El Libro de los Espíritus

Allan Kardec

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VIII

Dicen ciertas personas: ¿nos enseñan los espíritus una nueva moral, algo superior a lo que dijo Cristo? Si esa moral no es más que el Evangelio; ¿para qué sirve el espiritismo? Este raciocinio se parece notablemente al del califa Omar, cuando hablaba de la biblioteca de Alejandría: «Si no contiene, decía, más que lo que hay en el Korán, es inútil, y preciso qúemarla; si algó más contiene, es mala, y también es preciso quemarla». No, el espiritismo no contiene una moral diferente de la de Jesús, pero a nuestra vez preguntamos: antes de Cristo, ¿no tenían los hombres la ley dada por Dios a Moisés? ¿No estaba su doctrina en el Decálogo? ¿Se dirá por esto que era inútil la moral de Jesús? Preguntamos también a los que niegan la utilidad de la moral espiritista, ¿por qué se practica tan poco la de Cristo, y por qué los mismos, que con justo titulo proclaman su sublimidad, son los primeros en violar la principal de sus leyes: la caridad universal? No sólo vienen los espíritus a confirmarla sino que también nos demuestran su utilidad práctica; hacen inteligibles y patentes verdades que únicamente bajo forma alegórica habían sido enseñadas, y junto a la moral, definen los problemas más abstractos de la psicología.

Jesús vino a enseñar a los hombres el camino del verdadero bien; ¿por qué, pues, Dios, que le envió para que recordase su ley desconocida, no podria enviar actualmente a los espíritus para recordarla nuevamente y con mayor precisión, cuando hoy la olvidan los hombres, sacrificándolo todo al orgullo y a la codicia? ¿Quién se atreverá a poner límites al poder de Dios y trazarle el camino que ha de seguir? ¿Quién nos dice que, como aseguran los espíritus, no han llegado los tiempos predichos, y que no toquemos aquellos en que las verdades mal comprendidas o falsamente interpretadas, deben ser reveladas ostensiblemente al género humano, para apresurar su adelanto? ¿No hay algo de providencial en esas manifestaciones que simultáneamente se producen en todos los puntos del globo? No es un solo hombre, no es un profeta quien viene a advertirnos, sino que de todas partes brota la luz, desarrollándose a nuestra vista todo un nuevo mundo. Así como el microscopio nos descubrió el mundo de lo infinitamente pequeño, ni que imaginábamos, y el telescopio los millares de mundos, que tampoco sospechábamos, las comunicaciones espiritistas nos revelan el mundo invisible que nos rodea, nos codea incesantemente y toma parte sin darnos cuenta de ello, en todo lo que hacemos. Dejad pasar algún tiempo, y la existencia de ese mundo que es el que nos espera, será la de los globos sumergidos en el espacio. ¿Acaso es tan incontestable como la del mundo microscópico y nada el habernos dado a conocer todo un mundo, el habernos iniciado en los misterios de la vida de ultratumba? Cierto que semejantes descubrimientos, si así puede llamárseles, contrarían algún tanto ciertas ideas establecidas; pero, ¿acaso todos los grandes descubrimientos científicos no han modificado igualmente y hasta trastornado las más acreditadas ideas? ¿Y no ha sido preciso que nuestro amor propio se doblegase ante la evidencia? Lo mismo sucederá con el espiritismo, y dentro de poco gozará derecho de ciudadanía entre los conocimientos humanos.


Las comunicaciones con los seres de ultratumba han producido el resultado de hacernos comprender la vida futura, de hacérnosla ver, de iniciarnos en las penas y goces que nos esperan según nuestros méritos, y por lo mismo el de conducir nuevamente al espiritualismo a los que solamente veían en nosotros la materia y una máquina organizada. Así, pues, hemos tenido razón al decir, que el espiritismo ha matado con hechos al materialismo. Aunque otro resultado no hubiese producido, le debería gratitud el orden social; pero hace más aún, pues le patentiza los inevitables efectos del mal, y por consiguiente la necesidad del bien. El número de los que ha conducido a sentimientos mejores, cuyas malas tendencias ha neutralizado, y a quienes ha apartado del mal, es mayor de lo que se cree y aumenta cada día. Y es porque el porvenir no es pára ellos una cosa vaga, una simple esperanza, sino una verdad que se comprende, que se explica, cuando vemos y oímos a los que nos han dejado, lamentarse o felicitarse de lo que en la tierra hicieron. Cualquiera que de ello sea testigo, se da a reflexionar, y siente la necesidad de conocerse, juzgarse y enmendarse.