El Libro de los Espíritus

Allan Kardec

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XII


Es un hecho demostrado por la observación y confirma-do por los mismos espíritus, que los inferiores usurpan a menudo nombres conocidos y venerados. ¿Quién puede, pues, asegurarnos que los que dicen haber sido Sócrates, Julio César, Carlomagno, Fenelón, Napoleón, Washington, etcétera, han animado realmente a estos personajes? Semejante duda asalta a ciertos adeptos muy fervientes de la doctrina espiritista, que admiten la intervención y manifestación que de su identidad puede tenerse. Esta comprobación es efectivamente difícil; pero si no puede conseguirse tan auténtica como la que resulta de un acta del estado civil, puédese obtenerla presuntiva por lo menos, con arreglo a ciertos indicios.

Cuando el espíritu de alguien que nos es personalmente conocido, se manifiesta, de un amigo o de un pariente, por ejemplo, sobre todo si hace poco que ha muerto, sucede por punto general que su lenguaje está en perfecta reíación con el carácter que sabemos que tenía. Este es ya un indicio de identidad. Pero no es lícito dudar cuando el mismo espíritu habla de cosas privadas y recuerda circunstancias de familia que sólo del interlocutor son conocidas. El hijo no se equivocará seguramente respecto del lenguaje de su padre y de su madre, ni éstos respecto del de aquél. A veces tienen lugar en esta clase de evocaciones intimas cosas notabilísimas, capaces de convencer al más incrédulo. El escéptico más endurecido se ve a menudo aterrado, por las revelaciones inesperadas que se le hacen.

Otra circunstancia muy característica viene a apoyar la identidad. Hemos dicho que el carácter de letra del médium cambia generalmente con el espíritu evocado, y que se reproduce el mismo carácter siempre que se presenta el mismo espíritu. Se ha notado muchas veces que, sobre todo en las personas muertas de poco tiempo con respecto a la evocación, el carácter de letra tiene una semejan?a visible con el de la misma persona durante la yida, y se han obtenido firmas de exactitud perfecta. Estamos sin embargo, muy lejos de dar este hecho como regla, y mucho menos como costumbre; sino que lo mencionamos como digno de notarse.


Sólo los espíritus que han llegado a cierto grado de purificación están libres de las influencias corporales; pero hasta que no están completamente desmaterializados (esta es la expresión que ellos mismos emplean) conservan la mayor parte de las ideas, de las inclinaciones y hasta de las manías que tenían en la tierra, lo cual es también un medio de reconocimiento. Pero éstos se hallan sobre todo en una multitud de pormenores que sólo la observación atenta y prolongada puede revelar. Se ven escritores discutiendo sus propias obras o doctrinas y aprobar o condenar parte de ellas, y a otros espíritus recordar circunstancias ignoradas o poco conocidas de su vida o muerte, cosas todas que, por lo menos, son pruebas morales de identidad, únicas que pueden invocarse en punto a hechos abstractos.

Si, pues, la identidad del espíritu evocado puede obtenerse hasta cierto punto en algunos casos, no existe razón para que no suceda lo mismo en otros, y si no se tienen para con las personas, cuya muerte es más remota, los mismos medios de comprobación, se cuenta siempre con los del lenguaje y carácter; porque seguramente el espíritu de un hombre de bien no hablará como el de un perverso o depravado. En cuanto a los espíritus que se adornan con nombres respetables, muy pronto se hacen traición por su lenguaje y por sus máximas, y así el que, por ejemplo, se llama Fenelón, si desmintiese, aunque accidentalmente, el sentido común y la moral, patentizaría por este solo hecho la super chería. Si los pensamientos que expone son, por el contrarío, puros, no contradictorios y constantemente dignos del carácter de Fenelón, no habrá motivos para dudar de su identidad, pues de otro modo sería preciso suponer que un espíritu que sólo el bien predica puede mentir conscientemente y sin provecho. La experiencia nos enseña que los espíritus del mismo grado, del mismo carácter y que están animados de los mismos sentimientos se reúnen en grupos y familias. El número de los espíritus es inconcebible, y lejos estamos de conocerlos a todos, careciendo hasta de nombre para nosotros la mayor parte. Un espíritu de la categoría de Fenelón puede venir, pues, en vez y lugar de aquél, enviado a menudo por él mismo en calidad de mandatario. Se presenta con su nombre; porque le es idéntico y puede suplirlo, y porque es preciso un nombre a la fijación de nuestras ideas; pero ¿qué importa, en último resultado, que un espíritu sea o no realmente Fenelón? Desde el momento que sólo cosas buenas dice y que habla como lo hubiese hecho el mismo Fenelón, es un espíritu bueno, y el nombre con que se da a conocer es indiferente, no siendo por lo regular más que un medio de fijar nuestras ideas. No puede ser lo mismo en las evocaciones intimas; pues en éstas, según dejamos dicho, puede obtenerse la identidad por pruebas en cierto modo patentes.

Por lo demás, es cierto que la substitución de los espíritus puede dar lugar a una multitud de equivocaciones, resultando de ellas errores y a menudo supercherías. Esta es una de las dificultades del espiritismo práctico; pero nunca hemos dicho que la ciencia espiritista fuese fácil, ni que se la pueda alcanzar bromeando, siendo en este punto igual a otra ciencia cualquiera. No lo repetiremos bastante: el espiritismo requiere un estudio asiduo y a menudo vasto. No pudiendo provocar los hechos, es preciso esperar que por si mismos se presenten, y con frecuencia son provocados por las circunstancias que menos se esperan. Para el observador atento y paciente abundan los hechos; p6rque descubre millares de matices característicos que son para él rayos luminosos. Otro tanto sucede en las ciencias vulgares. pues mientras que el hombre superficial no ve de la flor más que la forma elegante, el sabio descubre tesoros para el pensamiento.