Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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Hacía siete u ocho meses que Louis G..., oficial zapatero, era novio de la señorita Victorine R..., costurera de calzados, con la cual debía casarse muy próximamente, puesto que las proclamas estaban en curso de publicación. En este estado de cosas, los jóvenes se consideraban casi definitivamente unidos y, por medida de economía, el zapatero iba todos los días a comer a la casa de su futura esposa.

El miércoles último, en que Louis fue –como de costumbre– a cenar a la casa de la costurera de calzados, sobrevino un discusión a causa de una futilidad; ambos se obstinaron de tal modo y las cosas llegaron a tal punto que Louis se levantó de la mesa y partió jurando nunca más volver.

Sin embargo, al día siguiente el zapatero, avergonzado, acabó por ceder y fue a pedir perdón: como se sabe, la noche es buena consejera; pero la costurera, quizá prejuzgando –según la escena de víspera– lo que podría sobrevenir cuando ya no hubiese más tiempo para desdecirse, rehusó reconciliarse, y ni las justificativas, ni las lágrimas, ni la desesperación, nada pudo doblegarla. Entretanto, anteayer por la noche, como varios días habían transcurrido desde la desavenencia, Louis, esperando que su amada estuviera más tratable, quiso intentar una última aproximación: por lo tanto, llegó y golpeó de modo de hacerse conocer, pero ella se negó a abrirle; entonces, nuevas súplicas fueron dadas por parte del pobre desahuciado, nuevas justificativas a través de la puerta, pero nada pudo conmover a la implacable prometida. «¡Adiós, entonces, malvada! –exclamó finalmente el pobre muchacho–, ¡adiós para siempre! ¡Procurad encontrar un marido que os ame tanto como yo!» Al mismo tiempo la joven oyó una especie de gemido ahogado, y luego como el ruido de un cuerpo que cae deslizándose a lo largo de su puerta, quedando todo en silencio; entonces, ella imaginó que Louis se había sentado en el umbral de la puerta, esperando que saliera, pero ella se propuso no poner un pie afuera hasta que él se marchara.

Transcurrido apenas un cuarto de hora de lo acontecido, un inquilino que pasaba con luz por el descansillo de la escalera lanzó una exclamación y pidió socorro. Inmediatamente los vecinos llegaron, y la Srta. Victorine –habiendo igualmente abierto su puerta– dio un grito de horror al ver tendido en el suelo a su prometido, pálido e inanimado. Todos se apresuraron por socorrerlo, llamaron a un médico, pero pronto se apercibieron que todo era inútil, pues había fallecido. El desdichado joven había hundido su cuchilla de zapatero en la región del corazón, y el hierro había quedado en la herida.

Este hecho, que encontramos en Le Siècle (El Siglo) del 7 de abril último, ha sugerido la idea de hacerle a un Espíritu superior algunas preguntas sobre sus consecuencias morales. Helas aquí, así como sus respuestas que fueron dadas por el Espíritu san Luis en la sesión de la Sociedad del 10 de agosto de 1858.

1. La joven, causa involuntaria de la muerte de su novio, ¿tiene responsabilidad de lo sucedido? –Resp. Sí, porque ella no lo amaba.

2. Para prevenir esta desgracia, ¿debería desposarlo a pesar de no quererlo? –Resp. Ella buscaba una ocasión para separarse de él; hizo al comienzo lo que hubiera hecho más tarde.

3. ¿Entonces su culpabilidad consiste en haber alentado en él sentimientos que ella no correspondía, sentimientos que han sido la causa de la muerte del joven? –Resp. Sí, así es.

4. En este caso, su responsabilidad debe ser proporcional a su falta; ésta no debe ser tan grande como si hubiera provocado voluntariamente la muerte. –Resp. Eso salta a la vista.

5. El suicidio de Louis, ¿encuentra una excusa en el desvarío al que lo llevó la obstinación de Victorine? –Resp. Sí, porque su suicidio, que provino del amor, es menos criminal a los ojos de Dios que el suicidio del hombre que quiere librarse de la vida por un motivo de cobardía.

Nota – Al decir que este suicidio es menos criminal a los ojos de Dios, significa evidentemente que hay criminalidad, aunque menor. La falta consiste en la debilidad que él no supo vencer. Sin duda, ésta era una prueba bajo la cual sucumbió; ahora bien, los Espíritus nos enseñan que el mérito consiste en luchar victoriosamente contra las pruebas de toda especie, que son la propia esencia de nuestra vida terrestre. En otra oportunidad, al haber sido evocado el Espíritu Louis G..., se le dirigieron las siguientes preguntas:

1. ¿Qué pensáis de la acción que habéis cometido? –Resp. Victorine es un ingrata; hice mal en matarme por su causa, porque ella no lo merecía.

2. ¿Ella, pues, no os amaba? –Resp. No; al principio creyó que sí; se hizo esa ilusión; la escena que le hice le abrió los ojos; entonces se puso contenta con ese pretexto para desembarazarse de mí.

3. Y vos, ¿la amabais sinceramente? –Resp. Yo tenía pasión por ella; eso es todo –creo; si la hubiera amado con un amor puro, no habría querido causarle pena.

4. Si ella hubiese sabido que queríais realmente mataros, ¿habría persistido en su negativa? –Resp. No sé; no lo creo, porque ella no es mala; pero hubiera sido infeliz; para ella aun es mejor que las cosas hayan sucedido así.

5. Al llegar a su puerta ¿teníais la intención de mataros en caso de negativa? –Resp. No; ni lo pensaba; no creía que fuese tan obstinada; sucedió que, cuando vi su obstinación, un vértigo me dominó.

6. Parecéis no lamentar vuestro suicidio sino porque Victorine no lo merecía; ¿es éste el único sentimiento que tenéis? –Resp. En este momento, sí; estoy aún completamente turbado; me parece estar a su puerta; pero siento otra cosa que no puedo definir.

7. ¿Lo comprenderéis más adelante? –Resp. Sí, cuando salga de esta turbación... Está mal lo que hice; yo debía haberla dejado tranquila... Fui débil y sufro las consecuencias... Ya veis, la pasión ciega al hombre y le hace cometer tantas tonterías. Las comprende cuando ya no hay más tiempo.

8. Decís que sufrís las consecuencias; ¿cuál la pena que sufrís? – Resp. Hice mal en abreviar mi vida; no debía haberlo hecho; tendría que haber soportado todo en vez de terminar antes de tiempo; y además, soy desgraciado, sufro; siempre es ella la que me hace sufrir; me parece estar aún allí, a su puerta. ¡Ingrata! No me habléis más de ella, no quiero recordarla: esto me hace muy mal.

Adiós