Revista Espírita - Periódico de Estudios Psicológicos - 1860

Allan Kardec

Volver al menú
Morada de los bienaventurados
(Médium: Sra. de Costel)

Hablemos de los últimos espirales de gloria, habitados por los Espíritus puros: nadie los alcanza antes de haber pasado los ciclos de los Espíritus errantes. Júpiter es el grado más alto de la escala; cuando un Espíritu –desde hace un largo tiempo purificado en su permanencia en ese planeta– es considerado digno de la suprema felicidad, es avisado de esto a través de un aumento de fervor, un fuego sutil que anima todas las partes delicadas de su inteligencia y que parece irradiar, volviéndose visible. Resplandeciente y transfigurado, él irradia luz, que parecía tan radiante a los ojos de los habitantes de Júpiter; sus hermanos reconocen al elegido del Señor y, trémulos, se arrodillan ante su voluntad. Entretanto, el Espíritu elegido se eleva y, en su armonía suprema, los cielos le revelan indescriptibles bellezas.

A medida que sube, él comprende, no más como en la erraticidad, no más viendo el conjunto de las cosas creadas –como en Júpiter–, sino abarcando el infinito. Su inteligencia transfigurada se eleva hacia Dios como una flecha lanzada sin temblores y sin terror, como en un foco inmenso alimentado por miles de objetos. El amor, en esos Espíritus diversos, reviste el color de su experimentada personalidad; ellos se reconocen y se regocijan unos a otros. Sus virtudes, al ser reflejadas, repercuten –por así decirlo– los deleites de la visión de Dios y aumentan incesantemente con la felicidad de cada elegido. Como un mar de amor que cada afluente expande, esas fuerzas puras son activadas como las fuerzas de otras esferas. También investidos con el don de ubicuidad, ellos abarcan al mismo tiempo los detalles infinitos de la vida humana, desde su eclosión hasta sus últimas etapas. Irresistible como la luz, su vista penetra a la vez por todas partes y, activos como la fuerza que los mueve, hacen la voluntad del Señor. Del mismo modo que de un jarro lleno sale el agua bienhechora, su bondad universal vivifica los mundos y confunde el mal.

Esos intérpretes diversos tienen como ministros de su poder a los Espíritus ya depurados. Así, todo se eleva, todo se perfecciona, y la caridad irradia sobre los mundos que ella alimenta en su seno poderoso.

Los Espíritus puros tienen como atributo la posesión de todo lo que es bueno y verdadero, porque poseen a Dios, que es el propio principio. El pobre pensamiento humano limita todo lo que abarca y no admite el infinito que la felicidad no limita. Después de Dios, ¿qué puede haber? También Dios, siempre Dios. El viajero ve que los horizontes se suceden a los horizontes, y uno no es sino el comienzo del otro; así, el infinito se extiende incesantemente. La mayor alegría de los Espíritus puros es precisamente esa extensión tan profunda como la propia eternidad.

De la misma manera que no se puede describir una gracia, una llama o un rayo de luz, yo no puedo describir a los Espíritus puros. Más vivos, más bellos y más resplandecientes que las imágenes más etéreas, una palabra resume su ser, su poder y sus gozos: ¡Amor! Llenad con esta palabra el espacio que separa la Tierra del Cielo, y aún no tendréis sino la idea de una gota de agua en el mar. El amor terrestre, por más grosero que sea, puede solamente haceros conocer su divina realidad.

GEORGES