe algo de bueno; el error está en el
exclusivismo que el sabio juicioso sabe siempre evitar. Hemos tenido cuidado de no
confundir a los verdaderos sabios – de los cuales la Humanidad se honra a justo título –
con aquellos que explotan sus ideas sin discernimiento; es de éstos que queremos hablar.
Nuestro objetivo es únicamente demostrar que la propia Ciencia oficial no está exenta de
contradicciones. [Nota de Allan Kardec.]