EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

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2. El cuadro que se nos representa de la inocencia de los pueblos primitivos, en contemplación ante las hermosuras de la Naturaleza, en la cual admiran la bondad del Creador, es, sin duda, poética, pero falta en él la realidad.


Cuanto más se acerca el hombre al estado de naturaleza, más domina en él el instinto, como se observa todavía en los pueblos salvajes y bárbaros de nuestros días. Lo que más le preocupa, o que le ocupa exclusivamente, es la satisfacción de las necesidades materiales, porque no tienen otras. El sentido que puede hacerle accesible a los goces puramente morales no se desenvuelve sino a la larga y gradualmente. El alma tiene su infancia, su adolescencia y su virilidad, como el cuerpo humano. Mas para alcanzar la virilidad que se le pone en disposición de comprender los temas abstractos, ¡cuántas evoluciones no debe efectuar en la Humanidad! ¡Cuántas existencias no tiene que cumplir!


Sin remontarnos a las primeras edades, vemos alrededor nuestro las gentes de nuestras campiñas, y preguntamos, ¡qué sentimientos de admiración despiertan en ellas el esplendor del sol cuando sale, la bóveda estrellada, el gorjeo de las aves, el murmullo de las espumosas olas, las praderas esmaltadas de flores!


Para ellos sale el sol porque tiene la costumbre de hacerlo, y con tal que dé bastante calor para madurar las cosechas, y no para quemarlas, están satisfechos. Si miran al cielo, es para saber si el día siguiente será bueno o malo. Que canten las aves o no, poco les importa, con tal de que no coman trigo. A las melodías del ruiseñor prefieren el cacareo de las gallinas y el gruñido de los puercos. Piden que los ríos, claros o cenagosos, no se sequen y que no les inunden, que las praderas les den buena hierba, con flores o sin ellas. Esto es todo lo que desean, digamos más, todo lo que comprenden de la Naturaleza, y, sin embargo, están ya lejos de los hombres primitivos.