En los curiosos documentos célticos que publicamos en nuestro
número de abril, hemos visto la doctrina de la reencarnación
profesada por los druidas, según el principio de la marcha
ascendente del alma humana a la cual hacían recorrer los varios
grados de nuestra escala espírita. Todo el mundo sabe que la idea de
la reencarnación remonta a la más alta Antigüedad, y que el propio
Pitágoras la ha extraído de entre los hindúes y los egipcios. Por lo
tanto, no es admirable que Platón, Sócrates y otros compartiesen una
opinión admitida por los más ilustres filósofos de aquel tiempo; pero
lo que quizá es más notable, es encontrar en esa época el principio
de la doctrina de la elección de las pruebas, enseñada hoy por los
Espíritus, doctrina que presupone la reencarnación, sin la cual no
tendría ninguna razón de ser. No discutiremos hoy esta teoría, que
estaba tan lejos de nuestro pensamiento cuando los Espíritus nos la
revelaron y que extrañamente nos ha sorprendido, porque –lo
reconocemos con toda humildad– lo que Platón había escrito sobre
este asunto especial nos era por entonces totalmente desconocido,
nueva prueba, entre miles, que las comunicaciones que han sido
dadas no son en absoluto el reflejo de nuestra opinión personal.
En cuanto a la de Platón, simplemente constatamos la idea
principal, pudiendo cada uno fácilmente tener en cuenta la forma
bajo la cual ella es presentada, y juzgar los puntos de contacto que
puede tener, en ciertos detalles, con nuestra teoría actual. En su
alegoría del Huso de la Necesidad, él supone un diálogo entre
Sócrates y Glaucón, y atribuye al primero el siguiente discurso
sobre las revelaciones de Er, el Armenio, personaje ficticio –según
todas las probabilidades–, aunque algunos lo tomen por Zoroastro.
Fácilmente se ha de comprender que este relato no es sino un
cuadro imaginario para conducir al desarrollo de la idea principal: la
inmortalidad del alma, la sucesión de las existencias, la elección de
esas existencias por efecto del libre albedrío, en fin, las
consecuencias felices o desdichadas de esa elección, a menudo
imprudente; todas estas proposiciones se encuentran en El Libro de
los Espíritus, y vienen a confirmar los numerosos hechos citados en
esta Revista.
«El relato que voy a haceros –dice Sócrates a Glaucón– es el de
un hombre de corazón: Er, el Armenio, originario de Panfilia. Él
había sido muerto en una batalla. Diez días después, cuando
llevaban a los cadáveres ya desfigurados de los que con él habían
caído, el suyo fue encontrado sano e intacto. Lo condujeron a su
casa para hacerle los funerales, y en el segundo día, cuando estaba
extendido en la pira, revivió y contó lo que había visto en la otra
vida.
«Luego que su alma salió del cuerpo, se puso a camino con una
infinidad de otras almas y llegó a un lugar maravilloso, donde se
veían en la Tierra dos aberturas –próximas la una de la otra– y otras
dos aberturas en el cielo que correspondían con las primeras. Entre
estas dos regiones estaban sentados jueces. Tan pronto como
pronunciaban una sentencia, mandaban a los justos tomar el camino
de la derecha por una de las aberturas del cielo –después de ponerles
por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor–, y a
los malos tomar el camino de la izquierda, en los abismos, llevando
en la espalda un rótulo semejante donde estaban marcadas todas sus
acciones. Cuando se presentó su turno, los jueces declararon que él
debía llevar a los hombres la noticia de lo que pasaba en ese otro
mundo, y le mandaron que escuchase y que observara todo lo que se
le ofrecía.
«En primer lugar vio que las almas juzgadas desaparecían, unas
dirigiéndose al cielo, las otras descendiendo a la Tierra a través de
las dos aberturas que se correspondían: mientras que por la segunda
abertura de la Tierra vio salir almas cubiertas de polvo y de
inmundicia, al mismo tiempo que por la segunda abertura del cielo
descendían otras almas que eran puras y sin mancha. Todos parecían
venir de un largo viaje y se detenían con gusto en la
pradera como en un punto de reunión. Las que se conocían se
saludaban entre sí y se pedían noticias de lo que sucedía en los
lugares donde ellas venían: el cielo y la Tierra. Aquí, entre gemidos
y lágrimas, recordaban todo lo que habían sufrido y visto sufrir
durante su estancia en la Tierra; allí, se contaban las alegrías del
cielo y la felicidad de contemplar las maravillas divinas.
«Sería muy largo seguir el discurso entero del Armenio, pero he
aquí, en suma, lo que decía. Cada alma recibía diez veces la pena
por cada una de las injusticias que había cometido durante la vida.
La duración de cada punición era de cien años –duración natural de
la vida humana–, a fin de que el castigo fuese siempre décuplo para
cada crimen. De esta manera, los que han causado la muerte de
muchas personas, traicionando ciudades, ejércitos, reducido a sus
conciudadanos a la esclavitud o cometido cualquier otra atrocidad,
eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes.
Al contrario, aquellos que han hecho el bien a su alrededor, que han
sido justos y virtuosos, recibían en la misma proporción la
recompensa de sus buenas acciones. Lo que decía con respecto a los
niños que morían poco tiempo después de su nacimiento, merece
menos ser repetido; pero aseguraba que al impío, al hijo
desnaturalizado, al homicida, estaban reservadas las más crueles
penas, y al hombre religioso y al buen hijo las mayores felicidades.
«Él estaba presente cuando un alma preguntó a otra dónde estaba
Ardieo, el Grande. Ardieo había sido un tirano de una ciudad de
Panfilia mil años antes; había dado muerte a su padre, que era de
avanzada edad, a su hermano mayor, y cometido –dicen– varios
otros crímenes enormes. «Él no viene –respondió el alma– y nunca
vendrá aquí. Al respecto, todos nosotros hemos sido testigos de un
horrible espectáculo. Cuando estábamos a punto de salir del abismo,
después de haber cumplido nuestras penas, vimos a Ardieo y a
muchos otros que, en su mayoría eran tiranos como él o seres que,
en su condición particular, habían cometido grandes crímenes: ellos
hacían vanos esfuerzos para subir, y todas las veces que intentaban
salir esos culpables, cuyos crímenes no tenían remedio o no habían
sido suficientemente expiados, el abismo los repelía con bramidos.
Entonces, personajes horrorosos con los cuerpos en llamas, que allí
se encontraban, acudían a esos gemidos. Primeramente condujeron a
viva fuerza a un cierto número de esos criminales; en cuanto a
Ardieo y a los otros, les ataron los pies, las manos y la cabeza, y,
después de haberlos arrojado en tierra y desollarlos a fuerza de
golpes, los arrastraron fuera del camino sobre sangrientas zarzas,
repitiendo a las sombras, a medida que alguna pasaba: “He aquí a
los tiranos y a los homicidas; nosotros los llevamos para arrojarlos
en el Tártaro”.
Esa alma añadía que, entre tantos objetos terribles, nada les causaba
más miedo que el bramido del abismo, y que había sido para ellas
una extrema alegría salir de allí en silencio.
«Tales eran, aproximadamente, los juicios de las almas, sus
castigos y sus recompensas.
«Después de siete días de reposo en esta pradera, las almas
tuvieron que partir en el octavo, y se pusieron a camino. Al cabo de
cuatro días de jornada percibieron en lo alto, sobre toda la superficie
del cielo y de la Tierra, una inmensa luz, recta como una columna y
semejante a Iris, pero más brillante y más pura. Un solo día les fue
suficiente para alcanzarla, y entonces vieron, en el medio de esta luz,
la extremidad de las cadenas que se unen a los cielos. Es esto lo que
los sostienen: es la cubierta del navío del mundo, es el vasto
cinturón que lo rodea. En lo más alto estaba suspendido el Huso de
la Necesidad, alrededor del cual se formaban todas las
circunferencias. *
«Alrededor del huso, y a distancias iguales, estaban sentadas en
tronos las tres Parcas, hijas de la Necesidad: Láquesis, Cloto y Átropos, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con cintillas. Ellas
cantaban, uniéndose al concierto de las Sirenas: Láquesis cantaba el
pasado, Cloto el presente, Átropos el futuro. Entre un intervalo y
otro, Cloto tocaba con la mano derecha el exterior del huso; con la mano izquierda, Átropos imprimía movimiento a los círculos
interiores y, con una y otra mano, Láquesis tocaba alternativamente
tanto el huso como los pesos interiores.
«Luego que las almas llegaron, les fue preciso presentarse ante
Láquesis. Al principio un hierofante las había colocado por orden,
una después de la otra. Enseguida, habiendo tomado del regazo de
Láquesis los destinos o números en el orden por el cual cada alma
debía ser llamada, así como las diversas condiciones humanas
ofrecidas a su elección, subió a un estrado y habló de esta manera:
“He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas
pasajeras, iréis comenzar una nueva carrera y renacer en la
condición mortal. No se os asignará vuestro genio; vosotras
mismas lo elegiréis. La primera que el destino designe escogerá, y
su elección será irrevocable. La virtud no tiene dueño: ella se une a
quien la honra, y abandona a quien la desprecia. Cada cual es
responsable por su elección: Dios es inocente”. Dichas estas
palabras, él echó los números, y cada alma recogió el que cayó
delante de ella, excepto el Armenio, a quien no se le permitió
hacerlo. Luego, el hierofante mostróa las mismas los géneros de vida de todas las especies, cuyo número
era mucho mayor que el de las almas allí reunidas. La variedad era
infinita; allí se encontraban, al mismo tiempo, todas las condiciones
de los hombres como las de los animales. Había tiranías: unas que
duraban hasta la muerte, otras que se interrumpían bruscamente y
terminaban en la pobreza, en el exilio y en el abandono. La
ilustración se mostraba bajo varios aspectos: se podía elegir la
belleza, el arte de agradar, los combates, la victoria o la nobleza de
la raza. Estados completamente desconocidos en todos los sentidos,
o intermediarios, donde se mezclaban la riqueza y la pobreza, la
salud y la enfermedad, los cuales eran ofrecidos a elección: había
también la misma variedad de condiciones de mujer.
«Evidentemente, mi querido Glaucón, aquí tienes la temible
prueba para la Humanidad. Que cada uno de nosotros piense en esto
y deje todos los vanos estudios para sólo consagrarse a la ciencia
que hace el destino del hombre. Busquemos un maestro que nos
enseñe a discernir el buen y el mal destino, y a elegir todo el bien
que el Cielo nos confía. Examinemos con él qué situaciones
humanas –juntas o separadamente– conducen a las buenas acciones:
si la belleza, por ejemplo, unida a la pobreza o a la riqueza, o a tal
disposición del alma, debe producir la virtud o el vicio; qué ventaja
puede tener un nacimiento ilustre o común, la vida privada o
pública, la fuerza o la debilidad, la instrucción o la ignorancia, en
fin, todo lo que el hombre recibe de la Naturaleza y todo lo que
adquiere por sí mismo. Esclarecidos por la conciencia, decidamos
qué partido nuestra alma debe tomar. Sí, el peor de los destinos es
aquel que la vuelva injusta, y el mejor aquel que la forme sin cesar
hacia la virtud, sin tener en cuenta todo lo demás. ¡Iríamos a olvidar
que no hay elección más saludable después de la muerte como
durante la vida! ¡Ah! Que ese dogma sagrado se identifique para
siempre con nuestra alma, a fin de que ella no se deje deslumbrar en
este mundo, ni por las riquezas ni por otros males de esa naturaleza,
y que de modo alguno se exponga a cometer un gran número de
males sin remedio y a padecerlos aún mayores, al arrojarse con
avidez en la condición de tirano o en cualquier otra similar.
«Según el relato de nuestro mensajero, el hierofante había dicho:
“Aquel que eligiese por último, con tal que lo haga con
discernimiento y que después sea consecuente con su conducta,
puede proponerse una vida feliz. Que ni el primero que haya de
escoger se entregue a una excesiva confianza, ni el último
desespere”. Entonces, el primero a quien llamó el destino se
adelantó apresuradamente y eligió la más considerable tiranía;
llevado por su imprudencia y por su avidez, y sin reparar
suficientemente en lo que hacía, no vio la fatalidad ligada al objeto
de su elección
de tener que comer un día la carne de sus propios hijos y cometer
muchos otros crímenes horribles. Pero cuando hubo considerado el
destino que había elegido, gimió, se lamentó y, olvidándose de las
lecciones del hierofante, terminó acusando de sus males a la fortuna,
a los genios, a todos menos a sí mismo. ** Esta alma era una de las
que venían del cielo: había vivido antes en un Estado bien
gobernado y había hecho el bien, más por fuerza de hábito que por
filosofía. He aquí por qué las almas procedentes del cielo no eran las
menos numerosas entre las que caían en semejantes engaños, por no
haber sido puestas a prueba en el sufrimiento. Al contrario, aquellas
que, habiendo pasado por la región subterránea, habían sufrido y
visto sufrir, no elegían tan a la ligera. A raíz de esto,
independientemente de la contingencia que decidía el lugar en que
debían ser llamadas para escoger, ocurría una especie de cambio de
bienes y de males para la mayoría de las almas. De esta manera, un
hombre que, a cada renovación de su existencia en este mundo, se
aplicase constantemente a la sana filosofía y tuviese la dicha de no
tener los últimos destinos, sería muy probablemente –según este
relato– no solamente feliz en la Tierra, sino también en su viaje a
este mundo, y al volver marcharía por el camino llano del cielo y no
por el sendero penoso del abismo subterráneo.
«El Armenio agregó que era un espectáculo curioso ver de qué
manera cada alma hacía su elección. Nada más extraño ni más
digno, al mismo tiempo, de compasión y de irrisión. La mayoría de
las veces la elección era hecha según los hábitos de la vida anterior.
Er había visto el alma que había pertenecido a Orfeo escoger la
condición de cisne, por odio a las mujeres que le habían dado
muerte, no queriendo deber su nacimiento a ninguna de ellas; el
alma de Tamiris había escogido la condición de ruiseñor; vio
también a un cisne adoptar la naturaleza humana, y lo mismo
hicieron otras aves canoras. Otra alma, la vigésima llamada a elegir,
había tomado la naturaleza de un león: era la de Áyax, hijo de
Telamón. Detestaba tomar un cuerpo humano, porque recordaba el juicio en el cual no
había obtenido las armas de Aquiles. Después llegó el alma de
Agamenón, cuyas desgracias lo volvieron enemigo de los hombres:
él tomó la condición de águila. Al llegar a la mitad, el alma de
Atalanta fue llamada a elegir; habiendo considerado los grandes
honores que reciben los atletas, no pudo resistir al deseo de volverse
atleta. Epeo –constructor del caballo de Troya– se volvió una mujer
hábil en trabajos manuales. El alma del bufón Tersites, de las
últimas en presentarse, revistió la forma de un mono. El alma de
Ulises, que el destino llamó por último, vino también a escoger: pero
como el recuerdo de sus grandes reveses lo había desengañado de la
ambición, anduvo buscando por mucho tiempo, hasta que al fin
descubrió en un rincón la vida tranquila de un simple particular que
todas las demás almas habían dejado a un lado. Y dijo al verla, que
aun cuando hubiera sido la primera en elegir, no habría hecho otra
elección. Los animales, sean cuales fueren, también pasan unos en
los otros o en cuerpos humanos: los que fueron malos se vuelven
especies feroces, y los buenos, animales domésticos.
«Después que todas las almas escogieron su condición, se
aproximaron a Láquesis, según el orden en que habían elegido. La
Parca dio a cada una el genio que había preferido, para que le
sirviese de guardián durante su vida y le ayudase a cumplir su
destino. Este genio la conducía primero a Cloto, para que con su
mano y con un giro del huso, confirmase el destino escogido.
Después de haber tocado el huso, la llevaba hacia Átropos, que
enrollaba el hilo para hacer irrevocable lo que había sido hilado por
Cloto. Enseguida se dirigían hacia el trono de la Necesidad, bajo el
cual el alma y su genio pasaban juntos.
Después que todos hubieron
pasado, se trasladaron a la llanura del Leteo (el Olvido), *** donde
sintieron un calor insoportable, porque allí no había árboles ni
plantas. Llegada la tarde, pasaron luego la noche junto al río Ameles
(ausencia de pensamientos serios), cuyas aguas no pueden ser
contenidas por ninguna vasija: allí eran obligados a beber; pero los
imprudentes bebían de más. Aquellos que beben demasiado pierden
absolutamente la memoria. Enseguida, todas se entregaron al sueño;
pero a medianoche se oyó un gran estruendo de un trueno y de
temblores de tierra: luego las almas fueron dispersadas aquí y allá
hacia los distintos puntos de su nacimiento terrestre, como estrellas
que de repente brillasen en el cielo. En cuanto a él –decía Er– se le
había impedido beber el agua del río; sin embargo, sin saber dónde
ni cómo, su alma se había unido al cuerpo; y al abrir de repente sus
ojos en la madrugada, percibió que estaba extendido en la pira.
«Tal es el mito, mi querido Glaucón, que la tradición hizo vivir
hasta nosotros. Él puede preservarnos de nuestra pérdida: si tenemos
fe, pasaremos con felicidad el Leteo y mantendremos nuestra alma
libre de toda mancha».
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* Éstas son las diversas esferas de los planetas o las diversas divisiones del cielo,
girando alrededor de la Tierra, fijada al propio eje del huso. [Nota de V. Cousin.]
** Los Antiguos no atribuían a la palabra tirano la misma idea que nosotros; daban
ese nombre a todos aquellos que se apoderaban del poder soberano, cualquiera que
fuesen sus cualidades: buenas o malas. La Historia cita tiranos que han hecho el bien;
pero como frecuentemente sucedía lo contrario y, para satisfacer su ambición o
mantenerse en el poder, ningún crimen les importaba, esta palabra se volvió más tarde
sinónimo de cruel, y se dice de todo hombre que abusa de su autoridad.
El alma de la cual habla Er, al elegir la más considerable tiranía, no había buscado
la crueldad, sino simplemente el más amplio poder como condición de su nueva
existencia; cuando su elección fue irrevocable, percibió que ese mismo poder la
arrastraría al crimen y lamentó haberla realizado, acusando a todos de sus males, menos
a sí misma: es la historia de la mayoría de los hombres, que son artífices de su propia
desgracia sin querer confesarlo. [Nota de Allan Kardec.]
*** Alusión al olvido que sigue al pasar de una existencia a otra. [Nota de Allan
Kardec.]