Hacía siete u ocho meses que Louis G..., oficial zapatero, era
novio de la señorita Victorine R..., costurera de calzados, con la cual
debía casarse muy próximamente, puesto que las proclamas estaban
en curso de publicación. En este estado de cosas, los jóvenes se
consideraban casi definitivamente unidos y, por medida de
economía, el zapatero iba todos los días a comer a la casa de su
futura esposa.
El miércoles último, en que Louis fue –como de costumbre– a
cenar a la casa de la costurera de calzados, sobrevino un discusión a
causa de una futilidad; ambos se obstinaron de tal modo y las cosas llegaron a tal punto que
Louis se levantó de la mesa y partió jurando nunca más volver.
Sin embargo, al día siguiente el zapatero, avergonzado, acabó por
ceder y fue a pedir perdón: como se sabe, la noche es buena
consejera; pero la costurera, quizá prejuzgando –según la escena de
víspera– lo que podría sobrevenir cuando ya no hubiese más tiempo
para desdecirse, rehusó reconciliarse, y ni las justificativas, ni las
lágrimas, ni la desesperación, nada pudo doblegarla. Entretanto,
anteayer por la noche, como varios días habían transcurrido desde la
desavenencia, Louis, esperando que su amada estuviera más tratable,
quiso intentar una última aproximación: por lo tanto, llegó y golpeó
de modo de hacerse conocer, pero ella se negó a abrirle; entonces,
nuevas súplicas fueron dadas por parte del pobre desahuciado,
nuevas justificativas a través de la puerta, pero nada pudo conmover
a la implacable prometida. «¡Adiós, entonces, malvada! –exclamó
finalmente el pobre muchacho–, ¡adiós para siempre! ¡Procurad
encontrar un marido que os ame tanto como yo!» Al mismo tiempo
la joven oyó una especie de gemido ahogado, y luego como el ruido
de un cuerpo que cae deslizándose a lo largo de su puerta, quedando
todo en silencio; entonces, ella imaginó que Louis se había sentado
en el umbral de la puerta, esperando que saliera, pero ella se propuso
no poner un pie afuera hasta que él se marchara.
Transcurrido apenas un cuarto de hora de lo acontecido, un
inquilino que pasaba con luz por el descansillo de la escalera lanzó
una exclamación y pidió socorro. Inmediatamente los vecinos
llegaron, y la Srta. Victorine –habiendo igualmente abierto su
puerta– dio un grito de horror al ver tendido en el suelo a su
prometido, pálido e inanimado. Todos se apresuraron por socorrerlo,
llamaron a un médico, pero pronto se apercibieron que todo era
inútil, pues había fallecido. El desdichado joven había hundido su
cuchilla de zapatero en la región del corazón, y el hierro había
quedado en la herida.
Este hecho, que encontramos en Le Siècle (El Siglo) del 7 de abril
último, ha sugerido la idea de hacerle a un Espíritu superior algunas
preguntas sobre sus consecuencias morales. Helas aquí, así como sus
respuestas que fueron dadas por el Espíritu san Luis en la sesión de
la Sociedad del 10 de agosto de 1858.
1. La joven, causa involuntaria de la muerte de su novio, ¿tiene
responsabilidad de lo sucedido? –Resp. Sí, porque ella no lo amaba.
2. Para prevenir esta desgracia, ¿debería desposarlo a pesar de no
quererlo? –Resp. Ella buscaba una ocasión para separarse de él; hizo
al comienzo lo que hubiera hecho más tarde.
3. ¿Entonces su culpabilidad consiste en haber alentado en él
sentimientos que ella no correspondía, sentimientos que han sido la
causa de la muerte del joven? –Resp. Sí, así es.
4. En este caso, su responsabilidad debe ser proporcional a su
falta; ésta no debe ser tan grande como si hubiera provocado
voluntariamente la muerte. –Resp. Eso salta a la vista.
5. El suicidio de Louis, ¿encuentra una excusa en el desvarío al
que lo llevó la obstinación de Victorine? –Resp. Sí, porque su
suicidio, que provino del amor, es menos criminal a los ojos de Dios
que el suicidio del hombre que quiere librarse de la vida por un
motivo de cobardía.
Nota – Al decir que este suicidio es menos criminal a los ojos de
Dios, significa evidentemente que hay criminalidad, aunque menor.
La falta consiste en la debilidad que él no supo vencer. Sin duda,
ésta era una prueba bajo la cual sucumbió; ahora bien, los Espíritus
nos enseñan que el mérito consiste en luchar victoriosamente contra
las pruebas de toda especie, que son la propia esencia de nuestra
vida terrestre.
En otra oportunidad, al haber sido evocado el Espíritu Louis G...,
se le dirigieron las siguientes preguntas:
1. ¿Qué pensáis de la acción que habéis cometido? –Resp.
Victorine es un ingrata; hice mal en matarme por su causa, porque
ella no lo merecía.
2. ¿Ella, pues, no os amaba? –Resp. No; al principio creyó que sí;
se hizo esa ilusión; la escena que le hice le abrió los ojos; entonces
se puso contenta con ese pretexto para desembarazarse de mí.
3. Y vos, ¿la amabais sinceramente? –Resp. Yo tenía pasión por
ella; eso es todo –creo; si la hubiera amado con un amor puro, no
habría querido causarle pena.
4. Si ella hubiese sabido que queríais realmente mataros, ¿habría
persistido en su negativa? –Resp. No sé; no lo creo, porque ella no
es mala; pero hubiera sido infeliz; para ella aun es mejor que las
cosas hayan sucedido así.
5. Al llegar a su puerta ¿teníais la intención de mataros en caso de
negativa? –Resp. No; ni lo pensaba; no creía que fuese tan
obstinada; sucedió que, cuando vi su obstinación, un vértigo me
dominó.
6. Parecéis no lamentar vuestro suicidio sino porque Victorine no
lo merecía; ¿es éste el único sentimiento que tenéis? –Resp. En este
momento, sí; estoy aún completamente turbado; me parece estar a su
puerta; pero siento otra cosa que no puedo definir.
7. ¿Lo comprenderéis más adelante? –Resp. Sí, cuando salga de
esta turbación... Está mal lo que hice; yo debía haberla dejado
tranquila... Fui débil y sufro las consecuencias... Ya veis, la pasión
ciega al hombre y le hace cometer tantas tonterías. Las comprende cuando ya no hay
más tiempo.
8. Decís que sufrís las consecuencias; ¿cuál la pena que sufrís? –
Resp. Hice mal en abreviar mi vida; no debía haberlo hecho; tendría
que haber soportado todo en vez de terminar antes de tiempo; y
además, soy desgraciado, sufro; siempre es ella la que me hace
sufrir; me parece estar aún allí, a su puerta. ¡Ingrata! No me habléis
más de ella, no quiero recordarla: esto me hace muy mal.
Adiós