Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

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Ensayo sobre la interpretación de la doctrina de los ángeles caídos

La cuestión de los orígenes tiene siempre la capacidad de despertar la curiosidad y, en lo que atañe al hombre, la despierta a tal punto que es imposible que toda persona sensata acepte literalmente el relato bíblico, y que no vea ahí sino una de esas alegorías de las cuales el estilo oriental es tan pródigo. Además, la Ciencia vino a ofrecerle la prueba al demostrar, por medios irrefutables, la imposibilidad material de la formación del globo en seis días multiplicado por veinticuatro horas. Ante la evidencia de los hechos, escritos en caracteres irrecusables en las capas geológicas, la Iglesia tuvo que adoptar la opinión de los científicos, y concordar con ellos que los seis días de la Creación son seis períodos de una extensión indeterminada, tal como la Iglesia lo hizo antaño con el movimiento de la Tierra. Por lo tanto, si el texto bíblico es pasible de interpretación en este punto capital, también puede serlo en otros puntos, particularmente sobre la época de la aparición del hombre en la Tierra, sobre su origen y sobre el sentido que se le debe dar a la calificación de ángeles caídos.

Como el principio de las cosas está en los secretos de Dios,que nos lo revela a medida que lo juzga conveniente, uno queda limitado a conjeturas. Muchos sistemas han sido imaginados para resolver esta cuestión y, hasta el presente, ninguno satisface completamente a la razón. Nosotros también vamos a intentar levantar una punta del velo; ¿seremos más dichosos que nuestros predecesores? Lo ignoramos; sólo el futuro lo dirá. Por lo tanto, la teoría que presentamos es una opinión personal; la misma nos parece estar de acuerdo con la razón y con la lógica, lo que a nuestros ojos le da un cierto grado de probabilidad.

Ante todo, constatamos que, si es posible descubrir alguna parte de la verdad, esto sucede gracias a la ayuda de la teoría espírita; ella ya resolvió una multitud de problemas hasta entonces insolubles, y es con el auxilio de los jalones que la misma nos ofrece que vamos a ensayar remontarnos a la sucesión de los tiempos. El sentido literal de ciertos pasajes de los libros sagrados, sentido refutado por la Ciencia y rechazado por la razón, ha causado más incredulidad de lo que pudiera pensarse por la obstinación que se ha mostrado en convertirlo en artículo de fe; si una interpretación racional los hiciera aceptar, es evidente que aproximaría nuevamente de la Iglesia a los que se alejaron de ella.

Antes de proseguir, es esencial que nos entendamos acerca de las palabras. ¡Cuántas disputas eternas no se debieron a la ambigüedad de ciertas expresiones, que cada uno tomaba en el sentido de sus ideas personales! Ya lo hemos demostrado en El Libro de los Espíritus, a propósito de la palabra alma. Al decir claramente en qué acepción la tomamos, hemos puesto término a toda controversia. La palabra ángel está en el mismo caso; la emplean indiferentemente en el buen y en el mal sentido, diciendo: los ángeles buenos y malos, el ángel de la luz y el ángel de las tinieblas; de esto resulta que, en su acepción general, significa simplemente Espíritu. Es evidente que es en este último sentido que debe ser entendido, al hablarse de los ángeles caídos y de los ángeles rebeldes. Según la Doctrina Espírita, y concordando en esto con varios teólogos, los ángeles no son –de manera alguna– seres creados privilegiadamente, exentos, por un favor especial, del trabajo impuesto a los otros, sino Espíritus que llegaron a la perfección por sus esfuerzos y por sus propios méritos. Si los ángeles fueran seres creados perfectos, siendo la rebelión contra Dios una señal de inferioridad, los que se rebelaron no podrían ser ángeles. La Doctrina nos dice también que los Espíritus progresan, pero que no retrogradan, porque jamás pierden las cualidades que han adquirido; ahora bien, la rebelión por parte de seres perfectos sería una retrogradación, rebelión que se concibe por parte de seres aún atrasados.

Para evitar toda ambigüedad, convendría reservar la calificación de ángeles para los Espíritus puros, y llamar a los otros sencillamente Espíritus buenos o malos; pero al haber prevalecido el uso de esa palabra para los ángeles caídos, nosotros decimos que la tomamos en su acepción general, y se verá que –en ese sentido– la idea de caída y de rebelión es perfectamente admisible.

No conocemos y probablemente nunca conoceremos el punto de partida del alma humana; todo lo que sabemos es que los Espíritus son creados simples e ignorantes; que ellos progresan intelectual y moralmente; que, a consecuencia, de su libre albedrío, unos han tomado la buena senda y otros la mala senda; que una vez puesto los pies en el lodazal, se hunden cada vez más en él; que después de una sucesión ilimitada de existencias corporales, llevadas a cabo en la Tierra o en otros mundos, ellos se depuran y llegan a la perfección que los aproxima a Dios.

Un punto que también es difícil comprender es la formación de los primeros seres vivos en la Tierra, cada uno en su especie, desde las plantas hasta el hombre; al respecto, la teoría contenida en El Libro de los Espíritus nos parece la más racional, aunque ella resuelva incompleta e hipotéticamente ese problema que creemos insoluble, tanto para nosotros como para la mayoría de los Espíritus a los cuales no es dado penetrar el misterio de los orígenes. Si se los interroga sobre este punto, los más sabios responden que no lo conocen; pero otros –menos modestos– toman la iniciativa y se presentan como reveladores, dictando sistemas que son el producto de sus ideas personales y que dan como verdad absoluta. Es contra la manía de los sistemas de ciertos Espíritus, en lo que atañe al principio de las cosas, que es necesario precaverse, y lo que a nuestros ojos prueba la sabiduría de los que dictaron El Libro de los Espíritus, es la reserva que ellos han observado sobre las cuestiones de esta naturaleza. En nuestra opinión, no es una prueba de sabiduría decidir estas cuestiones de una manera absoluta, como lo hicieron algunos, sin preocuparse con las imposibilidades materiales resultantes de los datos suministrados por la Ciencia y por la observación. Lo que decimos sobre la aparición de los primeros hombres en la Tierra se extiende a la formación de los cuerpos, porque una vez formado el cuerpo, es más fácil comprender la realidad del Espíritu encarnado. Con la formación de los cuerpos, lo que nos proponemos a examinar aquí es el estado de los Espíritus que han animado dichos cuerpos, a fin de llegar a definir –si posible– de un modo más racional de lo que se hizo hasta ahora, la doctrina de la caída de los ángeles y del paraíso perdido.

Si no se admite la pluralidad de las existencias corporales, es preciso admitir que el alma es creada al mismo tiempo que el cuerpo; porque, una de dos: o ya vivió el alma que anima al cuerpo al nacer, o ella aún no vivió; entre estas dos hipótesis no hay término medio. Ahora bien, de la segunda hipótesis –aquella en que el alma no vivió– surge una multitud de problemas insolubles, tales como la diversidad de aptitudes y de instintos, incompatibles con la justicia de Dios; el destino de los niños que mueren en tierna edad, el de los cretinos, el de los idiotas, etc., mientras que todo se explica naturalmente si se admite que el alma ya vivió y que trae, al encarnar en un nuevo cuerpo, lo que ella ya había adquirido anteriormente. Es así que las sociedades progresan gradualmente; sin esto, ¿cómo explicar la diferencia que existe entre el estado social actual y el de los tiempos de barbarie? Si las almas fuesen creadas al mismo tiempo que los cuerpos, las que nacen hoy serían tan nuevas y tan primitivas como las que vivían hace miles de años; agreguemos que entre ellas no habría ninguna conexión, ninguna relación necesaria; que serían completamente independientes unas de las otras. Entonces, ¿por qué las almas de hoy serían mejor dotadas por Dios que sus predecesoras? ¿Por qué comprenden mejor? ¿Por qué tienen instintos más depurados y costumbres más suaves? ¿Por qué tienen la intuición de ciertas cosas sin haberlas aprendido? Desafiamos a encontrar la solución para este problema, a menos que se admita que Dios haya creado almas de diversas cualidades, según los tiempos y los lugares, proposición inconciliable con la idea de una soberana justicia. Por el contrario, decid que las almas de hoy ya han vivido en épocas remotas; que ellas pudieron ser bárbaras como su siglo, pero que progresaron; que a cada nueva existencia traen lo que han adquirido en existencias anteriores; por consecuencia, que las almas de los tiempos civilizados no fueron creadas más perfectas, sino que se perfeccionaron con el tiempo, y tendréis así la única explicación plausible de la causa del progreso social.

Estas consideraciones, extraídas de la teoría de la reencarnación, son esenciales para facilitar la comprensión de un hecho del que hablaremos más adelante.

Aunque los Espíritus puedan reencarnarse en mundos diferentes, parece que, en general, realizan un cierto número de migraciones corporales en el mismo globo y en el mismo medio, a fin de poder aprovechar mejor la experiencia adquirida; ellos no salen de ese medio sino para entrar en uno peor, por punición, o en uno mejor, como recompensa. Resulta de eso que, durante un cierto período, la población del globo es compuesta aproximadamente por los mismos Espíritus, que allí reaparecen en diversas épocas hasta que hayan alcanzado un grado de depuración suficiente como para merecer habitar en mundos más avanzados.

Según las enseñanzas dadas por los Espíritus superiores, esas emigraciones e inmigraciones de los Espíritus encarnados en la Tierra suceden de tiempo en tiempo, individualmente; pero, en ciertas épocas, se operan en masa, como consecuencia de las grandes revoluciones que hacen desaparecer del globo a innumerables cantidades de los mismos, siendo reemplazados por otros Espíritus que, en cierto modo, en la Tierra o en una parte de la Tierra, constituyen una nueva generación.

El Cristo ha dicho una frase notable que, como muchas otras tomadas al pie de la letra, no se ha comprendido, porque no se ha tenido en cuenta que Él casi siempre hablaba por medio de figuras y parábolas. Al anunciar los grandes cambios en el mundo físico y en el mundo moral, dijo: En verdad os digo que no pasará esta generación sin que esas cosas se hayan cumplido. Ahora bien, la generación del tiempo del Cristo pasó hace más de dieciocho siglos sin que esas cosas hayan llegado; de esto se deduce que el Cristo se equivocó –lo que es inadmisible– o que Sus palabras tenían un sentido oculto que fue mal interpretado.

Si nos remitimos ahora a lo que dicen los Espíritus –no solamente a nosotros, sino a través de los médiums de todos los países–, llegamos al cumplimiento de los tiempos predichos, a una época de renovación social, es decir, a la época de una de esas grandes emigraciones de Espíritus que habitan la Tierra. Dios, que los había enviado a este globo para mejorarse, los dejó aquí el tiempo necesario para progresar; les hizo conocer Sus leyes, primero por Moisés y después por el Cristo; los advirtió por medio de los profetas. En sus reencarnaciones sucesivas pudieron aprovechar estas enseñanzas; ahora los tiempos han llegado, y aquellos que no aprovecharon la luz, que violaron las leyes de Dios y que menospreciaron su poder dejarán la Tierra donde, de ahí en adelante, estarían fuera de lugar en medio del progreso moral que se realiza y al cual sólo podrían obstaculizar, ya sea como hombres o como Espíritus. La generación a la que el Cristo se refería, no pudiendo ser la de los hombres que vivían en Su tiempo –corporalmente hablando–, debe ser entendida como la generación de Espíritus que en la Tierra recorrieron los diversos períodos de sus encarnaciones y que van a dejarla. Ellos serán reemplazados por una nueva generación de Espíritus que, moralmente más adelantados, harán reinar entre sí la ley de amor y de caridad enseñada por el Cristo y cuya felicidad no será perturbada por el contacto de los malos, de los orgullosos, de los egoístas, de los ambiciosos y de los impíos. Según la opinión de los Espíritus, incluso parece que ya entre los niñosque nacen ahora, muchos son la encarnación de Espíritus de esa nueva generación. En cuanto a los de la antigua generación que tuvieren méritos, pero que sin embargo no hayan alcanzado un grado de depuración suficiente para llegar a mundos más avanzados, podrán continuar habitando la Tierra y aún pasar acá algunas encarnaciones; pero entonces, en lugar de ser una punición, esto será una recompensa, ya que serán aquí más felices por progresar. El tiempo en que desaparece una generación de Espíritus para dar lugar a otra puede ser considerado como el fin del mundo, es decir, el fin del mundo moral.

¿Qué sucederá con los Espíritus expulsados de la Tierra? Los propios Espíritus nos dicen que aquellos irán a habitar mundos nuevos, donde encontrarán a seres aún más atrasados que los de este mundo, a los cuales estarán encargados de hacerlos progresar, transmitiéndoles el producto de sus conocimientos adquiridos. El contacto con el medio bárbaro en que estarán será para ellos una expiación cruel y una fuente de incesantes sufrimientos físicos y morales, de los cuales tendrán tanto más conciencia cuanto más desarrollada fuere su inteligencia; pero esa expiación será al mismo tiempo una misión que les ofrecerá los medios para rescatar su pasado, según la manera en que la cumplan. Allí, aún sufrirán una serie de reencarnaciones durante un período de tiempo más o menos largo,al final del cual, los que tuvieren merecimiento, serán retirados hacia mundos mejores, quizás hacia la propia Tierra que, por entonces, será una morada de felicidad y de paz, mientras que los de la Tierra, a su turno, ascenderán gradualmente al estado de ángeles o de Espíritus puros.

Se dirá que esto es muy demorado y que sería más agradable ir directamente de la Tierra al Cielo. Sin duda, pero con este sistema tenéis también la posibilidad de ir directamente de la Tierra al infierno, por la eternidad de las eternidades; ahora bien, se ha de concordar que, siendo en este mundo muy rara la suma de virtudes necesarias para ir directo de la Tierra al Cielo, hay realmente pocos hombres que estarían seguros de tenerlas; de esto se deduce que existen más posibilidades de ir al infierno que al paraíso. ¿No es preferible hacer un camino más largo, pero con la seguridad de llegar al fin? En el estado actual de la Tierra, nadie se preocupa por volver a la misma, y nada obliga a esto, porque –mientras se encuentra aquí– depende de cada uno progresar de tal modo que merezca ascender a mundos más adelantados. Ningún prisionero, al salir de la cárcel, se preocupa por volver a ella; el medio es muy simple: basta no caer en nueva falta. También para el soldado sería muy cómodo volverse de repente mariscal; pero, aunque tenga municiones en la cartuchera, es necesario que conquiste su rango.

Remontémonos ahora a la escala de los tiempos, y desde el presente –como punto conocido– intentemos deducir lo desconocido, al menos por analogía, aunque no se tenga la certeza de una demostración matemática.

Como se sabe, la cuestión de Adán, como tronco único de la especie humana en la Tierra,es muy controvertida, porque las leyes antropológicas demuestran su imposibilidad, sin hablar de los documentos auténticos de la historia china que prueban que la población del globo remonta a una época bien anterior a la que la cronología bíblica atribuye a Adán. Entonces, la historia de Adán ¿ha sido inventada? No es probable; es un símbolo que, como todas las alegorías, debe contener una gran verdad, cuya clave sólo el Espiritismo puede darnos. En nuestra opinión, la cuestión principal no es saber si el personaje Adán realmente existió, ni en qué época vivió, más si la raza humana que se designa como su posteridad es una raza decaída. La solución de esta cuestión no está exenta de moralidad, porque, al esclarecernos sobre nuestro pasado, puede guiar nuestra conducta hacia el futuro.

Ante todo, notemos que, sin la reencarnación, la idea de caída aplicada al hombre es una insensatez, sucediendo lo mismo con la idea de la responsabilidad que recaería sobre nosotros por la falta de nuestro primer padre. Si el alma de cada hombre es creada al nacer, entonces ella no existía antes; luego, no tiene ninguna relación directa ni indirecta con la que cometió la primera falta; por lo tanto, preguntamos cómo ella puede ser responsable por eso. La duda sobre este punto conduce naturalmente a la duda o, incluso, a la incredulidad sobre muchos otros, porque si el punto de partida es falso, las consecuencias también deben ser falsas. Tal es el razonamiento de muchas personas. ¡Pues bien! Este razonamiento se desmorona si tomamos en cuenta el espíritu y no la letra del relato bíblico, y si nos reportamos a los propios principios de la Doctrina Espírita, destinados –como ya se ha dicho– a reavivar la fe que se extingue.

Notemos también que la idea de los ángeles rebeldes, de los ángeles caídos y del paraíso perdido se encuentra en casi todas las religiones y, como tradición, en casi todos los pueblos; por lo tanto, dicha idea debe asentarse sobre una verdad. Para comprender el verdadero sentido que se le debe dar a la calificación de ángeles rebeldes, de modo alguno es necesario suponer una lucha real entre Dios y los ángeles o Espíritus, puesto que la palabra ángel es aquí tomada en una acepción general. Admitiéndose que los hombres son Espíritus encarnados, ¿qué son los materialistas y los ateos sino ángeles o Espíritus en rebeldía contra la Divinidad, ya que niegan Su existencia y no reconocen Su poder ni Sus leyes? ¿No es por orgullo que afirman que toda su capacidad viene de ellos mismos y no de Dios? ¿No es el colmo de la rebelión pregonar la nada después de la muerte? ¿No son muy culpables los que se sirven de la inteligencia –de la que tanto se jactan– para arrastrar a sus semejantes al precipicio de la incredulidad? Hasta un cierto punto, ¿no practican un acto de rebeldía los que, sin negar a la Divinidad, menosprecian los verdaderos atributos de su esencia? ¿Los que se cubren con la máscara de la piedad para cometer malas acciones? ¿Aquellos cuya fe en el futuro no los ha desapegado de los bienes de este mundo? ¿Los que, en nombre de un Dios de paz, violan la primera de sus leyes: la ley de caridad? ¿Aquellos que siembran la perturbación y el odio a través de la calumnia y de la maledicencia? En fin, ¿aquellos cuya vida, voluntariamente inútil, se consume en la ociosidad, sin provecho para sí mismos ni para sus semejantes? A todos se les pedirán cuentas, no solamente del mal que hayan hecho, sino del bien que hayan dejado de hacer. ¡Ah! Todos esos Espíritus que han empleado tan mal sus encarnaciones, una vez expulsados de la Tierra y mandados a mundos inferiores, entre pueblos primitivos que aún están en la barbarie, ¿qué serán sino ángeles caídos enviados en expiación? La Tierra que dejan, ¿no será para ellos un paraíso perdido, en comparación con el medio ingrato en el que permanecerán relegados durante miles de siglos, hasta el día en que hayan merecido su liberación?

Si ahora nos remontamos al origen de la raza actual, simbolizada en la persona de Adán, encontraremos todos los caracteres de una generación de Espíritus expulsados de un otro mundo y exiliados –por causas semejantes– en la Tierra ya poblada, pero por hombres primitivos, inmersos en la ignorancia y en la barbarie, Espíritus que tenían la misión de hacer progresar a dichos hombres, trayendo para ellos las luces de una inteligencia ya desarrollada. En efecto, ¿no es ese el papel que ha desempeñado hasta este día la raza adámica? Al relegarla a esta Tierra de trabajo y de sufrimiento, ¿Dios no ha tenido razón en decirle: «Comerás el pan con el sudor de tu frente»? Si ella mereció ese castigo por causas semejantes a las que vemos hoy, ¿no es justo decir que se perdió por orgullo? En su mansedumbre, ¿no podría prometerle que le enviaría un Salvador, es decir, el que debería iluminar el camino a seguir para llegar a la felicidad de los elegidos? Este Salvador fue enviado en la persona del Cristo, que enseñó la ley de amor y de caridad como la verdadera ancla de salvación.

Aquí se presenta una importante consideración. La misión del Cristo es fácilmente comprendida al admitirse que son los mismos Espíritus que vivieron antes y después de su llegada, y que así pudieron beneficiarse de sus enseñanzas y del mérito de su sacrificio; sin la reencarnación, no obstante, es más difícil comprenderse la utilidad de ese mismo sacrificio en pro de Espíritus creados posteriormente a su venida, ya que Dios los habría creado manchados con faltas cometidas por aquellos con los cuales no tuvieron ninguna relación.

Entretanto, esa raza de Espíritus parece haber completado su tiempo en la Tierra; en ese número, unos aprovecharon el tiempo para su adelanto y merecieron ser recompensados; otros, por su obstinación en cerrar los ojos a la luz, agotaron la mansedumbre del Creador y merecieron un castigo. Así han de cumplirse las palabras del Cristo: «Los buenos irán a mi derecha y los malos a mi izquierda.»

Un hecho parece venir en apoyo de la teoría que atribuye una preexistencia a los primeros habitantes de esta raza en la Tierra: el de que Adán –indicado como origen– es representado con un desarrollo intelectual inmediato, muy superior al de las razas salvajes actuales; que en poco tiempo sus primeros descendientes mostraron aptitud para trabajos de arte bastante avanzados. Ahora bien, lo que sabemos del estado de los Espíritus en su origen nos indica lo que habría sido Adán –desde el punto de vista intelectual– si su alma hubiera sido creada al mismo tiempo que su cuerpo. Admitiendo, excepcionalmente, que Dios le haya dado un alma más perfecta, quedaría por explicar por qué los salvajes de Australia, por ejemplo, que salen del mismo tronco, son infinitamente más atrasados que el padre común. Al contrario, todo prueba, ya sea por lo físico como por lo moral, que ellos pertenecen a otra raza de Espíritus más próximos a su origen, y que aún necesitan pasar por un gran número de migraciones corporales antes de alcanzar, inclusive, los grados menos avanzados de la raza adámica. La nueva raza que va a surgir, al hacer reinar por todas partes la ley del Cristo –que es la ley de justicia, de amor y de caridad–, acelerará su progreso. Los que han escrito la historia de la Antropología terrestre se apegaron sobre todo a los caracteres físicos; el elemento espiritual fue casi siempre omitido, siendo invariablemente dejado a un lado por los escritores que no admiten nada fuera de la materia. Cuando dicho elemento sea tenido en cuenta en el estudio de las Ciencias, una luz totalmente nueva será proyectada sobre una multitud de cuestiones aún oscuras, porque el elemento espiritual es una de las fuerzas vivas de la Naturaleza, el cual desempeña un papel preponderante en los fenómenos físicos, así como en los fenómenos morales.

En resumen, he aquí un notable ejemplo –por su analogía– de lo que sucede en gran escala en el mundo de los Espíritus, y que nos ayudará a comprenderlo.

El 24 de mayo de 1861, la fragata Ifigenia transportó a Nueva Caledonia una compañía disciplinaria compuesta por 291 hombres. Al llegar, el comandante de la colonia les dirigió un orden del día en los siguientes términos:

«Al poner los pies en esta tierra lejana, vosotros ya habréis comprendido el papel que os está reservado.

«A ejemplo de los bravos soldados de nuestra marina que trabajan a vuestro lado, nos ayudaréis a llevar con honor la antorcha de la civilización al seno de las tribus salvajes de Nueva Caledonia. Os pregunto: ¿no es esa una bella y noble misión? Cumplidla, entonces, dignamente.

«Escuchad la voz y los consejos de vuestros superiores. Yo estoy por encima de ellos; que mis palabras sean bien entendidas.

«La elección de vuestro comandante, de vuestros oficiales, suboficiales y cabos constituye una segura garantía de todos los esfuerzos que serán intentados para hacer de vosotros excelentes soldados; digo más: para elevaros a la altura de buenos ciudadanos y transformaros en honorables colonos, si así lo deseáis.

«Vuestra disciplina será severa: y así debe serlo. Puesta en nuestras manos, será firme e inflexible –sabedlo bien; pero también justa y paternal, sabiendo distinguir el error del vicio y de la degradación...»

He aquí, por lo tanto, a hombres expulsados por su mala conducta de un país civilizado, y enviados como punición a un país bárbaro. ¿Qué les dice su jefe? «Habéis infringido las leyes de vuestro país; en él os habéis convertido en causa de perturbación y de escándalo, y por esto fuisteis expulsados. Os envían aquí, donde podréis rescatar vuestro pasado; por medio del trabajo podréis crearos una posición honorable y convertiros en ciudadanos honestos. Tenéis una bella misión que cumplir: la de llevar la civilización a estas tribus salvajes. La disciplina será severa, pero justa, y sabremos distinguir a quienes procedan correctamente.»

Para aquellos hombres relegados en medio de la barbarie, ¿no es la madre patria un paraíso perdido por sus propias faltas y por su rebelión contra la ley? En esa tierra lejana, ¿no son ellos ángeles caídos? El lenguaje del jefe, ¿no es el que Dios empleó al dirigirse a los Espíritus exiliados en la Tierra?: «Habéis desobedecido mis leyes, y es por eso que os he expulsado del mundo donde podríais haber vivido felices y en paz; aquí estaréis condenados al trabajo, pero podréis, por vuestra conducta, merecer el perdón y reconquistar la patria que habéis perdido por vuestras faltas, es decir, el Cielo.»

A primera vista, la idea de caída parece estar en contradicción con el principio según el cual los Espíritus no pueden retrogradar; sin embargo, es necesario considerar que de ninguna manera se trata de un retroceso al estado primitivo; el Espíritu, aunque en una posición inferior, no pierde nada de lo que ya ha adquirido; su desarrollo moral e intelectual es el mismo, sea cual fuere el medio en el que sea colocado. Está en la misma situación del hombre que ha sido condenado a prisión por sus delitos; ciertamente se halla decaído desde el punto de vista social, pero no por esto se vuelve más inepto ni más ignorante.

¿Se podrá creer ahora que esos hombres, enviados a Nueva Caledonia, van a transformarse súbitamente en modelos de virtud, y que de repente van a abjurar de sus errores del pasado? Sería preciso no conocer a la humanidad para suponer esto. Por la misma razón, los Espíritus que serán expulsados de la Tierra, una vez trasladados al mundo de exilio, no se despojarán instantáneamente de su orgullo y de sus malos instintos; conservarán aún por mucho tiempo las tendencias de origen, un resto del antiguo germen. Lo mismo ha sucedido con los Espíritus de la raza adámica exiliada en la Tierra; ahora bien, ¿no es éste el verdadero pecado original? La mancha que ellos traen al nacer es la de la raza de Espíritus culpables y punidos a la cual pertenecen, mancha que pueden borrar por medio del arrepentimiento, de la expiación y de la renovación de su ser moral. El pecado original, considerado como la responsabilidad de una falta cometida por otro, es un absurdo y la negación de la justicia de Dios; por el contrario, considerado como consecuencia y saldo de una imperfección anterior del propio individuo, no sólo la razón lo admite, sino que es totalmente justa la responsabilidad que se deriva del mismo.

Esta interpretación da una razón de ser muy natural al dogma de la Inmaculada Concepción, del cual tanto se ha burlado el escepticismo. Este dogma establece que la madre del Cristo no era maculada por el pecado original;¿cómo se explica esto? Es bien simple: Dios envió a un Espíritu puro, que no pertenecía a la raza culpable y exiliada, para encarnar en la Tierra y cumplir su augusta misión, del mismo modo que –de tiempo en tiempo– envía a Espíritus superiores que se encarnan en la misma para dar un impulso al progreso y acelerar su evolución. Esos Espíritus son, en la Tierra, como el venerable pastor que va a moralizar a los condenados en sus prisiones, a fin de mostrarles el camino de la salvación.

Sin duda, ciertas personas considerarán esta interpretación poco ortodoxa; inclusive, a algunos les podrá parecer una herejía. Pero ¿no se ha comprobado que muchos no ven en el relato del Génesis, en la historia de la manzana y de la costilla de Adán, sino un símbolo? ¿Que por no poder dar un sentido preciso a la doctrina de los ángeles caídos, de los ángeles rebeldes y del paraíso perdido, consideran todas esas cosas como fábulas? Si una interpretación lógica los lleva a ver allí una verdad oculta bajo la alegoría, ¿no es mejor esto que la negación absoluta? Admitiéndose que esta solución no esté –en todos los puntos– de conformidad con la ortodoxia rigurosa, en el sentido vulgar de la palabra, preguntamos si es preferible no creer absolutamente en nada o creer en alguna cosa. Si la creencia en el texto literal aleja al hombre de Dios, y si la creencia por medio de dicha interpretación lógica lo aproxima a Él, ¿no vale ésta más que la otra? Por lo tanto, no venimos de modo alguno a destruir el principio o a minarlo en sus fundamentos, como lo han hecho algunos filósofos; buscamos descubrir su sentido oculto y, al contrario, venimos a consolidarlo al darle una base racional. Sea como fuere, en todo caso, no se le podrá negar a esta interpretación un carácter de grandeza que ciertamente el texto literal no tiene. Esta teoría abarca, a la vez, la universalidad de los mundos, lo infinito en el pasado y en el futuro; ella da, a todo, su razón de ser por medio del encadenamiento que une a todas las cosas, a través de la solidaridad establecida entre todas las partes del Universo. ¿No es dicha teoría la más acorde con la idea que hacemos de la majestad y de la bondad de Dios, que aquella que circunscribe a la Humanidad a un punto en el espacio y a un instante en la eternidad?