Son inclinados al mal y lo hacen objeto de sus preocupaciones. Como Espíritus, dan consejos pérfidos,
sugieren la discordia y la desconfianza y adoptan todos los disfraces para engañar mejor. Se apegan a los
caracteres débiles que ceden a sus sugestiones, a fin de inducirles a su perdición, y quedan satisfechos con
poder retardar su progreso y con hacerles sucumbir en las pruebas que ellos sufren.
En las manifestaciones se les conoce por su lenguaje. La trivialidad y la grosería son en los Espíritus,
como en los hombres, indicio fidedigno de inferioridad moral, cuando no intelectual. Sus comunicaciones
descubren la bajeza de sus inclinaciones, y si quieren ocultarlo hablando de una manera sensata, no pueden
sostener por mucho rato su ficción y acaban siempre por delatar su origen.
Ciertos pueblos han convertido a tales Espíritus en divinidades maléficas; otros les designan con los
nombres de demonios, genios malos o Espíritus del mal.
Los seres que animan cuando están encarnados, son inclinados a todos los vicios que engendran las
pasiones viles y degradantes: la sensualidad, la crueldad, la estafa, la hipocresía, la concupiscencia, la
envidia, la avaricia sórdida... Hacen el mal por el placer de hacerlo, lo más frecuentemente sin motivo y por
odio al bien, y eligen sus víctimas, casi siempre, entre la gente más honorable. Son azote de la humanidad,
cualquiera que sea el rango social a que pertenezcan. El barniz de civilización que pueda cubrirles, no les
libra del oprobio y de la ignominia.