Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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En los curiosos documentos célticos que publicamos en nuestro número de abril, hemos visto la doctrina de la reencarnación profesada por los druidas, según el principio de la marcha ascendente del alma humana a la cual hacían recorrer los varios grados de nuestra escala espírita. Todo el mundo sabe que la idea de la reencarnación remonta a la más alta Antigüedad, y que el propio Pitágoras la ha extraído de entre los hindúes y los egipcios. Por lo tanto, no es admirable que Platón, Sócrates y otros compartiesen una opinión admitida por los más ilustres filósofos de aquel tiempo; pero lo que quizá es más notable, es encontrar en esa época el principio de la doctrina de la elección de las pruebas, enseñada hoy por los Espíritus, doctrina que presupone la reencarnación, sin la cual no tendría ninguna razón de ser. No discutiremos hoy esta teoría, que estaba tan lejos de nuestro pensamiento cuando los Espíritus nos la revelaron y que extrañamente nos ha sorprendido, porque –lo reconocemos con toda humildad– lo que Platón había escrito sobre este asunto especial nos era por entonces totalmente desconocido, nueva prueba, entre miles, que las comunicaciones que han sido dadas no son en absoluto el reflejo de nuestra opinión personal.

En cuanto a la de Platón, simplemente constatamos la idea principal, pudiendo cada uno fácilmente tener en cuenta la forma bajo la cual ella es presentada, y juzgar los puntos de contacto que puede tener, en ciertos detalles, con nuestra teoría actual. En su alegoría del Huso de la Necesidad, él supone un diálogo entre Sócrates y Glaucón, y atribuye al primero el siguiente discurso sobre las revelaciones de Er, el Armenio, personaje ficticio –según todas las probabilidades–, aunque algunos lo tomen por Zoroastro.

Fácilmente se ha de comprender que este relato no es sino un cuadro imaginario para conducir al desarrollo de la idea principal: la inmortalidad del alma, la sucesión de las existencias, la elección de esas existencias por efecto del libre albedrío, en fin, las consecuencias felices o desdichadas de esa elección, a menudo imprudente; todas estas proposiciones se encuentran en El Libro de los Espíritus, y vienen a confirmar los numerosos hechos citados en esta Revista.

«El relato que voy a haceros –dice Sócrates a Glaucón– es el de un hombre de corazón: Er, el Armenio, originario de Panfilia. Él había sido muerto en una batalla. Diez días después, cuando llevaban a los cadáveres ya desfigurados de los que con él habían caído, el suyo fue encontrado sano e intacto. Lo condujeron a su casa para hacerle los funerales, y en el segundo día, cuando estaba extendido en la pira, revivió y contó lo que había visto en la otra vida.

«Luego que su alma salió del cuerpo, se puso a camino con una infinidad de otras almas y llegó a un lugar maravilloso, donde se veían en la Tierra dos aberturas –próximas la una de la otra– y otras dos aberturas en el cielo que correspondían con las primeras. Entre estas dos regiones estaban sentados jueces. Tan pronto como pronunciaban una sentencia, mandaban a los justos tomar el camino de la derecha por una de las aberturas del cielo –después de ponerles por delante un rótulo que contenía el juicio dado en su favor–, y a los malos tomar el camino de la izquierda, en los abismos, llevando en la espalda un rótulo semejante donde estaban marcadas todas sus acciones. Cuando se presentó su turno, los jueces declararon que él debía llevar a los hombres la noticia de lo que pasaba en ese otro mundo, y le mandaron que escuchase y que observara todo lo que se le ofrecía.

«En primer lugar vio que las almas juzgadas desaparecían, unas dirigiéndose al cielo, las otras descendiendo a la Tierra a través de las dos aberturas que se correspondían: mientras que por la segunda abertura de la Tierra vio salir almas cubiertas de polvo y de inmundicia, al mismo tiempo que por la segunda abertura del cielo descendían otras almas que eran puras y sin mancha. Todos parecían venir de un largo viaje y se detenían con gusto en la pradera como en un punto de reunión. Las que se conocían se saludaban entre sí y se pedían noticias de lo que sucedía en los lugares donde ellas venían: el cielo y la Tierra. Aquí, entre gemidos y lágrimas, recordaban todo lo que habían sufrido y visto sufrir durante su estancia en la Tierra; allí, se contaban las alegrías del cielo y la felicidad de contemplar las maravillas divinas.

«Sería muy largo seguir el discurso entero del Armenio, pero he aquí, en suma, lo que decía. Cada alma recibía diez veces la pena por cada una de las injusticias que había cometido durante la vida. La duración de cada punición era de cien años –duración natural de la vida humana–, a fin de que el castigo fuese siempre décuplo para cada crimen. De esta manera, los que han causado la muerte de muchas personas, traicionando ciudades, ejércitos, reducido a sus conciudadanos a la esclavitud o cometido cualquier otra atrocidad, eran atormentados con el décuplo por cada uno de estos crímenes. Al contrario, aquellos que han hecho el bien a su alrededor, que han sido justos y virtuosos, recibían en la misma proporción la recompensa de sus buenas acciones. Lo que decía con respecto a los niños que morían poco tiempo después de su nacimiento, merece menos ser repetido; pero aseguraba que al impío, al hijo desnaturalizado, al homicida, estaban reservadas las más crueles penas, y al hombre religioso y al buen hijo las mayores felicidades.

«Él estaba presente cuando un alma preguntó a otra dónde estaba Ardieo, el Grande. Ardieo había sido un tirano de una ciudad de Panfilia mil años antes; había dado muerte a su padre, que era de avanzada edad, a su hermano mayor, y cometido –dicen– varios otros crímenes enormes. «Él no viene –respondió el alma– y nunca vendrá aquí. Al respecto, todos nosotros hemos sido testigos de un horrible espectáculo. Cuando estábamos a punto de salir del abismo, después de haber cumplido nuestras penas, vimos a Ardieo y a muchos otros que, en su mayoría eran tiranos como él o seres que, en su condición particular, habían cometido grandes crímenes: ellos hacían vanos esfuerzos para subir, y todas las veces que intentaban salir esos culpables, cuyos crímenes no tenían remedio o no habían sido suficientemente expiados, el abismo los repelía con bramidos. Entonces, personajes horrorosos con los cuerpos en llamas, que allí se encontraban, acudían a esos gemidos. Primeramente condujeron a viva fuerza a un cierto número de esos criminales; en cuanto a Ardieo y a los otros, les ataron los pies, las manos y la cabeza, y, después de haberlos arrojado en tierra y desollarlos a fuerza de golpes, los arrastraron fuera del camino sobre sangrientas zarzas, repitiendo a las sombras, a medida que alguna pasaba: “He aquí a los tiranos y a los homicidas; nosotros los llevamos para arrojarlos en el Tártaro”. Esa alma añadía que, entre tantos objetos terribles, nada les causaba más miedo que el bramido del abismo, y que había sido para ellas una extrema alegría salir de allí en silencio.

«Tales eran, aproximadamente, los juicios de las almas, sus castigos y sus recompensas.

«Después de siete días de reposo en esta pradera, las almas tuvieron que partir en el octavo, y se pusieron a camino. Al cabo de cuatro días de jornada percibieron en lo alto, sobre toda la superficie del cielo y de la Tierra, una inmensa luz, recta como una columna y semejante a Iris, pero más brillante y más pura. Un solo día les fue suficiente para alcanzarla, y entonces vieron, en el medio de esta luz, la extremidad de las cadenas que se unen a los cielos. Es esto lo que los sostienen: es la cubierta del navío del mundo, es el vasto cinturón que lo rodea. En lo más alto estaba suspendido el Huso de la Necesidad, alrededor del cual se formaban todas las circunferencias. *

«Alrededor del huso, y a distancias iguales, estaban sentadas en tronos las tres Parcas, hijas de la Necesidad: Láquesis, Cloto y Átropos, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con cintillas. Ellas cantaban, uniéndose al concierto de las Sirenas: Láquesis cantaba el pasado, Cloto el presente, Átropos el futuro. Entre un intervalo y otro, Cloto tocaba con la mano derecha el exterior del huso; con la mano izquierda, Átropos imprimía movimiento a los círculos interiores y, con una y otra mano, Láquesis tocaba alternativamente tanto el huso como los pesos interiores.

«Luego que las almas llegaron, les fue preciso presentarse ante Láquesis. Al principio un hierofante las había colocado por orden, una después de la otra. Enseguida, habiendo tomado del regazo de Láquesis los destinos o números en el orden por el cual cada alma debía ser llamada, así como las diversas condiciones humanas ofrecidas a su elección, subió a un estrado y habló de esta manera: “He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas pasajeras, iréis comenzar una nueva carrera y renacer en la condición mortal. No se os asignará vuestro genio; vosotras mismas lo elegiréis. La primera que el destino designe escogerá, y su elección será irrevocable. La virtud no tiene dueño: ella se une a quien la honra, y abandona a quien la desprecia. Cada cual es responsable por su elección: Dios es inocente”. Dichas estas palabras, él echó los números, y cada alma recogió el que cayó delante de ella, excepto el Armenio, a quien no se le permitió hacerlo. Luego, el hierofante mostróa las mismas los géneros de vida de todas las especies, cuyo número era mucho mayor que el de las almas allí reunidas. La variedad era infinita; allí se encontraban, al mismo tiempo, todas las condiciones de los hombres como las de los animales. Había tiranías: unas que duraban hasta la muerte, otras que se interrumpían bruscamente y terminaban en la pobreza, en el exilio y en el abandono. La ilustración se mostraba bajo varios aspectos: se podía elegir la belleza, el arte de agradar, los combates, la victoria o la nobleza de la raza. Estados completamente desconocidos en todos los sentidos, o intermediarios, donde se mezclaban la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los cuales eran ofrecidos a elección: había también la misma variedad de condiciones de mujer.

«Evidentemente, mi querido Glaucón, aquí tienes la temible prueba para la Humanidad. Que cada uno de nosotros piense en esto y deje todos los vanos estudios para sólo consagrarse a la ciencia que hace el destino del hombre. Busquemos un maestro que nos enseñe a discernir el buen y el mal destino, y a elegir todo el bien que el Cielo nos confía. Examinemos con él qué situaciones humanas –juntas o separadamente– conducen a las buenas acciones: si la belleza, por ejemplo, unida a la pobreza o a la riqueza, o a tal disposición del alma, debe producir la virtud o el vicio; qué ventaja puede tener un nacimiento ilustre o común, la vida privada o pública, la fuerza o la debilidad, la instrucción o la ignorancia, en fin, todo lo que el hombre recibe de la Naturaleza y todo lo que adquiere por sí mismo. Esclarecidos por la conciencia, decidamos qué partido nuestra alma debe tomar. Sí, el peor de los destinos es aquel que la vuelva injusta, y el mejor aquel que la forme sin cesar hacia la virtud, sin tener en cuenta todo lo demás. ¡Iríamos a olvidar que no hay elección más saludable después de la muerte como durante la vida! ¡Ah! Que ese dogma sagrado se identifique para siempre con nuestra alma, a fin de que ella no se deje deslumbrar en este mundo, ni por las riquezas ni por otros males de esa naturaleza, y que de modo alguno se exponga a cometer un gran número de males sin remedio y a padecerlos aún mayores, al arrojarse con avidez en la condición de tirano o en cualquier otra similar.

«Según el relato de nuestro mensajero, el hierofante había dicho: “Aquel que eligiese por último, con tal que lo haga con discernimiento y que después sea consecuente con su conducta, puede proponerse una vida feliz. Que ni el primero que haya de escoger se entregue a una excesiva confianza, ni el último desespere”. Entonces, el primero a quien llamó el destino se adelantó apresuradamente y eligió la más considerable tiranía; llevado por su imprudencia y por su avidez, y sin reparar suficientemente en lo que hacía, no vio la fatalidad ligada al objeto de su elección de tener que comer un día la carne de sus propios hijos y cometer muchos otros crímenes horribles. Pero cuando hubo considerado el destino que había elegido, gimió, se lamentó y, olvidándose de las lecciones del hierofante, terminó acusando de sus males a la fortuna, a los genios, a todos menos a sí mismo. ** Esta alma era una de las que venían del cielo: había vivido antes en un Estado bien gobernado y había hecho el bien, más por fuerza de hábito que por filosofía. He aquí por qué las almas procedentes del cielo no eran las menos numerosas entre las que caían en semejantes engaños, por no haber sido puestas a prueba en el sufrimiento. Al contrario, aquellas que, habiendo pasado por la región subterránea, habían sufrido y visto sufrir, no elegían tan a la ligera. A raíz de esto, independientemente de la contingencia que decidía el lugar en que debían ser llamadas para escoger, ocurría una especie de cambio de bienes y de males para la mayoría de las almas. De esta manera, un hombre que, a cada renovación de su existencia en este mundo, se aplicase constantemente a la sana filosofía y tuviese la dicha de no tener los últimos destinos, sería muy probablemente –según este relato– no solamente feliz en la Tierra, sino también en su viaje a este mundo, y al volver marcharía por el camino llano del cielo y no por el sendero penoso del abismo subterráneo.

«El Armenio agregó que era un espectáculo curioso ver de qué manera cada alma hacía su elección. Nada más extraño ni más digno, al mismo tiempo, de compasión y de irrisión. La mayoría de las veces la elección era hecha según los hábitos de la vida anterior. Er había visto el alma que había pertenecido a Orfeo escoger la condición de cisne, por odio a las mujeres que le habían dado muerte, no queriendo deber su nacimiento a ninguna de ellas; el alma de Tamiris había escogido la condición de ruiseñor; vio también a un cisne adoptar la naturaleza humana, y lo mismo hicieron otras aves canoras. Otra alma, la vigésima llamada a elegir, había tomado la naturaleza de un león: era la de Áyax, hijo de Telamón. Detestaba tomar un cuerpo humano, porque recordaba el juicio en el cual no había obtenido las armas de Aquiles. Después llegó el alma de Agamenón, cuyas desgracias lo volvieron enemigo de los hombres: él tomó la condición de águila. Al llegar a la mitad, el alma de Atalanta fue llamada a elegir; habiendo considerado los grandes honores que reciben los atletas, no pudo resistir al deseo de volverse atleta. Epeo –constructor del caballo de Troya– se volvió una mujer hábil en trabajos manuales. El alma del bufón Tersites, de las últimas en presentarse, revistió la forma de un mono. El alma de Ulises, que el destino llamó por último, vino también a escoger: pero como el recuerdo de sus grandes reveses lo había desengañado de la ambición, anduvo buscando por mucho tiempo, hasta que al fin descubrió en un rincón la vida tranquila de un simple particular que todas las demás almas habían dejado a un lado. Y dijo al verla, que aun cuando hubiera sido la primera en elegir, no habría hecho otra elección. Los animales, sean cuales fueren, también pasan unos en los otros o en cuerpos humanos: los que fueron malos se vuelven especies feroces, y los buenos, animales domésticos.

«Después que todas las almas escogieron su condición, se aproximaron a Láquesis, según el orden en que habían elegido. La Parca dio a cada una el genio que había preferido, para que le sirviese de guardián durante su vida y le ayudase a cumplir su destino. Este genio la conducía primero a Cloto, para que con su mano y con un giro del huso, confirmase el destino escogido. Después de haber tocado el huso, la llevaba hacia Átropos, que enrollaba el hilo para hacer irrevocable lo que había sido hilado por Cloto. Enseguida se dirigían hacia el trono de la Necesidad, bajo el cual el alma y su genio pasaban juntos.

Después que todos hubieron pasado, se trasladaron a la llanura del Leteo (el Olvido), *** donde sintieron un calor insoportable, porque allí no había árboles ni plantas. Llegada la tarde, pasaron luego la noche junto al río Ameles (ausencia de pensamientos serios), cuyas aguas no pueden ser contenidas por ninguna vasija: allí eran obligados a beber; pero los imprudentes bebían de más. Aquellos que beben demasiado pierden absolutamente la memoria. Enseguida, todas se entregaron al sueño; pero a medianoche se oyó un gran estruendo de un trueno y de temblores de tierra: luego las almas fueron dispersadas aquí y allá hacia los distintos puntos de su nacimiento terrestre, como estrellas que de repente brillasen en el cielo. En cuanto a él –decía Er– se le había impedido beber el agua del río; sin embargo, sin saber dónde ni cómo, su alma se había unido al cuerpo; y al abrir de repente sus ojos en la madrugada, percibió que estaba extendido en la pira.

«Tal es el mito, mi querido Glaucón, que la tradición hizo vivir hasta nosotros. Él puede preservarnos de nuestra pérdida: si tenemos fe, pasaremos con felicidad el Leteo y mantendremos nuestra alma libre de toda mancha».


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* Éstas son las diversas esferas de los planetas o las diversas divisiones del cielo, girando alrededor de la Tierra, fijada al propio eje del huso. [Nota de V. Cousin.]
** Los Antiguos no atribuían a la palabra tirano la misma idea que nosotros; daban ese nombre a todos aquellos que se apoderaban del poder soberano, cualquiera que fuesen sus cualidades: buenas o malas. La Historia cita tiranos que han hecho el bien; pero como frecuentemente sucedía lo contrario y, para satisfacer su ambición o mantenerse en el poder, ningún crimen les importaba, esta palabra se volvió más tarde sinónimo de cruel, y se dice de todo hombre que abusa de su autoridad.
El alma de la cual habla Er, al elegir la más considerable tiranía, no había buscado la crueldad, sino simplemente el más amplio poder como condición de su nueva existencia; cuando su elección fue irrevocable, percibió que ese mismo poder la arrastraría al crimen y lamentó haberla realizado, acusando a todos de sus males, menos a sí misma: es la historia de la mayoría de los hombres, que son artífices de su propia desgracia sin querer confesarlo. [Nota de Allan Kardec.]
*** Alusión al olvido que sigue al pasar de una existencia a otra. [Nota de Allan Kardec.]