EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

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Imposibilidad material de las penas eternas

18. Hasta aquí, el dogma de la eternidad de las penas no ha sido combatido sino por el raciocinio. Vamos a ponerlo en contradicción con los hechos positivos que tenemos a la vista, y a probar su imposibilidad.


Según este dogma, la suerte del alma queda fijada irrevocablemente después de la muerte. Es, pues, un juicio definitivo opuesto al progreso. ¿Pero el alma progresa, sí o no? En esta pregunta se resume toda la cuestión. Si progresa, la eternidad de las penas es imposible.


¿Puede dudarse de este progreso, cuando se ve inmensa variedad de aptitudes morales e intelectuales que existe en la Tierra, desde el salvaje hasta el hombre civilizado, y la diferencia que presenta un mismo pueblo de un siglo a otro? Si se admite que no son éstas las mismas almas, es preciso admitir también que Dios crea las almas en todos los grados de adelanto, según los tiempos y los lugares. Que favorece a las unas mientras que destina a las otras a una inferioridad perpetua, lo que es incompatible con la justicia, que debe ser la misma con todas las criaturas.


19. Es incontestable que el alma atrasada intelectual y moralmente, como la de los pueblos bárbaros, no puede tener los mismos elementos de dicha, las mismas aptitudes para gozar de los esplendores del infinito, que aquella en la que todas las facultades están extensamente desarrolladas. Si estas almas no progresan, no pueden, con las condiciones más favorables, gozar perpetuamente más que una dicha, por decirlo así, negativa. Para estar acordes con la rigurosa justicia, venimos a parar a la forzosa consecuencia de que las almas más adelantadas son las mismas que fueron atrasadas y que han progresado. Pero aquí descubrimos la importante cuestión de la pluralidad de existencias, como el único medio racional de resolver la dificultad. Sin embargo, haremos abstracción de ella, y consideraremos al alma en una sola existencia.


20. He aquí un ejemplo como se ven muchos:


Un joven de veinte años, ignorante, de instintos viciosos, niega a Dios y el alma, se entrega al desorden y comete toda clase de desvíos, y sin embargo, como se encuentra en un centro favorable para su adelanto, trabaja, se instruye, poco a poco se corrige y finalmente llega a ser piadoso. ¿No es un ejemplo palpable del progreso del alma durante la vida, ejemplo que se repite todos los días? Este hombre muere en avanzada edad, y naturalmente su salvación está garantizada Pero, ¿cuál hubiera sido su suerte, si un accidente le hubiera hecho morir cuarenta o cincuenta años más pronto? Estaría en todas las condiciones para ser condenado, pero una vez condenado, su progreso se hallaba detenido.


He ahí, pues, un hombre salvado porque ha vivido largo tiempo, y que según la doctrina de las penas eternas, se hubiera perdido para siempre si hubiera vivido menos, lo que podía resultar de un accidente fortuito. Una vez que su alma ha podido progresar en un tiempo dado, ¿por qué no habría progresado en el mismo tiempo después de la muerte, si una causa independiente de su voluntad le hubiera impedido hacerlo durante su vida? ¿Por qué Dios le habría negado los medios? El arrepentimiento, aunque tardío, no hubiera dejado de llegar a tiempo. Pero si desde el instante de su muerte hubiese sufrido una condena irremisible, su arrepentimiento hubiera sido infructuoso eternamente, y su aptitud para progresar destruida para siempre.


21. El dogma de la eternidad absoluta de las penas es, pues, inconciliable con el progreso del alma, puesto que le opondría un obstáculo invencible. Estos dos principios se anulan forzosamente el uno al otro. Si el uno existe, el otro no puede existir. ¿Cuál de los dos existe? La ley del progreso es patente. Esto no es una teoría, sino un hecho acreditado por la experiencia. Es una ley de la Naturaleza, ley divina, imprescindible. Una vez que existe, y no pudiendo conciliarse con la otra, es porque la otra no existe. Si el dogma de la eternidad de las penas fuera una verdad. San Agustín, San Pablo y muchos otros, no hubiesen jamás subido al cielo, de haber muerto antes del progreso que les condujo a su conversión.


A este último aserto, nos arguyen que la conversión de estos santos personajes no es el resultado del progreso del alma, sino de la gracia que les fue otorgada y con la cual fueron investidos.


Pero aquí hay un juego de palabras. Si hicieron el mal y más tarde fueron buenos, es por que llegaron a ser mejores, luego progresaron. ¿Acaso Dios, por un favor especial, les concedió la gracia de corregirse? ¿Entonces, por qué se lo concedió a ellos y a otros no? Siempre tenemos que la doctrina de los privilegios es incompatible con la justicia de Dios y su equitativo amor hacia todas sus criaturas.


Según la doctrina espiritista, acorde con las mismas palabras del Evangelio, con la lógica y la más rigurosa justicia, el hombre es hijo de sus obras. Durante esta vida y después de la muerte, no debe nada al favor. Dios recompensa sus esfuerzos y castiga su negligencia tanto tiempo como insiste en seguir el mal camino.