CAPÍTULO IV - El Infierno
Intuición de las penas futuras
1. En todos los tiempos el hombre ha creído, por intuición, que la vida futura debía ser
dichosa o desgraciada, en proporción al bien o al mal que hizo en la Tierra. La idea o cuadro que de
ella se forma está en relación con el desarrollo de su sentido moral y de las nociones más o menos
exactas que tiene del bien y del mal; las penas y los premios son el reflejo de los instintos
predominantes. Así es que los pueblos guerreros colocan la suprema felicidad en los honores
tributados al valor; los pueblos cazadores, en la abundancia de la caza; los pueblos sensuales, en las
delicias de la voluptuosidad. Mientras el hombre está dominado por la materia, sólo puede
comprender de una manera imperfecta la espiritualidad, y por eso se crea, de las penas y goces
futuros, un cuadro más material. Se figura que debe uno beber y comer en el otro mundo, pero
mejor que la Tierra y cosas mejores. (1) Más tarde se encuentra en las creencias respecto al porvenir
una mezcla de espiritualidad y de materialidad, y por eso es que al lado de la beatitud
contemplativa, se coloca un infierno con tormentos físicos.
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(1). Un subyugado, a quien el cura de su aldea pintaba la vida futura de un modo seductor y atractivo, le
preguntó si allí todo el mundo comía pan blanco como en París.
2. Al no poder comprender más que lo que vio, el hombre primitivo calcó naturalmente su
porvenir en el presente. Para comprender otros tipos distintos de los que tenía a la vista, necesitaba
de un desarrollo intelectual que debía conseguirse con el tiempo. Por tanto, el cuadro que se
imagina de los castigos de la vida futura no es más que el reflejo de los males de la Humanidad,
pero en mayor extensión. Reúne en él todos los tormentos, todos los suplicios, todas las aflicciones
que sufren en la Tierra. De este modo, en los climas abrasadores, imaginó un infierno de fuego, y en
las regiones boreales, un infierno de hielo. No habiendo desarrollado todavía el sentido que debía
hacerle comprender el mundo espiritual, sólo podía concebir penas materiales. He aquí la razón por
la que, con algunas diferencias en la forma, el infierno de todas las religiones se asemeja.
El infierno cristiano imitado del infierno pagano
3. El infierno de los paganos, descrito y dramatizado por los poetas, ha sido el modelo más
grandioso en su género. Se ha perpetuado en el de los cristianos, el cual también tuvo sus cantores
poéticos. Comparándolos se encuentra en ellos, salvo los nombres y algunas variaciones en los
detalles, numerosas analogías: en uno y en otro el fuego material es la base de los tormentos,
porque simboliza los más crueles padecimientos. Pero, ¡cosa extraña!, los cristianos, en muchos
puntos, han sobrepujado al infierno de los paganos. Si estos últimos tenían en el suyo el tonel de las
Danaides, la rueda de Ixan, la roca de Sísifo, eran suplicios individuales, pero el infierno cristiano
tiene, para todos, sus calderas hirviendo, cuyas coberturas levantan los ángeles para ver las
contorsiones de los condenados, (2) y Dios oye sin piedad los gemidos de éstos durante la
eternidad. Jamás dijeron los paganos que los moradores de los Campos Elíseos recreasen su vista con con los suplicios del Tártaro. (3)
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2. Sermón predicado en Montpellier en 1860.
3. “Los bienaventurados, sin salir del lugar que ocupaban, saldrán de cierto modo, en virtud de su don
de inteligencia y de clarividencia, a fin de contemplar los tormentos de los condenados. Y viéndoles, no sólo no
sentirán ningún dolor, sino que les enajerará la alegría, y darán gracias a Dios de su propia dicha asistiendo a la
inefable calamidad de los impíos” (Santo Tomás de Aquino).
4. Como los paganos, los cristianos tienen su Rey de los infiernos, que es Satanás, con la
diferencia que Plutón se limitaba a gobernar el sombrío Imperio que le cupo en suerte, pero no era
malo: guardaba allí detenidos a los que habían obrado mal, porque era su misión, pero no se
ocupaba en inducir a los hombres al mal para darse el placer de hacerles sufrir, mientras que
Satanás busca en todas partes víctimas, que se complace en atormentar por sus legiones de
demonios armados de garfios para removerlos en el fuego. Se ha llegado incluso a discutir
seriamente sobre la naturaleza de este fuego que quema sin cesar a los condenados, sin consumirles
jamás; se ha dicho si era o no un fuego de alquitrán. (4) El infierno cristiano no es, pues, inferior en
nada al infierno paganos.
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(4). Sermón predicado en París en 1861.
5. Las mismas consideraciones que movieron a los antiguos a localizar la mansión de la felicidad,
hicieron circunscribir también el lugar de los suplicios. Habiendo los hombres colocado la primera
en las regiones superiores, era natural colocar la segunda en las regiones inferiores, es decir, en el
centro de la Tierra, cuya entrada creían eran algunas cuevas sombrías y de aspecto terrible.
También allí los cristianos colocaron, durante largo tiempo, el lugar de los réprobos. Notemos
todavía sobre este asunto otra analogía.
El infierno de los paganos contenía, en un lado, los Campos Elíseos, y en el otro, el Tártaro.
El Olimpo, mansión de los dioses y de los hombres divinizados, estaba en las regiones superiores.
Según el Evangelio, Jesús descendió a los infiernos, es decir, a los lugares bajos, para sacar de allí
a las almas justas que esperaban su venida.
Los infiernos no eran, pues, únicamente un lugar de suplicios, lo mismo que los de los
paganos estaban en los lugares bajos. Así como el Olimpo, la mansión de los ángeles y de los
santos, estaba en las regiones elevadas, la habían colocado más allá del cielo de las estrellas, que se
creía era limitado.
6. Esa mezcla de ideas paganas y de ideas cristianas no debe extrañarse. Jesús no podía
inmediatamente destruir creencias arraigadas. Los hombres carecían de los conocimientos
necesarios para concebir el infierno del espacio y el número infinito de mundos. La Tierra era para
ellos el centro del Universo. No conocían ni su forma, ni su estructura interior. Todo para ellos
estaba limitado a su punto de vista. Sus nociones sobre el porvenir no podían extenderse más allá de
sus conocimientos. Jesús se encontraba, pues, en la imposibilidad de iniciarlos en el verdadero
estado de las cosas. Pero, por otro lado, no queriendo con su autoridad sancionar preocupaciones
admitidas, se abstuvo de ocuparse en ellas, dejando al tiempo el cuidado de rectificar las ideas. Se
ciñó a hablar vagamente de la vida bienaventurada y de los castigos que sufrirán los culpables, pero
en ninguna parte de sus enseñanzas se encuentra el cuadro de los suplicios corporales, hecho
artículo de fe por los cristianos.
He aquí como las ideas del infierno pagano se han perpetuado hasta nuestros días. Ha sido
necesaria la difusión de los conocimientos de los tiempos modernos y del desarrollo general de la
inteligencia humana para condenarlas. Pero entonces, como nada positivo había suscitado a las
ideas admitidas, al largo período de una creencia ciega sucedió, como transición, el período de
incredulidad, al cual la nueva revelación viene a poner término. Era preciso demoler antes de
reconstruir, porque es más fácil hacer admitir ideas justas a aquellos que en nada creen, porque ven que les falta algo, que no a los que tienen una fe robusta en lo que es absurdo.
7. Por la localización del cielo y del infierno, las sectas cristianas han venido a admitir para
las almas sólo dos situaciones extremas: la perfecta dicha y el padecimiento absoluto. El purgatorio
sólo es una posición intermedia momentánea, al salir de la cual pasan sin transición a la mansión de
los bienaventurados. No podría ser de otro modo, según la creencia en la suerte definitiva de las
almas después de la muerte. Si sólo hay dos mansiones, la de los elegidos y la de los réprobos, no se
pueden admitir varios grados en una sin admitir la posibilidad de alcanzarlos, y por consiguiente, el
progreso. Pues si hay progreso, no hay suerte definitiva y, si hay suerte definitiva, no hay progreso.
Jesús resuelve el problema cuando dice: “En la mansión de mi Padre hay muchas moradas.” (5)
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(5) El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III.
El limbo
8. Verdad es que la iglesia admite una posición especial en ciertos casos particulares. No
habiendo hecho mal los niños que mueren en edad temprana, no pueden ser condenados al fuego
eterno; por otra parte, no habiendo hecho ningún bien, ningún derecho tienen a la felicidad
suprema. Están entonces, dice la iglesia, en el limbo, situación mixta que nunca ha sido definida, en
la que aunque no padezcan, no disfrutan tampoco de la dicha perfecta. Pero, puesto que su suerte
está fijada irrevocablemente, están privados de esta por toda la eternidad. Esta privación, cuando no
dependió de ellos que fuese de otro modo, equivale a un suplicio eterno inmerecido. Ocurre lo
mismo con los salvajes, que no habiendo recibido la gracia del bautismo ni las luces de la religión,
pecan por ignorancia, abandonándose a sus instintos naturales, por lo cual no pueden tener ni la
culpabilidad ni los méritos de los que han podido obrar con conocimiento de causa. La lógica más
sencilla rechaza tal doctrina en nombre de la justicia de Dios. La justicia de Dios está enteramente
contenida en estas palabras de Cristo: “A cada uno según sus obras.” Pero hay que aplicarla a las
obras buenas o malas que se realizan libre y voluntariamente, únicas de las que somos responsables,
en cuyo caso no están ni el niño, ni el salvaje, ni aquel de quien no dependió ser ilustrado.
Cuadro del infierno pagano
9. Sólo conocemos el infierno pagano por las narraciones de los poetas. Homero y Virgilio
dieron de él la descripción más completa, pero hay que separar de ésta aquella parte inherente a la
forma poética. La descripción de Fenelón en su Telémaco, aunque procedente del mismo origen en
cuanto a las creencias fundamentales, tiene la sencillez más precisa de la prosa. Aun cuando
describa el aspecto lúgubre de los lugares, se esmera sobre todo en hacer sobresalir los géneros de
padecimientos que sufren los culpables, y si se extiende mucho sobre la suerte de los malos reyes,
esto se debe a la instrucción que quiere dar a su real discípulo. Por más que sea popular su obra,
muchas personas no tienen, sin duda, esta descripción bastante presente o no han pensado quizá
bastante en ella para establecer una comparación. Y esta es la razón por la que creemos útil
reproducir sus pasajes que tengan una relación más directa con el asunto que nos ocupa, es decir,
que más especialmente conciernan a la penalidad individual.
10. “Al entrar Telémaco oye los gemidos de una sombra inconsolable.
“-¿Qué desgracia es la vuestra -le dijo-, y quién fuisteis en la Tierra?
“-Fui Nabofarzán, rey de la soberbia Babilonia. Todos los pueblos de Oriente temblaron
sólo al oír mi nombre. Me hacía adorar por los babilonios en un templo de mármol en el que me
hallaba representado por una estatua de oro, ante la cual ardían día y noche los preciosos perfumes
de la Etiopía. Jamás persona alguna se atrevió a contradecirme, sin que inmediatamente fuera castigada, y cada día se inventaban nuevos placeres para hacerme más deliciosa la vida. Aún era
joven y robusto. ¡Ah, cuántas prosperidades me quedaban aún por gozar en el trono! Pero una mujer
a quien amaba y que no me amó, me hizo comprender perfectamente que no era un dios. Me
envenenó y en la actualidad nada soy. Mis cenizas fueron ayer depositadas con pompa en una urna
de oro. No faltó quien llorara y se arrancara los cabellos. No faltó quien aparentara quererse arrojar
a las llamas de mi hoguera para morir conmigo, ni falta quien vaya a llorar al pie de la soberbia
tumba donde se colocaron mis cenizas. Pero nadie me echa de menos. Mi memoria es horrible
incluso para los de mi familia, y aquí me hacen ya experimentar horrorosos sufrimientos.
“Telémaco, conmovido por este espectáculo, le dijo:
“¿Fuisteis verdaderamente feliz durante vuestro reinado? ¿Sentisteis esa dulce paz sin la
cual el corazón se halla siempre oprimido y triste en medio de las delicias?
“-No -contestó el babilonio-. Hasta ignoro lo que queréis decir. Los sabios ponderan esa paz
como el único bien. En cuanto a mí, jamás la conocí. Mi corazón estaba sin cesar agitado por
nuevos deseos, temores y esperanzas. Procuraba embriagarme con el desbordamiento de mis
pasiones, y tenía un empeño especial en mantener esa embriaguez a fin de que fuese continua,
puesto que el menor intervalo mi razón serena me hubiera sido harto amargo. Esta es la paz que he
gozado. Otra cualquiera que no sea ésta me parece una fábula y un sueño. Estos son los únicos
bienes que echo de menos.
“Durante la narración de su vida, el babilonio lloraba como un hombre débil, enervado por
las prosperidades y que no está acostumbrado a soportar con firmeza una desgracia. Tenía junto a él
algunos esclavos a quienes habían hecho morir para honrar sus funerales. Mercurio los había
entregado a Caronte junto con su rey, dándoles un poder absoluto sobre él, a quien habían servido
en la Tierra. Las sombras de los esclavos ya no temían a la de Nabofarzán. Antes bien, la tenían
encadenada y la atormentaban cruelmente. Uno le decía:
“-¿Acaso no éramos hombres como tú? ¿Cómo puedes ser tan necio de creerte un dios sin
acordarte que eres de la raza humana como los demás hombres?
“El otro le decía para insultarle:
“-Tenías razón en no querer que te creyesen un hombre, porque eres un monstruo sin
humanidad.
“Un tercero añadía:
“-Vamos, ¿qué se ha hecho de tus aduladores? ¡Desgraciado, nada tienes ya que dar!
¡Ningún mal puedes hacer! Eres aquí esclavo de tus mismos esclavos. Los dioses son lentos en
hacer justicia, pero al final, la hacen.
“Al oír palabras tan duras, Nabofarzán se revolcaba por el suelo arrancándose los cabellos
en un acceso de rabio y de desesperación. Y Caronte decía a los esclavos:
“-Tiradle de la cadena. Levantadle a pesar suyo para que ni incluso tenga el consuelo de
ocultar su vergüenza. Es necesario que todas las sombras que gimen en la Estigia la presencien,
para justificar así a los dioses que tan largo tiempo consistieron en que ese impío reinase en la
Tierra.
“Telémaco vio luego, muy de cerca de él, el negro Tártaro, del que se desprendía un humo
negro y espeso, cuyo hedor pestilencial produciría la muerte, si se esparciera por la morada de los
vivos. Ese humo cubría un río de fuego y torbellinos de llamas, cuyo ruido, semejante al de los
torrentes más impetuosos cuando se precipitan desde las elevadas rocas hasta los hondos valles,
impedía que pudiese oírse nada distintamente en aquellos tristes sitios.
“Telémaco, secretamente armado por Minerva, penetró sin temor en el abismo. Enseguida
vio muchos hombres que habían vivido en las posiciones sociales más bajas, y que eran castigados
por haberse procurado riquezas con fraudes, traiciones y crueldades. Notó allí a muchos impíos
hipócritas, que, aparentando amar la religión, se sirvieron de ella como de un buen pretexto para
satisfacer su ambición y burlarse de los hombres crédulos. Hombres que así habían abusado de la misma virtud, aunque sea ésta el mayor don de los dioses, eran castigados como los más grandes
criminales.
“Los hijos que habían degollado a sus padres, las esposas que habían manchado sus manos
en la sangre de sus esposos, los traidores que habían vendido su patria violando todos los
juramentos, sufrían penas menos crueles que semejantes hipócritas.
“Los tres jueces del infierno así lo quisieron, y he aquí en lo que se fundaron: esos hipócritas
no se contentan con ser malos como los impíos, sino que quieren pasar por buenos, y lograr con su
falsa virtud que los hombres no se atrevan a confiar en la verdadera. Los dioses. De quienes se
mofaron y a quienes hicieron despreciables ante los hombres, se complacen en desplegar todo su
poderío para vengarse de sus insultos.
“Cerca de éstos aparecían otros hombres a quienes el vulgo apenas cree culpables, pero que
la venganza divina persigue sin piedad: éstos son los ingratos. Los embusteros, los aduladores que
alabaron el vicio, los satíricos maliciosos que trataron de mancillar la virtud más pura, en fin, los
que juzgaron las cosas a la ligera sin conocerlas a fondo, perjudicando con esto la reputación de los
inocentes.
“Telémaco, viendo a los tres jueces que estaban sentados y que sentenciaban a un hombre,
se atrevió a preguntarles cuáles eran sus crímenes. Entonces el sentenciado tomó la palabra y
exclamó:
“-Jamás hice daño alguno. Me complací en hacer el bien. Fui generoso, liberal, justo,
compasivo. ¿Qué pueden, pues, echarme en cara?
“Entonces Mimos le dijo:
“-No se te reprocha nada respecto a los hombres. Pero, ¿acaso no debías más a los dioses
que a los hombres? ¿Dónde está, pues, esa justicia de que tanto te jactas? Tú no faltaste a ninguno
de tus deberes hacia los hombres, que nada son. Has sido virtuoso, pero has referido toda tu virtud a
ti mismo y no a los dioses que te la dieron, porque querías gozar del fruto de tu propia virtud y
encerrarte dentro de ti mismo, tú has sido tu dios. Pero los dioses, que todo lo hicieron y que nada
hicieron sino para sí mismo, no pueden renunciar a sus derechos. Tú los olvidaste, ellos te
olvidarán, te entregarán a ti mismo, puesto que quisiste ser tuyo, no de ellos. Busca, ahora si
puedes, tu consuelo en tu propio corazón. Estás, pues, separado para siempre de los hombres a
quienes quisiste agradar. Estás solo contigo mismo porque eres tu ídolo. Aprende que no hay
verdadera virtud sin el respeto y el amor de los dioses, a quienes todo es debido. Tu falsa virtud,
que mucho tiempo alucinó a los hombres fáciles de engañar, va a ser descubierta. Los hombres, que
sólo aprecian los vicios y las virtudes por lo que les choca o les conviene, son ciegos respecto del
bien como del mal. Aquí, una luz divina derrumba todos sus juicios superficiales, y condena a
menudo lo que ellos admiran y justifica lo que condenan.
“A estas palabras, aquel filósofo, como herido por un rayo, no podía soportarse a sí mismo.
La complacencia con que miraba otras veces su moderación, su valor y sus inclinaciones generosas
se troncó en desesperación. La vista de su corazón enemigo de los dioses, se trueca en suplicio para
él. Se mira y no puede dejar de mirarse. Ve la vanidad de los juicios humanos, a los cuales quiso
complacer en todas sus acciones. Se hace una revolución universal en cuanto está dentro de él
mismo, como si trastornase todas las entrañas. No se encuentra ya él mismo, carece de todo apoyo
en su corazón. Su conciencia, cuyo testimonio le fue tan grato, se subleva contra él y le echa en cara
amargamente el extravío y la ilusión de todas sus virtudes, que no tuvieron por principio y fin el
culto de la divinidad. Está turbado, consternado, lleno de vergüenza, de remordimientos y de
desesperación.
“Las furias no le atormentan, porque les basta haberles entregado a sí mismo y porque su
propio corazón deja bastante vengados a los dioses despreciados. Busca los sitios más sombríos
para ocultarse a sí mismo. Busca las tinieblas sin poder hallarlas. Una luz importuna les sigue por
todas partes, y todos los rayos refulgentes de la verdad vienen a vengar la verdad que él no quiso seguir.
“Todo aquello que amó se le hace odioso, como siendo origen de sus males, que nunca
tendrán fin. Dice en su interior: ¡Oh, insensato de mí! ¡No conocí, pues, ni a los dioses ni a los
hombres, ni a mí mismo! No, nada he conocido, puesto que nunca amé el verdadero bien. Cada
paso mío fue un extravío; mi sabiduría, locura; mi virtud, un orgullo impío y ciego; yo mismo era
mi ídolo.
“Por fin, Telémaco vio a los reyes que fueron condenados por haber abusado de su poder.
Por un lado, una furia vengadora les presentaba un espejo que les manifestaba toda la deformidad
de sus vicios. Allí veían, sin poderlo evitar, su grosera vanidad ávida de las más groseras alabanzas;
su dureza para con los hombres, cuya felicidad debieron hacer; su insensibilidad para la virtud, su
temor de oír la verdad, su inclinación hacia los hombres afeminados y aduladores, su malicia, su
indolencia, su desconfianza indebida, su fausto y excesiva magnificencia fundada sobre la ruina de
los pueblos, su ambición para comprar un poco de vanagloria con la sangre de sus ciudadanos. En
fin, su crueldad, que buscó cada día nuevos deleites entre las lágrimas y la desesperación de tantos
desgraciados. Se veían sin cesar en aquel espejo, se consideraban más horrorosos y más
monstruosos que la Quimera vencida por Belerofonte, que la Hidra Lerna, muerta por Hércules, que
aun el mismo Cerbero, aunque arroje por sus tres bocas entreabiertas una sangre negra y venenosa,
capaz de apestar a toda la raza de los mortales que viven sobre la Tierra.
“Entre aquellos objetos que hacían erizar los cabellos a Telémaco, vio a muchos de los
antiguos reyes de Lydia que eran castigados por haber preferido los placeres de una vida indolente
al trabajo para el alivio de los pueblos, que deben ser inseparables de los gobernantes.
“Aquellos reyes se echaban en cara los unos a los otros su ceguedad. El uno decía al otro,
que fue su hijo: « ¿No os había encargado muchas veces, durante mi vejez y antes de mi muerte,
que remediaseis los males que yo había hecho por descuido?»
“«¡Ah!, desgraciado padre -decía el hijo-, vos sois la causa de mi perdición. Vuestro
ejemplo fue el que inspiró el fausto, el orgullo, la sensualidad y la dureza para con los hombres.
Viéndoos reinar con tanta molicie y rodeado de cobardes aduladores, me acostumbré a la lisonja y a
los placeres. Creí que los demás hombres eran respecto de los reyes lo que los caballos y los demás
animales de carga son para los hombres, es decir, animales de que sólo se hace caso en proporción a
los servicios que prestan y a las comodidades que proporcionan. Lo creí, vos sois quien me lo
hicisteis creer, y actualmente sufro tantos males por haberos imitado.»
“A estos reproches añadían las más horrendas maldiciones, y parecían furiosos y próximos a
desgarrarse recíprocamente.
“En torno de esos reyes revoloteaban todavía, como lechuzas, las crueles sospechas, los
vanos temores, las desconfianzas que vengan a los pueblos de la dureza de sus reyes, el hambre
insaciable de riquezas, la vanagloria tiránica, y la molicie cobarde que aumenta todos los males que
se padecen sin poder jamás dar sólidos placeres.
“Se veía a muchos de esos reyes severamente castigados, no por los males que hicieron,
pero sí por haber descuidado el bien que debieran hacer. Todos los crímenes de los pueblos cuyo
origen está en la negligencia con que se hacen observar las leyes, eran atribuidos a los reyes, que
sólo deben reinar para que las leyes imperen por su mediación.
“Se les inculpaban también todos los desórdenes que proceden del fausto, del lujo y de los
demás excesos que arrastran a los hombres hacia un estado violento y a la tentación de
menospreciar las leyes para adquirir bienes. Sobre todo, se trataba rigurosamente a los reyes que, en
lugar de ser buenos y vigilantes pastores de los pueblos, sólo pensaron en esquilmar y destrozar el
rebaño como lobos hambrientos.
“No obstante, lo que más consternó a Telémaco fue ver que en ese abismo de tinieblas y de
males, un gran número de reyes que fueron tenidos en la Tierra por reyes bastante buenos, fueron condenados a las penas del Tártaro por haberse dejado gobernar por los males que dejaron cometer
a la sombra de su autoridad. Además, la mayor parte de aquellos reyes no fueron ni buenos ni
malos. Tan grande fue su debilidad. Nunca temieron por no conocer la verdad, y no se
complacieron en hacer el bien.
“Al mismo tiempo, una furia les repetía con ironía todas las alabanzas que sus aduladores les
habían prodigado durante su vida, y les presentaba otro espejo en el cual se veían tal como la lisonja
les decía que eran. La oposición de esas dos pinturas tan opuestas era el suplicio de su vanidad. Se
notaba que los peores entre ellos eran aquellos reyes a quienes habían tributado las alabanzas más
extremas mientras vivieron, porque los malos son más temidos que los buenos, y exigen
impúdicamente las cobardes alabanzas de los poetas y de los oradores contemporáneos suyos.
“Se les oye gemir en aquellas profundas tinieblas, en las que sólo pueden ver los insultos y
las mofas que tienen que sufrir. Nada ven alrededor suyo que no les rechace y contraríe, que no les
confunda, al revés de los que en la Tierra les pasaba, que les importaba poco la vida de los hombres
y pretendían que todo era hecho para servirles.
“En el Tártaro están sometidos a todos los caprichos de ciertos esclavos que les hacen sentir
a su vez una cruel servidumbre: están sometidos a esos esclavos que se han vuelto sus tiranos
implacables, como el yunque está bajo los martillos de los Cíclopes cuando Vulcano les obliga al
trabajo en las fraguas candentes del monte Etna.
“Allí, Telémaco divisó pálidos, asquerosos y consternados. Es una negra tristeza la que roe a
aquellos criminales. Se horrorizan de sí mismos, y no pueden quedar libres de este horror, ni
tampoco de su propia naturaleza. No necesitan otro castigo para sus faltas que sus mismas faltas.
Las ven sin cesar en toda su enormidad, se les presentan como espectros horribles y les persiguen.
Para liberarse, buscan una muerte más efectiva que la que los separó de su cuerpo. En su
desesperación, llaman en su socorro una muerte que pueda apagar en ellos todo sentimiento y todo
conocimiento. Suplican a los abismos que les traguen para huir de los rayos vengadores de la
verdad que les persigue. Pero tienen que sufrir la venganza que destila sobre ellos gota a gota, y que
nunca concluirá. La verdad que temieron ver es su suplicio. La ven, y cuando cierran los ojos para
no verla, se levanta contra ellos. Su vista los traspasa, los desgarra, los arrebata a sí mismos. Es
como el rayo, que sin destruirlos, los envuelve, les penetra hasta el centro de sus entrañas.”
Cuadro del infierno cristiano
11. La opinión de los teólogos sobre el infierno está resumida en las citas siguientes. (6) Siendo
esta descripción sacada de los autores sagrados y de la vida de los santos, puede considerarse tanto
más la expresión de la fe ortodoxa en esta materia, cuanto que a cada paso se encuentra
reproducida, con algunas variaciones, en los sermones de la Cátedra evangélica y en las
instrucciones pastorales.
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6. Estas citas están sacadas de la obra titulada El Infierno, por Augusto Callet.
12. “Los demonios son puros espíritus y los condenados actualmente en el infierno pueden
también ser considerados como puros espíritus, puesto que sólo su alma bajó allí, y sus huesos,
hechos polvo, se transforman incesantemente en hierbas, en plantas, en frutas, en minerales, en
líquido, pasando, sin saberlo, por las continuas metamorfosis de la materia. Pero los condenados, lo
mismo que los santos, deben resucitar el último día y volver a tomar, para no dejarlo ya, un cuerpo
carnal, el mismo cuerpo con que fueron conocidos entre los vivos. Lo que distinguirá a los unos de
los otros será que los elegidos resucitarán en un cuerpo purificado y resplandeciente, y los
condenados en un cuerpo manchado y disforme por el pasado. No sólo estarán ya en el infierno los espíritus puros, sino que habrá también hombres como nosotros.
“El infierno es, por consiguiente, un lugar físico, geográfico, material, porque estará poblado
de criaturas terrestres, teniendo pies, manos, boca, lengua, dientes, oídos, semejantes a los nuestros,
y sangre en las venas y nervios sensibles al dolor.
“¿En dónde está situado el infierno? Algunos doctores lo colocaron en el centro de nuestra
tierra, otros no sé en qué planeta. Pero la cuestión no ha sido resuelta por ningún concilio, y no hay
que atenerse, pues, sobre este punto, a conjeturas. La única cuestión que se afirma es que el
infierno, esté donde quiera, es un mundo compuesto de elementos materiales. Pero un mundo sin
sol, sin luna, sin estrellas, más triste, más inhóspito, más desprovisto de todo germen y de toda
apariencia de bien, que no lo son las partes más inhabitables de este mundo, en el que pecamos.
“Los teólogos circunspectos no se arriesgan a describir, como los egipcios, los indios y los
griegos, los horrores de aquella mansión. Se limitan a enseñarnos, como muestra, lo poco que la
escritura revela de ella. El estanque de fuego y de azufre del Apocalipsis, y los gusanos de Isaías.
Esos gusanos eternamente hormigueando sobre las podredumbres del Thopel, y los demonios
atormentando a los hombres a quienes perdieron, y los hombres gimiendo con rechinamiento de
dientes, según la expresión de los evangelistas.
“San Agustín no concibe que esas penas físicas sean simples imágenes de las penas morales.
Ve un verdadero estanque de azufre, gusanos, serpientes reales, encarnizándose en todas las partes
del cuerpo de los condenados, añadiendo sus mordeduras a las del fuego. Pretende, según un
versículo de San Marcos, que aquel fuego extraño, aunque material como el nuestro, y obrando
sobre cuerpos materiales, los conservará como la sal conserva las carnes de las víctimas. Pero los
condenados, víctimas siempre sacrificadas y siempre vivas, sentirán el dolor de aquel fuego que
quema sin consumir. Penetrará debajo de su piel, estarán impregnados y saturados de él todos sus
miembros, y el tuétano de sus huesos, y las niñas de sus ojos, y las fibras más recónditas y más
sensibles de su ser. El cráter de un volcán, si pudiera precipitarse en él, sería para ellos sitio de
refresco y de descanso.
“Así se expresan, con toda seguridad, los teólogos más tímidos, los más discretos, los más
reservados. Además, no niegan que haya en el infierno otros suplicios corporales. Dicen solamente
que para hablar de ellos, no tienen el suficiente conocimiento, tan positivo al menos como el que
fue dado del horrible suplicio del fuego y del asqueroso suplicio de los gusanos.
“Pero hay teólogos más atrevidos o más esclarecidos que hacen sobre el infierno
descripciones más detalladas, más variadas y más completas, y aun cuando no se sepa en qué sitio
del espacio el infierno está situado, hay santos que lo han visto. No fueron allí con la Lira en la
mano, como Orfeo, o con la espada desenvainada como Ulises. Fueron transportados allí en
espíritu.
Santa Teresa es de este número.
“Parece, según la relación de la santa, que hay ciudades en el infierno. Dice que vio en él
una especie de callejuela larga y estrecha como hay muchas en las poblaciones antiguas. Entró
pisando con horror un terreno fangoso, hediondo, en el cual se agitaban y hervían monstruosos
reptiles. Pero fue detenida en su marcha por una muralla que cerraba la callejuela. En aquella
muralla había un nicho en el que Teresa se acurrucó, sin comprender cómo sucedió esto.
“Era, dice, el sitio que le estaba destinado, si abusaba, viviendo, de las gracias que Dios
derramaba sobre su celda de Ávila. Aun cuando se introdujo con maravillosa facilidad en aquel
nicho de piedra, no podía, sin embargo, ni sentirse, ni recostarse, ni tenerse en pie, y aún menos
salir. Aquellas horrendas murallas la aplastaban, la envolvían, la estrechaban como si hubiera sido
animadas. Le pareció que la ahogaban, que la estrangulaban y al mismo tiempo que la desollaban
viva y que la hacían pedazos. Se sentía quemar y padecía a la vez toda clase de angustias. Ninguna
esperanza de socorro, no había más que tinieblas, veía todavía, no sin estupor, la asquerosa
callejuela en donde estaba alojada, con todo su inmundo vecindario, espectáculo tan insufrible para ella como la estrechez de su cárcel. (7)
“Esto no era, sin duda, más que un rinconcito del infierno: otras viajeras espirituales fueron
más favorecidas: vieron en el infierno grandes ciudades ardiendo: Babilonia, Nínive y también
Roma, sus palacios y sus templos abrasados y todos sus habitantes encadenados. El traficante en su
despacho, sacerdotes reunidos con los cortesanos en salones de festines, aullando sobre sus
asientos, de los que no podían desasirse, y llevando a sus labios, para apagar su sed, copas de donde
salían llamas. Lacayos de rodillas en cloacas hirviendo, los brazos tendidos, y príncipes de cuyas
manos caía oro derretido que resbalaba sobre ellos como la lava devoradora. Otros vieron en el
infierno llanuras sin fin que labraban y sembraban labriegos hambrientos. Y como aquellas semillas
estériles nada producían en aquellas llanuras regadas con sudor, se comían entre sí. Después, éstos,
tan numerosos, tan flacos, tan hambrientos como antes, se dispersaban a bandadas en el horizonte y
buscaban en vano y en punto lejano tierras mejores, los cuales eran reemplazados inmediatamente
en los campos que abandonaban por otras colonias errantes de condenados. Hay quien vio en el
infierno montañas llenas de precipicios, selvas gimiendo, pozos sin agua, fuentes alimentadas con
lágrimas, ríos de sangre, torbellinos de nieve en desiertos de hielo, barcas de desesperados bogando
por mares sin orillas. Se ha vuelto a ver allí, en una palabra, todo cuanto los paganos vieron: un
reflejo lúgubre de la Tierra, una sombra desmedidamente aumentada de sus miserias, sus
padecimientos naturales eternizados, y hasta los calabozos, las horcas y los instrumentos de
tormento que nuestras propias manos fabricaron.
“Hay allí, en efecto, demonios que, para atormentar mejor los cuerpos de los hombres,
toman ellos mismos otros cuerpos. Éstos tienen alas de murciélagos, cuernos, corazas con escamas,
patas con uñas corvas, dientes agudos. Nos los enseñan armados de espadas, de garfios, de pinzas,
de tenazas candentes, de sierras, de parrillas, de fuelles, de mazas, y haciendo durante la eternidad
con carne humana el oficio de cocineros y de carniceros. Los otros, transformados en leones o en
víboras enormes, arrastrando sus presas a cavernas solitarias. Algunos se transforman en cuervos
para arrancar los ojos a ciertos culpables, y otros en dragones alados para cargarlos sobre sus lomos
y llevarlos, espantados, sangrientos, gritando en los espacios tenebrosos, después dejarlos caer en el
estanque de azufre. Aquí, nubes de langostas, de víboras y escorpiones gigantescos, cuya vista
eriza, cuyo olor da náuseas, cuyo menor contacto da convulsiones. Allí, monstruos polífagos
abriendo por todas partes bocas voraces, sacudiendo sobre sus cabezas disformes cabelleras de
áspides, estrujando a los réprobos entre sus mandíbulas, chorreando sangre y vomitándolos
molidos, pero vivos, porque son inmortales.
“Aquellos demonios con formas materiales, que recuerdan tan vivamente los dioses del
Amenthi y del Tártaro y los ídolos que adoraban los fenicios, moabitas y los demás gentiles vecinos
de la Judea. Aquellos demonios no obran al azar, cada uno ejerce sus funciones y su tarea. El daño
que hacen en el infierno está en proporción al que inspiraron e hicieron cometer en la Tierra. (8)
“Los condenados son castigados en todos sus sentidos y en todos sus órdenes, porque
ofendieron a Dios por todos sus sentidos y por todos sus órganos. Castigados de un modo, como
golosos por los demonios de la gula; como perezosos, por los demonios de la pereza; como
fornicadores por los demonios de la fornicación, y de tantos y tan variados modos como hay
diferentes maneras de pecar. Tendrán frío aunque se abrasen y calor helándose. Estarán ávidos de quietud y de movimiento, siempre hambrientos, siempre sedientos, mil veces más fatigados que el
esclavo al acabar el día, más enfermos que los moribundos, más quebrantados, más descoyuntados,
más cubiertos de llagas que los mártires, y todo esto eternamente.
“Ningún demonio se cansa ni se cansará jamás de su horrenda tarea. Están todos, bajo este
aspecto, bien disciplinados y dóciles para ejecutar las órdenes de venganza que recibieron. Sin esto,
¿qué sería del infierno? Los condenados descansarían, si sus verdugos llegasen a querellarse o a
cansarse. Mas no hay descanso para los unos, querella entre los otros. Por malos y por innumerables
que sean, los demonios se asisten desde una a otra parte del abismo, y jamás se vieron en la Tierra
naciones más dóciles a sus príncipes, ejércitos más obedientes a sus jefes, comunidades monásticas
más humildemente sumisas a sus superiores. (9)
“Además, apenas es conocido el populacho de los demonios, aquellos viles espíritus que
componen las legiones de vampiros, de tiburones, de sapos, de escorpiones, de cuervos, de hidras,
de salamandras y otros animales sin nombre, que constituyen la fauna de las regiones infernales.
Pero se conocen y se nombran muchos de los príncipes que mandan en aquellas legiones, entre
otros Belphegor, el demonio de la lujuria; Abaddan o Apoyllón, el demonio del asesinato;
Belzebuth, el demonio de los deseos impuros o el maestro de las moscas que engendran la
corrupción, y Mammón, el demonio de la avaricia, Moloch, Belial, Baalgad. Asturoth y tantos
otros, y sobre ellos su jefe universal, el sombrío arcángel que en el cielo se llamaba Lucifer y que
en el infierno se llama Satanás.
“He aquí en compendio la idea que nos dan del infierno, considerado desde el punto de vista
de su naturaleza física y de las penas físicas que allí se sufren. Abrid los libros de los padres y de
los antiguos doctores, interrogad nuestras piadosas leyendas. Mirad las esculturas y los cuadros de
nuestras iglesias, prestad oído a lo que se dice en nuestros púlpitos, y aún oiréis muchas cosas más.”
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7. Se observan en esta visión todos los caracteres de las pesadillas. Es, pues, probable, que fuese un efecto por este estilo el que produjo en Santa Teresa.
8. ¡Singular castigo, en verdad, aquel que consistiría en poder continuar en mayor escala el mal que hubieren hecho en pequeño en la Tierra! Sería más racional que sufrieran ellos mismos las resultas de aquel mal, en lugar de tener la satisfacción de hacerlo padecer a los demás.
9. Aquellos mismos demonios, rebeldes a Dios para el bien, son de una docilidad ejemplar para el mal. Ninguno de ellos retrocede, ni se rezaga durante la eternidad. ¡Qué extraña metamorfosis se verificó en ellos, que fueron creados puros y perfectos como los ángeles!
¡Cuán extraño se hace verles, por ejemplo, de perfecta conformidad, armonía y concordia inalterable, mientras que los hombres no saben vivir en paz y se desgarran en la Tierra! Viendo el lujo de castigos destinado a los condenados y comparando su situación con la de los demonios, uno se pregunta: ¿Cuáles son más dignos de compasión? ¿Los verdugos o las víctimas?
13. El autor añade a este cuadro las reflexiones siguientes, cuyo alcance es fácil de
comprender.
“La resurrección de los cuerpos es un milagro, pero Dios hace otro milagro dando a aquellos
mortales, gastados ya por las pruebas pasajeras de la vida, aniquilados ya una vez, la virtud de
subsistir sin disolverse, en un horno en el cual se evaporarían los metales. Que diga que el alma es
su propio verdugo, que Dios no la atormenta, pero que la abandona en el fatal estado que ella
escogió, esto puede en rigor comprenderse, aunque el abandono eterno de un ser extraviado y
atormentado parezca poco conforme con la bondad del Creador. Pero lo que se dice del alma y de
las penas espirituales no puede decirse de los cuerpos y de las penas corporales. No basta que Dios
retire su mano. Es necesario, al contrario, que la manifieste, que intervenga, que obre, pues sin esto
el cuerpo sucumbiría.”
Los teólogos, suponen, pues, que Dios, en efecto, después de la resurrección, aquel segundo
milagro del cual hemos hablado. Retira, primero, del sepulcro que los había devorado, nuestros
cuerpos de tierra, los saca de allí tal cual fueron sepultados, con sus enfermedades originales y las
degradaciones sucesivas de la edad, de la enfermedad y del vicio. Nos los restituye en aquel estado
decrépito, tiritando, gotosos, llenos de necesidades, sensibles a una picadura de abeja, marchitos
para las señales de vida y de muerte, y éste es el primer milagro.
Después, a estos cuerpos deleznables, prontos a volver al polvo de que salieron, impone una
propiedad que nunca tuvieron, y he aquí el segundo milagro. Les impone la inmortalidad, aquel
mismo don que encolerizado, decid más bien en su misericordia, retiró a Adán al salir del Edén.
Cuando Adán era inmortal era invulnerable, y cuando cesó de ser invulnerable, fue mortal: la
muerte fue inmediata al dolor.
La resurrección no nos restablece las condiciones del hombre inocente ni las del hombre
culpable. Es una resurrección de nuestras miserias solamente, pero con un recargo de otras nuevas,
infinitamente más horribles. Es, en parte, una verdadera creación, la más maliciosa que la
imaginación se haya atrevido a concebir. Dios cambia de parecer, y para añadir a los tormentos
espirituales de los pecadores tormentos carnales que puedan durar siempre, varía de repente, por un
efecto de su poder, las leyes y las propiedades asignadas por Él mismo, desde el principio, a los
compuestos de materia. Resucita carnes enfermas y corrompidas, y uniendo con un nudo
indestructible aquellos elementos que naturalmente tienen que separarse, mantiene y perpetúa,
contra el orden natural, aquella podredumbre viviente, la echa al fuego no para purificarla, sino para
conservarla tal como es, sensible, quejumbrosa, ardiente, tal como la quiere, inmortal.
Con este milagro se hace de Dios uno de los verdugos del infierno, porque si los condenados
no pueden culparse más que a sí mismos de sus males espirituales, en recompensa, no pueden
atribuir los otros más que a Dios.
Sin duda sería poca cosa abandonarlos después de su muerte a la tristeza, al arrepentimiento
y a todas las angustias de un alma que siente haber perdido el supremo bien: Dios irá, según los
teólogos, a buscarlos en aquella noche al fondo de aquel abismo. Los llamará por un momento a la
luz del día, no para consolarlos, sino para revestirlos de un cuerpo asqueroso, ardiente,
imperecedero, más apestado que la túnica de Dejanira, y entonces es cuando los abandonará para
siempre.
Y aun así no los abandonará, puesto que el infierno no subsiste, así como tampoco la tierra y
el cielo, sino es por un acto permanente de su voluntad, siempre activa, y todo desaparecería si
cesase de sostenerlo. Tendrá puesta continuamente su mano sobre ellos para impedir que se apague
el fuego y que su cuerpo no se consuma, queriendo que aquellos desgraciados inmortales
contribuyan, por sus suplicios constantes, a la edificación de los elegidos.
14. Dijimos con razón que el infierno de los cristianos había sobrepujado al de los paganos.
En el Tártaro se ve, en efecto, a los culpables atormentados por los remordimientos, siempre cara a
cara de sus crímenes y de sus víctimas, agobiados por aquellos a quienes agobiaron viviendo. Se les
ve huir de la luz que les penetra y procuran en vano ocultarse a las miradas que los persiguen, se
rebaja y humilla el orgullo. Todos llevan el sello de su pasado, todos son castigados por sus propias
faltas, hasta del extremo de que para algunos, basta entregarlos a sí mismos y se cree inútil añadir
otros castigos. Pero son almas con un cuerpo fluídico, imagen de su existencia terrestre. No se ve
allí que los hombres vuelvan a tomar su cuerpo carnal para sufrir materialmente, ni el fuego penetra
bajo su piel para saturarla hasta los tuétanos, ni el lujo y el refinamiento de los suplicios que
constituyen la base del infierno cristiano. Se hallan allí jueces inflexibles, pero justos, que
proporcionan la pena a la gravedad de la culpa, mientras que en el imperio de Satanás, todo está
confundido en los mismos tormentos, todo está basado en la materialidad: hasta la equidad está
desterrada de allí.
Sin duda que tiene hoy la misma iglesia muchos hombres de buen sentido que no admiten
esos hechos literalmente, viendo en ellos sólo alegorías que son necesario interpretar. Pero su
opinión sólo es individual y no tiene fuerza de ley. La creencia en el infierno material con todas sus
consecuencias no deja de ser aún un artículo de fe.
15. Se pregunta uno cómo puede haber personas que vieran en éxtasis esos sucesos, siendo
así que no existen. No es éste el lugar de explicar el origen de las imágenes fantásticas que se
producen a veces con las apariencias de la realidad. Diremos solamente que hay que ver en ello una
prueba de este principio: que el éxtasis es la menos segura de todas las revelaciones, (10) porque
aquel estado de sobreexcitación no es siempre resultado de un aislamiento del alma tan completo
como pudiera creerse, y se encuentra en ellas, a menudo, el reflejo de preocupaciones de la vigilia.
Las ideas que el espíritu acoge y cuyas huellas conserva el cerebro, o mejor dicho, la envoltura
periespiritual correspondiente al cerebro, se reproducen amplificadas ópticamente bajo formas
vaporosas que se cruzan y se confunden, y componen conjuntos disparatados. Los extáticos de
todos los cultos vieron siempre cosas en relación a la fe de que estaban penetrados. No hay que
maravillarse, pues, de que aquellos que, como Sta. Teresa, están muy imbuidos de las ideas del
infierno, tales como las dan las descripciones verbales o escritas y los cuadros, tengan visiones que,
propiamente dicho, no son más que su reproducción y causan el efecto de una pesadilla. Un pagano
lleno de fe habría visto el Tártaro y las furias, como habría visto en el Olimpo a Júpiter con el rayo
en la mano.
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(10) El Libro de los Espíritus, n.º 443 y 444.