Disertación moral dictada por el Espíritu san Luis al Sr. D...
Para una de las sesiones de la Sociedad, san Luis nos había
prometido una disertación sobre la envidia. El Sr. D..., que
comenzaba a desarrollar la mediumnidad y que aún dudaba un poco,
no de la Doctrina de la cual es uno de los más fervorosos adeptos –
comprendiéndola en su esencia, es decir, desde el punto de vista
moral–, sino de la facultad que se revelaba en él, evocó a san Luis en
su nombre particular y le dirigió la siguiente pregunta:
–¿Quisierais disipar mis dudas, mis inquietudes, sobre mi fuerza
medianímica, al escribir por mi intermedio la disertación que habéis
prometido a la Sociedad para el martes 1º de junio?
–Resp. Sí; para tranquilizarte, lo consiento.
Ha sido entonces que el siguiente trozo le fue dictado. Haremos
notar que el Sr. D... se dirigía a san Luis con un corazón puro y
sincero, sin segundas intenciones, condición indispensable para toda
buena comunicación. No era una prueba que hacía: él no dudaba
sino de sí mismo, y Dios ha permitido que fuese atendido para darle
los medios de volverse útil. El Sr. D... es hoy uno de los médiums
más completos, no solamente por una gran facilidad de ejecución,
sino por su aptitud en servir de intérprete a todos los Espíritus,
incluso a aquellos del orden más elevado que se expresan fácilmente
y de buen grado por su intermedio. Éstas son, sobre todo, las
cualidades que se deben buscar en un médium, y que el mismo
siempre puede adquirir con la paciencia, la voluntad y el ejercicio.
El Sr. D... no ha tenido necesidad de mucha paciencia; tenía en sí la
voluntad y el fervor unidos a una aptitud natural. Algunos días han
sido suficientes para
llevar su facultad al más alto grado. He aquí el dictado que le ha sido
dado sobre la envidia:
«Ved a este hombre: su Espíritu está inquieto, su desdicha
terrestre ha llegado al colmo; envidia el oro, el lujo, la felicidad
aparente o ficticia de sus semejantes; su corazón está devastado, su
alma sordamente consumida por esta lucha incesante del orgullo, de
la vanidad no satisfecha; lleva consigo, en todos los instantes de su
miserable existencia, una serpiente que lo aviva, que sin cesar le
sugiere los más fatales pensamientos: «¿Tendré esta voluptuosidad,
esta felicidad? Por tanto, esto me es debido al igual que aquéllos;
soy un hombre como ellos; ¿por qué sería yo desheredado?» Y se
debate en su impotencia, presa del horrible suplicio de la envidia.
Feliz aún si estas ideas funestas no lo llevan al borde de un abismo.
Al entrar en este camino, se pregunta si no debe obtener por la
violencia lo que cree que se le es debido; si no irá a mostrar a los
ojos de todos el horroroso mal que lo devora. Si ese desdichado
hubiera sólo observado por debajo de su posición, habría visto el
número de los que sufren sin quejarse y que incluso bendicen al
Creador; porque la desdicha es un beneficio del cual Dios se sirve
para hacer avanzar a la pobre criatura hacia su trono eterno.
Haced vuestra felicidad y vuestro verdadero tesoro en la Tierra de
las obras de caridad y de sumisión: las únicas que os permite ser
admitidos en el seno de Dios. Estas obras del bien harán vuestra
alegría y vuestra dicha eternas; la envidia es una de las más feas y de
las más tristes miserias de vuestro globo; la caridad y la constante
emisión de la fe harán desaparecer todos esos males, que se irán uno
a uno a medida que los hombres de buena voluntad –que vendrán
después de vosotros– se multipliquen. Así sea.»