Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

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Los Espíritus y el linaje

Entre los argumentos que ciertas personas oponen a la doctrina de la reencarnación, hay uno que debemos examinar porque, en un primer aspecto, es bastante falaz. Dicen que ella tendería a romper los lazos de familia al multiplicarlos, pues aquel que concentrase su afecto por su padre debería compartirlo con tantos otros padres que hubiese tenido en las encarnaciones; entonces, una vez en el mundo de los Espíritus, ¿cómo reconocerse en medio de esa progenitura? Por otro lado, ¿en qué se vuelve la filiación de los antepasados, si el que cree descender en línea directa de Hugo Capeto o de Godofredo de Bouillon ha vivido varias veces? Si después de haber sido un gran señor, ¿puede volverse un plebeyo? ¡He aquí, pues, todo un linaje alterado!

Para comenzar, responderemos a esto de la siguiente manera: Una de dos: o la reencarnación existe o no existe; si existe, todas las recriminaciones personales no impedirán sus consecuencias, porque Dios, para regir el orden de las cosas, no pide consejos a nadie, pues de otro modo cada uno gustaría que el mundo fuese gobernado a su antojo. En cuanto a la multiplicidad de los lazos de familia, diremos que algunos padres sólo tienen un hijo, mientras que otros tienen doce o más; ¿habrán pensado en acusar a Dios por obligarlos a dividir su afecto en varias partes? Y esos hijos, que a su turno tienen hijos, ¿no forma todo esto una numerosa familia, cuyos abuelos y bisabuelos se vanaglorian en vez de lamentarse? Vosotros, que hacéis remontar vuestra genealogía a cinco o seis siglos, ¿no deberíais compartir vuestro afecto, una vez en el mundo de los Espíritus, entre todos vuestros ascendientes? Si os atribuís una docena de antepasados, ¡pues bien!, tendréis el doble o el triple, eso es todo. Por lo tanto, tenéis una idea muy pobre de vuestros sentimientos afectuosos, ¡ya que teméis que no sean suficientes para amar a varias personas! Pero tranquilizaos; voy a probaros que, con la reencarnación, vuestro afecto será menos dividido de lo que si no existiera. En efecto, supongamos que en vuestra genealogía contáis con cincuenta abuelos, tanto ascendientes directos como colaterales, lo que es poco si remontáis a las cruzadas; a través de la reencarnación, es posible que algunos de ellos hayan venido varias veces y que, en lugar de cincuenta Espíritus que contabais en la Tierra, solamente encontréis la mitad de ellos en el otro mundo.

Pasemos a la cuestión de la filiación. Con vuestro sistema llegáis a un resultado totalmente diferente al que esperáis. Si no hay preexistencia –anterioridad del alma–, el alma aún no ha vivido; por lo tanto, vuestra alma ha sido CREADA al mismo tiempo que vuestro cuerpo; en ese estado de cosas, no hay ninguna relación con ninguno de vuestros antepasados. Suponed que descendéis en la línea directa de Carlomagno, ¿que hay en común entre él y vosotros? ¿Qué os ha transmitido intelectual y moralmente? Nada, absolutamente nada. ¿Por qué os aferráis a él? ¿Por una serie de cuerpos que están todos putrefactos, destruidos y dispersos? Ciertamente no hay razón para enorgulleceros de eso. Al contrario, con la preexistencia del alma podéis haber tenido, con vuestros antepasados, relaciones reales, serias y más afectuosas para el amor propio. Por lo tanto, sin la reencarnación no hay más que un parentesco corporal mediante la transmisión de moléculas orgánicas de la misma naturaleza que la de los caballos purasangre; con la reencarnación hay un parentesco espiritual; ¿cuál de los dos es el mejor?

Sin duda objetaréis que con la reencarnación un Espíritu extraño puede infiltrarse en vuestro linaje y que, en vez de contar en éste con apenas gentileshombres, es posible encontrarse allí con un zapatero remendón. Esto es absolutamente verdadero, pero no quiere decir nada. San Pedro era solamente un pescador pobre; ¿él no sería de un hogar lo suficientemente digno como para hacernos ruborizar por tenerlo en nuestra familia?

Y además, entre esos antepasados de nombres célebres, ¿habrán tenido todos una conducta bien edificante, la única cosa –en nuestra opinión– de la cual podríamos honrarnos hasta un cierto punto, aunque su mérito no tenga nada que ver con el nuestro? Que se examine la vida privada de esos paladines, de esos grandes barones que robaban sin escrúpulos a los transeúntes y que, en nuestros días, serían citados nada menos que por el Supremo Tribunal de Justicia en lo Criminal, debido a sus actos; que se examine a ciertos grandes señores, para quien la vida de un villano no valía un pedazo de caza, puesto que llevaban a la horca a un hombre por causa de un conejo. Para ellos, todo esto eran pequeños errores, que no manchaban el linaje; ¡pero casarse con una persona de condición inferior, introduciendo en la familia sangre plebeya, era un crimen imperdonable! ¡Ay! Por más que se haga eso, cuando suene la hora de la partida –y suena para los grandes como para los pequeños– tendrán que dejar en la Tierra sus ropas bordadas, y los pergaminos no servirán para nada ante el juez supremo, que ha de pronunciar esta sentencia terrible: ¡Porque todo aquel que se enaltezca será rebajado! Si bastara descender de algún gran hombre para tener su lugar marcado de antemano en el Cielo, dicho lugar sería comprado barato, puesto que sería a expensas del mérito ajeno. La reencarnación da una nobleza más meritoria –la única que es aceptada por Dios–, que es la de haber animado uno mismo la serie de existencias como hombre de bien. Feliz de aquel que pueda depositar a los pies del Eterno el tributo de los servicios prestados a la humanidad en cada una de sus existencias, porque la suma de sus méritos será proporcional al número de las mismas. Pero aquellos que sólo se prevalezcan de la ilustración de sus antepasados, Dios dirá: ¿Por qué vosotros mismos no os ilustrasteis?

Otro sistema podría, aparentemente, conciliar las exigencias del amor propio con el principio de la no reencarnación: es aquel por el cual el padre no transmitiría al hijo apenas el cuerpo, sino también una porción de su alma, de tal modo que si descendierais de Carlomagno, vuestra alma podría tener su tronco en el suyo. Ahora bien, veamos a qué consecuencia llegamos. En virtud de este sistema, el alma de Carlomagno tendría su tronco en el de su padre y, poco a poco, así llegaríamos hasta Adán. Si el alma de Adán es el tronco de todas las almas del género humano, las cuales transmiten a sus sucesores algunas porciones de sí misma, las almas actuales serían el producto de un fraccionamiento que sobrepasaría todas las subdivisiones homeopáticas. De esto resultaría que el alma del padre común debería ser más completa y más entera que la de sus descendientes; resultaría, aún, que Dios solamente habría creado una única alma, que se subdividiría al infinito y, así, cada uno de nosotros no sería una criatura directa de Dios. Además, este sistema dejaría un inmenso problema por resolver: el de las aptitudes especiales. Si el padre transmitiese a su hijo los principios de su alma, necesariamente le transmitiría sus virtudes y sus vicios, sus talentos y sus ineptitudes, como le transmite ciertas enfermedades congénitas. Entonces, ¿cómo explicar por qué hombres virtuosos o de genio tienen hijos malos o cretinos, y viceversa? ¿Por qué un linaje estaría mezclado de buenos y de malos? Al contrario, decid que cada alma es individual, que tiene existencia propia e independiente, que progresa en virtud de su libre albedrío por medio de una serie de existencias corporales –en cada una de las cuales adquiere algo de bueno y que deja algo de malo–, hasta que haya alcanzado la perfección, y todo se explica, todo está de acuerdo con la razón, con la justicia de Dios, e incluso en provecho del amor propio.

El Sr. Salgues (de Angers), de quien hemos hablado en nuestro último número, no es partidario de la reencarnación. Desde la aparición de El Libro de Espíritus nos escribió una extensa carta en la cual él combatía la doctrina de la reencarnación con argumentos basados en su incompatibilidad con los lazos de familia. En esa carta, fechada el 18 de septiembre de 1857, él nos da su genealogía, que remonta ininterrumpidamente a los Carolingios, y nos pregunta en que se vuelve esa gloriosa filiación con la mezcla de Espíritus a través de la reencarnación. Hemos extraído de su correspondencia el siguiente pasaje:

«Pero, entonces, ¿para qué serviría el árbol genealógico? Yo tengo el mío, completo, regular: de un lado, desde los antepasados de Carlomagno y, del otro, desde la hija del emir Musa –uno de los descendientes abasíes de Mahoma–, décima generación, por su casamiento con García, príncipe de Navarra, padre con ella de García Ximenes, rey de Navarra. En fin, esta genealogía continuó, por medio de alianzas, a través de soberanos de casi todas las cortes de Europa, hasta la época de Alfonso VI, rey de Castilla; después a través de las Casas de Comminges, de Lascaris Ventimiglia, de Montmorency, de Turena y, finalmente, de los condes y señores de Palhasse de Salgues, en Languedoc. Todo esto se puede comprobar en El arte de verificar fechas; los Benedictinos de San Mauro pueden ser cotejados en el Diccionario de la nobleza de Francia; en L’Armorial, en Padre Anselmo, en Noreri, etc. Pero si solamente nos ligamos a nuestros padres a través de la materia carnal que ha recibido nuestro Espíritu, ¿no hay en todas partes lagunas e interrupciones muy considerables? Es un camino trazado en la arena, que se pierde en centenas de direcciones. Entonces, que nos sea permitido creer que si el Espíritu no se transmite, el alma es para el hombre lo que el aroma es para la flor. Ahora bien, ¿no dice Swedenborg, en los Arcanos, que nada se pierde en la Naturaleza? ¿Y que el aroma de las flores reproduce nuevas flores en otras regiones, más allá de aquella de donde salió? Por consiguiente, es por el alma –que de ninguna manera es el Espíritu– que quizá existiese una cadena semiespiritual de generaciones. Si le fuera permitido a mi Espíritu saltar ocho o diez generaciones de vez en cuando, ¿dónde reconocería a mis antepasados?»

Como vemos, el Sr. Salgues sólo se apega a la procedencia del cuerpo; pero ¿cómo conciliar las relaciones de Espíritu a Espíritu con la no preexistencia del alma? Si en esa filiación hubiera entre ellos relaciones necesarias, ¿cómo el descendiente de tantos soberanos sería hoy un simple propietario angevino? ¿No es una retrogradación a los ojos del mundo? No ponemos en duda la autenticidad de su genealogía, y lo felicitamos por eso, ya que le da placer; pero diremos que lo estimamos más por sus virtudes personales que por las de sus antepasados.

La autoridad de Swedenborg es aquí muy cuestionable cuando atribuye la reproducción de las flores al aroma; ese aceite esencial, volátil, que le da el aroma, jamás tuvo la facultad reproductora, que únicamente reside en el polen. Por lo tanto, la comparación es inexacta, porque si el alma no hace más que influir –con su perfume– sobre el alma que la sucede, no la crea; sin embargo, debería transmitirle sus propias cualidades y, en esta hipótesis, no vemos por qué el descendiente de Carlomagno no habría llenado el mundo con el destello de sus acciones, mientras que Napoleón se apoyaría sobre un alma común. Que se diga que Napoleón desciende de Carlomagno o, mejor aún, que fue Carlomagno, que vino en el siglo XIX para continuar la obra comenzada en el siglo VIII, uno lo comprende; pero, con el principio de la unicidad de la existencia, nada vincula a Carlomagno con sus descendientes, a no ser ese aroma, transmitido poco a poco sobre almas no creadas. Y entonces, ¿cómo explicar por qué, entre sus descendientes, hubo tantos hombres nulos e indignos, y por qué Napoleón es un genio mayor que sus oscuros antepasados? A pesar de lo que se diga, sin la reencarnación se choca a cada paso contra dificultades insolubles, que únicamente la preexistencia del alma resuelve de una manera simple y, a la vez, lógica y completa, puesto que ella lo explica todo.

Otra cuestión. Un hecho conocido es que las familias se debilitan y se degeneran cuando los casamientos no salen de la línea directa; sucede con las razas humanas lo mismo que con las razas animales. ¿Por qué, entonces, la necesidad del cruce de razas? ¿En qué se vuelve, pues, la unidad del tronco? ¿No hay ahí una mezcla de Espíritus, una intrusión de Espíritus ajenos a la familia? Un día abordaremos esta seria cuestión con todos los desarrollos que la misma implica.