El Libro de los Espíritus

Allan Kardec

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VII



Para muchas personas la oposición de las corporaciones sabias es, si no una prueba, por lo menos, una poderosa presunción en contra. No somos nosotros de los que gritamos contra los sabios ¡a ese!, ¡a ese!; porque no queremos que se nos diga que damos coces al asno, sino que, por el contrario, los tenemos en mucha estima, y nos creeriamos muy honrados siendo uno de ellos; pero no siempre puede ser su opinión un juicio irrevocable.

Desde que la ciencia se emancipa de la observación material de los hechos; desde que se trata de explicarlos y apreciarlos, queda el campo abierto a las conjeturas y cada cual idea un sistema que quiere hacer prevalecer y sostiene con empeño. ¿No vemos todos los días preconizadas y rechazadas alternativamente las divergentes opiniones combatidas hoy como absurdos errores y mañana proclamadas como incontestables verdades? El verdadero criterio de nuestros juicios, el argumento sin réplica son los hechos, en cuyo defecto, debe ser la duda la opinión de los prudentes.

En las cosas notorias, la opinión de los sabios es con justo título fehaciente, porque saben más y mejor que el vulgo; pero en punto a principios nuevos y a cosas desconocidas, su modo de ver no pasa nunca de ser hipotético, porque no están más exentos que los otros de preocupaciones, y hasta me aventuro a decir que en mayor número las tiene quizá el sabio, puesto que una natural propensión le arrastra a subordinarlo todo al aspecto que ha profundizado. El matemático no admite otra prueba que la demostración algebraica, el químico lo refiere todo a la acción de los elementos, etc. El hombre que se ha dedicado a una especialidad encadena a ella todas sus ideas; y si le sacáis de su especialidad, raciocína mal con frecuencia; porque todo quiere someterlo al mismo crisol. Esto es consecuencia de la humana flaqueza. Consultaré, pues, de buen grado y confiadamente a un químico sobre una cuestión de análisis, a un físico sobre la potencia eléctrica y a un mecánico sobre la fuerza motriz; pero séame permitido, y esto sin rebajar el aprecio que merecen sus conocimientos especiales, de no valorar del mismo modo su opinión negativa en materia de espiritismo, como no estimo el parecer de un arquitecto en punto a música.

Las ciencias vulgares están basadas en las propiedades de la materia que a nuestro antojo podemos manipular y someter a nuestros experimentos. Los fenómenos espiritistas están basados en la acción de inteligencias que, teniendo voluntad propia, nos prueban a cada instante que no se hallan a merced de nuestros caprichos. No pueden, pues, observarse de la misma manera, sino que hemos de colocarnos en condiciones especiales y en distinto punto de vista, y querer someterlos a los procedimientos ordinarios de investigación es lo mismo que establecer analogías que no existen. La ciencia, propiamente tal, es, pues. incompetente, como ciencia, para fallar la cuestión del espiritismo. No ha de ocuparse de él, y su juicio, cualquiera que sea, favorable o contrario, no puede tener importancia alguna. El espiritismo es resultado de una convicción personal que, como individuos, pueden abrigar los sabios, haciendo abstracción de su calidad de tales; perosometer esta cuestión a la ciencia valdría tanto como someter la existencia del alma a una asamblea de físicos o de astrónomos. En efecto, todo el espiritismo está contenido en la existencia del alma y en su estado después de la muerte, y es soberanamente ilógico creer que un hombre ha de ser un gran psicólogo, porque es un gran matemático o un gran cirujano. Al disecar el cuerpo humano, el cirujano busca el alma, y porque no tropieza con ellá su escalpelo, como con un nervio, o porque no la ve desprenderse como un gas, deduce que no existe, mirando la cosa bajo el punto de vista exclusivamente material. ¿Quiere esto decir que tenga razón contra la opinión universal? No. Véase, pues, como el espiritismo no incumbe a la ciencia,

Cuando las creencias espiritistas se hayan vulgarizado; cuando sean aceptadas por las masas -y a juzgar por la rapidez con que se propagan. esa época no puede estar muy lejos-, sucederá con esta como con todas las otras ideas nuevas que han encontrado oposición, y los sabios se rendirán a la evidencia. Hasta que ese tiempo no llegue, es intempestivo distraerlos de sus trabajos especiales, para obligarles a que se ocupen de una materia ajena a sus atribuciones y a su programa. En el ínterin, los que, sin haber estudiado profunda y anticipadamente el asunto, optan por la negativa y escarnecen a los que no siguen su parecer, olvidan que otro tanto ha acontecido con la mayor parte de los grandes descubrimientos que honran a la humanidad, y se exponen a que sus nombres aumenten la lista de los ilustres proscriptores de ideas nuevas, y a verlos inscritos a continuación de los de aquellos miembros de la docta asamblea que, en 1752, acogió con explosiones de risa la memoria de Franklin sobre los pararrayos, juzgándola indigna de figurar en el número de las comunicaciones que le eran dirigidas, y de los de aquella otra que fue causa de que Francia perdiese la gloría de iniciar la navegación por medio del vapor, declarando que el sistema de Fulton era un sueño irrealizable, a pesar de que semejantes cuestiones eran de su competencia. Si, pues, esas corporaciones que contaban en su seno lo más granado de los sabios del mundo, sólo burlas y sarcasmos prodigaron a las ideas que no comprendían, ideas que, algunos años después, habían de revolucionar la ciencia, las costumbres y la industria, ¿cómo podrá esperarse que les merezca mejor acogida una cuestión extraña a sus tareas?

Esos errores de algunos, lamentables para su memoria, no pueden privarles de los títulos que tienen adquiridos, por otro concepto, a nuestro aprecio; pero, ¿se ha de menester acaso de un diploma oficial para tener sentido común, y sólo imbéciles se encuentran por ventura fuera de las poltronas académicas? Fijense bien los ojos en los adeptos de la doctrina espiritista, y entonces se verá si sólo ignorantes cuenta, y si el número inmenso de hombres de mérito que la han abrazado permite que se la coloque en la estirpe de las creencias de las mujerzuelas. Su carácter y su ciencia valen la pena de que se diga: puesto que tales hombres afirman eso, algo, por lo menos, debe tener de cierto.

Volvemos a repetir que si los hechos que nos ocupan se hubiesen concretado al movimiento mecánico de los cuerpos, la investigación de la causa física del fenómeno entraba en el dominio de la ciencia; pero tratándose de una manifestación que se substrae a las leyes de la humanidad, no es competente la c¡encia material, porque no puede ser explicada ni por medio de los números, ni por medio de la potencia mecánica. Cuando surge un nuevo hecho que no se desprende de ninguna de las ciencias conocidas, el sabio debe, para estudiarlo, hacer abstracción de su ciencia, y convencerse de que constituye para él un nuevo estudio que no puede hacerse con ideas ya preconcebidas.

El hombre que cree infalible a su razón cstá muy cercano del error, pues hasta los que patrocinan las ideas más falsas se apoyan en su razón, y en virtud de ella rechazan todo lo que les parece imposible. Los que en otras épocas han rechazado los admirables descubrimientos con que se honra la humanidad, apelan para hacerlo, a la razón. Lo que se llama tal, con frecuencia, no es más que orgullo, y aquel que se cree infalible pretende igualarse a Dios. Nos dirigimos, pues, a los que son bastante prudentes para dudar de lo que no han visto, y que, juzgando del porvenir por el pasado, no creen que el hombre ha llegado a su apogeo, ni que la naturaleza le haya presentado ya la última página de su libro.