Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1862

Allan Kardec

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La reencarnación
(Enviada desde La Haya; médium: barón de Kock)

La doctrina de la reencarnación es una verdad incontestable; desde el momento en que el hombre quiera solamente pensar en el amor, en la sabiduría y en la justicia de Dios, no puede admitir ninguna otra doctrina.

Es cierto que en los libros sagrados se encuentran estas palabras: «Después de la muerte, el hombre será recompensado según sus obras». Pero no se presta la suficiente atención a una infinidad de citas, que os dicen que es completamente inadmisible que el hombre actual sea punido por las faltas y por los crímenes de aquellos que han vivido antes del Cristo. No puedo detenerme en tantos ejemplos y demostraciones dados por los que tienen fe en la reencarnación; vosotros mismos podéis hacer esto; los Espíritus buenos os ayudarán y será un trabajo agradable para vosotros. Podréis agregar esto a los dictados que yo os he dado y que aún os daré si Dios lo permite. Estáis convencidos del amor de Dios por los hombres; Él sólo desea la felicidad de sus hijos; ahora bien, el único medio para que ellos alcancen un día esa suprema felicidad está por completo en las reencarnaciones sucesivas.

Ya os he dicho que lo que Kardec ha escrito sobre los ángeles caídos es la pura verdad. Los Espíritus que pueblan vuestro globo, en la mayoría, siempre lo han habitado. Si son los mismos que ahí regresan hace tantos siglos, es que muy pocos han merecido la recompensa prometida por Dios.

El Cristo dijo: «Esta raza se destruirá y, en breve, esta profecía será cumplida». Si se cree en un Dios de amor y de justicia, ¿cómo se puede admitir que los hombres que viven actualmente, e incluso los que han vivido hace dieciocho siglos, pueden ser culpables de la muerte del Cristo sin admitirse la reencarnación? Sí, el sentimiento de amor a Dios, el de las penas y el de las recompensas de la vida futura, la idea de la reencarnación son innatas en el hombre desde hace siglos. Ved toda la Historia, ved los escritos de los sabios de la Antigüedad y seréis convencidos de que esta doctrina fue admitida en todos los tiempos por todos los hombres que comprendieron la justicia de Dios. Ahora comprendéis qué es nuestra Tierra y cómo ha llegado el momento en que las profecías del Cristo serán cumplidas.

Lamento que encontréis tan pocas personas que piensen como vosotros. Vuestros compatriotas sólo piensan en la grandeza, en el dinero y en hacerse un nombre; rechazan todo lo que pueda obstaculizar sus malas pasiones. Pero que esto no os desanime; trabajad por vuestra felicidad y por el bien de aquellos que quizá puedan enmendarse de sus errores. Perseverad en vuestra obra; pensad siempre en Dios, en el Cristo, y la beatitud celestial será vuestra recompensa.

Si uno quiere examinar la cuestión sin prejuicios, reflexionar sobre la existencia del hombre en las diferentes condiciones de la sociedad y coordinar esta existencia con el amor, con la sabiduría y con la justicia de Dios, todas las dudas concernientes al dogma de la reencarnación deben desaparecer. En efecto, ¿cómo conciliar esta justicia y este amor con una única existencia, donde todos nacen en posiciones tan diferentes, en donde uno es rico y grande, mientras que el otro es pobre y miserable; en donde uno goza de salud, mientras que el otro es aquejado con males de toda especie? Aquí se encuentran la alegría y la jovialidad; más lejos, la tristeza y el dolor; en unos la inteligencia es muy desarrollada; en otros se eleva apenas por encima de los brutos. ¿Es posible creer que un Dios, que es todo amor, haya hecho nacer criaturas condenadas por toda la vida a la idiotez y a la demencia? ¿Que Él haya permitido que niños –los cuales están en la primavera de la vida– fuesen arrancados de las manos tiernas de sus padres? Inclusive me atrevo a preguntar si se podría atribuir a Dios el amor, la sabiduría y la justicia a la vista de esos pueblos inmersos en la ignorancia y en la barbarie, en comparación con las otras naciones civilizadas donde reinan las leyes, el orden y en donde se cultivan las artes y las ciencias. No basta decir: «Dios, en su sabiduría, ha regido así todas las cosas»; no, la sabiduría de Dios que, ante todo, es amor, debe volverse clara para el entendimiento humano: el dogma de la reencarnación esclarece todo. Este dogma, dado por el propio Dios, no puede oponerse a los preceptos de las Santas Escrituras; lejos de esto, explica los principios de donde emanan para el hombre el mejoramiento moral y la perfección. Este futuro, revelado por el Cristo, está de acuerdo con los atributos infinitos que Dios debe poseer. El Cristo ha dicho: «Todos los hombres no son solamente hijos de Dios, sino también hermanos y hermanas de la misma familia»; ahora bien, estas expresiones deben ser bien comprendidas.

Un buen padre terreno ¿dará a uno de sus hijos aquello que niega dar a los otros? ¿Arrojará a un hijo al abismo de la miseria, mientras colma al otro de riquezas, honores y dignidades? Agregad, aún, que el amor de Dios, siendo infinito, no podría ser comparado al amor del hombre para con sus hijos. Al tener una causa las diferentes posiciones del hombre, y teniendo esta causa como principio el amor, la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios, éstas sólo pueden encontrar su razón de ser en la doctrina de la reencarnación.

Dios creó a todos los Espíritus iguales, simples, inocentes, sin vicios y sin virtudes, pero con el libre albedrío para reglar sus acciones conforme un instinto que se llama conciencia, que les da el poder de distinguir el bien y el mal. Cada Espíritu está destinado a alcanzar la más alta perfección, atrás de Dios y del Cristo; para alcanzarla, debe adquirir todos los conocimientos a través del estudio de todas las Ciencias, iniciarse en todas las verdades y depurarse por medio de la práctica de todas las virtudes. Ahora bien, como estas cualidades superiores no pueden obtenerse en una sola existencia, todos deben recorrer varias existencias para adquirir los diferentes grados del saber.

La vida humana es la escuela de la perfección espiritual, en donde existe una serie de pruebas; es por eso que el Espíritu debe conocer todas las condiciones de la sociedad y, en cada una de esas condiciones, debe aplicarse a cumplir la voluntad divina. El poder y la riqueza, así como la pobreza y la indigencia, son pruebas; dolores, idiotez, demencia, etc., son puniciones por el mal cometido en una existencia anterior.

De la misma manera que, a través del libre albedrío, cada individuo puede realizar las pruebas a que está sometido, de la misma manera él puede fallar. En el primer caso, la recompensa no se hace esperar, y esta recompensa consiste en una progresión en la perfección espiritual; en el segundo caso, él recibe su punición, es decir, que debe reparar en una nueva existencia el tiempo perdido en una existencia precedente, de la cual no supo sacar ventaja para sí mismo.

Antes de su reencarnación, los Espíritus permanecen en las esferas celestiales: los buenos gozan de la felicidad y los malos se entregan al arrepentimiento, tomados por el dolor de sentirse desamparados por Dios. Pero el Espíritu, al conservar el recuerdo del pasado, se acuerda de sus infracciones a los mandamientos de Dios, y Él le permite elegir en una nueva existencia sus pruebas y su condición, lo que explica por qué se encuentran frecuentemente en los bajos estratos de la sociedad sentimientos elevados y un entendimiento desarrollado, mientras que en los altos estratos se encuentran a menudo tendencias innobles y Espíritus muy embrutecidos. ¿Se puede hablar de injusticia cuando el hombre, que empleó mal su vida, puede reparar sus faltas en otra existencia y alcanzar su objetivo? La injusticia ¿no estaría en una condenación inmediata y sin remisión posible? La Biblia habla de castigos eternos; pero esto, realmente, no se debería entender para una única existencia, tan triste y tan corta, para este instante, en un abrir y cerrar de ojos con relación a la eternidad. Dios quiere dar la felicidad eterna como recompensa del bien, pero es necesario merecerla, y una única vida –de corta duración– no es suficiente para alcanzarla.

Muchos preguntan por qué Dios habría ocultado a los hombres, durante tanto tiempo, una dogma cuyo conocimiento es útil a su felicidad. ¿Habría amado menos a los hombres de lo que los ama ahora?

El amor de Dios es de toda la eternidad; para esclarecer a los hombres, Él ha enviado a sabios, a profetas, a Jesucristo, el Salvador; ¿esto no es una prueba de su amor infinito? Sin embargo, ¿cómo los hombres han recibido este amor? ¿Han mejorado?

El Cristo ha dicho: «Yo podría deciros aún muchas cosas, pero vosotros no conseguiríais comprenderlas por causa de vuestra imperfección»; y si tomamos las Santas Escrituras en el verdadero sentido intelectual, ahí encontraremos muchas citas que parecen indicar que el Espíritu debe recorrer varias existencias antes de llegar a su objetivo. ¿No se encuentran también en las obras de los antiguos filósofos las mismas ideas sobre la reencarnación de los Espíritus?

El mundo ha progresado mucho en el aspecto material, en las Ciencias, en las instituciones sociales; pero en el aspecto moral aún está muy atrasado; los hombres menosprecian la ley de Dios y no escuchan más la voz del Cristo; he aquí por qué Dios, en su bondad y como último recurso para llegar a conocer los principios de la felicidad eterna, les da la comunicación directa con los Espíritus y la enseñanza del dogma de la reencarnación, palabras llenas de consuelo y que brillan en medio de las tinieblas de los dogmas de tantas religiones diferentes.

¡Manos a la obra! Y que la búsqueda se realice con amor y confianza; leed sin prejuicios; reflexionad acerca de todo lo que Dios se dignó a hacer por el género humano –desde la creación del mundo– y seréis confirmados en la fe que la reencarnación es una verdad santa y divina.

Observación – No tenemos el honor de conocer al barón de Kock; esta comunicación, que concuerda con todos los principios del Espiritismo, no es, por lo tanto, producto de ninguna influencia personal.