Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

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El Ángel de los niños
(Sociedad; médium: Sra. de Boyer)

Mi nombre es Micaela; soy uno de los Espíritus designados para la guarda de los niños. ¡Qué dulce misión y qué felicidad que esto proporciona al alma! Decís para la guarda de los niños; pero ¿ellos no tienen sus madres, buenos ángeles designados para esta guarda? ¿Y por qué aún es necesario un Espíritu para ocuparse de los mismos? ¿Pero no pensáis en los que no tienen más esa buena madre? ¡Infelizmente los hay, y muchos! Y la propia madre, ¿no necesitará ayuda algunas veces? ¿Quién la despierta en medio de su primer sueño? ¿Quién le hace presentir el peligro? ¿Quién le intuye el alivio cuando el mal es grave? Nosotros, siempre nosotros; somos nosotros los que desviamos al niño de la ribera hacia donde corre distraído; que apartamos de él a los animales nocivos y que alejamos el fuego que podría alcanzar sus cabellos rubios. ¡Cuán suave es nuestra misión! Somos también nosotros que le inspiramos la compasión por el pobre, la dulzura, la bondad; ninguno de ellos, ni los más malvados, podrían enfadarnos; hay siempre un instante en que su pequeño corazón se abre a nosotros. Entre vosotros, más de uno ha de admirarse de esta misión; ¿pero no decís frecuentemente que hay un Dios para los niños, sobre todo para los niños pobres? No, no hay un Dios, sino ángeles, amigos. Y, de otro modo, ¿cómo podríais explicar esos salvamentos milagrosos? Existen igualmente muchos otros poderes, de cuya existencia ni mismo sospecháis; existe el Espíritu de las flores, el de los perfumes; hay miles de Espíritus, cuyas misiones más o menos elevadas os parecerían deliciosas y envidiables, después de vuestra dura vida de pruebas; yo los invitaré a venir a vuestro medio. En este momento soy recompensada por haber tenido una vida totalmente consagrada a los niños. Me casé joven con un hombre que tenía varios hijos, y no tuve la felicidad de tenerlos a través de mí misma. Completamente dedicada a ellos, Dios, el soberano y buen Señor, me concedió ser aún guardián de los niños. Lo repito: ¡qué dulce y santa misión! Y las madres aquí presentes no podrían negar cuán poderosa es esta misión. Adiós, voy a la cabecera de mis pequeños protegidos; la hora del sueño es mi hora, y es preciso que yo visite a todos esos lindos ojitos cerrados. Sabed que el buen ángel que vela por ellos no es una alegoría, sino una gran verdad.