Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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El siguiente caso ha sido relatado por La Patrie (La Patria) del 15 de agosto de 1858:

«El martes último me comprometí –tal vez muy imprudentemente– a contaros una historia emocionante. Debería haber pensado en una cosa: que no existen historias emocionantes, sino que existen historias bien contadas, y el mismo relato, hecho por dos narradores diferentes, puede hacer dormir a un auditorio o ponerle la piel de gallina. ¡Cómo he escuchado a mi compañero de viaje de Cherburgo a París, el Sr. B..., de quien tengo una anécdota maravillosa! Si yo hubiese taquigrafiado su narración, tendría verdaderamente alguna posibilidad de haceros estremecer.

«Pero cometí el error de confiar en mi detestable memoria, y lo lamento profundamente. En fin, mal o bien, he aquí la aventura, y el desenlace os ha de probar que hoy, 15 de agosto, es un hecho totalmente consumado.

«El Sr. de S... (nombre histórico llevado aún hoy con honor) era oficial durante el Directorio. Por placer, o por las necesidades de su servicio, él viajaba a Italia.

«En uno de nuestros Departamentos del Centro, fue sorprendido por la noche y se sintió feliz en encontrar un alojamiento bajo el tejado de una especie de cabaña de aspecto sospechoso, donde se le ofreció una mala cena y un camastro en un desván.

«Habituado a la vida de aventuras y al duro oficio de la guerra, el Sr. de S... comió con buen apetito, se acostó sin murmurar y durmió profundamente.

«Su sueño fue perturbado por una temible aparición. Vio a un espectro levantarse en la sombra, caminar a pasos pesados hacia su camastro y detenerse a la altura de su cabecera. Era un hombre de unos cincuenta años, cuyos cabellos encanecidos y erizados estaban rojos de sangre; tenía el pecho desnudo, y su garganta –con arrugas– estaba cortada con heridas abiertas. Permaneció un momento en silencio, fijando sus ojos negros y profundos sobre el viajero adormecido; después su pálida figura se animó, sus pupilas brillaron como dos carbones ardientes; pareció hacer un violento esfuerzo y, con una voz sorda y temblorosa, pronunció estas extrañas palabras:

«–Te conozco: tú eres un soldado como yo y como yo un hombre de coraje, incapaz de faltar a su palabra. Vengo a pedirte un servicio que otros me han prometido y que no han cumplido. Hace tres semanas que he sido asesinado; el hospedero de esta casa, ayudado por su mujer, me sorprendieron durante el sueño y me cortaron la garganta. Mi cadáver está escondido bajo un montón de basura, en el fondo del corral a la derecha. Ve a buscar mañana a la autoridad del lugar, trae a dos gendarmes y hazme enterrar. El hospedero y su mujer se delatarán a sí mismos y tú los entregarás a la justicia. Adiós; cuento con tu piedad; no olvides el ruego de un viejo compañero de armas.

«Al despertarse, el Sr. de S... se acordó del sueño. Con la cabeza apoyada sobre el codo, se puso a meditar; su emoción estaba viva, pero se disipó ante las primeras claridades del día y, como Atalía, dijo:

¡Un sueño! ¿Debería inquietarme por un sueño?

Él contradijo a su corazón y, no escuchando más que a su razón, cerró su valija y continuó de viaje.

«A la tarde llegó a su nueva etapa y se detuvo para pasar la noche en un albergue. Pero apenas había cerrado los ojos, el espectro se le apareció por segunda vez, triste y casi amenazante.

«–Me sorprendo y me aflijo –dijo el fantasma– al ver a un hombre como tú perjurar y faltar a su deber. Esperaba más de tu lealtad. Mi cuerpo está sin sepultura, mis asesinos viven en paz. Amigo, mi venganza está en tus manos; en nombre del honor, te intimo a volver sobre tus pasos.

«El Sr. de S... pasó el resto de la noche en una gran agitación; a la mañana siguiente, tuvo vergüenza de su pavor y continuó de viaje.

«A la noche, tercera parada: tercera aparición. Esta vez el fantasma se encontraba más lívido y más terrible; estaba con una sonrisa amarga en sus labios blancos; y habló con una voz ruda:

«–Parece que te he juzgado mal: parece que tu corazón, como el de los otros, es insensible a los ruegos de los desafortunados. Por última vez vengo a invocar tu ayuda y hacer un llamado a tu generosidad. Vuelve a X..., véngame o sé maldito.

«Esta vez, el Sr. de S... no deliberó más: volvió al albergue sospechoso donde había pasado la primera de esas noches lúgubres. Fue a la casa del magistrado y pidió dos gendarmes. A su vista y a la vista de 252 los dos gendarmes, los asesinos se pusieron pálidos y confesaron su crimen, como si una fuerza superior les hubiera arrancado esta confesión fatal.

«El proceso fue preparado rápidamente y ellos fueron condenados a muerte. En cuanto al pobre oficial, cuyo cadáver fue encontrado bajo el montón de basura, en el fondo del corral a la derecha, fue enterrado en tierra santa, y los sacerdotes oraron por el reposo de su alma.

«Al haber cumplido su misión, el Sr. de S... se apresuró a dejar el país y se dirigió a los Alpes sin mirar hacia atrás.

«La primera vez que reposó en una cama, el fantasma se levantó nuevamente en la sombra, no más feroz e irritado, sino dulce y benevolente.

«–Gracias, dijo él, gracias hermano. Deseo reconocer el servicio que me has prestado: me mostraré a ti una vez más, una sola; dos horas antes de tu muerte, vendré a avisarte. Adiós.

«El Sr. de S... tenía por entonces alrededor de treinta años; durante treinta años ninguna visión vino a perturbar la quietud de su vida. Pero el 14 de agosto de 182..., en vísperas del cumpleaños de Napoleón, el Sr. de S... –que había permanecido fiel al partido bonapartista– reunió en una gran cena a una veintena de antiguos soldados del Imperio. La fiesta había sido muy alegre; el anfitrión, aunque envejecido, estaba vigoroso y con buena salud. Estaban en el salón y tomaban café.

«El Sr. de S... tuvo deseos de aspirar una pizca de rapé y percibió que se había olvidado la tabaquera en su cuarto. Tenía el hábito de servirse él mismo; por un momento dejó a sus huéspedes y subió al primer piso de su casa, donde se encontraba su dormitorio.

«Él no había llevado luz.

«Cuando entró en un largo pasillo que conducía a su cuarto, de repente se detuvo y fue forzado a apoyarse sobre la pared. Delante de él, en la extremidad de la galería, estaba el fantasma del hombre asesinado; el fantasma no pronunció ninguna palabra, ni gesto alguno y, después de un segundo, desapareció.

«Era el aviso prometido.

«El Sr. de S..., que tenía el alma resistente, después de un momento de desfallecimiento, recobró su coraje y su sangre fría, caminó hacia el cuarto, tomó allí su tabaquera y bajó al salón.

«Cuando allí entró, ninguna señal de emoción apareció en su rostro. Se mezcló en la conversación y, durante una hora, mostró todo su espíritu y toda su jovialidad habituales.

«A medianoche los invitados se retiraron. Entonces se sentó y pasó tres cuartos de hora en recogimiento; después, habiendo puesto en orden sus negocios, a pesar de no sentir ningún malestar, volvió a su dormitorio.

«Cuando abrió la puerta, un tiro lo tendió muerto, justo dos horas después de la aparición del fantasma.

«La bala que le despedazó el cráneo estaba destinada a su empleado.

HENRI D'AUDIGIER»

El autor del artículo ha querido, a toda costa, cumplir la promesa que había hecho al periódico, de narrar algo emocionante y, para este fin, ¿extrajo de su fecunda imaginación la anécdota que relata, o realmente ella es verdadera? Es lo que nosotros no sabríamos afirmar. Además, esto no es lo más importante; real o supuesta, lo esencial es saber si el hecho es posible. ¡Pues bien! No vacilamos en decir: Sí, los avisos del Más Allá son posibles, y numerosos ejemplos –cuya autenticidad no podría ser puesta en duda– están ahí para atestiguarlo. Por lo tanto, si la anécdota del Sr. Henri d'Audigier es apócrifa, muchas otras del mismo género no lo son, e incluso diremos que ésta no ofrece nada que no sea bastante común. La aparición ha tenido lugar en sueño, circunstancia muy vulgar, mientras que lo notorio es que pueden producirse a la vista durante el estado de vigilia. El aviso del instante de la muerte tampoco es insólito, pero los hechos de ese género son mucho más raros, porque la Providencia –en su sabiduría– nos oculta ese momento fatal. Por lo tanto, sólo excepcionalmente es que puede sernos revelado y por motivos que nos son desconocidos. He aquí otro ejemplo más reciente, y menos dramático, es verdad, pero cuya exactitud podemos garantizar.

El Sr. Watbled, negociante, presidente del tribunal de comercio de Boulogne, falleció el pasado 12 de julio en las siguientes circunstancias: Su mujer, desencarnada desde hacía doce años y cuya muerte le causaba un incesante pesar, le apareció durante dos noches consecutivas en los primeros días de junio, y le dijo: «Dios ha tenido piedad de nuestras penas y ha querido que pronto estemos reunidos». Ella agregó que el 12 de julio siguiente era el día marcado para esta reunión, y que en consecuencia él debía prepararse. En efecto, desde ese momento se operó en él un cambio notable: se debilitaba a cada día; luego cayó en cama y, sin sufrimiento alguno –en el día marcado– dio el último suspiro entre los brazos de sus amigos.

El hecho en sí mismo no es discutible; los escépticos sólo pueden argumentar sobre la causa, a la que ellos no dejarán de atribuir a la imaginación. Se sabe que semejantes predicciones, realizadas por echadores de la buenaventura, han sido seguidas por un desenlace fatal; en este caso, se comprende que al estar la imaginación impresionada con esta idea, los órganos puedan sufrir una alteración radical: más de una vez el miedo a morir ha causado la muerte; pero aquí las circunstancias no son más las mismas. Aquellos que se han profundizado en los fenómenos del Espiritismo pueden perfectamente darse cuenta del hecho; en cuanto a los escépticos, no tienen más que un argumento: «No creo, luego no existe». Interrogados al respecto, los Espíritus han respondido: «Dios ha elegido a este hombre que era conocido por todos, a fin de que este acontecimiento se extendiera a lo lejos y llevase a reflexionar». –Los incrédulos piden pruebas sin cesar; Dios las da a cada instante a través de los fenómenos que surgen por todas partes; pero a ellos se aplican estas palabras: «Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen».