Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

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Mérito de la oración

La misma persona mencionada en el incidente anterior tuvo una vez la siguiente comunicación espontánea, cuyo origen no entendió al principio:

“No me has olvidado, y tu Espíritu nunca tuvo un sentido de perdón por mí. Es verdad que os he hecho mucho mal; pero he sido castigado por ello durante mucho tiempo. No he dejado de sufrir. Te veo siguiendo los deberes que cumples con tanto valor, para proveer a tu familia, la envidia no ha dejado de devorar mi corazón. Vuestra... (Hicimos una pausa aquí para preguntar quién podría ser. El Espíritu agrega: "No me interrumpas; me nombraré a mí mismo cuando termine")... resignación, que seguí, fue uno de mis mayores males. Ten un poco de piedad de mí, si eres verdaderamente un discípulo de Cristo. Estaba bastante solo en la tierra, aunque en medio de mi familia, y la envidia era mi mayor vicio. Fue por envidia que dominé a tu marido. Parecías recuperar el control sobre él cuando te conocí, y me puse entre vosotros. Perdóname y ten valor: Dios tendrá misericordia de ti a su vez. Mi hermana, a quien oprimí durante mi vida, es la única que oró por mí; pero son sus oraciones las que necesito. Los demás no tienen para mí el sello del perdón. Adiós, perdona.

Ángel Rouget.”

Esta señora agrega: “Entonces recordé perfectamente a la persona que murió hace unos veinticinco años, y en quien no había pensado durante muchos años. Me pregunto cómo es que las oraciones de su hermana, criatura virtuosa y mansa, devota, piadosa y resignada, no son más fecundas que las mías. Sin embargo, te puedes imaginar, según eso, oré y perdoné.”

Respuesta. - El Espíritu mismo da la explicación cuando dice:

“Las oraciones de los demás no tienen el sello del perdón para mí. En efecto, siendo esta señora la principal ofendida, y habiendo sufrido más por la conducta de esta mujer, en su oración hubo perdón, que debió tocar más al Espíritu culpable. Su hermana, al orar, estaba, por así decirlo, sólo cumpliendo un deber; por otro lado, había un acto de caridad. El ofendido tenía más derecho y mérito para pedir perdón; su perdón era, pues, tanto más para tranquilizar el Espíritu. Ahora bien, sabemos que el efecto principal de la oración es obrar sobre la moral del Espíritu, sea para calmarlo, sea para reconducirlo al bien; al devolverlo al bien, acelera la clemencia del Juez Supremo, que siempre perdona al pecador arrepentido.

La justicia humana, por imperfecta que sea frente a la justicia divina, nos ofrece frecuentes ejemplos similares. Si un hombre es llevado ante los tribunales por una ofensa contra alguien, nadie alegará mejor en su favor y obtendrá su perdón más fácilmente que el mismo ofendido que generosamente viene a retirar su demanda.

Habiendo sido leída esta comunicación a la sociedad de París, dio lugar a la siguiente pregunta, propuesta por uno de sus miembros:

“Los Espíritus piden incesantemente las oraciones de los mortales; ¿No oran también los Espíritus buenos por los Espíritus que sufren, y en este caso por qué son más eficaces las de los hombres?”

La siguiente respuesta fue dada en la misma sesión por San Agustín; médium, Sr. E. Vézy:

Orad siempre, hijos; ya os lo he dicho: la oración es un rocío benéfico que debe hacer menos árida la tierra reseca. Vengo a repetírtelo de nuevo, y le añado algunas palabras en respuesta a la pregunta que me haces. ¿Por qué entonces, decís, los Espíritus que sufren os piden oraciones antes que a nosotros? ¿Son más eficaces las oraciones de los mortales que las de los buenos Espíritus? - ¿Quién te ha dicho que nuestras oraciones no tienen la virtud de infundir consuelo y dar fuerza a los Espíritus débiles que sólo pueden ir a Dios con dificultad y muchas veces con desánimo? Si imploran vuestras oraciones, es porque tienen el mérito de emanaciones terrenas que se elevan voluntariamente a Dios, y que Él siempre las saborea, viniendo de vuestra caridad y de vuestro amor.

Para vosotros rezar es abnegación; para nosotros es el deber. El encarnado que ora por su prójimo cumple la noble tarea de los Espíritus puros; sin tener el coraje y la fuerza, realiza sus maravillas. Es propio de nuestra vida, de nosotros, consolar al Espíritu en el dolor y en el sufrimiento; pero una de tus oraciones es el collar que desatas de tu cuello para darlo a los necesitados; es el pan que tomáis de vuestra mesa para dárselo a los hambrientos, y por eso vuestras oraciones son agradables a los que las escuchan. ¿No accede siempre un padre a la oración del hijo pródigo? ¿No llama a todos sus siervos a matar el becerro cebado cuando regrese el niño culpable? ¿Cómo no podría hacer aún más por éste, aunque se ponga de rodillas para decirle: “Oh padre mío, soy muy culpable; ¡No te pido misericordia, pero perdona a mi hermano arrepentido, más débil y menos culpable que yo!" ¡Vaya! es entonces que el padre es tocado; es entonces cuando arranca de su pecho todo lo que puede contener de dones y de amor. Él dijo: “Vosotros estabais llenos de iniquidades; te llamaste a ti mismo un criminal; más comprendiendo la enormidad de vuestras faltas, no me clamasteis por vosotros; aceptas los sufrimientos de mi castigo, ya pesar de tus torturas, ¡tu voz tiene suficiente fuerza para orar por tu hermano!" ¡Y bien! el padre no quiere tener menos caridad que el hijo: perdona a ambos; a ambos extenderá sus manos para que caminen derechos por el camino que lleva a su gloria.

Es por esto, hijos míos, que los Espíritus sufrientes que rondan a vuestro alrededor imploran vuestras oraciones; debemos orar; usted, usted puede orar. Oración del corazón, tú eres el alma de las almas si puedo expresarme así; ¡Sublime quintaesencia que siempre asciende casta, hermosa y radiante al alma más grande de Dios!

San Agustín.