MANUAL PRÁCTICO DE LAS MANIFESTACIONES ESPIRITISTAS

Allan Kardec

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Toda comunicación que revele una inteligencia o una voluntad, es, por esta sola circunstancia, como ya hemos dicho, comunicación inteligente en uno u otro grado. Esta es, pues, una calificación genérica que distingue estas manifestaciones de aquellas que son puramente materiales. Cuando el desenvolvimiento de esta inteligencia permite un cambio recíproco y continuo de pensamientos, se obtienen comunicaciones regulares cuyo carácter permite juzgar al Espíritu que se manifiesta; y son, según su naturaleza y su objeto, frívolas, groseras, serias o instructivas (véase el articulo Comunicaciones en el vocabulario). Esta distinción tiene aquí gran importancia, porque por ella nos revelan los Espíritus su superioridad o su inferioridad. Se conoce a los hombres por su lenguaje, y lo mismo ocurre con los espíritus; porque cualquiera que esté bien penetrado de las cualidades distintivas de cada una de las clases de la escala espiritista, podrá sin esfuerzo asignar a cada Espíritu que se presente, el rango que le conviene y el grado de estima y confianza que merece. Si la experiencia no viniera en apoyo de este principio, el simple buen sentido bastaría para demostrarlo. Poseemos, pues, como regla invariable y sin excepción, que el lenguaje de los Espíritus está siempre en relación con su grado de elevación. El de los Espíritus realmente superiores, es constantemente digno, grave, noble; es sublime cuando el asunto lo requiere, no solamente no dicen sino cosas buenas, sino que las dicen en términos que excluyen de la materia en absoluto toda trivialidad. Por buenas que sean las cosas dichas, si están empañadas por una sola frase que acuse bajeza, tienen un signo indudable de inferioridad, e con mayor motivo si el conjunto de la comunicación lastima las conveniencias por su grosería. El lenguaje descubre siempre su origen, sea por la forma en que lo expone; así, aun cuando el Espíritu quisiera engañarnos con su pretendida superioridad, a poco de conversar con él, le descubriríamos el engaño. El hecho siguiente se ha reproducido muchas veces en el curso de nuestros largos y numerosas estudios. Departíamos con un Espíritu cuyo carácter y lenguaje nos eran bien conocidos. Otro Espíritu más o menos elevado, se hallaba presente, y sin que se le pidiera, se mezcló en la conversación. La diferencia de estilo era tan patente, que, mucho antes de que dijera su nombre, cada uno de los presentes se había dicho: “Este no es tal Espíritu.” Entre los hombres no se juzgaría de otro modo. No se necesita verlos para juzgar: basta oírlos. Suponed que en una habitación contigua a la en que estéis, se hallen varios individuos que no conozcáis ni que podáis ver, pero sí oír; por su conversación juzgaréis en el acto si se trata de rústicos o de gente educada, de sabios o de ignorantes, de rufianes o de gente honrada.

La bondad y la afectuosidad son atributos esenciales de los Espíritus elevados: no se encolerizan contra los hombres ni contra los otros Espíritus; compadecen las debilidades ajenas, no critican los errores sino con moderación y sin acrimonia ni animosidad. He ahí el patrón que nos permite juzgarles en lo moral. Podemos también hacerlo en cuanto a la naturaleza de su inteligencia. Un Espíritu puede ser bueno, afable, no enseñar sino el bien, y tener conocimientos limitados, porque en él el conocimiento es todavía incompleto. No hablamos de los Espíritus notoriamente inferiores; a éstos sería perder el tiempo pedirles explicaciones sobre ciertas cosas: tanto valdría pedir a un escolar que nos dijera su opinión sobre Aristóteles, o sobre el sistema del Universo. Pero, en ciertos aspectos, parecen esclarecidos, mientras en otros, acusan una ignorancia absoluta por sus absurdas herejías científicas. Habrá quien raciocinará muy sensatamente sobre tal punto y desbarrará sobre al otro. Es lo mismo que sucede entre nosotros: un astrónomo es sabio en lo que concierne a los astros, y puede ser muy ignorante en arquitectura, en música, en pintura, en agricultura, etcétera. Todo esto denota evidentemente un desenvolvimiento parcial, imperfecto, lo que no quiere decir que sea un mal Espíritu.

Para juzgar a los Espíritus, como para juzgar a los hombres, es preciso, primero, sabernos juzgar a nosotros mismos. Desgraciadamente hay muchas gentes que toman su opinión personal por el metrón exclusivo de lo bueno o de lo malo, de lo verdadero o de lo falso: todo lo que no esté de acuerdo con su manera de ver, con sus ideas, con el sistema que ellas han concebido o aceptado, es malo a sus ojos. Tales gentes adolecen de falta de la primera cualidad para una sana apreciación: la rectitud de juicio. Pero ellas no lo creen así: antes por el contrarío, es sobre este defecto sobre el que forjan sus mayores ilusiones.

Se cree generalmente que interrogando al Espíritu de un hombre que fue sabio en una especialidad sobre la tierra, se obtendrá más seguramente la verdad. Esto es lógico, y con todo, no es siempre cierto. La experiencia demuestra que los sabios, como los demás hombres, sobre todo aquellos que hace poco que abandonaron la tierra, están aún bajo el imperio de los prejuicios de la vida corporal, y que no se deshacen inmediatamente de su opinión sistemática. Puede suceder, por lo tanto, que bajo el influjo de las ideas que acariciaron en vida y de las que hacen el título de su gloria, vean menos claro de lo que pensamos. No damos este principio como una regla: decimos solamente que esto se ve, y que, por consiguiente, su ciencia humana no es siempre una garantía de su infalibilidad como Espíritu. Aquellos que, como con frecuencia sucede, condenan en el estado de Espíritu las doctrinas que habían sostenido como hombres, dan, por eso sólo, prueba de elevación. Regla general: El Espíritu es tanto menos perfecto cuanto más aferrado esté a la materia. Todas las veces, pues, que se reconozca en él la persistencia de las falsas ideas que le preocuparen durante su vida, tanto si pertenecen al orden físico como si pertenecen al orden moral, se tendrá un signo infalible de que no está completamente desmaterializado.

La tenacidad de las ideas terrestres es tanto más grande cuanto más reciente es la muerte En el instante en que ésta ocurre, el alma está siempre en un estado de turbación en el que apenas se reconoce: es un despertar incompleto. No sé dónde me hallo; todo es confuso para mí: tal es su contestación constante; algunos se lamentan de su prematura descomposición otros dicen crudamente que les dejen tranquilos, y, según su carácter, expresan este pensamiento con frases mas o menos corteses. Muchos no creen haber muerto, principalmente los ajusticiados, los suicidas, y, en general, los que han perecido de muerte violenta. Ven su cuerpo, saben que ese cuerpo les pertenece, y no comprenden que se hayan separa do de él; esto les asombra, necesitan de algún tiempo para darse cuenta de su nueva situación. La evocación hecha en tal instante no puede prometerse otra finalidad que una buena pieza de estudio psicológico; interesar otras enseñanzas, no es del caso.

Ese estado de confusión, que puede compararse con el transitorio del sueño a la vigilia, persiste más o menos tiempo. Hemos visto Espíritus que estaban completamente desprendidos a los tres o cuatro días, y otros, que no lo estaban aun después de muchos meses. Puede seguirse con interés su marcha progresiva; puede asistirse, en cierto modo, al despertar de su alma. Las preguntas que se les hacen, si son hechas con mesura, prudencia, circunspección y benevolencia, les ayudan a salir de la turbación. Sí sufren y aprecian que se comparte su dolor, se sienten aliviados. Cuando la muerte es natural, es decir, cuando ésta llega por la extinción gradual de las fuerzas vitales, el alma se desprende en parte antes de la cesación completa de la vida orgánica, y se reconoce más prontamente. Lo mismo ocurre con los hombres que, durante su vida, se han elevado mentalmente sobre las cosas materiales: desde tal momento pertenecen, en cierto modo y medida, al mundo de los Espíritus; y el transito de uno a otro se hace rápidamente y sin apenas turbación.

El alma, una vez desprendida de lo restos de sus envolturas corporales, se halla en un estado o normal de Espíritu: solamente entonces es cuando se presenta tal cual es: sus cualidades y sus defectos, sus imperfecciones, sus prejuicios, sus prevenciones, sus ideas mezquinas o ridículas, persisten sin modificación durante toda su vida errante, así sea de mil años: le hace falta atravesar una nueva estameña de la vida corporal para dejar en ella algunas de sus impurezas y elevarse algunos grados. Nosotros hemos visto quien después de doscientos años de vida errante, conservaba las manías y pequeñeces que se le conocieron en vida, mientras que otros despliegan casi inmediatamente una gran superioridad.

A propósito del estado de transición que acabamos de describir, hemos hablado de los Espíritus en sufrimiento. Se querrá saber, naturalmente, sí ese momento es doloroso. No entra en nuestro plan tratar del sufrimiento de los Espíritus, ni, sobre todo, examinar la naturaleza de este sufrimiento: este tema es más propio de la Revista. Nos limitaremos a decir, pues, que para el hombre de bien, para aquel que duerme en la paz de una conciencia tranquila, pura, y no teme ninguna mirada escrutadora, el despertar es siempre calmoso, dulce y apacible; para aquel cuya conciencia está cargada de remordimientos, para el hombre material que ha puesto todo su empeño en la satisfacción de su cuerpo, para aquel que ha hecho mal uso de los favores que la Providencia le concedió, es terrible. Sí, estos Espíritus sufren en el instante en que abandonan la vida; sufren mucho, y su sufrimiento puede durar tanto como su vida errante. Este sufrimiento, aunque no es más que moral, no deja de ser lancinante, porque no siempre les es dado ver el termino, y sufren hasta que un rayo de esperanza viene a lucir ante sus ojos. Esta esperanza podemos hacerla nacer conversando con ellos. Buenas palabras, testimonios de simpatía, razonamientos alentadores, son para ellos un alivio, al que pueden cooperar los buenos Espíritus que llamamos en nuestra ayuda para secundar nuestras intenciones. Un suicida evocado poco tiempo después de su muerte nos describe sus torturas. -¿Cuánto durarán?, le preguntamos. -No lo sé, y esto es lo que me desespera, nos contesto. Un Espíritu superior que estaba presente, dijo entonces espontaneo: “Durarán hasta el término natural de la vida que voluntariamente ha interrumpido.” - Gracias, dijo el otro, por lo que aquel que está allí acaba de decirme!

Terminaremos este capítulo con una advertencia esencial. El cuadro que acabamos de bosquejar, no es el resultado de una teoría ni de un sistema filosófico más o menos ingenioso: todo lo que hemos dicho lo hemos obtenido de los mismos Espíritus: son ellos, a quienes hemos interrogado, los que nos lo han referido, respondiendo algunas veces de un modo contrario a nuestras particulares convicciones anteriores. Nosotros hemos hecho con los Espíritus lo que los anatómicos hacen con el cuerpo humano: hemos llevado el escalpelo de la investigación sobre innumerables sujetos; no nos hemos contentado con hacerles hablar, sino que hemos sondado los repliegues de su existencia tanto como ha sido posible; les hemos seguido desde el instante en que exhalaron su último suspiro de la vida corporal, hasta el momento en que han reingresado; hemos estudiado su lenguaje, sus deseos, sus hábitos, sus pensamientos, y sus sentimientos, como el médico ausculta las pulsaciones de un enfermo; y en esta clínica moral en que todas las fases de la vida espirita han pasado bajo nuestros ojos, hemos observado y comparado: hemos visto de un lado las llagas nauseabundas, y de otro, los motivos inefables de consuelo. Lo repetimos una vez mas: no hemos imaginado ninguna de estas cosas; son los mismos Espíritus quienes nos las han puesto de manifiesto. Para quien quiera entrar en relación con ellos, importa mucho que les conozca bien, para que pueda apreciar su situación y comprender su lenguaje, que sin esto pudiera parecer alguna vez contradictorio. Esta es la razón que nos ha movido a prolongar algo más este capítulo.