Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

Volver al menú
Historia de lo Maravilloso

Por el Sr. Louis Figuier

(Segundo artículo; ver la Revista de septiembre de 1860)

Al hablar del Sr. Louis Figuier en nuestro primer artículo, hemos investigado ante todo cuál era su punto de partida, y hemos demostrado –al citar textualmente sus palabras– que él se apoya en la negación de cualquier fuerza que esté fuera de la humanidad corporal; sus premisas deben hacer presentir su conclusión. Su cuarto volumen, en que debería tratar especialmente la cuestión de las mesas giratorias y de los médiums, aún no había aparecido, y nosotros lo esperábamos para ver si él daría de estos fenómenos una explicación más satisfactoria que la del Sr. Jobert (de Lamballe). Lo hemos leído con cuidado, y lo que ha resaltado para nosotros con más claridad es que el autor ha tratado de una cuestión que desconoce absolutamente; no necesitamos otra prueba de esto, más allá de las dos primeras líneas que dicen: Antes de abordar la historia de las mesas giratorias y de los médiums, cuyas manifestaciones son todas modernas, etc. ¿Cómo el Sr. Figuier no sabe que Tertuliano habla de las mesas giratorias y parlantes en términos explícitos? ¿Que los chinos conocían ese fenómeno desde tiempos inmemoriales? ¿Que es practicado por los tártaros y siberianos? ¿Que hay médiums entre los tibetanos? ¿Que los había entre los asirios, los griegos y los egipcios? ¿Que todos los principios fundamentales del Espiritismo se encuentran en los filósofos sánscritos? Por lo tanto, es falso afirmar que esas manifestaciones son todas modernas; los modernos, pues, nada inventaron al respecto, y los espíritas se apoyan en la antigüedad y en la universalidad de su doctrina, lo que el Sr. Figuier debería saber, antes de tener la pretensión de hacer un tratado ex professo. No por eso su obra dejó de recibir los honores de la prensa, la cual se apresuró en homenajear a este denodado defensor de las ideas materialistas.

Aquí se presenta una reflexión cuyo alcance no escapará a nadie. Se dice que nada es tan brutal como un hecho; ahora bien, he aquí uno que tiene mucho valor: el progreso inaudito de las ideas espíritas, a las cuales ninguna prensa, ni pequeña ni grande, prestó su apoyo. Cuando ésta se dignó a hablar de esos pobres imbéciles que creen que tienen un alma y que, después de la muerte, esta alma aún se ocupa de los vivos, ¡solamente fue para protestar contra ellos y mandarlos a los manicomios, perspectiva poco animadora para el público ignorante de la cuestión! Por lo tanto, el Espiritismo no tocó la trompeta de la publicidad; no llenó los diarios de fastuosos anuncios; entonces, ¿cómo se explica que, sin alboroto, sin estrépito y sin el apoyo de los que se erigen en árbitros de la opinión general, Él se infiltra en las masas y, según la graciosa expresión de un crítico –cuyo nombre no recordamos–, después de haber infestado a las clases esclarecidas, Él penetra ahora en las clases obreras? ¡Que nos digan cómo, sin el empleo de los medios habituales de propaganda, la segunda edición de El Libro de los Espíritus se agotó en cuatro meses! Dicen que las personas se entusiasman con las cosas más ridículas; pero la gente se entusiasma con lo que divierte, con una historia, con una novela; ahora bien, de ninguna manera El Libro de los Espíritus tiene la pretensión de ser divertido. ¿No será porque la opinión pública encuentra en esas creencias algo que desafía a la crítica?

El Sr. Figuier ha encontrado la solución de ese problema: dice que es el amor a lo maravilloso, y tiene razón; tomemos la palabra maravilloso en la acepción que él le da, y estaremos de acuerdo. Según él, al estar la Naturaleza enteramente en la materia, todo fenómeno extramaterial es maravilloso: fuera de la materia no hay salvación. Por consecuencia, el alma y todo lo que se le atribuye, su estado después de la muerte, todo eso es maravilloso; como él, llamémoslo maravilloso. La cuestión es saber si ese maravilloso existe o no. El Sr. Figuier, que no gusta de lo maravilloso y sólo lo admite en los cuentos para niños, dice que no. Pero si el Sr. Figuier no desea sobrevivir a su cuerpo; si desdeña a su alma y a la vida futura, no todos van a compartir sus gustos y no es preciso por esto que él cause disgusto a los otros. Hay muchas personas para las cuales la perspectiva de la nada tiene muy pocos encantos, y las mismas esperan mucho reencontrar, allá en lo Alto o aquí abajo, a su padre, a su madre, a sus hijos o a sus amigos; el Sr. Figuier no da importancia a esto: gustos no se discuten.

Instintivamente el hombre tiene horror a la muerte, y se ha de concordar que el deseo de no morir para siempre es bastante natural; incluso se puede decir que esa debilidad es general; ahora bien, ¿cómo sobrevivir al cuerpo si no se posee ese maravilloso que se llama alma? Si tenemos un alma, ella deberá tener algunas propiedades, porque sin propiedades no sería cosa alguna. Para ciertas personas, infelizmente no son propiedades químicas; el alma no puede ser puesta en una retorta para ser conservada en los museos anatómicos, como se conserva un cráneo; en esto, ciertamente el Gran Obrero se equivocó al no haberla hecho más palpable: probablemente Él no pensó en el Sr. Figuier.

Sea como fuere, una de dos: o esta alma –si existe– vive o no vive después de la muerte del cuerpo; es algo o no es nada: no hay término medio. ¿Vive siempre o por un tiempo? Si debe desaparecer en un dado momento, sería lo mismo que si desapareciera inmediatamente; un poco más tarde o temprano, no por esto el hombre sería más avanzado. Si el alma vive, ella hace algo o no hace nada; pero ¿cómo admitir un ser inteligente que no haga nada, y esto durante la eternidad? Sin ocupación, la existencia futura sería muy monótona. Al no admitir el Sr. Figuier que una cosa inapreciable a los sentidos pueda producir algún efecto, él es llevado –debido a su punto de partida– a la conclusión de que todo efecto debe tener una causa material. He aquí por qué incluye en el dominio de lo maravilloso, es decir, de la imaginación, todos los efectos atribuidos al alma y, como consecuencia, a la propia alma, a sus propiedades, a sus hechos y a sus acciones en el Más Allá. Los simples, que creen en la tontería de querer vivir después de la muerte, gustan naturalmente de todo lo que satisface a sus deseos y de lo que confirme sus esperanzas; por eso, aman lo maravilloso. Hasta ahora se contentaban en decirles: «No todo muere con el cuerpo; quedaos tranquilos; nosotros os damos nuestra palabra de honor». Sin duda era muy tranquilizador, pero una pequeña prueba no echaría eso a perder. Ahora bien, he aquí que el Espiritismo, con sus fenómenos, viene a darles esta prueba, y ellos la aceptan con alegría; este es todo el secreto de su rápida propagación; Él hace realidad una esperanza: la de vivir y, mejor que esto, la de vivir más feliz. Por el contrario, Sr. Figuier, vos os esforzáis en probarles que todo esto no es más que una quimera y una ilusión. El Espiritismo levanta el ánimo, mientras que vos lo hacéis desfallecer; ¿creéis que la opción entre los dos sea dudosa?

El deseo de revivir después de la muerte es, pues, en el hombre la fuente de su amor por lo maravilloso, es decir, por todo lo que lo vincula a la vida del Más Allá. Si algunos hombres, seducidos por sofismas, pudieron dudar del futuro, no creáis que haya sido deliberadamente; no, porque esta idea les inspira pavor, y es con terror que sondean las profundidades de la nada. El Espiritismo tranquiliza sus preocupaciones, disipa sus dudas; lo que era vago, indeciso e incierto toma una forma y se vuelve una realidad consoladora; he aquí por qué, en algunos años, Él dio la vuelta al mundo, pues todos quieren vivir, y el hombre siempre dará preferencia a las doctrinas que lo tranquilizan que a aquellas que lo llenan de pavor.

Volvamos a la obra del Sr. Figuier, y para comenzar digamos que su cuarto volumen, dedicado a las mesas giratorias y a los médiums, en tres cuartas partes está lleno de historias que no tienen ninguna relación con dichos temas, lo que hace que lo principal se vuelva allí accesorio. Cagliostro, el caso del collar, que no se sabe por qué figuran allí, la muchacha eléctrica, los caracoles simpáticos, ocupan en ese volumen trece capítulos de un total de dieciocho; es cierto que esas historias son tratadas allí con un verdadero lujo de detalles y con erudición, que serán leídas con interés, exceptuando toda opinión espírita. Al ser su objetivo demostrar el amor del hombre a lo maravilloso, él busca todos los cuentos que el buen sentido, en todos los tiempos, ya dio su justo valor, y se esfuerza en probar que son absurdos, lo que nadie discute. Y exclama: «¡He aquí que el Espiritismo ha sido fulminado!» Al escucharlo, se podría creer que las proezas de Cagliostro y los cuentos de Hoffmann son artículos de fe para los espíritas, y que los caracoles simpáticos tienen toda su simpatía.

El Sr. Figuier no rechaza todos los hechos; lejos de esto. Contrariamente a otros críticos que niegan todo sistemáticamente –lo que es más cómodo, porque eso evita toda explicación–, él admite perfectamente las mesas giratorias y los médiums, pero atribuye una gran parte a la charlatanería; las señoritas Fox, por ejemplo, son para él insignes prestidigitadoras, las cuales han sido ridiculizadas por diarios americanos poco corteses. Él incluso admite el magnetismo como agente material –claro está–, el poder fascinador de la voluntad y de la mirada, el sonambulismo, la catalepsia, el hipnotismo, todos los fenómenos de la Biología. ¡Que se tenga cuidado! Él será considerado un iluminado a los ojos de sus colegas. Pero, consecuente consigo mismo, quiere reducir todo a las leyes conocidas de la Física y de la Fisiología. Es verdad que cita algunos testigos auténticos y de los más honorables en apoyo a los fenómenos espíritas, pero se extiende con complacencia en todas las opiniones contrarias, sobre todo en las de los eruditos que, como el Sr. Chevreul y otros, han buscado las causas en la materia. Tiene en gran estima la teoría del músculo que cruje, del Sr. Jobert y sus colegas. Su teoría, como la linterna mágica de la fábula, falla en un punto capital: ella se pierde en un laberinto de explicaciones que exigirían otras explicaciones para ser comprendidas. Otro defecto es que a cada paso su teoría se contradice con los hechos que ella no puede explicar y que el autor pasa por alto por una razón muy sencilla: es que no los conoce; él no ha visto nada o ha visto poco por sí mismo; en una palabra, él no ha profundizado nada de visu, con la sagacidad, la paciencia y la independencia de ideas que debe tener un observador consciente; se ha contentado con relatos más o menos fantásticos que ha encontrado en ciertas obras que no brillan por su imparcialidad. Él no tiene en cuenta el progreso que la Ciencia ha hecho desde hace algunos años, pues la toma como si estuviese en sus comienzos, cuando andaba a tientas y cuando cada uno daba al respecto una opinión incierta y prematura, en que ella estaba lejos de conocer todos los hechos, exactamente como si él quisiera juzgar a la Química de hoy por lo que era en el tiempo de Nicolás Flamel. En nuestra opinión, al Sr. Figuier –por más erudito que sea– le falta por lo tanto la primera cualidad de un crítico: la de conocer a fondo aquello que habla, condición más que necesaria cuando se quieren explicar las cosas.

No lo acompañaremos en todos sus razonamientos; preferimos remitir a su obra, que todo espírita puede leer sin el menor peligro para sus convicciones; sólo citaremos el pasaje donde él explica su teoría de las mesas giratorias, que más o menos resume la de todos los otros fenómenos.

«Damos a continuación la teoría que explica los movimientos de las mesas por los Espíritus. Si la mesa gira después de un cuarto de hora de recogimiento y de atención por parte de los experimentadores, es –dicen– que los Espíritus buenos o malos, ángeles o demonios, entraron en la mesa y la hicieron oscilar. ¿Espera el lector que discutamos esta hipótesis? No pensamos en hacerlo. Si intentásemos probar con gran cantidad de argumentos lógicos que el diablo no entra en los muebles para hacerlos danzar, sería necesario también demostrar que no son los Espíritus que, introducidos en nuestro cuerpo, nos hacen obrar, hablar, sentir, etc.[1] Todos esos hechos son del mismo orden, y aquel que admite la intervención del demonio para hacer girar una mesa, debe recurrir a la misma influencia sobrenatural para explicar los actos que sólo ocurren en virtud de nuestra voluntad y con ayuda de nuestros órganos. Nadie quiso jamás atribuir seriamente los efectos de la voluntad sobre nuestros órganos –por más misteriosa que sea la esencia de ese fenómeno– a la acción de un ángel o de un demonio. Entretanto, es a esta consecuencia que son llevados los que quieren vincular la rotación de las mesas a una causa sobrehumana.

«Para terminar esta corta discusión, digamos que la razón prohíbe recurrir a una causa sobrenatural en todas las situaciones en que una causa natural puede ser suficiente. Una causa natural, normal, fisiológica, ¿puede ser invocada para explicar el giro de las mesas? Esta es toda la cuestión.

«He aquí, pues, que damos la exposición de lo que nos parece explicar el fenómeno estudiado en esta última parte de nuestro libro.

«La explicación del hecho de las mesas giratorias, considerado en su mayor simplicidad, nos parece ser dada por esos fenómenos –cuyo nombre ha variado mucho hasta aquí, pero cuya naturaleza es idéntica en el fondo–, los cuales han sido alternativamente llamados de hipnotismo, con el Dr. Braid; de biologismo, con el Sr. Philips, y de sugestión, con el Sr. Carpenter. Recordemos que, debido a la fuerte tensión cerebral resultante de la contemplación de un objeto inmóvil, mantenida por largo tiempo, el cerebro cae en un estado particular que ha recibido sucesivamente los nombres de estado magnético, de sueño nervioso y de estado biológico, nombres diferentes que designan ciertas variantes particulares de un estado generalmente idéntico.

«Una vez alcanzado ese estado, ya sea a través de los pases de un magnetizador –como se hace desde Mesmer– o a través de la contemplación de un cuerpo brillante –como operaba Braid–, imitado después por el Sr. Philips, y como operan también los hechiceros árabes y egipcios, en fin, ya sea simplemente por una fuerte contención moral –de la que ya citamos más de un ejemplo–, el individuo cae en esa pasividad automática que constituye el sueño nervioso. Él perdió la fuerza de dirigir y de controlar su propia voluntad, y está en poder de una voluntad ajena. Se le presenta un vaso con agua, afirmándosele con autoridad que es una bebida deliciosa, y él lo bebe creyendo que es vino, licor o leche, según la voluntad del aquel que se apoderó fuertemente de su ser. Así, privado del auxilio de su propio juicio, el individuo permanece casi ajeno a las acciones que ejecuta, y cuando vuelve a su estado natural, ha perdido el recuerdo de los actos que ha realizado durante esa extraña y pasajera abdicación de sí mismo. Está bajo la influencia de sugestiones, es decir, que acepta una idea fija sin poder repelirla, que le es impuesta por una voluntad exterior, actuando y siendo forzado a obrar sin idea y sin voluntad propias, por consiguiente, sin conciencia. Este sistema plantea una grave cuestión de psicología, porque el hombre que ha recibido esa influencia ha perdido su libre albedrío y no tiene más la responsabilidad de las acciones que ejecuta. Actúa determinado por imágenes intrusas que invaden su cerebro, análogas a esas visiones que Cuvier supone fijas en el sensorium de la abeja, y que representan la forma y las proporciones de la celdilla que el instinto la lleva a construir. El principio de las sugestiones explica perfectamente los fenómenos de las alucinaciones, tan variadas y a veces tan terribles, mostrando al mismo tiempo el pequeño intervalo que separa el alucinado del monomaníaco. No es de admirarse si en un gran número de los que giran las mesas, la alucinación sobreviva a la experiencia y se transforme en locura definitiva.

«El principio de las sugestiones, bajo la influencia del sueño nervioso, nos parece dar la explicación del fenómeno de la rotación de las mesas, tomado en su mayor simplicidad. Consideremos lo que sucede en una cadena de personas que se entrega a una experiencia de ese género. Esas personas están atentas, preocupadas y fuertemente emocionadas a la espera del fenómeno que se debe producir. Una gran atención, un completo recogimiento de espíritu les es recomendado. A medida que esta espera se prolonga y que la contención moral se mantiene por bastante tiempo entre los experimentadores, su cerebro se fatiga cada vez más y sus ideas sienten una ligera perturbación. Cuando en el invierno de 1860 asistimos en París a las experiencias realizadas por el Sr. Philips; cuando nosotros vimos a las diez o doce personas a las cuales él confiaba un disco metálico, con la orden expresa de mirar única y fijamente ese disco, colocado en la palma de la mano durante media hora, no pudimos dejar de ver en esas condiciones, reconocidas como indispensables para la manifestación del estado hipnótico, la fiel imagen del estado en que se encuentran las personas que forman silenciosamente la cadena, a fin de obtener la rotación de una mesa. En uno y en otro caso, hay una fuerte contención de espíritu, una idea perseguida exclusivamente durante un tiempo considerable. El cerebro humano no puede resistir por mucho tiempo a esta tensión excesiva, a esa acumulación anormal de influjo nervioso. De las diez o doce personas que hicieron esta experiencia, la mayoría la abandona, obligada a renunciar por la fatiga nerviosa que siente. Solamente algunas –una o dos– perseveran en la misma, estando presas al estado hipnótico o biológico y dando entonces lugar a los diversos fenómenos que hemos examinado en el transcurso de esta obra, al hablar del hipnotismo y del estado biológico.

«En esa reunión de personas fijamente ligadas en formar una cadena durante veinte minutos o media hora, con las manos puestas sobre la mesa, sin tener la libertad de distraerse por un instante en atención a la experiencia de la cual hacen parte, el mayor número de las mismas no siente ningún efecto particular. Pero es muy difícil que al menos una de ellas no entre, por un momento, en el estado hipnótico o biológico. Tal vez ese estado no precise durar más que un segundo para que se realice el fenómeno esperado. Al caer en esa somnolencia nerviosa, el miembro de la cadena, al no tener más conciencia de sus actos y sin otro pensamiento que no sea el de la idea fija de la rotación de la mesa, imprime el movimiento del mueble sin saberlo; en ese momento, él puede desplegar una fuerza muscular relativamente considerable y hacer girar a la mesa. Dado este impulso, realizado este acto inconsciente, nada más es necesario. Así, temporalmente en estado biológico, el individuo puede después regresar a su estado ordinario, porque ni bien se manifiesta ese movimiento mecánico en la mesa, luego todas las personas que componen la cadena se levantan y siguen sus movimientos o, dicho de otro modo, hacen mover a la mesa creyendo que solamente la siguen. En cuanto al individuo, causa involuntaria e inconsciente del fenómeno, como no conserva ningún recuerdo de los actos que fueron ejecutados en el estado de sueño nervioso, ignora lo que hizo y queda indignado –de muy buena fe– si lo acusan de haber empujado la mesa. Inclusive sospecha que los otros miembros de la cadena le hayan jugado una mala pasada, de que lo acusan. De ahí esas frecuentes discusiones e incluso esas disputas graves a que tan a menudo ha dado lugar la distracción de las mesas giratorias.

«Tal es la explicación que creemos que podemos presentar en lo que concierne al hecho de la rotación de las mesas, tomado en su mayor simplicidad. En cuanto a los movimientos de la mesa respondiendo a preguntas, las patas que se levantan a las órdenes y que, por el número de golpes, contestan a las preguntas realizadas, el mismo sistema lo explica si se admite que entre los miembros de la cadena haya uno cuyo estado de sueño nervioso conserve una cierta duración. Este individuo, hipnotizado sin darse cuenta, responde a las preguntas y a las órdenes que le son dadas, inclinando la mesa o haciéndola dar golpes, de acuerdo con los pedidos. Al volver después a su estado natural, ha olvidado todos los actos realizados, del mismo modo que todo individuo magnetizado o hipnotizado ha perdido el recuerdo de los actos que ejecutó durante ese estado. El individuo que desempeña ese papel sin saberlo es, pues, una especie de adormecido despierto; no es en absoluto sui compos; él está en un estado mental que participa del sonambulismo y de la fascinación. No duerme; está encantado o fascinado en virtud de la fuerte concentración moral impuesta: es un médium. Cuando este último ejercicio es de un orden superior al primero, no puede ser obtenido en todos los grupos. Para que la mesa responda a las preguntas efectuadas, levantando uno de sus pies y dando golpes, es preciso que los individuos que operan hayan practicado con persistencia el fenómeno de la mesa giratoria, y que entre ellos se encuentre un sujeto particularmente apto para entrar en este estado, lo que sucede más rápido y por más tiempo a través del hábito y de la perseverancia: en una palabra, es necesario un médium experimentado.

«Sin embargo, dirán que veinte minutos o media hora no siempre son necesarios para obtener el fenómeno de la rotación de una mesita de velador o de otra mesa. Frecuentemente, al cabo de cuatro o cinco minutos, la mesa se pone en movimiento. A esta observación responderemos que un magnetizador, cuando habitualmente se relaciona con un sujeto o con un sonámbulo de profesión, lo hace caer en sonambulismo en uno o dos minutos, sin pases, sin aparato y con la sola imposición fija de su mirada. Aquí, es el hábito que vuelve el fenómeno fácil y rápido. De la misma manera, los médiums ejercitados pueden llegar en muy poco tiempo a ese estado de somnolencia nerviosa, que debe volver inevitable el hecho de la rotación de la mesa o el movimiento dado a ese mueble, de acuerdo con el pedido efectuado.»

No sabemos cómo el Sr. Figuier aplicaría su teoría a los movimientos que ocurren, a los ruidos que se escuchan, al desplazamiento de los objetos sin el contacto del médium, sin la participación de su voluntad y contra su deseo; pero hay muchas otras cosas que no explica. Además, en caso de aceptarse su teoría, ella revelaría un fenómeno fisiológico de los más extraordinarios y bien digno de la atención de los científicos; ¿por qué, entonces, ellos lo han desdeñado?

El Sr. Figuier termina su Tratado de lo Maravilloso con una corta noticia sobre El Libro de los Espíritus. Naturalmente que él lo juzga desde su punto de vista: «Su filosofía –dice él– es anticuada y su moral somnolienta». Él habría preferido, sin duda, una moral licenciosa y despabilada; ¿pero qué hacer? Es una moral para uso del alma. Además, ella tendrá siempre una ventaja: la de hacerlo dormir; es para él una receta en caso de insomnio.



[1] No son los Espíritus que nos hacen obrar y pensar, sino un Espíritu que es nuestra alma. Negar este Espíritu es negar el alma; negar el alma es proclamar el materialismo puro. Parece que el Sr. Figuier piensa que, como él, nadie cree tener un alma inmortal, o que él cree ser todo el mundo. [Nota de Allan Kardec.]