Falsos hermanos y amigos torpes
Como demostramos en nuestro artículo
anterior, nada puede prevalecer contra el destino providencial del Espiritismo.
Así como nadie puede impedir la caída de lo que, en los decretos divinos:
hombres, pueblos o cosas, debe caer, nadie puede detener la marcha de lo que
debe seguir adelante. Esta verdad, en relación con el Espiritismo, surge de
hechos consumados, y mucho más de otro punto capital. Si el Espiritismo fuera
una simple teoría, un sistema, podría ser combatido por otro sistema, pero se
basa en una ley de la naturaleza, tanto como el movimiento de la tierra. La
existencia de Espíritus es inherente a la especie humana; por lo tanto, no
podemos hacer que no existan, y no podemos prohibirles que se manifiesten, como
tampoco podemos impedir que el hombre camine. No necesitan permiso para ello, y
se ríen de todas las defensas, pues no hay que olvidar que además de las manifestaciones
mediúmnicas propiamente dichas, están las manifestaciones naturales y
espontáneas, que han ocurrido en todos los tiempos y se suceden diariamente
entre una multitud de personas que nunca han oído hablar de los Espíritus.
¿Quién podría entonces oponerse al desarrollo de una ley de la naturaleza?
Siendo esta ley obra de Dios, rebelarse contra ella es rebelarse contra Dios.
Estas consideraciones explican la inutilidad de los ataques dirigidos contra el
Espiritismo. Lo que los Espíritas deben hacer ante estas agresiones es
continuar su trabajo pacíficamente, sin alardes, con la calma y la confianza
que da la certeza de llegar a la meta.
Sin embargo, si nada puede detener el
progreso general, hay circunstancias que pueden obstaculizarlo parcialmente,
como un pequeño dique puede frenar el curso de un río sin impedir su fluir.
Entre este número se encuentran los pasos desconsiderados de ciertos adeptos
más celosos que prudentes, que no calculan suficientemente el alcance de sus
acciones o de sus palabras; con ello producen en las personas aún no iniciadas
en la Doctrina una impresión desfavorable, mucho más propensa a alienarlos que
las diatribas de los adversarios. El Espiritismo está sin duda muy difundido,
pero lo estaría aún más si todos los adeptos hubieran escuchado siempre los
consejos de la prudencia y supieran guardar una sabia reserva. Sin duda hay que
tener en cuenta su intención, pero lo cierto es que más de uno ha justificado
el proverbio: Más vale enemigo declarado que amigo torpe. Lo peor es
proporcionar armas a adversarios que saben explotar hábilmente una torpeza. Por
lo tanto, no podemos dejar de recomendar encarecidamente a los Espíritas que
reflexionen con madurez antes de actuar; en tal caso es prudente no confiar en
opiniones personales. Hoy en día, cuando por todas partes se están formando
grupos o sociedades, nada es más sencillo que consultar antes de actuar. El
verdadero Espírita, teniendo en vista sólo el bien de la cosa sabe abnegar el
amor propio; creer en la propia infalibilidad, negarse a ceder a la opinión de
la mayoría y persistir en una conducta que se muestra mala y comprometedora, no
es acto de un verdadero Espírita; sería una prueba de orgullo si no fuera el
hecho de una obsesión.
Entre los errores, hay que situar en primera
línea las publicaciones inoportunas o excéntricas, porque son los hechos que
más repercusiones tienen. Ningún Espírita ignora que los Espíritus están lejos
de tener ciencia soberana; muchos de ellos saben menos que algunos hombres y,
al igual que algunos hombres, pretenden saberlo todo. Tienen su opinión
personal sobre todas las cosas, que pueden ser correctas o incorrectas; ahora,
al igual que los hombres, generalmente los que tienen las ideas más falsas son
los más obstinados. Estos falsos eruditos hablan de todo, construyen sistemas,
crean utopías o dictan las cosas más excéntricas, y se alegran de encontrar
intérpretes complacientes y crédulos que aceptan sus desvaríos con los ojos
cerrados. Este tipo de publicaciones tienen inconvenientes gravísimos, pues el
propio médium engañado, muchas veces seducido por un nombre apócrifo, las
presenta como cuestiones graves que los críticos aprovechan con avidez para
denigrar el Espiritismo, mientras que con menos presunción le hubiera bastado seguir
el consejo de sus colegas para ser iluminado. Es bastante raro que, en este
caso, el médium no ceda al mandato de un Espíritu que desea, aún, como algunos
hombres, que se publique a toda costa; con más experiencia sabría que los
Espíritus verdaderamente superiores aconsejan, pero nunca imponen ni adulan, y
que cualquier prescripción imperiosa es signo sospechoso.
Cuando el Espiritismo esté plenamente
establecido y conocido, las publicaciones de esta naturaleza no tendrán más
inconvenientes que los que hoy tienen los malos tratados de ciencia; pero al
principio, repetimos, tienen un lado muy desafortunado. Por tanto, en materia
de publicidad no se puede ser demasiado prudente ni calcular con demasiado
cuidado el efecto que se puede producir en el lector. En resumen, es un grave
error creerse obligado a publicar todo lo que los Espíritus dictan, ya que, si
los hay buenos e iluminados, los hay malos e ignorantes; es importante hacer
una elección muy rigurosa de sus comunicaciones y eliminar todo lo que sea
inútil, insignificante, falso o que pueda causar una mala impresión. Hay que
sembrar, sin duda, pero sembrar buena semilla y a su debido tiempo.
Pasemos a un tema aún más serio, los falsos
hermanos. Los adversarios del Espiritismo, al menos algunos, pues puede haber
algunos de buena fe, no son todos, como sabemos, escrupulosos en la elección de
los medios; todo es una buena guerra para ellos, y cuando no pueden tomar una
ciudadela por asalto, la explotan debajo. A falta de buenas razones, que son
armas justas, los vemos derramar cada día mentiras y calumnias sobre el
Espiritismo. La calumnia es odiosa, lo saben bien, y la mentira puede negarse,
por eso buscan hechos para justificarse; pero ¿cómo encontrar hechos
comprometedores en personas serias, si no es por medio de ellos mismos o de sus
afiliados? El peligro no está en los ataques de fuerza abierta; no está en
persecuciones ni siquiera en calumnias, como hemos visto; pero está en los
esquemas ocultos empleados para desacreditar y arruinar el Espiritismo por sí
mismo. ¿Lo lograrán? Esto es lo que examinaremos más adelante.
Sobre esta maniobra ya hemos llamado la
atención en el relato de nuestro viaje de 1862 (página 45), porque en el camino
recibimos tres besos de Judas de los que no nos dejamos engañar, aunque no
dijimos nada al respecto. Además, nos habían advertido antes de nuestra
partida, así como de las trampas que nos tenderían. Pero los estábamos
vigilando, seguros de que algún día mostrarían la punta de las orejas, pues es
tan difícil para un falso Espírita imitar siempre al verdadero Espírita, como
para un Espíritu malo fingir un Espíritu superior; ninguno de los dos puede
mantener su papel por mucho tiempo.
De varias localidades nos hablan de
individuos, hombres o mujeres, con antecedentes y conocidos sospechosos, cuyo
aparente celo por el Espiritismo sólo inspira una confianza muy mediocre, y no
nos sorprende encontrar allí a los tres Judas de los que hemos hablado: hay
algunos en la parte inferior y superior de la escala. Por su parte, a menudo es
más que celo; es entusiasmo, una admiración fanática. Según ellos, su devoción
llega incluso a sacrificar sus intereses y, a pesar de ello, no atraen ninguna
simpatía: un fluido insalubre parece rodearlos; su presencia en las reuniones
arroja un manto de hielo sobre ello. Añadamos que hay algunos cuyos medios de
subsistencia se convierten en un problema, especialmente en las provincias
donde todos se conocen.
Lo que caracteriza principalmente a estos
llamados adeptos es su tendencia a desviar al Espiritismo de los caminos de la
prudencia y de la moderación por su ardiente deseo del triunfo de la verdad;
alentar publicaciones excéntricas, entrar en éxtasis de admiración ante las más
ridículas comunicaciones apócrifas, que se encargan de difundir; provocar, en
las reuniones, temas comprometedores sobre política y religión, siempre para el
triunfo de la verdad que no debe guardarse bajo un celemín; sus elogios sobre
los hombres y las cosas son suficientes incensarios para romper cincuenta caras:
son los Fiers-à-bras (orgullosos de las armas) del Espiritismo. Otros son más
dulces y hogareños; bajo su mirada oblicua y con palabras melosas, soplan las
discordias mientras predican la unidad; arrojan hábilmente sobre la alfombra
preguntas irritantes o hirientes, temas que pueden provocar disidencia;
suscitan celos de preponderancia entre los diferentes grupos y estarían
encantados de verlos arrojarse piedras unos a otros y, gracias a algunas
diferencias de opinión sobre determinadas cuestiones de forma o de fondo, la
mayoría de las veces provocadas, levantar bandera contra bandera.
Algunos, dicen, hacen un consumo espantoso de
libros Espíritas, de los que los libreros apenas se fijan, y de propaganda
excesiva; pero, por efecto del azar, la elección de sus seguidores es
desafortunada; una fatalidad les lleva a dirigirse con preferencia a personas
exaltadas, con ideas obtusas o que ya han dado signos de aberración; luego, en
un caso que deploran a gritos por todas partes, vemos que estas personas
trataban del Espiritismo, del cual la mayoría de las veces no entendían la
primera palabra. A los libros Espíritas que estos celosos apóstoles distribuyen
generosamente, añaden a menudo, no críticas que serían torpes, sino libros de
magia y hechicería, o escritos políticos heterodoxos, o diatribas innobles
contra la religión, de modo que, siempre, en cualquier caso, fortuito o no, uno
puede, en una verificación, confundir el conjunto.
Como es más conveniente tener las cosas a
mano, tener cómplices dóciles, que no se encuentran en todas partes, hay
quienes organizan o han organizado reuniones donde se trata preferentemente de
aquello que precisamente el Espiritismo recomienda no preocuparnos, y donde se
tiene cuidado de atraer extraños que no siempre son amigos; allí se confunden
indignamente lo sagrado y lo profano; los nombres más venerados se mezclan con
las más ridículas prácticas de magia negra, acompañadas de signos y palabras cabalísticas,
talismanes, trípodes sibilinos y demás parafernalias; algunos le añaden, como
complemento, y a veces como producto lucrativo, cartomancia, quiromancia, posos
de café, sonambulismo pagado, etc.; Espíritus complacientes, que encuentran
allí intérpretes no menos complacientes, predicen el futuro, adivinan la
suerte, descubren tesoros escondidos y tíos en la América, indican la
cotización en bolsa y, si es necesario, los números ganadores de la lotería;
luego, un buen día, interviene la justicia, o se lee en un periódico el informe
de una sesión de Espiritismo a la que asistió el autor y cuenta lo que vio, con
sus propios ojos.
¿Intentarás que todas estas personas vuelvan
a tener ideas más saludables? Sería una pérdida de tiempo, y entendemos por
qué: la razón y el lado serio de la Doctrina no son asunto suyo; esto es lo que
más les entristece; decirles que perjudican la causa, que dan armas a sus
enemigos, es adularlos; su objetivo es desacreditarla pareciendo defenderla.
Instrumentos, no temen comprometer a otros al someterlos a la ley, ni ponerse
allí, porque saben encontrar allí una compensación.
Su papel no siempre es idéntico; varía según
su posición social, sus aptitudes, la naturaleza de sus relaciones y el
elemento que les hace actuar; pero el objetivo es siempre el mismo. No todos
emplean medios tan toscos, pero no por ello menos traicioneros. Lead algunas
publicaciones que supuestamente simpatizan con la idea, incluso aparentemente
defensivas de la idea, pese todos sus pensamientos y vea si a veces, junto con
un respaldo colocado como portada y etiqueta, no descubres, lanzado como por
casualidad, un pensamiento insidioso, una insinuación de doble cara, un hecho
relatado de manera ambigua y susceptible de ser interpretado en un sentido
desfavorable. Entre ellos los hay disfrazados y que, bajo el manto del
Espiritismo, tienen en vista suscitar divisiones entre los adeptos.
Sin duda se nos preguntará si todas las
bajezas de las que acabamos de hablar son invariablemente el resultado de
maniobras ocultas o de una comedia representada con un fin interesado, y si no
pueden ser también el de un movimiento espontáneo; en una palabra, ¿si todos
los Espíritas son hombres de sentido común e incapaces de equivocarse?
Pretender que todos los Espíritas sean
infalibles sería tan absurdo como la pretensión de nuestros adversarios de
tener únicamente el privilegio de la razón. Pero si hay quienes se equivocan,
es porque no entienden el significado y el objetivo de la Doctrina; en este
caso su opinión no puede ser ley, y es ilógico o desleal, según la intención,
tomar la idea individual por la idea general y aprovechar una excepción. Sería
lo mismo si tomáramos las aberraciones de algunos estudiosos como reglas de la
ciencia. A ellos les diremos: si queréis saber de qué lado está la presunción
de verdad, estudiad los principios admitidos por la inmensa mayoría, si no por
la absoluta unanimidad de los Espíritas de todo el mundo.
Por tanto, los creyentes de buena fe pueden
equivocarse, y no penalizamos que no piensen como nosotros; si entre las
bajezas antes relatadas hubo algunas que fueron resultado de una opinión
personal, sólo pudimos ver en ellas desviaciones aisladas y lamentables, de las
cuales sería injusto responsabilizar a la Doctrina que las repudia severamente;
pero si decimos que pueden ser el resultado de maniobras interesadas es porque
nuestra imagen está tomada de modelos. Sin embargo, como esto es lo único que
el Espiritismo realmente debe temer por el momento, invitamos a todos los
seguidores sinceros a estar en guardia y evitar las trampas que puedan
tenderles. A tal fin, no pueden ser demasiado imprudentes respecto de los
elementos que deben introducirse en sus reuniones, ni rechazar con demasiada
cautela todas las sugerencias que tiendan a distorsionar su carácter
esencialmente moral. Manteniendo el orden, la dignidad y la seriedad que
conviene a los hombres serios que se enfrentan a una cosa seria, cerrarán el acceso
a ella a los malintencionados que se retirarán cuando reconozcan que no hay
nada que hacer. Por las mismas razones, deben rechazar toda solidaridad con las
reuniones formadas fuera de las condiciones prescritas por la sana razón y los
verdaderos principios de la Doctrina, si no pueden hacerlas volver al camino
correcto.
Como vemos, ciertamente existe una gran
diferencia entre falsos hermanos y amigos torpes, pero, sin quererlo, el
resultado puede ser el mismo: desacreditar la Doctrina. El matiz que los separa
a menudo está sólo en la intención, lo que significa que a veces se pueden
confundir y, viéndolos servir a los intereses del oponente, suponer que han
sido conquistados por él. Por lo tanto, la prudencia es, sobre todo en este
momento, más necesaria que nunca, porque no hay que olvidar que se explotan
palabras, acciones o escritos irreflexivos, y que los adversarios se alegran de
poder decir que provienen de los Espíritas.
En esta situación, comprendemos lo que las
armas de especulación, por los abusos que puede dar lugar, pueden ofrecer a los
detractores para apoyar su acusación de curandería. Por tanto, en determinados
casos puede tratarse de una trampa tendida de la que debemos tener cuidado. Sin
embargo, como no hay curandería filantrópica, la abnegación y el absoluto
desinterés de los médiums privan a los detractores de uno de sus medios de
denigración más poderosos, truncando cualquier discusión sobre este tema.
Llevar la desconfianza al exceso sería sin
duda un grave error, pero en tiempos de lucha, y cuando se conocen las tácticas
del enemigo, la prudencia se convierte en una necesidad que no excluye, por
otra parte, ni la observación de las convenciones de las que nunca debemos
apartarnos. Además, no se puede confundir el carácter del verdadero Espírita;
hay en él una franqueza que desafía toda sospecha, especialmente cuando es
corroborada por la práctica de los principios de la Doctrina. Ya sea que uno
levante bandera contra bandera, como intentan hacer nuestros antagonistas, el
futuro de cada uno está subordinado a la suma de consuelo y sustentación moral
que aportan; un sistema no puede prevalecer sobre otro a menos que sea más
lógico, del cual la opinión pública sea juez soberano; en cualquier caso, la
violencia, los insultos y la acritud son un mal antecedente y una recomendación
aún peor.
Queda por examinar las consecuencias de esta situación. Estas intrigas sin duda pueden traer consigo perturbaciones parciales momentáneamente, por lo que hay que frustrarlas en la medida de lo posible pero no pueden ser perjudiciales para el futuro; primero porque sólo tendrán un tiempo, ya que son una maniobra de oposición que caerá por la fuerza de las cosas; en segundo lugar, que, digamos lo que digamos y hagamos, nunca privaremos a la Doctrina de su carácter distintivo, de su filosofía racional o de su moral consoladora. Será en vano torturarla y disfrazarla, hacer que los Espíritus hablen a voluntad, o recoger comunicaciones apócrifas para arrojar contradicciones en las encrucijadas, no se hará prevalecer una enseñanza aislada, aunque sea verdadera y no supuesta, contra aquella que se da por todos lados. El Espiritismo se distingue de todas las demás filosofías en que no es producto de la concepción de un solo hombre, sino de una enseñanza que todos pueden recibir en todos los puntos del globo, y tal es la consagración que recibe el Libro de los Espíritus. Este libro, escrito sin ambiguedad posible y al alcance de todas las inteligencias, será siempre la expresión clara y exacta de la Doctrina, y la transmitirá intacta a quienes vendrán después de nosotros. Las iras que despierta son una indicación del
papel que está llamado a desempeñar y de la dificultad de oponerle algo más
serio. Lo que ha hecho el rápido éxito de la Doctrina Espírita son los
consuelos y las esperanzas que da; cualquier sistema que, mediante la negación
de los principios fundamentales, tienda a destruir la fuente misma de estos
consuelos, no podría ser recibido con más favor.
No debemos perder de vista el hecho de que
estamos, como hemos dicho, en el momento de la transición, y que ninguna
transición se produce sin conflictos. Así que, no nos sorprenda ver las
pasiones en juego, las ambiciones comprometidas, las pretensiones decepcionadas
y cada uno tratando de recuperar lo que ve que se le escapa aferrándose al
pasado; pero poco a poco todo eso se apaga, la fiebre cede, los hombres mueren
y las nuevas ideas permanecen. Espíritas, elévense en el pensamiento, miren hacia adelante veinte años y el presente no les preocupará.