Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Un gran motivo de asombro para ciertas personas, convencidas además de la existencia de los Espíritus (no voy aquí a ocuparme de las otras), es que éstos tengan –como nosotros– sus viviendas y sus ciudades. No me han evitado críticas: «¡Casas de Espíritus en Júpiter!... ¡Qué broma!...» –Broma si así lo desean; yo no tengo nada que ver con eso. Si el lector no encuentra aquí, en la verosimilitud de las explicaciones, una prueba suficiente de su veracidad; si no está sorprendido, como nosotros, de la perfecta concordancia de estas revelaciones espíritas con los datos más positivos de la Ciencia astronómica; en una palabra, si no ve más que una hábil mistificación en los próximos detalles y en el dibujo que los acompaña, los invito a pedirles explicaciones a los Espíritus, de los cuales soy solamente el instrumento y el eco fiel. Que evoquen a Palissy, a Mozart o a otro habitante de esa dichosa morada; que los interroguen, que controlen mis afirmaciones con las suyas; en fin, que discutan con ellos: porque –por mi parte– no hago más que presentar aquí lo que me han dado y repetir lo que me han dicho, y, por este papel absolutamente pasivo, me creo al abrigo de la censura como también del elogio.

Hecha esta salvedad, y una vez admitida la confianza en los Espíritus, si se acepta como verdadera a la única doctrina realmente bella y sabia que la evocación de los muertos nos ha revelado hasta aquí, es decir, la migración de las almas de planetas en planetas, sus encarnaciones sucesivas y su progreso incesante a través del trabajo, las viviendas en Júpiter no tendrán más motivos para asombrarnos. Desde el momento en que un Espíritu se encarna en un mundo como el nuestro, sometido a una doble revolución, es decir, a la alternativa de los días y de las noches y al regreso periódico de las estaciones; desde el momento en que él posee un cuerpo, esa envoltura material –por más frágil que sea– no requiere solamente alimentación y vestimenta, sino también una residencia o al menos un lugar de reposo, por consiguiente una morada. En efecto, es esto lo que nos han dicho. Como nosotros, y mejor que nosotros, los habitantes de Júpiter tienen sus hogares comunes y sus familias, grupos armoniosos de Espíritus simpáticos, unidos en el triunfo después de haberlo estado en la lucha: es por esto que a esas moradas tan espaciosas se les puede dar el justo nombre de palacios. También como nosotros, esos Espíritus tienen sus fiestas, sus ceremonias, sus reuniones públicas: de ahí que ciertos edificios sean especialmente destinados a estos usos. En fin, es preciso esperar en esas regiones superiores el encuentro con toda una Humanidad activa y laboriosa como la nuestra, sujeta como nosotros a sus leyes, a sus necesidades, a sus deberes, pero con la diferencia de que el progreso –rebelde a nuestros esfuerzos– se vuelve una conquista fácil para los Espíritus liberados de nuestros vicios terrestres, como ellos lo están.

No debería ocuparme aquí sino de la arquitectura de sus viviendas, pero para mejor comprensión de los siguientes detalles, una palabra explicativa no será inútil. Si sólo los Espíritus buenos pueden acceder a Júpiter, no resulta de esto que sus habitantes sean todos excelentes en el mismo grado: entre la bondad del simple y la del hombre de genio, pueden contarse muchos matices. Ahora bien, toda la organización social de ese mundo superior reposa precisamente sobre esa variedad de inteligencias y de aptitudes; y, por efecto de leyes armoniosas que sería demasiado largo explicar aquí, es a los Espíritus más elevados –a los más depurados– que pertenece la alta dirección de su planeta. Esta supremacía no se detiene allí; se extiende hasta los mundos inferiores, donde esos Espíritus, por sus influencias, favorecen y activan sin cesar el progreso religioso, que engendra todos los otros. Es necesario agregar que para esos Espíritus depurados no sería sino cuestión de trabajos de inteligencia, ya que sus actividades sólo se ejercen en la esfera del pensamiento al haber conquistado bastante dominio sobre la materia, siendo apenas entorpecidos débilmente por ésta en el libre ejercicio de su voluntad. El cuerpo de todos esos Espíritus, y además de todos los Espíritus que viven en Júpiter, es de una densidad tan leve que solamente puede encontrar término de comparación con la de los fluidos imponderables: un poco mayor que el nuestro, del cual reproduce exactamente la forma –pero más pura y más bella–, él se presentaría a nosotros bajo la apariencia de un vapor (empleo a disgusto esta palabra que designa una substancia aún demasiado grosera), de un vapor –decía yo– muy etéreo y luminoso... sobre todo luminoso en los contornos del rostro y de la cabeza, porque aquí la inteligencia y la vida irradian como un foco ardiente; y efectivamente es este resplandor magnético el vislumbrado por los visionarios cristianos y que nuestros pintores han traducido por el nimbo o aureola de los santos.

Se concibe que tal cuerpo no dificulte sino débilmente las comunicaciones extramundanas de esos Espíritus, y que les permite en su propio planeta un desplazamiento rápido y fácil. Él se sustrae tan fácilmente a la atracción planetaria, y su densidad difiere tan poco con la de la atmósfera, que puede allí moverse, ir y venir, subir o bajar, al capricho del Espíritu y sin otro esfuerzo que el de su voluntad. También algunos personajes que Palissy ha tenido a bien hacerme dibujar son representados rasando el suelo, la superficie de las aguas o muy elevados en el aire, con toda la libertad de acción y de movimientos que atribuimos a nuestros ángeles. Esta locomoción es más fácil para el Espíritu que es más depurado, y esto se comprende sin dificultad; también nada es más fácil a los habitantes del planeta que conocer a primera vista el valor de un Espíritu que pasa; dos señales hablarán por sí: la altura de su vuelo y la luz más o menos brillante de su aureola.

En Júpiter, como en todas partes, aquellos que vuelan más alto son los más raros; por debajo de ellos es preciso contar varias clases de Espíritus inferiores, en virtud como en poder, pero naturalmente libres de igualarlos un día a través del perfeccionamiento. Escalonados y clasificados según sus méritos, éstos son consagrados más particularmente a los trabajos que interesan al propio planeta, y no ejercen sobre nuestros mundos inferiores la autoridad todopoderosa de los primeros. Es verdad que responden a una evocación con revelaciones sabias y buenas; pero por la prontitud que tienen en dejarnos, y por el laconismo de sus palabras, es fácil comprender que tienen mucho que hacer en otra parte, y que todavía no están lo suficientemente liberados como para irradiar a la vez en dos puntos tan distantes uno del otro. En fin, después de estos Espíritus menos perfectos, pero separados de ellos por un abismo, vienen los animales que, como únicos servidores y únicos obreros del planeta, merecen una mención enteramente especial.

Si designamos con el nombre de animales a esos seres singulares que ocupan la parte más baja de la escala, es porque los propios Espíritus lo han puesto en uso y, además, nuestra lengua no tiene un término mejor para ofrecernos. Esta designación los rebaja demasiado, pero llamarlos hombres sería hacerles demasiado honor; en efecto, son Espíritus consagrados a la animalidad, quizá durante mucho tiempo, quizá para siempre, ya que no todos los Espíritus están de acuerdo sobre este punto, y la solución del problema parece pertenecer a los mundos más elevados que Júpiter; pero cualquiera que sea su futuro, no hay que equivocarse sobre su pasado. Antes de ir hacia allá, esos Espíritus han emigrado sucesivamente en nuestros mundos inferiores, del cuerpo de un animal al de otro, a través de una escala de perfeccionamiento totalmente gradual. El estudio atento de nuestros animales terrestres, sus costumbres, sus caracteres individuales, su ferocidad lejos del hombre y su domesticación lenta pero siempre posible, todo esto testimonia suficientemente la realidad de esta ascensión animal.

Así, de cualquier lado que se lo mire, la armonía del Universo se resume siempre en una sola ley: el progreso por todas partes y para todos, para el animal como para la planta, para la planta como para el mineral; al principio, un progreso puramente material en las moléculas insensibles del metal o de la piedra, y cada vez más inteligente a medida que nos remontamos a la escala de los seres y al paso que la individualidad tiende a liberarse de la masa, a afirmarse, a conocerse. –Pensamiento elevado y consolador como jamás lo hubo, porque prueba que nada se sacrifica, que la recompensa es siempre proporcional al progreso realizado: por ejemplo, que la devoción del perro que muere por su dueño no es estéril para su Espíritu, porque tendrá su justo salario más allá de este mundo.

Es el caso de los Espíritus animales que pueblan Júpiter; ellos se perfeccionaron al mismo tiempo que nosotros, con nosotros y con nuestra ayuda. La ley es aún más admirable: hace tan bien de su devoción al hombre la primera condición de su ascensión planetaria, que la voluntad de un Espíritu de Júpiter puede llamar para sí a todo animal que, en una de sus vidas anteriores, le haya dado pruebas de afecto. Esas simpatías, que allá en lo alto forman familias de Espíritus, también agrupan alrededor de las familias todo un cortejo de animales consagrados. Por consecuencia, el vínculo que tenemos con un animal en este mundo, el cuidado que ponemos en domesticarlo y en humanizarlo, todo tiene su razón de ser, todo será pagado: es un buen servidor que formamos con anticipación para un mundo mejor.

Ha de ser también un obrero, porque a sus iguales les está reservado todo el trabajo material y todo el esfuerzo corporal: carga o construcción, siembra o cosecha. Y para todo esto la Inteligencia Suprema ha provisto un cuerpo que a la vez tiene las ventajas de la bestia y las del hombre. Eso podemos juzgarlo por un croquis de Palissy, que representa algunos de estos animales jugando a las bochas con mucha atención. La mejor comparación que podría hacer sería con los faunos y con los sátiros de la Fábula; entretanto, el cuerpo ligeramente peludo es erguido como el nuestro; en algunos, las patas han desaparecido para dar lugar a ciertas piernas que recuerdan todavía la forma primitiva, al igual que los dos brazos robustos, singularmente ligados y terminados en verdaderas manos, si consideramos la oposición de los pulgares. Una cosa peculiar: ¡la cabeza no está tan perfeccionada como el resto! De esta manera, la fisonomía bien refleja algo de humano, pero el cráneo, las mandíbulas y sobre todo las orejas, en nada difieren sensiblemente del animal terrestre; por lo tanto, es fácil distinguirlos entre sí: éste es un perro, aquél un león. Apropiadamente vestidos con blusas y ropas bastante semejantes a las nuestras, sólo les falta la palabra para recordarnos de muy cerca algunos hombres de este mundo; pero he aquí precisamente lo que les falta y lo que no podrían hacer. Hábiles para comprenderse entre sí por un lenguaje que no tiene nada que ver con el nuestro, no se engañan más sobre las intenciones de los Espíritus que los dirigen: una mirada, un gesto bastan. A ciertos impulsos magnéticos, cuyo secreto nuestros domadores de animales ya saben, el animal adivina y obedece sin murmurar, y lo que es más: de buen grado, porque está bajo su encanto. Es así que se le impone toda la tarea pesada, y con su ayuda todo funciona normalmente de un extremo al otro de la escala social: el Espíritu elevado piensa, delibera; el Espíritu inferior aplica con su propia iniciativa, y el animal ejecuta. De este modo la concepción, la puesta en obra y el hecho se unen en una misma armonía y llevan todas las cosas a su debida finalidad, por los medios más simples y más seguros.

Pido disculpas por esta digresión: era indispensable para el tema que ahora puedo abordar.

Mientras esperamos los mapas prometidos, que facilitarán singularmente el estudio de todo el planeta, podemos –por las descripciones escritas de los Espíritus– hacernos una idea de su gran ciudad, de la ciudad por excelencia, de ese foco de luz y de actividad que concuerdan extrañamente en designar con el nombre latino de Julnius.

«En el mayor de nuestros continentes –dice Palissy–, en un valle de setecientas a ochocientas leguas de ancho, para contar como vosotros, un río magnífico desciende de las montañas del norte y, aumentado por una multitud de torrentes y afluentes, forma en su recorrido siete u ocho lagos, de los cuales el menor merecería entre vosotros el nombre de mar. Ha sido sobre la ribera del mayor de esos lagos, bautizado por nosotros con el nombre de La Perla, que nuestros antepasados han puesto los primeros cimientos de Julnius. Esta ciudad primitiva todavía existe, venerada y guardada como una preciosa reliquia. Su arquitectura difiere mucho de la vuestra. Todo esto te lo explicaré a su tiempo: debes saber solamente que la ciudad moderna está a unos cientos de metros más abajo que la antigua. El lago, situado en las montañas altas, se vierte en el valle en ocho cataratas enormes que forman otras tantas corrientes aisladas y dispersas en todos los sentidos. Con la ayuda de estas corrientes nosotros mismos hemos cavado en la llanura una multitud de arroyos, canales y estanques, reservando la tierra firme sólo para nuestras casas y nuestros jardines. De esto resulta una especie de ciudad anfibia, como vuestra Venecia, y de la cual no se podría decir, a primera vista, si está construida en la tierra o en el agua. Hoy nada te digo sobre los cuatro edificios sagrados construidos en la propia vertiente de las cataratas, de manera que el agua brota a raudales de sus pórticos: son éstas las obras que os parecerían increíbles por su grandeza y audacia.

«Es la ciudad terrestre que describo aquí, la ciudad de cierto modo material, la de las ocupaciones planetarias, en fin, la que llamamos Ciudad Baja. Ésta tiene sus calles o, mejor dicho, sus caminos trazados hacia el servicio interior; tiene sus plazas públicas, sus pórticos y sus puentes tendidos sobre los canales para el pasaje de los servidores. Pero la ciudad inteligente –la ciudad espiritual–, en fin, la verdadera Julnius, no está en el suelo, sino que es necesario buscarla en el aire.

«El cuerpo material de nuestros animales, incapaces de volar, * precisa de tierra firme; pero lo que nuestro cuerpo fluídico y luminoso requiere es una vivienda aérea como él, casi impalpable y móvil a merced de nuestra voluntad. Nuestra habilidad ha resuelto ese problema con la ayuda del tiempo y de las condiciones privilegiadas que el Gran Arquitecto nos había dado. Bien comprendes que esta conquista de los aires era indispensable a Espíritus como los nuestros. Nuestro día es de cinco horas, y la noche también de cinco horas; pero todo es relativo, y para seres prontos a pensar y a obrar como nosotros, para Espíritus que se comprenden por el lenguaje de los ojos y que se saben comunicar magnéticamente a la distancia, nuestro día de cinco horas ya igualaría en actividad a una de vuestras semanas. Esto era aún muy poco en nuestra opinión; y la inmovilidad de la morada, el punto fijo del hogar era una traba para todas nuestras grandes obras. Hoy, por el fácil desplazamiento de esas moradas de pájaros, por la posibilidad de transportarnos –a nosotros y a los nuestros– a cualquier lugar del planeta y a cualquier hora del día que nos plazca, nuestra existencia está por lo menos duplicada, y con ella todo lo que puede producir de útil y de grande.

«En ciertas épocas del año –agrega el Espíritu –, en algunas fiestas, por ejemplo, verías aquí el cielo oscurecido por la nube de viviendas que vienen de todos los puntos del horizonte. Es un curioso conjunto de moradas esbeltas, graciosas y leves, de todas las formas, de todos los colores, equilibradas en las alturas y continuamente a camino de la Ciudad Baja hacia la Ciudad Celestial. Algunos días después, el vacío se hace poco a poco y todos esos pájaros vuelan.»

«Nada falta a esas moradas flotantes, ni siquiera el encanto del verdor y de las flores. Hablo de una vegetación inaudita entre vosotros, de plantas, incluso de arbustos que, por la naturaleza de sus órganos, respiran, se alimentan, viven y se reproducen en el aire.

«Nosotros tenemos –dice el mismo Espíritu– esas matas de flores enormes, de las cuales vosotros no podríais imaginar las formas ni los matices, y con una fineza de textura que las vuelve casi transparentes. Balanceadas en el aire –donde anchas hojas las sostienen– y dotadas de zarcillos parecidos a los de la vid, se reúnen en nubes de mil tonos o se dispersan al capricho del viento, preparando un espectáculo encantador a los transeúntes de la Ciudad Baja... ¡Imagina la gracia de esas balsas de verdor, de esos jardines flotantes que nuestra voluntad puede hacer o deshacer y que algunas veces duran toda una estación! Amplios conjuntos de lianas y de ramas floridas se destacan de esas alturas y penden hasta el suelo; enormes racimos se agitan expandiendo sus perfumes y sus pétalos que se deshojan... Los Espíritus que atraviesan el aire se detienen a su paso: es un lugar de reposo y de reencuentro y, si se quiere, un medio de transporte para terminar el viaje sin fatiga y en compañía.»

Otro Espíritu estaba sentado sobre una de esas flores en el momento en que yo lo evoqué.

«En este momento –me dijo él– es de noche en Julnius y estoy sentado en un lugar apartado sobre una de esas flores del aire que aquí sólo se abren a la claridad de nuestras lunas. Bajo mis pies toda la Ciudad Baja duerme; pero sobre mi cabeza y a mi alrededor, hasta donde la vista se pierde, sólo hay movimiento y alegría en el espacio. Nosotros dormimos poco: nuestra alma está demasiado desprendida como para que las necesidades del cuerpo sean tiránicas; y la noche es más bien hecha para nuestros servidores que para nosotros. Es la hora de las visitas y de las largas charlas, de los paseos solitarios, de los ensueños y de la música. Sólo veo moradas aéreas resplandecientes de luz o balsas de hojas y de flores que llevan a grupos alegres... La primera de nuestras lunas ilumina toda la Ciudad Baja: es una luz suave comparada con la de vuestros claros de luna; pero, al lado del lago, la segunda se eleva, y tiene reflejos verdosos que dan a todo el río el aspecto de un gran césped...»

Es sobre la ribera derecha de este río, «cuya agua –dice el Espíritu– te ofrecería la consistencia de un leve vapor», ** que está construida la Casa de Mozart, que Palissy ha tenido a bien hacerme dibujar en cobre. Solamente doy aquí la fachada sur. La entrada grande está a la izquierda, sobre la llanura; a la derecha está el río; al norte y al sur están los jardines. He preguntado a Mozart quiénes eran sus vecinos. «–Arriba y abajo, ha dicho él, hay dos Espíritus que tú no conoces; pero a la izquierda, sólo estoy separado por una pradera grande del jardín de Cervantes».

Por lo tanto, la casa tiene cuatro lados como las nuestras; sin embargo, sería un error hacer una regla general. Ella está construida con una cierta piedra que los animales sacan de las canteras del norte, cuyo color el Espíritu compara con esos tonos verdosos que a menudo toma el azul del cielo en el momento en que el Sol se pone. En cuanto a su dureza, podemos hacernos una idea por esta observación de Palissy: que ella se disolvería tan rápidamente bajo nuestros dedos humanos como si fuese un copo de nieve; mientras tanto, ¡ésta es una de las materias más resistentes del planeta! Sobre sus paredes los Espíritus han esculpido o incrustado los extraños arabescos que el dibujo busca reproducir. Estos son ornamentos grabados en piedra y luego coloreados, o incrustaciones reproducidas en la solidez de la piedra verde a través de un procedimiento que ahora es de gran estima y que conserva en los vegetales toda la gracia de sus contornos, toda la fineza de sus tejidos y toda la riqueza de su colorido. «Un descubrimiento –agrega el Espíritu– que haréis algún día y que entre vosotros cambiará muchas cosas.»

La gran ventana de la derecha presenta un ejemplo de ese género de ornamentación: uno de sus bordes no es otra cosa que una enorme caña de la cual se han conservado las hojas. Sucede lo mismo con el coronamiento de la ventana principal, que toma la forma de claves de sol: son plantas sarmentosas enlazadas y petrificadas. Es a través de este procedimiento que ellos obtienen la mayoría de los coronamientos de edificios, rejas, balaústres, etc. A menudo, inclusive, la planta está ubicada en la pared, con sus raíces y en condiciones de crecer libremente. Ésta crece, se desarrolla; sus flores se abren al azar y el artista no las fija en el lugar sino cuando han adquirido todo el desarrollo deseado para la ornamentación del edificio: la Casa de Palissy está casi enteramente decorada de esta manera.

Destinado en principio sólo a los muebles, después a los marcos de las puertas y de las ventanas, este género de ornamentos se ha perfeccionado poco a poco y ha terminado por invadir toda la arquitectura. Hoy no son solamente las flores y los arbustos que se petrifican de este modo, sino el propio árbol, de la raíz hasta la copa; y los palacios, como los edificios, casi no tienen otras columnas.

Una petrificación de la misma naturaleza sirve también para la decoración de las ventanas. Flores u hojas muy grandes son hábilmente despojadas de su parte carnosa: sólo queda la nerviación de las fibras, tan fina como la más fina muselina. Son cristalizadas, y de esas hojas unidas con arte se construye toda una ventana, que sólo deja filtrar hacia el interior una luz muy tenue: o bien se las recubre con una especie de vidrio líquido y coloreado con todos los matices, que se endurece en el aire y que transforma a la hoja en una especie de cristal. ¡De la unión de esas hojas en las ventanas resultan encantadores ramilletes transparentes y luminosos!

En cuanto a las propias dimensiones de esas aberturas y a mil otros detalles que en un primer momento pueden sorprender, me veo obligado a posponer la explicación: la historia de la arquitectura en Júpiter exigiría un volumen entero. Igualmente dejo de hablar del moblaje, para no detenerme aquí más que en la disposición general de las viviendas.

Después de todo lo anteriormente dicho, el lector debe haber comprendido que la casa del continente no debe ser para el Espíritu sino una especie de vivienda de paso. La Ciudad Baja solamente es frecuentada por los Espíritus de segundo orden, encargados de los intereses planetarios, por ejemplo, de la agricultura o de los intercambios y del buen orden a ser mantenido entre los servidores. También todas las casas que están en el suelo, generalmente sólo tienen planta baja y primer piso: uno destinado a los Espíritus que obran bajo la dirección de su señor, y accesible a los animales; el otro, reservado únicamente al Espíritu, que allí sólo vive ocasionalmente. Esto es lo que explica el por qué vemos en varias casas de Júpiter –por ejemplo en ésta y en la de Zoroastro– una escalera e incluso una rampa. Aquel que pasa rasando el agua como una golondrina y que puede correr sobre los tallos de trigo sin curvarlos, prescinde muy bien de la escalera y de la rampa para entrar en su casa; pero los Espíritus inferiores no tienen el vuelo tan fácil: ellos sólo se elevan por sacudidas, y la rampa no siempre les es inútil. En fin, la escalera es de absoluta necesidad para los animales servidores, que caminan como nosotros. Estos últimos también tienen sus habitaciones, y además muy elegantes, que hacen parte de todas las grandes residencias; pero sus funciones los llaman constantemente a la casa del señor: es preciso facilitarles la entrada y el trayecto interno. De ahí esas construcciones singulares que, por su base, se parecen a nuestros edificios terrestres y de los cuales difieren absolutamente en la parte superior.

Ésta se distingue sobre todo por una originalidad que seríamos incapaces de imitar. Es una especie de flecha aérea que se balancea sobre lo alto del edificio, por encima de la gran ventana y de su singular coronamiento. Esta frágil gavia, fácil de desplazar, está entretanto destinada –en el pensamiento del artista– a no salir del lugar que se le ha designado, porque sin reposar sobre nada en lo alto, completa la decoración, y lamento que la dimensión de la plancha no le haya permitido encontrar lugar en la misma. En cuanto a la morada aérea de Mozart, apenas he de constatar aquí su existencia: los límites de este artículo no me permiten extenderme sobre el asunto.

Sin embargo, no terminaré sin explicar, de paso, el género de ornamentos que el gran artista ha elegido para su morada. Es fácil reconocer en ellos el recuerdo de nuestra música terrestre: la clave de sol está allí frecuentemente repetida y, cosa singular, ¡nunca la clave de fa! En la decoración de la planta baja, encontramos un arco de violín, una especie de tiorba o mandolina, una lira y un pentagrama musical. Más arriba se encuentra una ventana grande que vagamente recuerda la forma de un órgano; las otras tienen la apariencia de notas grandes, y las notas pequeñas abundan en toda la fachada.

Sería un error deducir que la música de Júpiter sea comparable a la nuestra, y que se escriba con los mismos signos: Mozart se ha explicado sobre ella de manera que no deja ninguna duda al respecto; pero, en la decoración de sus casas, los Espíritus recuerdan de buen grado la misión terrestre que les ha merecido la encarnación en Júpiter y que mejor resume el carácter de su inteligencia. Así, en la Casa de Zoroastro, son los astros y el fuego que componen la decoración.

Hay más: parece que ese simbolismo tiene sus reglas y sus secretos. Todos esos ornamentos no están dispuestos al azar: ellos tienen su orden lógico y su significado preciso; pero éste es un arte que los Espíritus de Júpiter se abstienen en hacernos comprender –al menos hasta ahora– y sobre el cual no dan explicaciones de buen grado. Nuestros viejos arquitectos también empleaban el simbolismo en la decoración de sus catedrales; la Torre de Saint-Jacques no es nada menos que un poema hermético, si uno cree en la tradición. Por lo tanto, nada hay de qué sorprendernos en la singular decoración arquitectónica en Júpiter: si ésta contradice nuestras ideas sobre el arte humano, es porque, en efecto, hay todo un abismo entre una arquitectura que vive y que habla, y una construcción como la nuestra, que nada muestra. En esto, como en otras cosas, la prudencia nos preserva de ese error de lo relativo que quiere reducir todo a las proporciones y a los hábitos del hombre terrestre. Si los habitantes de Júpiter tuviesen residencias como las nuestras, si comiesen, viviesen, durmiesen y caminasen como nosotros, no habría gran provecho en subir hacia allá. ¡Es porque su planeta difiere absolutamente del nuestro que anhelamos conocerlo y que soñamos con él como nuestra futura morada!

Por mi parte, no habré perdido el tiempo –y sería muy feliz que los Espíritus me hayan elegido como su intérprete– si sus dibujos y sus descripciones inspiraren a un solo creyente el deseo de subir más rápidamente a Julnius, y el coraje de hacer todo para lograrlo.

VICTORIEN SARDOU

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El autor de esta interesante descripción es uno de esos adeptos fervorosos y esclarecidos que no temen en reconocer abiertamente sus creencias, y que se ponen por encima de la crítica de las personas que no creen en nada de aquello que salga del círculo de sus ideas. Vincular su nombre a una nueva Doctrina, arrostrando sarcasmos, es de un coraje que no es dado a todo el mundo, y felicitamos al Sr. V. Sardou por tenerlo. Su trabajo revela al escritor distinguido que, aunque joven todavía, ya ha conquistado un lugar honorable en la literatura, y une al talento de escribir, los profundos conocimientos del sabio; ésta es una nueva prueba de que el Espiritismo no se encuentra entre los tontos y los ignorantes. Hacemos votos para que el Sr. Sardou complete, lo más pronto posible, su trabajo tan felizmente comenzado. Si por sus eméritas investigaciones los astrónomos nos revelan el mecanismo del Universo, los Espíritus, por sus revelaciones, nos hacen conocer el estado moral, y es –como ellos dicen– con el objetivo de inclinarnos al bien para merecer una existencia mejor.

ALLAN KARDEC


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* Es preciso, sin embargo, exceptuar a ciertos animales provistos de alas y reservados para el servicio aéreo y para los trabajos que entre nosotros exigirían el empleo de carpinteros. Son una transformación del ave, como los animales descriptos anteriormente son una transformación de los cuadrúpedos. [Nota del Espíritu Palissy, a través del médium Victorien Sardou.]
** Al ser de 0,23 la densidad de Júpiter, es decir, un poco menos de un cuarto que la de la Tierra, el Espíritu nada ha dicho aquí que no sea muy verosímil. Se concibe que todo es relativo y que en ese globo etéreo, todo sea etéreo como él. [Nota de Allan Kardec.]