Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

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Enseñanzas y disertaciones espíritas

La reencarnación
(Enviada desde La Haya; médium: barón de Kock)

La doctrina de la reencarnación es una verdad incontestable; desde el momento en que el hombre quiera solamente pensar en el amor, en la sabiduría y en la justicia de Dios, no puede admitir ninguna otra doctrina.

Es cierto que en los libros sagrados se encuentran estas palabras: «Después de la muerte, el hombre será recompensado según sus obras». Pero no se presta la suficiente atención a una infinidad de citas, que os dicen que es completamente inadmisible que el hombre actual sea punido por las faltas y por los crímenes de aquellos que han vivido antes del Cristo. No puedo detenerme en tantos ejemplos y demostraciones dados por los que tienen fe en la reencarnación; vosotros mismos podéis hacer esto; los Espíritus buenos os ayudarán y será un trabajo agradable para vosotros. Podréis agregar esto a los dictados que yo os he dado y que aún os daré si Dios lo permite. Estáis convencidos del amor de Dios por los hombres; Él sólo desea la felicidad de sus hijos; ahora bien, el único medio para que ellos alcancen un día esa suprema felicidad está por completo en las reencarnaciones sucesivas.

Ya os he dicho que lo que Kardec ha escrito sobre los ángeles caídos es la pura verdad. Los Espíritus que pueblan vuestro globo, en la mayoría, siempre lo han habitado. Si son los mismos que ahí regresan hace tantos siglos, es que muy pocos han merecido la recompensa prometida por Dios.

El Cristo dijo: «Esta raza se destruirá y, en breve, esta profecía será cumplida». Si se cree en un Dios de amor y de justicia, ¿cómo se puede admitir que los hombres que viven actualmente, e incluso los que han vivido hace dieciocho siglos, pueden ser culpables de la muerte del Cristo sin admitirse la reencarnación? Sí, el sentimiento de amor a Dios, el de las penas y el de las recompensas de la vida futura, la idea de la reencarnación son innatas en el hombre desde hace siglos. Ved toda la Historia, ved los escritos de los sabios de la Antigüedad y seréis convencidos de que esta doctrina fue admitida en todos los tiempos por todos los hombres que comprendieron la justicia de Dios. Ahora comprendéis qué es nuestra Tierra y cómo ha llegado el momento en que las profecías del Cristo serán cumplidas.

Lamento que encontréis tan pocas personas que piensen como vosotros. Vuestros compatriotas sólo piensan en la grandeza, en el dinero y en hacerse un nombre; rechazan todo lo que pueda obstaculizar sus malas pasiones. Pero que esto no os desanime; trabajad por vuestra felicidad y por el bien de aquellos que quizá puedan enmendarse de sus errores. Perseverad en vuestra obra; pensad siempre en Dios, en el Cristo, y la beatitud celestial será vuestra recompensa.

Si uno quiere examinar la cuestión sin prejuicios, reflexionar sobre la existencia del hombre en las diferentes condiciones de la sociedad y coordinar esta existencia con el amor, con la sabiduría y con la justicia de Dios, todas las dudas concernientes al dogma de la reencarnación deben desaparecer. En efecto, ¿cómo conciliar esta justicia y este amor con una única existencia, donde todos nacen en posiciones tan diferentes, en donde uno es rico y grande, mientras que el otro es pobre y miserable; en donde uno goza de salud, mientras que el otro es aquejado con males de toda especie? Aquí se encuentran la alegría y la jovialidad; más lejos, la tristeza y el dolor; en unos la inteligencia es muy desarrollada; en otros se eleva apenas por encima de los brutos. ¿Es posible creer que un Dios, que es todo amor, haya hecho nacer criaturas condenadas por toda la vida a la idiotez y a la demencia? ¿Que Él haya permitido que niños –los cuales están en la primavera de la vida– fuesen arrancados de las manos tiernas de sus padres? Inclusive me atrevo a preguntar si se podría atribuir a Dios el amor, la sabiduría y la justicia a la vista de esos pueblos inmersos en la ignorancia y en la barbarie, en comparación con las otras naciones civilizadas donde reinan las leyes, el orden y en donde se cultivan las artes y las ciencias. No basta decir: «Dios, en su sabiduría, ha regido así todas las cosas»; no, la sabiduría de Dios que, ante todo, es amor, debe volverse clara para el entendimiento humano: el dogma de la reencarnación esclarece todo. Este dogma, dado por el propio Dios, no puede oponerse a los preceptos de las Santas Escrituras; lejos de esto, explica los principios de donde emanan para el hombre el mejoramiento moral y la perfección. Este futuro, revelado por el Cristo, está de acuerdo con los atributos infinitos que Dios debe poseer. El Cristo ha dicho: «Todos los hombres no son solamente hijos de Dios, sino también hermanos y hermanas de la misma familia»; ahora bien, estas expresiones deben ser bien comprendidas.

Un buen padre terreno ¿dará a uno de sus hijos aquello que niega dar a los otros? ¿Arrojará a un hijo al abismo de la miseria, mientras colma al otro de riquezas, honores y dignidades? Agregad, aún, que el amor de Dios, siendo infinito, no podría ser comparado al amor del hombre para con sus hijos. Al tener una causa las diferentes posiciones del hombre, y teniendo esta causa como principio el amor, la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios, éstas sólo pueden encontrar su razón de ser en la doctrina de la reencarnación.

Dios creó a todos los Espíritus iguales, simples, inocentes, sin vicios y sin virtudes, pero con el libre albedrío para reglar sus acciones conforme un instinto que se llama conciencia, que les da el poder de distinguir el bien y el mal. Cada Espíritu está destinado a alcanzar la más alta perfección, atrás de Dios y del Cristo; para alcanzarla, debe adquirir todos los conocimientos a través del estudio de todas las Ciencias, iniciarse en todas las verdades y depurarse por medio de la práctica de todas las virtudes. Ahora bien, como estas cualidades superiores no pueden obtenerse en una sola existencia, todos deben recorrer varias existencias para adquirir los diferentes grados del saber.

La vida humana es la escuela de la perfección espiritual, en donde existe una serie de pruebas; es por eso que el Espíritu debe conocer todas las condiciones de la sociedad y, en cada una de esas condiciones, debe aplicarse a cumplir la voluntad divina. El poder y la riqueza, así como la pobreza y la indigencia, son pruebas; dolores, idiotez, demencia, etc., son puniciones por el mal cometido en una existencia anterior.

De la misma manera que, a través del libre albedrío, cada individuo puede realizar las pruebas a que está sometido, de la misma manera él puede fallar. En el primer caso, la recompensa no se hace esperar, y esta recompensa consiste en una progresión en la perfección espiritual; en el segundo caso, él recibe su punición, es decir, que debe reparar en una nueva existencia el tiempo perdido en una existencia precedente, de la cual no supo sacar ventaja para sí mismo.

Antes de su reencarnación, los Espíritus permanecen en las esferas celestiales: los buenos gozan de la felicidad y los malos se entregan al arrepentimiento, tomados por el dolor de sentirse desamparados por Dios. Pero el Espíritu, al conservar el recuerdo del pasado, se acuerda de sus infracciones a los mandamientos de Dios, y Él le permite elegir en una nueva existencia sus pruebas y su condición, lo que explica por qué se encuentran frecuentemente en los bajos estratos de la sociedad sentimientos elevados y un entendimiento desarrollado, mientras que en los altos estratos se encuentran a menudo tendencias innobles y Espíritus muy embrutecidos. ¿Se puede hablar de injusticia cuando el hombre, que empleó mal su vida, puede reparar sus faltas en otra existencia y alcanzar su objetivo? La injusticia ¿no estaría en una condenación inmediata y sin remisión posible? La Biblia habla de castigos eternos; pero esto, realmente, no se debería entender para una única existencia, tan triste y tan corta, para este instante, en un abrir y cerrar de ojos con relación a la eternidad. Dios quiere dar la felicidad eterna como recompensa del bien, pero es necesario merecerla, y una única vida –de corta duración– no es suficiente para alcanzarla.

Muchos preguntan por qué Dios habría ocultado a los hombres, durante tanto tiempo, una dogma cuyo conocimiento es útil a su felicidad. ¿Habría amado menos a los hombres de lo que los ama ahora?

El amor de Dios es de toda la eternidad; para esclarecer a los hombres, Él ha enviado a sabios, a profetas, a Jesucristo, el Salvador; ¿esto no es una prueba de su amor infinito? Sin embargo, ¿cómo los hombres han recibido este amor? ¿Han mejorado?

El Cristo ha dicho: «Yo podría deciros aún muchas cosas, pero vosotros no conseguiríais comprenderlas por causa de vuestra imperfección»; y si tomamos las Santas Escrituras en el verdadero sentido intelectual, ahí encontraremos muchas citas que parecen indicar que el Espíritu debe recorrer varias existencias antes de llegar a su objetivo. ¿No se encuentran también en las obras de los antiguos filósofos las mismas ideas sobre la reencarnación de los Espíritus?

El mundo ha progresado mucho en el aspecto material, en las Ciencias, en las instituciones sociales; pero en el aspecto moral aún está muy atrasado; los hombres menosprecian la ley de Dios y no escuchan más la voz del Cristo; he aquí por qué Dios, en su bondad y como último recurso para llegar a conocer los principios de la felicidad eterna, les da la comunicación directa con los Espíritus y la enseñanza del dogma de la reencarnación, palabras llenas de consuelo y que brillan en medio de las tinieblas de los dogmas de tantas religiones diferentes.

¡Manos a la obra! Y que la búsqueda se realice con amor y confianza; leed sin prejuicios; reflexionad acerca de todo lo que Dios se dignó a hacer por el género humano –desde la creación del mundo– y seréis confirmados en la fe que la reencarnación es una verdad santa y divina.

Observación – No tenemos el honor de conocer al barón de Kock; esta comunicación, que concuerda con todos los principios del Espiritismo, no es, por lo tanto, producto de ninguna influencia personal.

El realismo y el idealismo en la Pintura
(Sociedad Espírita de París; médium: Sr. A. Didier)

I
La pintura es un arte que tiene como objetivo retratar las más bellas y más elevadas escenas terrenas y, a veces, imitar simplemente a la Naturaleza a través de la magia de la verdad. Por así decirlo, es un arte que no tiene límites, sobre todo en vuestra época. El arte de vuestros días no debe solamente reflejar la personalidad; él debe ser –si puedo expresarme así– el entendimiento de todo lo que ha sido en la Historia, y las exigencias del color local, lejos de poner obstáculos a la personalidad y a la originalidad del artista, amplían su visión, formando y depurando su gusto, haciéndole crear obras interesantes para el arte y para los que quieren ver allí una civilización caída o algunas ideas olvidadas. La llamada pintura histórica de vuestras escuelas no se ajusta a las exigencias del siglo; y me atrevo a decir que hay más futuro para un artista en sus investigaciones individuales sobre el arte y sobre la Historia que en ese camino donde dicen que uno ha comenzado a poner los pies. Sólo hay una cosa que puede salvar el arte de vuestra época: un nuevo impulso y una nueva escuela que, aliando los dos principios que consideran tan contrarios –el realismo y el idealismo–, lleve a los jóvenes a comprender que si los maestros son llamados así, es porque vivían con la Naturaleza y porque su poderosa imaginación inventaba donde era preciso inventar, pero obedecía donde era necesario obedecer.

Para muchas personas ignorantes de la Ciencia del arte, las disposiciones reemplazan a menudo el saber y la observación; así, en vuestra época se ven por todas partes a hombres de una imaginación muy interesante –es cierto–, incluso artistas, pero de ningún modo a pintores; aquéllos sólo serán contados en la Historia como dibujantes muy ingeniosos. La rapidez en el trabajo, la pronta representación del pensamiento, se adquiere poco a poco por medio del estudio y de la práctica, y aunque se tenga esa inmensa facultad de pintar rápido, aún es necesario luchar, siempre luchar. En vuestro siglo materialista, el arte –no lo digo en todos los puntos, felizmente– se materializa al lado de los esfuerzos verdaderamente sorprendentes de los hombres célebres de la pintura moderna. ¿Por qué esta tendencia? Es lo que indicaré en una próxima comunicación.

II
Como he dicho en mi última comunicación, para comprender bien la pintura sería necesario ir sucesivamente de la práctica a la idea y de la idea a la práctica. Casi toda mi vida la he pasado en Roma; cuando yo contemplaba las obras de los maestros, me esforzaba por captar en mi Espíritu la conexión íntima, las relaciones y la armonía entre el idealismo más elevado y el realismo más verdadero. Raramente he visto una obra maestra que no reunise estos dos grandes principios; yo veía en ella el ideal y el sentimiento de la expresión al lado de una verdad tan brutal, que decía para mí mismo: esta es realmente la obra del Espíritu humano; primero la obra es pensada y después retratada; es verdaderamente el alma y el cuerpo: es la vida integral. Veía que los maestros flojos en sus ideas y en su comprensión, lo eran también en sus formas, en sus colores y en sus efectos; la expresión de sus cabezas era incierta, y la de sus movimientos era banal y sin grandeza. Es necesaria una larga iniciación en la Naturaleza para comprender bien sus secretos, sus caprichos y su sublimidad. No es pintor quien quiere; además del trabajo de observación, que es inmenso, es preciso luchar en el cerebro y en la práctica continua del arte. En un dado momento es necesario llevar a la obra que uno quiere producir los instintos y el sentimiento de las cosas adquiridas y de las cosas pensadas; en una palabra, siempre esos dos grandes principios: alma y cuerpo.

NICOLAS POUSSIN
Los obreros del Señor
(Cherburgo, febrero de 1861; médium: Sr. Robin)

Han llegado los tiempos en que se cumplirán las cosas anunciadas para la transformación de la Humanidad; ¡felices los que hayan trabajado en el campo del Señor con desinterés y sin otro móvil que la caridad! Sus jornadas de trabajo serán pagadas al céntuplo de lo que hubieran esperado. Felices aquellos que hayan dicho a sus hermanos: «Trabajemos juntos y unamos nuestros esfuerzos, a fin de que el Señor –cuando llegue– encuentre la obra terminada». A éstos el Señor dirá: ¡«Venid a mí, vosotros que sois buenos servidores, que habéis hecho callar vuestros celos y vuestras discordias para no dejar la obra paralizada!» Pero ¡ay de aquellos que, por sus disensiones, hayan retrasado la hora de la siega, porque la tempestad vendrá y serán arrastrados por el torbellino! Entonces exclamarán: «¡Gracia, gracia!» Pero el Señor les dirá: «¿Por qué suplicáis gracia, vosotros que no tuvisteis piedad de vuestros hermanos, que os negasteis a tenderles la mano y que oprimisteis al débil en vez de ampararlo? ¿Por qué suplicáis gracia, vosotros que buscasteis vuestra recompensa en los goces terrenos y en la satisfacción de vuestro orgullo? Ya habéis recibido vuestra recompensa, tal como la queríais; entonces, no pidáis más: las recompensas celestiales son para aquellos que no han pedido las recompensas de la Tierra.»

En este momento, Dios hace el censo de sus servidores fieles y ha señalado con el dedo a aquellos cuya abnegación es sólo aparente, a fin de que no usurpen el salario de los servidores valerosos, porque a los que no retrocedan ante su tarea, Él ha de confiar los puestos más difíciles en la gran obra de la regeneración por el Espiritismo, y estas palabras se cumplirán: ¡«Los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos en el Reino de los Cielos!»

EL ESPÍRITU DE VERDAD
Instrucción moral
(París; Grupo Faucheraud; médium: Sr. Planche)

Vengo a vosotros, pobres extraviados que estáis en un terreno resbaladizo y que os encontráis a pocos pasos del borde de un abismo. Como buen padre de familia vengo a tenderos una mano caritativa para os salvar del peligro. Mi mayor deseo es el de encaminaros bajo el techo paternal y divino, a fin de haceros sentir el amor de Dios y del trabajo por medio de la fe, de la caridad cristiana, de la paz, de los goces y de la dulzura del hogar. Queridos hijos míos: como vosotros he conocido alegrías y sufrimientos, y comprendo todas las dudas de vuestros Espíritus y las luchas de vuestros corazones. Es para preveniros contra vuestros defectos y para mostraros los escollos contra los cuales podríais chocaros, que seré justo, pero severo.

Desde lo alto de las esferas celestiales que recorro, mi mirada se dirige con felicidad hacia vuestras reuniones, y es con gran interés que sigo vuestras santas instrucciones. Pero al mismo tiempo que mi alma se regocija por un lado, siente por otro lado una pena muy amarga, cuando penetra en vuestros corazones y allí aún ve tanto apego a las cosas terrenales. Para la mayoría, el santuario de nuestras lecciones es considerado como una sala de espectáculo, y siempre esperáis de nuestra parte que surjan algunos hechos maravillosos. De ninguna manera estamos encargados de presentaros milagros, sino que nuestra misión es cultivar vuestros corazones, abriendo en los mismos grandes surcos para arrojar a manos llenas la semilla divina. Sin cesar nos esforzamos en volverla fecunda, porque sabemos que sus raíces deben atravesar la tierra de un polo al otro y cubrir toda su superficie. Los frutos que salgan de allí serán tan bellos, tan dulces y tan grandes que ascenderán a los cielos.

Feliz de aquel que haya sabido recoger los frutos para saciarse con ellos, porque los Espíritus bienaventurados vendrán a su encuentro, coronarán su cabeza con la aureola de los elegidos, le harán subir las gradas del trono majestuoso del Eterno y le dirán que participe de la incomparable felicidad, de las alegrías y de los innumerables deleites de las falanges celestiales.

Desventurado aquel a quien fue dado ver la luz y oír la palabra de Dios, pero que cerró los ojos y se tapó los oídos; el Espíritu de las tinieblas lo envolverá con sus alas lúgubres y lo transportará a su imperio sombrío para que expíe durante siglos su desobediencia al Señor, a través de numerosos tormentos. Es el momento de aplicar la sentencia de muerte del profeta Oseas: Cœdam eos secundùm auditionem cœtus eorum (Yo los heriré de muerte conforme a lo que hayan escuchado). Que estas pocas palabras no se desvanezcan como el humo en el aire, sino que cautiven vuestra atención para que las meditéis y para que reflexionéis seriamente en las mismas. Daos prisa en aprovechar los pocos instantes que os quedan, a fin de consagrarlos a Dios; un día vendremos a pediros cuentas de lo que habéis hecho de nuestras enseñanzas y de cómo pusisteis en práctica la Doctrina sagrada del Espiritismo.

Espíritas de París: a vosotros, por lo tanto, que podéis realizar mucho con vuestras posiciones personales y con vuestras influencias morales, os digo que hay gloria y honor en dar el ejemplo sublime de las virtudes cristianas. No esperéis que el infortunio venga a golpear a vuestra puerta. Id al encuentro de vuestros hermanos en sufrimiento: dad al pobre el óbolo de la jornada; secad las lágrimas de la viuda y del huérfano con palabras suaves y consoladoras. Levantad el ánimo abatido del anciano, encorvado con el peso de los años y bajo el yugo de iniquidades, haciendo brillar en su alma las alas doradas de la esperanza en una vida futura mejor. Por todas partes, y a vuestro paso, dad en abundancia el amor y el consuelo; así, al elevar vuestras buenas obras a la altura de vuestros pensamientos, mereceréis con dignidad el título glorioso y brillante que los espíritas de la provincia y del exterior os conceden mentalmente, cuyas miradas son dirigidas hacia vosotros y que, llenos de admiración ante la visión de la luz que brota a raudales de vuestras asambleas, os llamarán el sol de Francia.

LACORDAIRE.
La viña del Señor
(Sociedad Espírita de París; médium: Sr. E. Vézy)

Todos, en fin, vendrán a trabajar en la viña. Ya los veo; llegan en gran número: he aquí que comparecen. ¡Vamos, hijos! Manos a la obra; Dios quiere que todos trabajéis en su viña.

Sembrad, sembrad, y un día cosecharéis con abundancia. Ved al bello Sol en el oriente: ¡cómo despunta radiante y resplandeciente! Viene a daros calor y a hacer crecer los racimos de la vid. ¡Vamos, hijos! Las vendimias serán espléndidas y cada uno de vosotros vendrá a beber la copa del vino sagrado de la regeneración. ¡Es el vino del Señor que será servido en el banquete de la fraternidad universal! Allí todas las naciones serán reunidas en una sola y misma familia, y cantarán alabanzas a un mismo Dios. Por lo tanto, utilizad la reja del arado y la azada, vosotros que queréis vivir eternamente; unid las cepas, a fin de que no se caigan y para que se mantengan rectas, y las copas de los árboles subirán al cielo. Algunos alcanzarán la medida de cien codos, y los Espíritus de los mundos etéreos vendrán a exprimir el zumo de las cepas y a refrescarse; el jugo será tan poderoso que dará fuerza y coraje a los frágiles. Será la leche que ha de nutrir a los pequeños.

He aquí la vendimia que se va a realizar; ella ya se realiza. Se preparan los recipientes que deben contener el licor sagrado; acercad vuestros labios, vosotros que queréis probar, porque ese licor os arrebatará a un éxtasis celestial, y veréis a Dios en vuestros sueños, mientras esperáis que la realidad suceda al sueño.

¡Hijos! Esta espléndida viña que debe elevarse a Dios es el Espiritismo. Adeptos fervorosos: es necesario que ella avance pujante y fuerte, ¡y es preciso que vosotros –pequeños–, ayudéis a los fuertes a defenderla y a propagarla! Cortad los brotes y plantadlos en otro campo; ellos producirán nuevas viñas y otros brotes en todos los países del mundo.

Sí, os lo digo: finalmente todo el mundo beberá el jugo de la vid, ¡y lo beberéis en el reino del Cristo, con el Padre celestial! Por lo tanto, sed vigorosos y dispuestos, y no tengáis una vida austera. Dios no os pide que viváis con austeridades y privaciones; de ninguna manera pide que cubráis vuestro cuerpo con cilicios: Él solamente quiere que viváis según la caridad y conforme el corazón. No quiere mortificaciones que destruyan el cuerpo; Él quiere que cada uno se abrigue bajo su sol y, si ha hecho unos rayos más fríos que otros, es para dar a entender a todos lo fuerte y poderoso que Él es. No, no os cubráis con cilicio; no dañéis vuestras carnes con los golpes del azote; para trabajar en la viña es necesario ser robusto y fuerte. El hombre debe tener el vigor que Dios le ha dado. Él no ha creado a la humanidad para hacer de ella una raza bastarda y débil; Él la creó como manifestación de su gloria y de su poder.

Vosotros, que queréis vivir la verdadera vida: estaréis en el camino del Señor cuando hayáis dado el pan a los infortunados, el óbolo a los que sufren y vuestra oración a Dios. Entonces, cuando la muerte os cierre los párpados, el ángel del Señor hablará en voz alta sobre vuestros beneficios, y vuestra alma –llevada en las alas blancas de la caridad– ascenderá a Dios tan bella y tan pura como un lirio hermoso que florece por la mañana bajo el sol de primavera.

Hermanos míos: orad, amad y haced la caridad; la viña es grande y el campo del Señor es vasto. Venid, venid: Dios y el Cristo os llaman, y yo os bendigo.

SAN AGUSTÍN
Caridad para con los criminales
Problema moral

«Un hombre está en peligro de muerte; para salvarlo es necesario arriesgar nuestra propia vida; pero se sabe que ese hombre es un malhechor y que, si escapa, podrá cometer nuevos crímenes. A pesar de esto, ¿debemos arriesgar nuestra vida para salvarlo?»

La siguiente respuesta ha sido obtenida en la Sociedad Espírita de París, el 7 de febrero de 1862, por el médium Sr. A. Didier:

«Esta es una cuestión muy grave y que naturalmente puede presentarse al Espíritu. Responderé según mi adelanto moral, ya que se trata de saber si debemos arriesgar nuestra propia vida por un malhechor. La abnegación es ciega: si socorremos a un enemigo nuestro, debemos entonces socorrer a un enemigo de la sociedad, en una palabra, a un malhechor. Por tanto, ¿creéis que sólo de la muerte libráis a ese desventurado? Tal vez lo libréis de toda su vida pasada. Imaginad, pues, que en esos rápidos instantes que le arrebatan los últimos minutos de su existencia, ese hombre perdido recapacite sobre su existencia pasada o, más bien, que toda su vida se presente ante él. Quizá la muerte le llegue demasiado pronto, y su reencarnación tal vez sea terrible. Hombres: por lo tanto, ¡salvadlo! Vosotros, a quienes la ciencia espírita ha esclarecido, salvadlo. Sacadlo del peligro, y puede ser entonces que ese hombre, que hubiera muerto blasfemando contra vosotros, se arroje a vuestros brazos. Sin embargo, no debéis preguntaros si él lo hará o no; id en su socorro, porque al salvarlo obedecéis a esa voz del corazón que os dice: “Si podéis salvarlo, ¡entonces sálvalo!”»
LAMENNAIS
Nota – Por una singular coincidencia hemos recibido, hace algunos días, la siguiente comunicación, obtenida en el Grupo Espírita de El Havre, tratando prácticamente del mismo tema.

Nos escriben que, a consecuencia de una conversación sobre el asesino Dumollard, el Espíritu Madame Isabel de Francia, que ya había dado diversas comunicaciones, se presentó espontáneamente y dictó lo siguiente:

«La verdadera caridad es una de las más sublimes enseñanzas que Dios ha dado al mundo. Entre los verdaderos discípulos de su Doctrina debe existir una completa fraternidad. Debéis amar a los desdichados y a los criminales como a criaturas de Dios, a las cuales se les concederá el perdón y la misericordia si se arrepienten, como sucede con vosotros mismos por las faltas que cometéis contra su ley. Tened en cuenta que sois más reprensibles y más culpables que aquellos a quienes rehusáis el perdón y la conmiseración, porque frecuentemente ellos no conocen a Dios como vosotros lo conocéis y, por esta razón, se les pedirá menos que a vosotros. No juzguéis, mis queridos amigos; ¡oh!, no juzguéis de manera alguna, porque el juicio que hiciereis os será aplicado más severamente todavía, y tenéis necesidad de indulgencia por los pecados que sin cesar cometéis. ¿No sabéis que hay muchas acciones que son crímenes a los ojos puros de Dios, y que el mundo ni siquiera las considera como faltas leves? La verdadera caridad no consiste solamente en la limosna que dais, ni tampoco en las palabras de consuelo con que podéis acompañarla; no, no es sólo eso lo que Dios exige de vosotros. La caridad sublime enseñada por Jesús consiste también en la benevolencia que concedéis siempre –y en todas las cosas– a vuestro prójimo. Inclusive podéis practicar esta sublime virtud con muchos seres que no necesitan de limosnas, pero que precisan de palabras de amor, de consuelo y de estímulo que las conducirán al Señor. Además os digo que se aproximan los tiempos en que la gran fraternidad reinará en este globo; la ley del Cristo regirá entre los hombres: únicamente ella será el freno y la esperanza, y llevará a las almas a las moradas de los bienaventurados. Amaos, pues, como los hijos de un mismo Padre: no hagáis diferencia alguna entre los otros desdichados, porque Dios quiere que todos sean iguales. Por lo tanto, no despreciéis a nadie; Dios permite que haya entre vosotros grandes criminales para os sirvan de enseñanza. En breve, cuando los hombres practiquen las verdaderas leyes de Dios, ya no habrá necesidad de esas enseñanzas, y todos los Espíritus impuros y rebeldes serán llevados a mundos inferiores, en sintonía con sus tendencias.

«Debéis a aquellos de quienes os hablo el socorro de vuestras oraciones: ésta es la verdadera caridad. De ninguna manera digáis de un criminal: “Es un miserable; es necesario extirparlo de la Tierra; la muerte que se le inflija será demasiado suave para un ser de esa calaña”. No, no es así como debéis hablar. Observad a Jesús, vuestro modelo; ¿qué diría Él si viese a ese infortunado cerca suyo? Se compadecería del mismo; lo consideraría como a un enfermo muy desdichado y le tendería la mano. Realmente, aún no podéis hacer esto, pero al menos podéis orar para ese desventurado y asistir a su Espíritu durante el tiempo que todavía debe pasar en la Tierra. Si rogáis con fe, el arrepentimiento puede tocar su corazón. Él es vuestro prójimo, al igual que el mejor de los hombres; su alma, perdida y rebelde, ha sido creada –como la vuestra– a imagen y semejanza de Dios. Por lo tanto, orad por él; no lo juzguéis de modo alguno, pues no debéis hacerlo. Sólo Dios lo juzgará.»

ISABEL DE FRANCIA
Allan Kardec.