¿Que és el Espiritismo?

Allan Kardec

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100. En vista de la incertidumbre de las revelaciones hechas por los espíritus, se pregunta: ¿Para qué sirve el estudio del Espiritismo? Evidencia la existencia del mundo espiritual, constituido por las almas de los que vivieron, de lo que resulta la prueba de la existencia del alma y su supervivencia al cuerpo. Las almas que se manifiestan revelan sus goces o sus sufrimientos según el modo como han empleado la vida terrestre, y de esto resulta la prueba de las penas y recompensas futuras. Las almas o espíritus, descubriendo su estado o situación, rectifican las ideas falsas que tenían sobre la vida futura principalmente sobre la duración y la naturaleza de las penas. Pasando la vida futura del estado de teoría, vaga e incierta, al de hecho observado y positivo, impone la necesidad de trabajar lo máximo que se pueda la vida presente, que es de corta duración, en provecho de la futura, que es indefinida. Supongamos que un hombre de veinte años tenga la certeza de morir a los veinticinco, ¿Qué hará durante estos cinco años? ¿Trabajará para el porvenir? Seguramente no, sino que procurará gozar cuanto pueda, mirando como una tontería imponerse trabajo y privaciones sin objeto. Pero si tiene la seguridad de que vivirá ochenta años, procederá de otro modo, porque comprenderá la necesidad de sacrificar algunos instantes del reposo presente para asegurarse durante largos años el reposo futuro. Esto mismo sucede con aquél para quien la vida futura es una realidad. La duda, respecto a la vida futura, conduce naturalmente a sacrificarlo todo a los goces del presente, y de aquí la excesiva importancia que se da a los bienes materiales que tanto incitan a la codicia, la envidia y los celos, del que tienen poco contra el que tiene mucho. De la codicia al deseo de adquirir lo que tiene su vecino a cualquier precio, no hay más que un paso, y aquí se originan los odios, las querellas, los procesos, las guerras y todos los males engendrados por el egoísmo. En la duda acerca del porvenir, el hombre, abrumado en esta vida por el pesar y el infortunio, sólo en la muerte ve el término de sus sufrimientos, y no esperando nada, encuentra racional abreviarlos por medio del suicidio. Sin esperanza en el porvenir, es muy natural que el hombre se afecte y se desespera con los desengaños que experimenta. Los sacudimientos violentos que sufre producen una perturbación en su cerebro, causa del mayor número de casos de locura. Sin la vida futura, la presente es para el hombre la más importante, el único objeto de sus preocupaciones, a ella lo refiere todo: quiere gozar a cualquier precio, no sólo de los bienes materiales, sino que también de los honores; aspira a brillar, a elevarse por encima de los otros, a eclipsar a sus vecinos con el fausto y el rango, de aquí la ambición desordenada y la importancia que da a los títulos y a las futilezas de la vanidad por las que sacrificaría hasta su propio honor, porque no ve nada más allá. La certeza de la vida futura y de sus consecuencias cambia totalmente el orden de las ideas y hace ver las cosas bajo otro aspecto. Es la rasgadura de un velo que cubría un horizonte inmenso y espléndido. Ante lo infinito y grandioso de la vida de ultratumba, desaparece la terrestre como el segundo ante los siglos, como el grano de arena ante la montaña. Todo se vuelve pequeño, mezquino, y uno mismo se sorprende de la importancia atribuida a cosas tan efímeras y pueriles. La calma, la tranquilidad ante los acontecimientos de la vida es una dicha en comparación con las desazones, con los tormentos que nos damos, con los quebraderos de cabeza que nos buscamos para hacernos superiores a los otros. Da también una indiferencia respecto a las vicisitudes y desengaños, que, cerrando la puerta a la desesperación, aleja numerosos casos de locura, y borra forzosamente la idea del suicidio. Cierto del porvenir, el hombre espera y se resigna. Dudoso de él, pierde la paciencia, porque todo lo espera del presente. La prueba, por el ejemplo de los que han vivido, de que la suma de la dicha futura está en razón del progreso moral realizado y del bien hecho en la Tierra, y que la suma del sufrimiento está en razón de los vicios y malas acciones, infunde a todos los que están convencidos de esta verdad una tendencia natural a hacer el bien y huir del mal. Cuando la mayor parte de los hombres esté imbuida de esta idea, cuando profese tales principios y practique el bien, no procurará ya dañarse mutuamente, arreglará instituciones sociales en bien de todos y no en provecho de algunos; en una palabra, el bien triunfará sobre el mal en la Tierra y los hombres comprenderán que la ley de caridad enseñada por Cristo es el origen de la dicha en este mundo, y basarán las leyes civiles en la caridad. La evidencia del mundo espiritual que nos rodea y la de su acción sobre el mundo corporal es la revelación de una de las fuerzas de la Naturaleza, y por consiguiente la clave de una multitud de fenómenos no comprendidos, tanto del orden físico como del moral. Cuando la ciencia tenga en cuenta esta nueva fuerza, desconocida hasta el momento, rectificará una multitud de errores que provienen de atribuirlo todo a una causa única, la materia. El reconocimiento de esta nueva causa de los fenómenos de la Naturaleza será una palanca para el progreso, y producirá el efecto del descubrimiento de cualquier agente nuevo. Con la ayuda de la luz espiritista, se dilatará el horizonte de la ciencia, como se ha dilatado con la ayuda de la ley de la gravitación. Cuando los sabios proclamen desde la cátedra la existencia del mundo espiritual y su acción en los fenómenos de la vida, infiltrarán en la juventud el antídoto de las ideas materialistas, en vez de predisponerla a la negación del porvenir. En las lecciones de filosofía clásica, los profesores enseñan la existencia del alma y sus atributos según las diferentes escuelas, pero sin dar pruebas materiales. ¿No es de extrañar que, cuando se tienen tales pruebas, sean rechazadas y calificadas de supersticiones por los mismos profesores? ¿No equivale a decir a sus discípulos: Nosotros os enseñamos la existencia del alma, pero nada la prueba? Cuando el sabio admite una hipótesis sobre un punto de la ciencia, investiga con solicitud y acoge con alegría los hechos que puede trocar en verdad la hipótesis. ¿Cómo, pues, el profesor de filosofía, cuyo deber es probar a sus discípulos que tiene un alma, trata con desdén los medios de darle una demostración?