Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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¡Pobres hombres, cuán poco conocéis los fenómenos más comunes que hacen a vuestra vida! Creéis ser muy sabios, creéis poseer una vasta erudición, y a estas preguntas que realizan todos los niños: ¿qué hacemos cuando dormimos?, ¿qué son los sueños?, os quedáis mudos. No tengo la pretensión de haceros comprender lo que voy a explicaros, porque hay cosas a las cuales vuestro Espíritu no puede todavía someterse, al no admitir lo que no entiende.


El sueño libera parcialmente el alma del cuerpo. Al dormir, estamos momentáneamente en el estado en que uno se encuentra de manera permanente después de la muerte. Los Espíritus que al desencarnar se desprendieron rápidamente de la materia han tenido sueños inteligentes; cuando dormían, se reunían con la sociedad de otros seres superiores a ellos: viajaban, conversaban y se instruían con los mismos; incluso trabajaban en obras que encontraron concluidas al morir. Esto debe enseñaros una vez más a no temer la muerte, puesto que morís todos los días, según las palabras de un santo.


Esto con respecto a los Espíritus elevados; pero para la masa de los hombres que, con la muerte, deben permanecer largas horas en turbación –en esa incertidumbre de que os han hablado–, van a mundos inferiores a la Tierra, adonde antiguos afectos los llaman, o a buscar placeres quizá todavía más bajos que los que aquí tienen; van a beber doctrinas aún más viles, más innobles y más nocivas que las que profesan en vuestro medio. Y lo que forma la simpatía en la Tierra no es otra cosa que el hecho de sentirnos, al despertar, vinculados por el corazón a aquellos con quienes acabamos de pasar simplemente 8 ó 9 horas de felicidad o de placer. Lo que explica también esas antipatías invencibles es saber que, en el fondo del corazón, esas personas tienen una conciencia diferente de la nuestra, porque se las conoce sin haberlas visto jamás con los ojos. Es esto aun lo que explica la indiferencia, puesto que no se desea hacer nuevos amigos cuando se sabe que existen otros que os aman y os aprecian. En una palabra, el sueño influye en vuestra vida más de lo que pensáis.


Por efecto del sueño los Espíritus encarnados están siempre en relación con el mundo de los Espíritus, y esto es lo que hace que los Espíritus superiores consientan –sin demasiada repulsión– encarnarse entre vosotros. Dios ha querido que ellos, durante su contacto con el vicio, puedan ir a fortalecerse en la fuente del bien, para no fallar, ya que vienen a instruir a los otros. El sueño es la puerta que Dios les ha abierto hacia los amigos del cielo; es la recreación después del trabajo, a la espera de la gran libertad, la liberación final que debe volverlos a su verdadero medio.


El sueño es el recuerdo de lo que vuestro Espíritu ha visto mientras el cuerpo dormía; pero tened en cuenta que no siempre soñáis, porque no os acordáis siempre de lo visteis, o de todo lo que habéis visto. Vuestra alma no está en todo su desarrollo; a menudo no es más que el recuerdo del problema que acompaña a vuestra partida o a vuestro retorno, a lo que se agrega el recuerdo de lo que habéis hecho o de lo que os preocupa en el estado de vigilia; sin esto, ¿cómo explicaríais esos sueños absurdos que tienen los más instruidos como los más simples? Los Espíritus malos también se sirven de los sueños para atormentar a las almas débiles y pusilánimes.


Por lo demás, dentro de poco veréis desarrollarse una nueva especie de sueños; es tan antigua como la que conocéis, pero la ignoráis. El sueño de Juana, el sueño de Jacob,el sueño de los profetas judíos y de algunos adivinos hindúes: ese sueño es el recuerdo del alma desprendida completamente del cuerpo, la remembranza de esa segunda vida de la que os hablaba hace instantes.


Tratad de distinguir bien esas dos especies de sueños entre aquellos que recordáis, pues sin ello caeríais en contradicciones y en errores que serían funestos a vuestra fe.


Nota – El Espíritu que ha dictado esta comunicación, al habérsele solicitado su nombre, respondió: «¿Para qué? ¿Creéis, pues, que sólo los Espíritus de vuestros grandes hombres vienen a deciros cosas buenas? Entonces, ¿no contáis para nada con todos aquellos que no conocéis o que no tienen ningún nombre en vuestra Tierra? Sabed que muchos toman un nombre solamente para contentaros.»