Revista Espírita – Periódico de Estudios Psicológicos - 1863

Allan Kardec

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La barbarie en la civilización

Horrible tortura de un negro

Una carta de Nueva York, fechada el 5 de noviembre, a Courts Gazette, contiene los siguientes detalles de una horrible tragedia que tuvo lugar en Dalton, condado de Caroline, Maryland:

“Recientemente habíamos arrestado a un joven negro acusado de agresión indecente a la persona de una niña blanca. Graves sospechas pesaban sobre él. La niña, que fue objeto de su violencia criminal, declaró que lo reconoció perfectamente. El acusado había sido encerrado en la prisión de Dalton. Apenas había estado allí unas horas cuando una gran multitud, lanzando gritos de ira y venganza, exigió que se le entregara al infortunado negro.

Los representantes del orden y de la autoridad, viendo que les sería imposible defender a su prisionero, por la fuerza, contra esta multitud irritada, trataron en vano, con los discursos más apremiantes, de calmarla. Los silbidos saludaron sus palabras a favor de la ley y la justicia ordinaria.

La gente, cuyo número seguía creciendo, comenzó a tirar piedras a la prisión. Se dispararon algunos tiros de revólver contra los agentes del orden, pero ninguna bala los alcanzó. Al darse cuenta de que la resistencia era imposible de su parte, abrieron las puertas de la prisión. La multitud, después de haber lanzado una inmensa ovación en señal de satisfacción, se precipita allí con furia. Ella agarra al prisionero y lo arrastra, en medio de los gritos de ira de los asistentes y las súplicas de la víctima, en medio de la plaza principal del pueblo.

Inmediatamente se nombra un jurado. Después de haber examinado, por la forma, los hechos del juicio, declara culpable al acusado y lo condena a la horca sin demora. Inmediatamente se ata una cuerda a un árbol y, hecho esto, se lleva a cabo la ejecución. El negro, mientras su cuerpo se debatía en las convulsiones de la agonía, era blanco de los insultos y violencias de los espectadores. Le dispararon varios tiros de pistola y contribuyeron a aumentar las torturas de su muerte.

La multitud, ebria de ira y venganza, no esperó a que el cuerpo estuviera completamente inmóvil para desatarlo de la cuerda. Hizo desfilar su innoble trofeo por las calles de Dalton. Hombres y mujeres, los propios niños aplaudieron los ultrajes prodigados sobre el cadáver del joven negro.

Pero no hubo que detener la furia del pueblo. Después de haber atravesado el pueblo de Dalton en todas direcciones, pasó frente a una iglesia de negros. Allí se levantó una gran pira, y después de haber cortado y mutilado el cadáver, la multitud arrojó, en medio de las más ruidosas demostraciones de júbilo, los miembros y los pedazos de carne a las llamas”.

Este relato dio lugar a la siguiente pregunta propuesta en la Sociedad Espírita de París, el 28 de noviembre de 1862:

“Es comprensible que entre los pueblos civilizados se encuentren ejemplos aislados e individuales de ferocidad; y el Espiritismo da la explicación diciendo que provienen de Espíritus inferiores, de algún modo descarriados en una sociedad más avanzada; pero luego estos individuos, a lo largo de sus vidas, han revelado la bajeza de sus instintos. Lo que es más difícil de comprender, es que toda una población, que ha dado prueba de la superioridad de su inteligencia, y aun en otras circunstancias de sentimientos de humanidad, que profesa una religión de mansedumbre y de paz, pueda ser presa de tal vértigo sanguinario, y festejar con furia salvaje las torturas de una víctima. Hay un problema moral sobre el cual pediremos a los Espíritus que tengan la bondad de darnos una instrucción”.

Sociedad Espírita de París, 28 de noviembre de 1862. - Médium, Sr. A. de B...

La sangre derramada en los países renombrados, hasta el día de hoy, por sus tendencias al progreso humano, es lluvia de maldición, y la ira del Dios justo no podía tardar más en pesar sobre la morada, donde con tanta frecuencia, ocurre abominaciones como la que vosotros acabó de escuchar leer. En vano tratamos de ocultar las consecuencias que necesariamente conllevan; en vano queremos atenuar el alcance del delito; si es horrible por sí mismo, no lo es menos por la intención que le hizo cometer con tan horribles refinamientos, con tan bestial implacabilidad. ¡Interés! ¡interés humano! Los placeres sensuales, las satisfacciones de la soberbia y de la vanidad fueron allí, de nuevo, el motivo como en cualquier otra ocasión, y las mismas causas darán lugar a efectos similares, causas, a su vez, de los efectos de la cólera celestial, con que se amenazan tantas iniquidades. ¿Creéis que no hay progreso real sino el de la industria, de todos los recursos y de todas las artes que tienden a amortiguar los rigores de la vida material y a aumentar los goces de que queremos saciarnos? No; este no es sólo el progreso necesario para la elevación de los Espíritus, que son humanos sólo temporalmente, y sólo deben dar a las cosas humanas el interés secundario que merecen. El perfeccionamiento del corazón, de las luces de la conciencia; la difusión del sentimiento de solidaridad universal de los seres, del de fraternidad entre los humanos, son las únicas marcas auténticas que distinguen a un pueblo en la marcha del progreso general. Sólo por estas características una nación puede ser reconocida como la más avanzada. Pero aquellas que aún albergan en su pecho sentimientos de orgullo exclusivo, y ven la otra porción de la humanidad sólo como una raza servil, hecha para obedecer y sufrir, esos experimentarán, no lo duden, la nada de sus pretensiones y el peso de la venganza del cielo.

Tu padre, V. de B.