Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos - 1863

Allan Kardec

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Resultado de la lectura de obras Espíritas

Cartas de los Srs. Michel de Lyon y D… d'Albi

En respuesta a la opinión del Sr. Doctor Constant sobre el efecto que debe producir la lectura de obras Espíritas, publicamos a continuación dos cartas entre miles de la misma naturaleza dirigidas a nosotros. Su opinión, como pudimos ver en el artículo anterior, es que ese efecto debe ser inevitablemente el de hacer pronta justicia a la llamada ciencia del Espiritismo, y es por eso que recomienda su lectura. Ahora llevamos más de seis años leyendo estas obras y, lamentablemente para su perspicacia, ¡aún no se ha hecho justicia!

Albi, 6 de marzo de 1863.

Sr. Allan Kardec,

Sé que no debo abusar de su precioso tiempo; también me privo del placer de hablar largamente con usted. Le diré que lamento amargamente no haber conocido antes su admirable Doctrina, porque siento que hubiera sido un hombre completamente diferente, y sin embargo no soy médium, ni pretendo serlo todavía, teniendo serios problemas que me obsesiona constantemente. Tengo un historial deplorable de imprudencia; llegué a los cuarenta y nueve años sin saber una sola oración; desde que os leo, oro siempre por la tarde, a veces por la mañana, y especialmente por mis enemigos. Su doctrina me ha salvado de muchas cosas y me ha hecho soportar los contratiempos con resignación.

¡Cuán agradecido le estaría, querido señor, si a veces orara por mí!

Por favor reciba, etc. D…

Lyon, 9 de marzo de 1863.

Mi querido maestro,

Debo comenzar pidiendo doblemente perdón, primero, por haber demorado tanto tiempo en el cumplimiento de un deber de esta naturaleza; y luego, por la libertad que me tomo, sin tener el honor de ser conocido por usted, de hablarle sobre cosas que de algún modo son enteramente personales para mí.

Esta consideración me obliga a ser lo más breve posible para no abusar de su amabilidad ni hacerle perder sólo para mí un tiempo que podría utilizar más útilmente para el bien general.

En los seis meses transcurridos desde que tuve el placer de ser iniciado en la Doctrina Espírita, sentí surgir en mí un fuerte sentimiento de reconocimiento. Este sentimiento es, además, sólo una consecuencia muy natural de la creencia en el Espiritismo; y, como tiene su razón de ser, también debe manifestarse. En mi opinión, debe dividirse en tres partes, la primera de las cuales va dirigida a Dios, a quien todo verdadero Espírita debe agradecer cada día por esta nueva prueba de infinita misericordia; el segundo pertenece legítimamente al propio Espiritismo, es decir a los buenos Espíritus y sus sublimes enseñanzas; y finalmente el tercero lo adquiere aquel que nos guía por el nuevo camino y a quien estamos felices de reconocer como nuestro venerado maestro.

El reconocimiento espírita así entendido impone, por tanto, tres deberes bien distintos: hacia Dios, hacia los buenos Espíritus y hacia el propagador de sus enseñanzas. Espero pagarle a Dios pidiéndole perdón por mis errores pasados y continuando orándole todos los días; intentaré saldar mi deuda con el Espiritismo difundiendo a mi alrededor, tanto como pueda, los beneficios de la instrucción Espírita; y el propósito de esta carta es mostrarle, señor, el vivo deseo que sentía de cumplir con mis obligaciones para con usted, que me acuso de hacerlo tan tarde. Por tanto, apelo a vuestra caridad y os pido que aceptéis este sincero homenaje de infinita gratitud.

Asociándome de todo corazón a quienes me precedieron, vengo a deciros: Gracias que nos habéis rescatado del error alumbrando sobre nosotros la antorcha de la verdad; gracias a ti que nos hiciste conscientes de los medios para alcanzar la verdadera felicidad por medio de la práctica del bien; gracias a ustedes que no tuvieron miedo de entrar primero en la pelea.

El advenimiento del Espiritismo en el siglo XIX, en una época en que el egoísmo y el materialismo parecen compartir el imperio del mundo, es un hecho demasiado importante y demasiado extraordinario para no provocar admiración o asombro entre personas serias y mentes observadoras. Este hecho sigue siendo completamente inexplicable para quienes se niegan a reconocer la intervención Divina en el desarrollo de los grandes acontecimientos que ocurren entre nosotros y muchas veces a pesar de nosotros.

Pero, un hecho no menos sorprendente, es que se encontró en este mismo momento de incredulidad a un hombre que creía lo suficiente, lo suficientemente audaz, para emerger de la multitud, abandonar la corriente y anunciar una Doctrina que lo pondría en desacuerdo con la mayoría, siendo su objetivo combatir y derribar los prejuicios, abusos y errores de la multitud, y finalmente predicar la fe a los materialistas, la caridad a los egoístas, la moderación a los fanáticos, la verdad a todos.

Este hecho hoy se cumple; por tanto, no era imposible; pero para lograrlo se requiere coraje que sólo la fe puede dar. Esto es lo que causa nuestra admiración.

Tal dedicación, mi querido maestro, no podía quedar infructuosa; así que ahora puedes comenzar a recibir la recompensa de tus labores contemplando el triunfo de la Doctrina que has enseñado.

Sin preocuparte por el número y la fuerza de sus adversarios, entraste solo en la arena, y resististe las burlas insultantes sólo con inalterable serenidad, los ataques y calumnias sólo con moderación; además, en poco tiempo el Espiritismo se extendió por todas partes del mundo; sus seguidores hoy se cuentan por millones y, lo que es aún más satisfactorio, están reclutados en todos los niveles de la escala social. Ricos y pobres, ignorantes y eruditos, librepensadores y puritanos, todos respondieron al llamado del Espiritismo, y cada clase se apresuró a aportar su contingente en esta gran cruzada de la inteligencia. ¡Lucha sublime! donde el vencido se siente orgulloso de proclamar su derrota, y más orgulloso aún de poder luchar bajo la bandera de los vencedores.

Esta victoria no sólo honra a quien la obtuvo, sino que también atestigua la justicia de la causa, es decir, la superioridad de la Doctrina Espírita sobre todas las que la precedieron y, en consecuencia, su origen completamente divino. Para el ferviente seguidor, este hecho no puede ser puesto en duda, y el Espiritismo no puede ser obra de unos pocos locos, como han tratado de demostrar sus detractores. Es imposible que el Espiritismo sea obra humana; debe ser y es, de hecho, una revelación divina. Si no fuera así, ya habría sucumbido y quedado impotente ante la indiferencia y el materialismo.

Toda ciencia humana es sistemática en su esencia y, por tanto, está sujeta a error; por eso sólo puede ser admitido por un pequeño número de individuos que, por ignorancia o cálculo, propagan creencias erróneas que desaparecen por sí solas después de algún tiempo de prueba. El tiempo y la razón siempre han hecho justicia a doctrinas abusivas e infundadas. Ninguna ciencia, ninguna doctrina puede pretender estabilidad si no posee, en su conjunto como en sus más mínimos detalles, esta emanación pura y divina que hemos llamado verdad; porque sólo la verdad es inmutable como el Creador que es su fuente.

Un ejemplo muy consolador de esto lo encontramos en las divinas palabras de Cristo, que el santo Evangelio, a pesar de su largo y aventurero recorrido, nos ha transmitido tan dulces, tan puras como cuando cayeron de la boca del divino Renovador.

Después de dieciocho siglos de existencia, la doctrina de Cristo nos parece tan luminosa como en el momento de su nacimiento. A pesar de las falsas interpretaciones de unos y de las persecuciones de otros, aunque poco practicada hoy, ha quedado sin embargo fuertemente arraigada en la memoria de los hombres. La doctrina de Cristo es, por tanto, un fundamento inquebrantable contra el cual las pasiones humanas se hacen añicos constantemente. Mientras la ola impotente rompe contra la roca, las tormentas del error se agotan en vanos esfuerzos contra este faro de verdad. Siendo el Espiritismo la confirmación, el complemento de esta doctrina, es justo decir que se convertirá en un monumento indestructible, ya que tiene a Dios como principio y la verdad como base.

Así como estamos felices de predecir su largo destino, prevemos felizmente el momento en que se convertirá en la creencia universal. Este momento no puede estar lejano, porque los hombres pronto comprenderán que no hay felicidad posible aquí en la tierra sin fraternidad. Comprenderán también que la palabra virtud no sólo debe andar por los labios, sino que debe quedar grabada profundamente en los corazones; comprenderán finalmente que quien asume la tarea de predicar la moral debe, ante todo, predicarla con el ejemplo.

Me detengo, mi querido maestro, la grandeza del tema me lleva a alturas donde me es imposible mantenerme. Manos más hábiles que las mías ya han pintado con vivos colores este conmovedor cuadro que mi ignorante pluma intenta en vano esbozar. Perdóname, te lo ruego, por haberte hablado tanto de mis propios sentimientos; pero sentí un deseo invencible de derramar mi corazón en el seno mismo de quien había devuelto la calma a mi alma, reemplazando la duda que la había torturado durante quince años, por una certeza consoladora.

He sido alternativamente un católico ferviente, un fatalista, un materialista, un filósofo resignado; pero, gracias a Dios, nunca fui ateo. Refunfuñé contra la Providencia sin, sin embargo, negar jamás a Dios. Las llamas del infierno hacía mucho que se habían extinguido para mí y, sin embargo, mi Espíritu no estaba tranquilo acerca de su futuro. Los goces celestiales recomendados por la Iglesia no tenían suficiente atractivo para exhortarme a la virtud y, sin embargo, mi conciencia rara vez aprobaba mi conducta. Estaba en constante duda. Apropiándome de este pensamiento de un gran filósofo: “La conciencia fue dada al hombre para irritarlo”, llegué a esta conclusión: el hombre debe evitar cuidadosamente todo lo que pueda confundirlo con su conciencia. Así habría evitado cometer cualquier falta mayor, porque mi conciencia se oponía a ello; habría realizado algunas buenas obras para sentir la satisfacción que me brindan; pero no vi nada más allá de eso. ¡La naturaleza me había sacado de la nada, la muerte debía devolverme a la nada! Este pensamiento me sumía muchas veces en una profunda tristeza, pero por más que consultaba, por más que buscaba, nada podía darme la respuesta al enigma. Las desproporciones sociales me escandalizaron y a menudo me pregunté por qué nací en el fondo de la escala en la que me encontraba tan mal situado. A esto, al no poder responder, dije: El azar.

¡Una consideración de otro tipo me hacía horrorizar la nada! ¿Cuál es el punto de aprender? ¿Para brillar en un salón?… se necesita fortuna; ¿para llegar a ser poeta, un gran escritor?… se necesita talento natural. Pero para mí, un simple artesano, destinado tal vez a morir en el banco de trabajo al que estoy atado por la necesidad de ganarme el pan de cada día... ¿Cuál es el punto de educarme? No sé casi nada y eso es demasiado; ya que mi conocimiento no me sirve de nada durante mi vida y debe extinguirse cuando muera. Este pensamiento se me ha ocurrido muy a menudo; había venido a maldecir esta instrucción que se da gratuitamente al hijo del trabajador. Esta instrucción, aunque muy estrecha y muy incompleta, me parecía superflua y me parecía no sólo perjudicial para la felicidad del pobre, sino incompatible con las exigencias de su condición. Fue, en mi opinión, una calamidad más para el pobre, ya que le hizo comprender la importancia del problema sin mostrarle el remedio. Es fácil explicar el sufrimiento moral de un hombre que, sintiendo latir en su pecho un corazón noble, se ve obligado a someter su inteligencia a la voluntad de un individuo cuyo puñado de coronas, a menudo mal habidas, a veces lo hace todo: el mérito y todo el conocimiento.

Es entonces cuando debemos apelar a la filosofía; y mirando lo alto de la escalera nos decimos: El dinero no compra la felicidad; luego, mirando hacia abajo, vemos personas en una posición inferior a la nuestra, y añadimos: Tengamos paciencia, hay más de quienes tener compasión que nosotros. Pero si esta filosofía a veces da resignación, nunca produce felicidad.

Estaba en esta situación cuando el Espiritismo vino a sacarme del atolladero de pruebas e incertidumbres en el que me hundía cada vez más a pesar de todos los esfuerzos que hacía para salir de él.

Durante dos años oí hablar del Espiritismo sin prestarle mucha atención; creía, por lo que decían sus adversarios, que entre los demás se había colado un nuevo malabarismo. Pero, finalmente cansado de oír hablar de algo de lo que en realidad sólo conocía el nombre, decidí informarme. Así obtuve el Libro de los Espíritus y el de los Médiums. Leí, o más bien devoré, estas dos obras con una avidez y una satisfacción que me resulta imposible definir. ¡Cuál fue mi sorpresa, cuando miré las primeras páginas, al ver que se trataba de filosofía moral y religiosa, cuando esperaba leer un tratado de magia acompañado de historias maravillosas! Pronto la sorpresa dio paso a la convicción y el reconocimiento. Cuando terminé de leer, me di cuenta con alegría de que era Espírita desde hacía mucho tiempo. Agradecí a Dios que me concedió este notable favor. De ahora en adelante podré orar sin temor a que mis oraciones se pierdan en el espacio, y soportaré con alegría las tribulaciones de esta corta existencia, sabiendo que mi miseria presente es sólo la justa consecuencia de un pasado culpable o de un período. de prueba para lograr un futuro mejor. ¡No más dudas! la justicia y la lógica nos revelan la verdad; y aclamamos con alegría a esta bienhechora de la humanidad.

Es casi inútil decirte, mi querido maestro, cuán grande era mi deseo de convertirme en médium; así que estudié con mucha perseverancia. Después de unos días de observación, reconocí que era un médium intuitivo; mi deseo sólo estaba cumplido a medias, ya que tenía muchas ganas de convertirme en un médium mecánico.

La mediumnidad intuitiva deja dudas en la mente de quien la posee durante mucho tiempo. Para disipar todos mis escrúpulos a este respecto, tuve que asistir a algunas sesiones de Espiritismo, para poder establecer una comparación entre mi mediumnidad y la de otros médiums. Fue entonces cuando comprendí la exactitud de su recomendación que prescribe leer antes de ver, si se quiere convencer; porque, puedo decirle francamente, no vi nada convincente para un incrédulo. Habría dado mucho entonces para poder ser admitido entre los que la Providencia ha puesto bajo la dirección inmediata de nuestro amado líder, porque pensé que las evidencias deberían ser más palpables, más frecuentes en la sociedad que usted preside. Sin embargo, no me detuve ahí, e invité a varios médiums escritores, clarividentes y diseñadores a que se reunieran para trabajar juntos. Fue entonces cuando tuve el placer de presenciar los hechos más sorprendentes y obtener las pruebas más evidentes de la bondad y verdad del Espiritismo. ¡Por segunda vez estaba convencido!

Adjunto a esta ya larguísima carta algunas de mis comunicaciones; sería feliz, mi querido maestro, si le fuera posible echarle un vistazo y juzgar su valor. Desde el punto de vista moral, los creo irreprochables; pero desde el punto de vista literario... al no poder juzgarlos yo mismo, me abstengo de realizar cualquier valoración. Si, contra mis expectativas, encuentra algunos fragmentos lo suficientemente transitables como para publicarlos con fines publicitarios, le pido que los disponga a su conveniencia, y sería un gran placer para mí haber contribuido con mi pequeña piedra a la construcción del gran edificio.

Valoraría mucho una respuesta suya, mi querido maestro, pero no me atrevo a pedírsela, sabiendo la imposibilidad material de responder a todas las cartas que le dirigen. Termino rogándote que me perdones por esta extrema libertad, esperando que estés dispuesto a creer en la sinceridad de quien tiene el honor de llamarse uno de tus más fervientes admiradores y tu muy humilde servidor.

Miguel,

Calle Bouteille, 25 años, en Lyon.