Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

Volver al menú
El punto de vista

No hay quien no haya notado cómo las cosas cambian de apariencia según el punto de vista desde el cual se las considera; no es sólo la apariencia lo que cambia, sino también la importancia misma de la cosa. Si nos situamos en el centro de cualquier entorno, por pequeño que sea, parecerá inmenso; si nos paramos afuera, parece bastante diferente. Alguien que ve una cosa desde la cima de una montaña la encuentra insignificante, mientras que al pie de la montaña le parece gigantesca.

Este es un efecto óptico, pero también se aplica a las cosas morales. Pase un día entero en el sufrimiento, te parecerá eterno; al alejarse este día de ti, te sorprendes de haber podido desesperarte por tan poco. Las penas de la niñez también tienen su relativa importancia, y para el niño son tan amargas como las de la mediana edad. ¿Por qué entonces nos parecen tan fútiles? Porque ya no estamos allí, mientras que el niño está enteramente allí, y no ve más allá de su pequeño círculo de actividad; él los ve desde adentro, nosotros los vemos desde afuera. Supongamos que un ser colocado, en relación con nosotros, en la posición en que estamos en relación con el niño, juzgará nuestras preocupaciones desde el mismo punto de vista, y las encontrará pueriles.

Un carretero es insultado por un carretero; pelean y pelean; que un gran señor sea insultado por un carretero, no se tendrá por ofendido, y no peleará con él. ¿Por qué eso? Porque se coloca fuera de su esfera: se cree tan superior que la ofensa no puede tocarlo; pero que descienda al nivel de su adversario, que se coloque, en el pensamiento, en el mismo ambiente, y luchará.

El Espiritismo nos muestra una aplicación de este principio mucho más importante en sus consecuencias. Nos hace ver la vida terrena tal como es, situándonos desde el punto de vista de la vida futura; por las pruebas materiales que nos proporciona, por la intuición clara, precisa, lógica que nos da, por los ejemplos que pone ante nuestros ojos, nos lleva allí por medio del pensamiento: lo vemos, lo comprendemos; ya no es esa noción vaga, incierta, problemática, que nos enseñaron del futuro, y que, involuntariamente, dejaba dudas; para el Espírita, es una certeza adquirida, es una realidad.

Hace aún más: nos muestra la vida del alma, el ser esencial, ya que es el ser pensante, volviendo al pasado en un tiempo desconocido, y extendiéndose indefinidamente hacia el futuro, de tal manera que la vida en la tierra, aunque haya durado un siglo, no es más que un punto en este largo camino. Si la vida entera es tan pequeña comparada con la vida del alma, ¿qué serán entonces los incidentes de la vida? Y, sin embargo, el hombre, puesto en el centro de esta vida, se preocupa por ella como si fuera a durar eternamente; todo adquiere para él proporciones colosales: la piedra más pequeña que le golpea le parece una roca; una decepción lo lleva a la desesperación; un revés lo derriba; una palabra lo enfurece. Su mirada limitada al presente, a lo que le toca inmediatamente, exagera la importancia de los más pequeños incidentes; un negocio fallido le quita el apetito; una cuestión de precedencia jerárquica es una cuestión de Estado; una injusticia lo pone fuera de sí. Lograr es la meta de todos sus esfuerzos, el objeto de todas sus combinaciones; pero, en su mayor parte, ¿qué es lograr? ¿Es, si uno no tiene lo suficiente para vivir, crear para sí mismo, por medios honestos, una existencia pacífica? ¿Es la noble emulación de adquirir talento y desarrollar la inteligencia? ¿Es el deseo de dejar atrás un nombre justamente honrado y realizar obras útiles para la humanidad? No; triunfar es suplantar al prójimo, eclipsarlo, apartarlo, incluso derrocarlo, ponerse en su lugar; y por este hermoso triunfo, que acaso la muerte no le permitirá gozar veinticuatro horas, qué inquieta; ¡Qué tribulaciones! ¡Cuánto genio incluso se gastó a veces, que podría haber sido empleado más útilmente! Entonces, ¡qué rabia, qué insomnio si no se consigue! ¡Qué fiebre de celos provoca el éxito de un rival! Entonces, ataca su mala estrella, su destino, su fatal suerte, mientras que la mala estrella suele ser la torpeza y la incapacidad. Realmente parece que el hombre se da a la tarea de hacer lo más doloroso posible los pocos momentos que debe pasar en la tierra y de los que no es dueño, ya que nunca tiene asegurado el mañana.

¡Cómo cambian de rostro todas estas cosas cuando, por medio del pensamiento, el hombre abandona el estrecho valle de la vida terrenal y se eleva en la vida radiante, espléndida e inconmensurable más allá de la tumba! ¡Cómo entonces se apiada de los tormentos que se creaba a sí mismo a placer! ¡Qué mezquinas y pueriles le parecen entonces las ambiciones, los celos, las susceptibilidades, las vanas satisfacciones del orgullo! Es como en la edad madura considera los juegos de la infancia; desde la cima de una montaña, considera a los hombres en el valle. Partiendo de este punto de vista, ¿se convierte voluntariamente en el juguete de una ilusión? No; por el contrario, está en la realidad, en la verdad, y la ilusión, para él, es cuando ve las cosas desde el punto de vista terrenal. De hecho, no hay nadie en la tierra que no le dé más importancia a lo que, para él, debe durar mucho tiempo, que a lo que debe durar solo un día; que no prefiere la felicidad duradera a la felicidad pasajera. A uno le importan poco las molestias pasajeras; lo que interesa sobre todo es la situación normal. Si, por tanto, elevamos nuestro pensamiento de tal manera que abrace la vida del alma, necesariamente llegamos a esta consecuencia, que percibimos la vida terrenal allí como una estación momentánea; que la vida espiritual es vida real, porque es indefinida; que la ilusión es tomar la parte por el todo, es decir la vida del cuerpo, que es sólo transitoria, por la vida definitiva. El hombre que considera las cosas sólo desde el punto de vista terrenal es como quien, estando dentro de una casa, no puede juzgar ni la forma ni la importancia del edificio; juzga por las falsas apariencias, porque no lo ve todo; mientras que el que ve desde fuera, pudiendo juzgar solo del todo, juzga con más cordura.

Para ver las cosas de esta manera, se dirá, se requiere una inteligencia poco común, un espíritu filosófico que no se encuentra entre las masas; de lo cual habría que concluir que, salvo contadas excepciones, la humanidad siempre se arrastrará hacia la tierra. Es un error; para identificarse con la vida futura no se necesita una inteligencia excepcional, ni grandes esfuerzos de imaginación, porque cada uno lleva consigo la intuición y el deseo de ello; pero la forma en que generalmente se presenta es bastante poco atractiva, ya que la alternativa son las llamas eternas o la contemplación perpetua, lo que hace que la nada sea preferible a muchos; de ahí la incredulidad absoluta de algunos y la duda de la mayoría. Lo que ha faltado hasta ahora es la prueba irrefutable de la vida futura, y esta prueba viene a darla el Espiritismo, no ya por una vaga teoría, sino por hechos patentes. Mucho más, la muestra tal como la razón más severa puede aceptarla, porque todo lo explica, todo lo justifica y resuelve todas las dificultades. Por el solo hecho de ser claro y lógico, está al alcance de todos; por eso el Espiritismo vuelve a traer de vuelta a la creencia a tantas personas que se habían desviado de ella. La experiencia demuestra todos los días que los simples artesanos, los campesinos sin educación, entienden este razonamiento sin esfuerzo; se colocan en este nuevo punto de vista tanto más fácilmente cuanto que encuentran allí, como todos los infelices, un inmenso consuelo y la única compensación posible a su dolorosa y laboriosa existencia.

Si esta manera de ver las cosas terrenas se generalizase, ¿no tendría como consecuencia destruir la ambición, estimular las grandes empresas, las obras más útiles, incluso las obras geniales? Si toda la humanidad pensara solo en la vida futura, ¿no se derrumbaría todo en este mundo? ¿Qué hacen los monjes en los conventos, si no se ocupan exclusivamente del cielo? Ahora bien, ¿qué sería de la tierra si todos se hicieran monjes?

Tal estado de cosas sería desastroso, y los inconvenientes mayores de lo que se piensa, porque los hombres perderían en la tierra y nada ganarían en el cielo; pero el resultado del principio que exponemos es muy diferente para cualquiera que no lo entienda a medias, como vamos a explicar.

La vida corpórea es necesaria al Espíritu, o alma, que es toda una, para que pueda cumplir en el mundo material las funciones que le ha confiado la Providencia: es una de las ruedas dentadas de la armonía universal. La actividad que se ve obligado a desplegar en estas funciones que ejerce sin su conocimiento, creyendo que actúa sólo para sí mismo, ayuda en el desarrollo de su inteligencia y facilita su avance. Siendo la felicidad del Espíritu en la vida espiritual proporcionada a su progreso y al bien que ha podido hacer como hombre, se sigue que cuanto más la vida espiritual adquiere importancia a los ojos del hombre, tanto más siente la necesidad de hacer lo necesario para asegurar el mejor lugar posible. La experiencia de los que han vivido viene a probar que una vida terrena inútil o mal empleada es sin provecho para el futuro, y que los que aquí abajo buscan sólo satisfacciones materiales las pagan muy caras, ya sea por sus sufrimientos en el mundo de los Espíritus, o por la obligación donde están de retomar su tarea en condiciones más dolorosas que en el pasado, y tal es el caso de muchos de los que sufren en la tierra. Así, considerando las cosas de este mundo desde el punto de vista extracorpóreo, el hombre, lejos de excitarse al descuido y la ociosidad, comprende mejor la necesidad del trabajo. Partiendo del punto de vista terrenal, esta necesidad es una injusticia a sus ojos cuando se compara con aquellos que pueden vivir sin hacer nada: los tiene celos, los envidia. Desde el punto de vista espiritual, esta necesidad tiene su razón de ser, su utilidad, y él la acepta sin murmurar, porque comprende que, sin trabajo, quedaría indefinidamente en inferioridad y privado de la felicidad suprema a la que aspira, y que no puede alcanzar si no se desarrolla intelectual y moralmente. A este respecto, muchos monjes nos parecen malinterpretar el propósito de la vida terrena, y menos aún las condiciones de la vida futura. Por el secuestro se privan de los medios de hacerse útiles a sus semejantes, y muchos de los que hoy están en el mundo de los Espíritus nos han confesado que se equivocaron extrañamente y sufrieron las consecuencias de su error.

Este punto de vista tiene otra consecuencia inmensa e inmediata para el hombre: es hacerle más soportables las tribulaciones de la vida. Que busque obtener bienestar, pasar el tiempo de su existencia en la tierra lo más placenteramente posible, es muy natural y nada se lo impide. Pero, sabiendo que está aquí abajo sólo momentáneamente, que le espera un futuro mejor, se preocupa poco por los desengaños que experimenta, y, viendo las cosas desde arriba, toma sus contratiempos con menos amargura; permanece indiferente a las molestias a que está sujeto por parte de los envidiosos y celosos; reduce los objetos de su ambición a su justo valor y se sitúa por encima de las mezquinas susceptibilidades del amor propio. Liberado de las preocupaciones creadas por el hombre que no sale de su estrecha esfera, por la perspectiva grandiosa que se despliega ante él, es tanto más libre para dedicarse al trabajo que es provechoso para él y para los demás. Los insultos, las diatribas, las maldades de sus enemigos son para él sólo nubes imperceptibles en un horizonte inmenso; no le importa más eso que las moscas que le zumban en los oídos, porque sabe que pronto se librará de él; también todas las pequeñas miserias que se le causan, resbalan sobre él como el agua sobre el mármol. Colocándose en el punto de vista terrestre, se irritaría por ello, tal vez se vengaría de ello; desde un punto de vista extraterrestre, los desprecia como las salpicaduras de un transeúnte mal educado. Son espinas arrojadas en su camino, y por las que pasa, sin siquiera tomarse la molestia de apartarlas, para no frenar su avance hacia la meta más seria que se propone alcanzar. Lejos de resentirse con sus enemigos, les agradece que le hayan dado la oportunidad de ejercitar su paciencia y moderación en beneficio de su futuro adelanto, mientras que perdería el fruto si se rebajara a las represalias. Se compadece de ellos por tomarse tantas molestias inútiles, y se dice a sí mismo que son ellos mismos los que caminan sobre espinas por el cuidado que tienen de hacer el mal. Este es el resultado de la diferencia en el punto de vista desde el cual uno mira la vida: uno te da las preocupaciones y la ansiedad; el otro, calma y serenidad. Los Espíritas que experimentan decepciones, dejen la tierra por un momento, en el pensamiento; ascienda a las regiones del infinito y míralas desde arriba: verás lo que serán.

A veces decimos: Tú que eres infeliz, mira hacia abajo y no hacia arriba, y verás aún más personas infelices. Esto es muy cierto, pero mucha gente se dice a sí misma que el mal de los demás no cura el suyo propio. El remedio siempre está sólo en la comparación, y hay algunos para los que es difícil no levantar la vista y decirse: "¿Por qué tienen éstos lo que yo no tengo?" Situándonos en el punto de vista del que estamos hablando, en el que inevitablemente estaremos dentro de poco, estamos muy naturalmente por encima de los que podríamos envidiar, porque desde allí los más grandes parecen muy pequeños.

Recordamos haber visto una obra en un acto, titulada Les Éphémères (Las Efímeras), representada en el Odéon hace unos cuarenta años, de cuyo autor ya no sabemos; pero, aunque joven entonces, nos causó una fuerte impresión. La escena transcurría en el país de las Mayflies (Efímeras), cuyos habitantes sólo viven veinticuatro horas. En el espacio de un acto, los vemos pasar de la cuna a la adolescencia, a la juventud, a la mediana edad, a la vejez, a la decadencia y a la muerte. En este intervalo realizan todos los actos de la vida: bautismo, matrimonio, asuntos civiles y gubernamentales, etc.; pero, como el tiempo es corto y las horas contadas, debemos darnos prisa; así que todo se hace con prodigiosa rapidez, lo que no impide que se ocupen de intrigas y se esfuercen mucho por satisfacer su ambición y suplantarse unos a otros. Esta pieza, como vemos, contenía un pensamiento profundamente filosófico, e involuntariamente el espectador, que veía desenvolverse en un instante todas las fases de una existencia plena, se encontraba diciendo: ¡Qué tonta es esta gente que se toma tanto trabajo en poco tiempo! ¡Hay que vivir! ¿Qué les queda de las preocupaciones de una ambición de unas pocas horas? ¿No sería mejor que vivieran en paz?

Esta es de hecho la imagen de la vida humana vista desde arriba. La obra, sin embargo, apenas vivió más que sus héroes, no fue comprendida. Si el autor todavía estuviera vivo, lo cual no sabemos, probablemente sería un Espírita hoy.