Viaje Espírita en 1862

Allan Kardec

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Cuando se considera el estado actual de la sociedad, se está obligado a reconocer su transformación como un verdadero milagro. Pues bien, este es el milagro que el Espiritismo debe y puede realizar -ya que se halla dentro de los designios de Dios- y eso con la ayuda de una divisa: Fuera de la caridad no hay salvación. Tome esta máxima por emblema la sociedad humana, adapte a ella su conducta, reemplace con la misma a esta otra, que se encuentra en plena vigencia en nuestros días: "La caridad bien entendida empieza por casa", y todo cambiará. Toda la cuestión reside en lograr que el lema fuera de la caridad no hay salvación sea aceptado.

Bien lo sabéis, señores, el vocablo caridad tiene un significado muy amplio. Existe la caridad que se hace con los pensamientos, otra que se realiza con las palabras, y también la de los actos. Caridad no es únicamente limosna. El hombre es caritativo en pensamientos cuando se muestra indulgente hacia las faltas que comete el prójimo. La caridad que se manifiesta en forma de palabras obra de manera de no decir nada que pudiera perjudicar a los demás. Y la caridad de los actos la ejerce con el semejante en la medida en que se lo permitan sus posibilidades. El pobre que comparte su mendrugo con un compañero suyo más necesitado que él es más caritativo y tiene mayor mérito, a los ojos de Dios, que el rico que da de lo superfluo sin privarse de nada. El que alimenta contra su prójimo sentimientos de ira y animosidad, celos y rencor, falta a la caridad. Caridad es la antítesis de egoísmo. Este último es la exaltación de la personalidad, en tanto aquélla constituye la sublimación de la personalidad. Dice la caridad: "Primero para vosotros; después, para mí". Expresa el egoísmo: "Antes para mí, y si sobrare, para vosotros". La caridad está íntegra en esta frase de Cristo: "Haced a los demás lo que quisierais que ellos os hiciesen". En suma, la caridad se aplica a todas las relaciones personales. Admitidlo: si todos los miembros de una sociedad obraran con arreglo a este principio habría en la vida menos desilusiones. Cada vez que dos individuos están reunidos, por ese solo hecho contraen deberes recíprocos. Si desean vivir en paz se ven obligados a hacerse mutuas concesiones. Tales deberes aumentan en proporción al número de individuos. Los conglomerados humanos se constituyen en todos colectivos que poseen también sus respectivas obligaciones. Así pues, tenéis, además de las relaciones de un individuo con otro, las de las ciudades con otras ciudades, las de Estados con Estados y las de países con países. Esas relaciones pueden estar motivadas por dos causas diferentes, que son la negación la una de la otra: el egoísmo y la caridad. Porque hay también un egoísmo nacional. El egoísmo hace que el interés personal prevalezca por encima de todo. Cada persona toma para sí lo que puede, el prójimo es considerado sólo como un antagonista, como un rival capaz de entrometerse en nuestro camino, y al cual podemos explotar o bien podría él explotarnos a nosotros. El triunfo será del más sagaz, y la sociedad -triste es decirlo- consagra generalmente esa victoria, lo cual hace que aquélla se divida en dos sectores principales: el de los explotados y el de los explotadores. De ello resulta un perpetuo antagonismo, que hace de la vida un tormento, un verdadero infierno. Reemplácese el egoísmo por la caridad, y todo será distinto. Nadie tratará de hacer daño a su vecino, iras y celos se extinguirán, a falta de quien los alimente, y los hombres vivirán en paz, ayudándose recíprocamente, en lugar de despedazarse los unos a los otros. Si la caridad sustituye al egoísmo, todas las instituciones sociales pasarán a tener por fundamento el principio de la solidaridad y reciprocidad. Y el fuerte protegerá al débil en vez de explotarlo.

Muchas personas podrán decir: "¡He ahí un bello sueño! Por desgracia, no es más que eso: un sueño; porque el hombre es egoísta por naturaleza y por necesidad, y siempre seguirá siéndolo". Ahora bien, si tal afirmación fuese verdadera (¡lo que sería realmente muy lamentable!), cabe preguntarnos con qué finalidad llegó Cristo hasta nosotros, predicando la caridad a los hombres. Con el mismo resultado la hubiera predicado a los animales. No obstante, analicemos la cuestión.

¿Hay un progreso, desde el salvaje hasta el civilizado? ¿Acaso no se busca a diario mejorar las costumbres de los salvajes? ¿Con qué objeto se hace esto, entonces, si se piensa que el hombre es incorregible? ¡Qué rara extravagancia! Estáis seguros de educar a los salvajes, pero creéis que el civilizado no puede mejorar. Si el hombre civilizado abrigara la pretensión de haber alcanzado el máximum del progreso que es accesible a la especie humana, bastaría comparar las costumbres, el carácter, la legislación y las instituciones sociales de hoy con los de antaño para convencerse de que aquello no es cierto. Y los hombres de épocas pasadas también suponían haber llegado al último grado de desarrollo. ¿Qué hubiera respondido un gran señor de tiempos de Luís XIV si le hubiesen dicho que podía existir un orden social mejor, más justo y humano que el que en ese entonces había? ¿Si le hubieran afirmado que ese régimen más equitativo se caracterizaría por la abolición de los privilegios de clases y la igualdad ante la ley de los poderosos y los humildes? Ciertamente, el audaz que hubiese proclamado todo eso pagaría bien caro su temeridad.

De lo cual se desprende que el hombre es eminentemente perfectible y que los más adelantados de hoy parecerán atrasados dentro de algunos siglos. No admitir este hecho equivale a negar el progreso, que es una ley de la Naturaleza.

Aun cuando el hombre haya adelantado desde el punto de vista moral, es menester convenir, empero, en que ese progreso se operó más acentuadamente en el sentido intelectual. ¿Por qué? He aquí otro problema que fue dado al Espiritismo explicar, mostrando que la moral y la inteligencia son dos caminos que rara vez marchan juntos. Cuando el hombre da unos pasos adelante en uno de ellos, se retrasa en el otro. Sin embargo, más tarde recobrará el terreno perdido y ambas fuerzas terminarán por equilibrarse, a lo largo de sucesivas reencarnaciones. El hombre ha llegado a una etapa en que ciencias, artes e industrias alcanzaron un límite que hasta hoy no se había conocido. Pero, si la satisfacción que de ellas extrae es bastante para la vida material, deja en cambio un vacío en el alma. El ser humano aspira a algo superior, sueña con instituciones más perfectas, desea la vida y la felicidad, la igualdad y la justicia para todos. Mas, ¿cómo alcanzar todo eso, si siguen imperando los vicios en la sociedad y, principalmente, el egoísmo? El hombre siente, pues, la necesidad del bien para ser dichoso, comprende que sólo el reinado del bien puede concederle la ventura a que aspira. Y por instinto presiente que ese reinado llegará, cree en la justicia de Dios y una voz secreta está diciéndole que va a iniciarse una nueva era.

¿Cómo ocurrirá esto? Por lo pronto, si el imperio del bien es incompatible con el egoísmo, será preciso que este último sea eliminado para que aquél pueda manifestarse. Y, ¿qué puede eliminarlo? El predominio del sentimiento del amor, que mueve a los hombres a tratarse como hermanos y no como enemigos. La caridad es la base, la piedra fundamental de todo el edificio social. Si prescinde de ella, el hombre sólo construirá sobre arena. Siendo así, urge que los esfuerzos y, sobre todo, los ejemplos de todos los hombres de bien la difundan. Y que no se desanimen al afrontar los recrudecimientos de las pasiones viles. Éstas son los enemigos del bien. Al ganar terreno, se lanzan contra él. Pero está dentro de los designios de Dios que, a causa de sus propios excesos, se autodestruyan. El paroxismo de un mal es siempre indicio de que está llegando a su fin.

Acabo de afirmar que si prescinde de la caridad el hombre construye sobre arena. Un ejemplo hará comprensible este aserto.

Algunos individuos bien intencionados, conmovidos por los padecimientos de una parte de sus semejantes, supusieron haber encontrado remedio al mal en ciertas doctrinas de reforma social. Con pequeñas diferencias, los principios son poco más o menos los mismos en todas esas concepciones, sea cual fuere el nombre que se les haya dado: vida comunitaria, por ser la más barata; comunidad de bienes, para que todos tengan su parcela de ellos; nada de riquezas, pero tampoco miserias. Todo esto es harto seductor para aquel que, no poseyendo cosa alguna, ve de antemano cómo la bolsa del rico pasa a integrar el fondo comunal. Pero no piensa que todas las riquezas disponibles, puestas en común, crearían una miseria general en vez de una miseria parcial. Que la igualdad establecida hoy sería rota mañana por las fluctuaciones de la población y la diferencia entre las aptitudes individuales. Que la igualdad permanente de bienes supone una igualdad de capacidades y de trabajo. Mas no es éste el problema. No me propongo analizar aquí los aspectos positivos y negativos de tales sistemas. Dejo a un lado las imposibilidades que acaba de enumerar y propongo que los examinemos desde otro punto de vista que -me parece- todavía no ha preocupado a nadie, y que se relaciona con nuestra área de reflexiones.

Los autores, fundadores o promotores de todos esos sistemas, sin excepción, sólo se han propuesto organizar la vida material de una manera que sea para todos provechosa. No cabe duda de que su finalidad es encomiable, pero resta saber si en ese edificio no faltan los cimientos, los cuales son los únicos que podrían consolidarlo, dada la posibilidad de que fuese realizable.

La comunidad es el renunciamiento más completo a la individualidad. Requiere la más absoluta de las consagraciones, pues cada persona debe pagar con sí misma. Ahora bien, el móvil del renunciamiento y de la consagración es la caridad, vale decir, el amor al prójimo. Por otra parte, hay que reconocer que la base de la caridad consiste en la creencia; la falta de creencia conduce al materialismo, y éste, a su vez, lleva al egoísmo. Un sistema social que, por su naturaleza misma, para ser estable requiera virtudes morales en el grado supremo, deberá tener su punto de partida en el elemento espiritual. Y lo cierto es que no lo toman en cuenta de manera ninguna, ya que el aspecto material constituye su finalidad exclusiva. Muchas de tales concepciones están fundadas en una doctrina materialista que se confiesa con voz alta y clara, o se basan en un panteísmo que no pasa de ser una especie de materialismo embozado. Eso quiere decir que se engalanan con el rótulo de fraternidad, pero ésta, igual que la caridad, no se impone ni se decreta: es algo que existe en el corazón, y no será un sistema social el que la engendre, si ahí no se encuentra ya. Al mismo tiempo que esto sucede, el defecto antagónico a la fraternidad, haciéndose presente, habrá de arruinar el sistema, el que caerá en la anarquía, pues cada persona querrá extraer para sí la mejor parte. Ahí tenemos ante nuestros ojos la experiencia para probar que dichos sistemas no extinguen en el ser humano ni las ambiciones ni la codicia. Antes de hacer la cosa para los hombres es preciso formar a los hombres para la cosa, del mismo modo que se adiestran operarios para después confiarles una tarea determinada. Antes de construir es menester nos aseguremos de la solidez de los materiales que vamos a emplear. Aquí, los materiales nobles son los hombres de corazón, de honestidad y renunciamiento. Bajo el imperio del egoísmo, amor y fraternidad serán -como ya dijimos palabras vacías de sentido. Así pues, ¿de qué manera (con el egoísmo reinando) fundar un sistema social que requiera la abnegación en tan alto grado que tenga por principio esencial la solidaridad de todos hacia cada uno y de cada uno para con todos? Hombres ha habido que abandonaron su suelo natal para fundar en lugares distantes colonias organizadas bajo el régimen de la fraternidad. Querían huir del egoísmo que los aplastaba, pero se llevaron a éste consigo y allá donde ahora están hay explotadores y explotados, pues falta la caridad.

Creyeron que bastaba con obtener el mayor número posible de brazos, sin imaginar que al propio tiempo estaban introduciendo en la nueva institución los gusanos que la devorarían, y esa nueva institución se arruinó con tanto mayor rapidez por el hecho de que no tenía en sí ni la energía moral ni la fuerza material suficientes para hacerla sobrevivir.

Lo que le faltaba no eran brazos, sino corazones sólidos. Lamentablemente, gran número de individuos se enrolaron en la empresa, mas luego, por no considerar satisfactoria la tarea común que se habían propuesto, resolvieron liberarse de sus obligaciones personales. Divisaron tan sólo un punto seductor en lontananza, sin advertir la espinosa ruta que hasta él conducía. Luego, desilusionados de sus esperanzas, reconociendo que antes de disfrutar era preciso trabajar, sacrificarse y sufrir mucho, sólo les 43 quedó la perspectiva del desaliento y la desesperación. Ya sabéis lo que a la mayoría de ellos sucedió. Su error consistió en haber querido levantar un edificio empezando por la cumbre, antes de haber asentado cimientos y muros robustos. Estudiad, en la historia, la causa de la caída de los más florecientes Estados, y por doquier encontraréis la mano del egoísmo, de la avidez y la ambición.

Sin la caridad no hay institución humana estable. Y no pueden existir caridad ni fraternidad, en las acepciones auténticas de los términos, sin creencia. Aplicaos, pues, a desarrollar sentimientos que, al afirmarse, eliminarán el egoísmo que os destruye. Cuando la caridad haya penetrado en las masas, cuando se haya convertido en la fe, en la religión de la mayoría, entonces vuestras instituciones se tornarán mejores, por la fuerza misma de las circunstancias. Desaparecerán los abusos que el individualismo exacerbado engendra. Así pues, enseñad la caridad y, sobre todo, predicad con el ejemplo. La caridad es el áncora de salvación de la sociedad humana. Sólo ella puede instituir el reinado del bien sobre la Tierra, porque ese reino es asimismo el de Dios. Si prescindís de la caridad, por mucho que llegareis a hacer, no crearéis sino utopías, de las cuales sólo os resultarán desilusiones. Si el Espiritismo es una verdad, si debe él regenerar al mundo, ello ocurre porque tiene por base la caridad. El Espiritismo no ha venido para derribar ningún culto ni establecer uno nuevo. Proclama y prueba verdades que son comunes a todos, que constituyen la base de la totalidad de las religiones, y no se preocupa de detalles. Sólo una cosa ha venido a destruir: el materialismo, que significa la negación de toda religión. Únicamente un templo derruirá: el del orgullo y el del egoísmo... Llega hasta nosotros para dar una sanción práctica a estas palabras de Cristo, que son toda su ley: Ama a tu prójimo como a ti mismo. No os espantéis, pues, por el hecho de que tenga él por adversarios a los adoradores del vellocino de oro, cuyos altares ha venido a echar por tierra. Naturalmente, están centra él los que juzgan que la moral del Espiritismo es incómoda, aquellos que de buen i gana hubieran pactado con los Espíritus y sus manifestaciones si los Espíritus se avinieran a entretenerlos. En cambio, el Espiritismo llega para rebajar su orgullo y predicarles la abnegación, el desinterés y la humildad. Dejad, pues, que ésos digan y hagan lo que quisieren Con ello no se modificará la marcha de los designios de Dios.

De modo que, por su poderosa revelación, el Espiritismo viene a acelerar la reforma social. A no dudarlo, sus adversarios reirán ante esta pretensión que, sin embargo, nada tiene de presuntuosa. Demostramos que la incredulidad, la simple duda acerca de su futuro, mueve al hombre a concentrarse en la vida presente, lo cual, por supuesto, desarrolla el egoísmo. El único remedio para ese mal consiste en concentrar la atención en otro punto y desarraigar el egoísmo -si así vale decirlo-, a fin de que, de ese modo, todos los hábitos que le son inherentes resulten modificados. Al probar el Espiritismo de manera evidente la existencia de un Mundo Invisible lleva, por fuerza, al individuo a un orden de ideas muy distinto, puesto que amplía el horizonte espiritual, limitado hasta entonces a la Tierra. La importancia atribuida a la vida corpórea disminuye conforme va creciendo la de la vida espiritual. Así nos situamos con naturalidad en otro punto de vista, y lo que nos había parecido una montaña se nos representa ahora no mayor que un grano de arena. Las vanidades y ambiciones de este mundo se convierten a nuestros ojos en puerilidades, en juguetes infantiles, si se les compara con el porvenir grandioso que está aguardándonos. Al apegarnos menos a las cosas terrestres, tendemos asimismo a satisfacernos menos a costa de los demás, con lo que se logra una disminución del egoísmo.

Ahora bien, el Espiritismo no se limita a probar la existencia del Mundo Invisible. Por los ejemplos que nos presenta, nos lo revela en su realidad y no como la imaginación humana lo había concebido. El Espiritismo nos muestra ese Mundo Invisible poblado de seres dichosos o infelices, pero prueba que la caridad, soberana ley de Cristo, puede asegurar ahí la paz y la alegría. Por otra parte, asistimos al espectáculo de la sociedad terrenal que se autodespedaza bajo el señorío del egoísmo y que, en cambio, viviría en paz y ventura si imperase la caridad. Con esta última todo es beneficio para el hombre: felicidad en este mundo y en el otro ... No se trata ya -según la expresión de un materialista- del sacrificio de personas engañadas, sino -conforme a lo manifestado por Cristo- de una inversión de dinero que va a ser centuplicada. Con el Espiritismo, el hombre comprende que todo será ganancia para él si obra el bien, y todo habrá de serle pérdida si opta, en cambio, por el mal. Pues bien, entre la certeza (¡no diré la oportunidadl) de perder o ganar, la elección no puede motivar dudas. De ahí que la difusión de la idea espírita tienda, por fuerza, a hacer mejores a los hombres en sus relaciones mutuas. Y lo que el Espiritismo está realizando hoy con los individuos lo hará mañana con las masas, cuando se haya difundido de una manera general. Tratemos, entonces, en provecho de todos, de hacer que se le conozca.

Preveo una objeción que es posible oponer: la de que, con arreglo a estas ideas, la práctica del bien sería un cálculo interesado. A ella respondo diciendo que la Iglesia, al prometer los regocijos del cielo o amenazar con las llamas del infierno, conduce a los hombres por la esperanza o por el terror. Cristo mismo enseñó que lo que demos en este mundo se nos devolverá después centuplicado. No cabe duda de que tiene más mérito obrar el bien con espontaneidad, sin pensar en sus resultados, pero sucede que no todos los hombres han alcanzado esa etapa de desarrollo, y vale más practicar el bien con un aliciente que no realizarlo en absoluto.

Oímos hablar a veces de personas que hacen el bien sin especulaciones y -por así decirlo- obedeciendo a un impulso que les es propio. Se agrega que no tienen mérito, por cuanto en ese comportamiento suyo no empeñan ningún esfuerzo personal. Es un error... No hay nada a lo que el hombre llegue sin esfuerzo. El que no ha tenido que realizarlo en esta existencia debe de haber luchado en una vida anterior, y terminó por identificarse con el bien. Ved ahí por qué su conducta parece tan natural. El bien reside en esa clase de personas, como en otras están las ideas que -ellas también- han tenido su origen en un trabajo anterior. Este es, incluso, uno de los problemas que el Espiritismo viene a resolver. De modo, pues, que los hombres de bien tienen asimismo el mérito de haber luchado. Sólo que ya consiguieron la victoria, en tanto que los otros deben seguir bregando aún para obtenerla. De ahí que - igual que los niños- carezcan de un estímulo, o sea, de un objetivo por alcanzar o, si lo queréis, de un premio por lograr.

Otra objeción, más seria, es la que sigue: si el Espiritismo produce todos esos resultados, los espíritas deben ser los primeros en beneficiarse con ellos. La abnegación, la consagración desinteresada, la indulgencia hacia el prójimo, la abstención absoluta de toda palabra o acto que puedan herir a los demás, en suma, la caridad, en su más pura acepción, debe ser la regla invariable de su conducta. No han de conocer el orgullo, los celos, la envidia ni el rencor, como tampoco las tontas vanidades y las susceptibilidades pueriles del amor propio. Tienen que practicar el bien por el bien mismo, con modestia y sin ostentación, poniendo por obra esta máxima de Cristo:

"... no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha". Obrando de este modo, nadie merecerá que se le apliquen estas palabras de Racine:

"Un beneficio enrostrado equivale siempre a una ofensa".

En suma, la más perfecta armonía debe reinar entre ellos. ¿Por qué, entonces, se citan ejemplos que parecen contradecir la eficacia de estas bellas máximas?

Al iniciarse las manifestaciones espiritistas muchos las aceptaron sin prever sus consecuencias. La mayoría las tenía por concepciones curiosas; pero cuando resultó de ellas una moral severa, deberes estrictos que debían ser cumplidos, no faltó quien se sintiera sin fuerzas para practicarlos y adecuarse a ellos. Carecían de valor, dedicación, renunciamiento. En esas personas la naturaleza corpórea prevaleció sobre la espiritual. Creyeron, pero retrocedían frente a la realización. En los comienzos sólo había, pues, espíritas, vale decir, creyentes.

La filosofía y la moral descubrieron ante esa ciencia un horizonte nuevo y modelaron a los espiritistas practicantes. Los primeros quedaron en la retaguardia. Los segundos se lanzaron hacia el frente .

Cuanto más se iba sublimando la moral tanto más hacía contrastar las imperfecciones de aquellos que se habían rehusado a seguirla, de la manera que una luz intensa hace que resalten las sombras. Era lo mismo que un espejo: algunos no quisieron mirarse en él o, mirándose, creyeron reconocerse, y entonces optaron por apedrear a los que se lo ponían delante. Tal es, todavía hoy, la causa de ciertas animosidades. Sin embargo -y afortunadamente-, puedo decir: esas son excepciones, algunas pequeñas sombras en el vasto panorama, incapaces de alterar su luminosidad. En este grupo hay que incluir, en gran parte, a los que podríamos denominar espíritas de la primera formación. En cuanto a los que se formaron después, y siguen formándose a diario, en su gran mayoría aceptaron la Doctrina, precisamente, a causa de su moral y de su filosofía. He ahí por qué se esfuerzan en llevarla a la práctica. Pretender que todos ellos deberían haberse vuelto perfectos es desconocer la naturaleza humana. No obstante, la circunstancia de que se hayan despojado de los vestigios del hombre viejo que había en ellos constituye siempre un progreso que, necesariamente, debemos tomar en cuenta. Sólo son indisculpables a los ojos de Dios aquellos que, estando debidamente esclarecidos, no han extraído de ese esclarecimiento el provecho que podía brindarles. Por cierto que a éstos se pedirá severa cuenta, cuyas consecuencias habrán de sufrir aquí en la Tierra, conforme hemos visto que acontece en muchos casos. Pero, al lado de ellos hay asimismo un gran número de personas que han experimentado una verdadera metamorfosis. En la creencia espírita encontraron la fuerza necesaria para vencer tendencias que de mucho tiempo atrás estaban arraigadas en ellas, romper con viejas actitudes, ignorar resentimientos y enemistades y acortar las distancias que existen entre una clase social y otra. Del Espiritismo se exigen milagros: he ahí los que puede producir...

Así pues, por la fuerza misma de las circunstancias, la Doctrina Espirita llevará -como inevitable consecuencia- al perfeccionamiento moral. Éste, a su vez, conducirá a la práctica de la caridad, y de la caridad ha de nacer el sentimiento de la fraternidad. Cuando los hombres estén imbuidos de estas ideas, adaptarán a ellas sus instituciones, y de tal suerte realizarán, en forma natural y sin violencia, las reformas deseables. Sobre esos cimientos erigirán el edificio social del porvenir.

Se trata de una transformación inevitable, pues está comprendida en la Ley del Progreso. Sin embargo, si se deja librada tan sólo a la marcha natural de las cosas, su realización podrá verse demorada por mucho tiempo. Está en los designios de Dios que la activemos, si creemos en la revelación de los Espíritus, y vivimos precisamente el tiempo predicho para ello. La concordancia de las comunicaciones, a este respecto, es un hecho digno de subrayarse. Por todas partes nos dicen que nos acercamos a la era nueva y que van a llevarse a efecto notables realizaciones. En cambio, sería un error suponer que el mundo se halle amenazado por un cataclismo material. Analizando las palabras de Cristo salta a los ojos que, en esta como en otras muchas circunstancias, habló Él de una manera alegórica. La renovación de la humanidad, el reinado del bien sucediendo al del mal, son hechos notables que pueden tener su realización sin que haya necesidad de un naufragio universal, el suceder de fenómenos extraordinarios o de la derogación de las leyes naturales. Y es siempre en este sentido en el que los Espíritus se han expresado.

Habiendo alcanzado la Tierra el tiempo señalado para que se convierta en una morada feliz, elevándose así en la jerarquía de los mundos, basta a Dios no permitir a los Espíritus imperfectos que reencarnen en ella, apartando entonces de este mundo a aquellos que, por orgullo, incredulidad o malos instintos puedan constituirse en un obstáculo para el progreso, perturbando la buena armonía reinante. Así procedéis vosotros mismos en una asamblea en que necesitéis disfrutar de paz y tranquilidad, por cuyo motivo alejáis de ella a quienes puedan provocar el desorden; o como de un país se expulsa a los malhechores, que son desterrados a naciones distantes. Esto es así porque en las razas -o mejor dicho, para servirnos de las palabras de Cristo-, en las generaciones de Espíritus que son enviados a la Tierra como expiación, los que persistan en seguir siendo incorregibles serán sustituidos por una generación de Espíritus más adelantados, para lo cual será suficiente una nueva generación de seres humanos y la voluntad de Dios, que puede -por medio de acontecimientos inesperados, aunque naturales- apresurar su partida de la Tierra. Pues bien, si la mayor parte de los niños que ahora están naciendo pertenecen a la nueva generación de Espíritus mejores, y si los demás, que parten cada día de este mundo, no regresaran aquí, de todo ello va a resultar una renovación completa.

Ahora bien, ¿qué será de los Espíritus que han sido exiliados de la Tierra? Se les encaminará hacia mundos inferiores, donde expiarán sus culpas a lo largo de siglos de difíciles pruebas, puesto que también ellos son ángeles rebeldes que menospreciaron el poder de Dios y se sublevaron contra la ley que Cristo vino a recordarles.

Sea como fuere, en la Naturaleza nada se hace por saltos. La vieja levadura dejará todavía, durante algún tiempo, huellas que sólo poco a poco irán borrándose. Cuando los Espíritus nos afirman (y lo hacen por doquiera) que estamos acercándonos a ese momento, no creáis que ello signifique que seremos testigos de una transformación visible. Quieren decirnos que nos hallamos en el instante de la transición, que asistimos a la partida de los viejos y a la llegada de los nuevos, los cuales vendrán a fundar un nuevo orden de cosas, esto es, el imperio de la justicia y de la caridad, que constituye el verdadero reino de Dios sobre la Tierra, pronunciado por los profetas y cuyos caminos ha venido el Espiritismo a preparar.

Vedlo, señores: estamos ya muy lejos de las mesas giratorias y, sin embargo, sólo algunos años nos separan de la cuna del Espiritismo... Cualquiera que hubiese sido lo bastante audaz para predecir lo que hoy está pasando, hubiera aparecido como insensato a los ojos de sus propios compañeros. Si se observa una minúscula semilla, ¿quién podría comprender -si antes no hubiera asistido al fenómeno- que de ella saldría un árbol poderoso? Viendo a aquel niño nacido en un establo de una pobre aldehuela -en Judea-, ¿quién hubiera podido suponer que, sin el fausto y el poder material, su sola voz conmovería al mundo, apoyada únicamente por algunos pescadores iletrados y tan pobres como Él mismo? Otro tanto acontece con el Espiritismo que, surgido de un humilde y vulgar fenómeno, ahondó sus raíces en todas direcciones, y cuyo ramaje cubrirá muy pronto la Tierra entera. Las cosas progresan con celeridad cuando Dios así lo quiere. Y puesto que nada sucede fuera de su voluntad, ¿quién no verá en esto la mano de Dios?

Al asistir al avance irresistible de los acontecimientos, podríais exclamar, como otrora los cruzados que marchaban hacia la conquista de la Tierra Santa: ¡Dios lo quiere! Pero con la diferencia de que ellos avanzaban llevando en sus manos hierro y fuego, en tanto vosotros sólo tenéis por arma la caridad que, en vez de causar heridas mortales, derrama un bálsamo salutífero sobre los corazones doloridos. Y con esta arma pacífica, que centellea a los ojos cual un rayo de la divinidad y no como un metal asesino; con esta arma que siembra esperanza y no temor, dentro de algunos años habréis reconducido al aprisco de la fe a más ovejas descarriadas que lo que hubieran podido hacer siglos de violencia y prepotencia. Con la caridad por guía marcha el Espiritismo hacia la conquista del mundo.

¿Será fantasioso y quimérico el cuadro que os he bosquejado? ¡No! La razón, la lógica, la experiencia, todo, en fin, nos dice que es esta una realidad.

Espiritistas, sois los impulsores de esa obra grandiosa. Haceos dignos de tan gloriosa misión, cuyos primeros frutos estáis ya recogiendo. Predicad, sí, con las palabras, pero hacedlo, sobre todo, con el ejemplo. Comportaos de suerte que, al veros, no puedan alegar que las máximas que enseñáis son en vuestros labios palabras vanas. A la manera de los apóstoles, obrad milagros, ya que para eso os ha concedido Dios el don... No milagros que choquen a los sentidos, sino milagros de caridad y de amor. Sed buenos con vuestros hermanos, sed buenos con el mundo entero, y sedlo también con vuestros enemigos. A ejemplo de los apóstoles, echad fuera demonios. Tenéis poder para esto, y ellos pululan en torno de vosotros: los demonios del orgullo y de la ambición, de la envidia y los celos, de la codicia y la sensualidad, que alimentan todas las pasiones viles y siembran entre vosotros los frutos de la discordia. Expulsadlos de vuestros corazones, a fin de que adquiráis la fuerza necesaria para arrojarlos fuera de los corazones ajenos. Obrad tales prodigios y Dios os bendecirá, y las generaciones del futuro harán lo propio, como las de ahora bendicen a los primeros cristianos, muchos de los cuales tornan a vivir entre vosotros, para asistir y cooperar a la coronación de la obra de Cristo. Haced esos milagros y vuestros nombres serán gloriosamente inscritos en los anales del Espiritismo. Liberaos lo antes posible de todo cuanto pueda restar aún en vosotros del viejo fermento. Pensad que en cualquier instante -mañana mismo, quizá- el ángel de la muerte puede venir a golpear a vuestra puerta y deciros: "Dios te llama para que rindas cuenta de lo que hiciste con su palabra, con la palabra de su Hijo, que Él ha hecho repitieran los Espíritus buenos". Así pues, estad siempre prontos a partir, y no procedáis como el viajero imprudente, que es tomado de sorpresa y desprevenido. Llenad de antemano vuestras alforjas, aprovisionaos con buenas obras y sentimientos igualmente buenos, porque ¡ay de aquel a quien el fatal momento sorprenda con la ira, la envidia o los celos en el corazón! Tendrá por escolta a los malos Espíritus, que se regocijarán de las desdichas que le aguarden, puesto que tales desventuras obra suya serán. Y vosotros sabéis bien, espíritas, cuáles son esas desgracias: los que las padecen se llegan hasta nosotros por sí mismos para describirnos sus sufrimientos. A aquellos otros, en cambio, que se presentaren puros, los buenos Espíritus acudirán para extenderles la mano, diciéndoles: "Hermanos, sed bienvenidos a las celestes moradas, donde os esperan himnos de alegría".

Los adversarios que tenéis reirán de vuestra creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones, pero no podrán mofarse de las virtudes que de tal creencia resultan. No se burlarán cuando vean a enemigos perdonándose en lugar de agredirse; cuando presencien el renacimiento de la paz entre los que se habían dividido por disidencia; cuando vean al incrédulo de ayer absorto hoy en fervorosa plegaria; al hombre violento y colérico convertido ahora en un ser dulce y pacífico; al libertino transfigurado en un individuo que cumple sus deberes y en un perfecto padre de familia; al orgulloso que se ha hecho humilde, y al egoísta dando pruebas del más alto espíritu de caridad. No se burlarán cuando comprueben que ya no han de temer la venganza de sus enemigos que hayan abrazado el Espiritismo. El rico no reirá cuando advierta que el pobre no envidia su fortuna, y este último, en vez de abrigar sentimientos de celos, bendecirá al rico que se hizo humano y generoso. Los jefes no reirán de sus subordinados y dejarán de molestarlos cuando echen de ver que se han vuelto escrupulosos y concienzudos en la realización de sus tareas. Por último, los patronos alentarán a sus servidores y subalternos cuando adviertan que, bajo el imperio de la fe espirita, se han hecho más fieles, consagrados y sinceros. Se darán cuenta entonces de que el Espiritismo es bueno para todo y para todos, y no sólo para salvaguardar sus intereses materiales. Y tanto peor será para quienes se rehusaron a ver un poco más lejos... Bajo el señorío de esa misma fe, el militar habrá de ser más humilde y humano, más fácil de llevar. Tendrá sentimientos y será obedecido no por temor, sino por la razón. Tal lo que comprueban los dirigentes imbuidos de esos principios -y son muchos-. Por eso motivo, procurarán con sinceridad que no se ponga traba alguna a la propagación de las ideas espiritistas entre sus dirigidos.

Ved aquí, señores que os mofáis, lo que produce el Espiritismo -esta utopía del siglo diecinueve-, parcialmente aún, es cierto, pero cuya influencia ya se reconoce y cuya difusión pronto se comprenderá que es del mayor beneficio para todos. Su influjo constituye una garantía de seguridad para las relaciones sociales, puesto que es el más poderoso freno a las malas pasiones, a las efervescencias desordenadas, y muestra el lazo de amor y de fraternidad que debe unir al grande con el pequeño y a éste con aquél. Haced, pues, que merced a vuestro ejemplo en breve pueda decirse: "¡Plazca a Dios que todos los hombres sean espiritistas de corazón!"

Queridos hermanos espíritas, vengo a señalaros el camino, a haceros ver el objetivo. ¡Puedan mis palabras, en su impotencia, haberos hecho comprender su grandeza! Sin embargo, otros han de venir -después de mí- que os la mostrarán también, y cuya voz, más poderosa que la mía, tendrá para las naciones la viva resonancia de la trompeta. Sí, hermanos míos: pronto habrán de surgir entre vosotros Espíritus mensajeros de Dios, encargados de establecer su reino sobre la faz de la Tierra, y los reconoceréis por su sabiduría y la autoridad de su lenguaje. A su voz, los incrédulos e impíos se llenarán de espanto y estupor, y se inclinarán ante ellos, pues no se atreverán a tildarlos de locos. No podría yo, hermanos, revelaros lo que el futuro os está preparando. Pero cerca se hallan los tiempos en que todos los misterios serán develados, para confusión de los embusteros y glorificación de los buenos.

En el ínterin, revestíos del manto blanco, aplacad las discordias, ya que éstas pertenecen al reinado del mal, que está tocando a su fin. Séanos posible fusionaros en una misma y única familia y daros mutuamente -desde lo hondo del corazón y sin cálculo premeditado- el nombre de hermanos. Si hay entre vosotros disidencias, causas de antagonismos; si los grupos que deben marchar todos hacia una meta común estuvieren divididos, lo lamento, pero no me preocupo por los motivos de esto ni analizo quién haya podido cometer los primeros errores, sino me pongo sin vacilar del lado del que tenga más caridad, esto es, más abnegación y auténtica humildad, pues aquel a quien falte la caridad estará siempre equivocado, aun cuando le asista cualquier especie de razón, ya que Dios no aprueba al que llama a su hermano racca.

Los grupos son individualidades colectivas que deben vivir en paz, como los individuos, si realmente son espíritas. Vienen a ser los batallones de la gran falange. Ahora bien, ¿qué sería de una falange cuyos batallones se dividieran? Aquellos que miran a su prójimo con ojos celosos están probando, sólo con eso, que se hallan bajo una influencia ruin, puesto que el espíritu del bien no puede producir el mal. Ya lo sabéis: el árbol se reconoce por sus frutos. Y el fruto del orgullo, de la envidia y los celos es fruto envenenado, que matará al que pretenda alimentarse con él.

Lo que vengo diciendo acerca de las disidencias entre los grupos es igualmente válido para las que puedan suscitarse entre los individuos. En tales circunstancias, el dictamen de las personas imparciales es siempre favorable a aquel que ofrezca mayores pruebas de grandeza y generosidad. En la Tierra, donde nadie es infalible, la indulgencia recíproca es una secuela del principio de caridad, que nos mueve a obrar con los demás como quisiéramos que ellos hiciesen con nosotros. Y sin indulgencia no existe caridad, del mismo modo que sin caridad no hay verdadero espírita. La moderación es uno de los signos característicos de ese sentimiento, así como la acrimonia y el rencor son indicios de su negación. Con aspereza en el trato y espíritu vengativo se deterioran las más dignas causas, pero con la moderación las fortalecemos, si estamos ya de su lado, o pasamos a participar de ellas, si aún no lo hemos hecho. De esta manera, si yo tuviese que opinar en una divergencia, me preocuparía menos por las causas y más por las consecuencias. En querellas que han tenido su origen principalmente en palabras, las causas pueden ser el resultado de factores que no siempre está en nuestra mano gobernar: la conducta ulterior de dos adversarios es la resultante de la reflexión. Entonces actúan con sangre fría, y es cuando se define el verdadero carácter de cada una de las partes. Muchas veces andan juntos una mala cabeza y un corazón también malo, pero rencor y buen corazón son incompatibles el uno con el otro. Mi medida de evaluación sería, en tal caso, la caridad, o sea que pondría mis ojos en aquel que no hablara tan mal de su adversario, mostrándose más moderado en sus recriminaciones. Conforme a esta medida nos juzgará Dios, ya que Él será indulgente con el que haya sido indulgente y será inflexible con el que haya sido inflexible.

La conducta que la caridad nos indica es clara, infalible y sin equívocos. Podríamos definirla así: "Sentimiento de benevolencia con respecto al prójimo, basado en lo que querríamos que éste nos hiciese a nosotros". Si la tomamos por guía podemos estar seguros de no apartarnos del recto camino que conduce a Dios. El que con sinceridad y seriedad desee trabajar en bien de su automejoramiento debe analizar la caridad en sus mínimos detalles y adecuar a ella su conducta, pues se aplica a todas las circunstancias de la vida, así a las más simples como a las más complejas. Cada vez que estamos en la duda en cuanto al partido que hemos de tomar en interés de los demás, bastará con que interroguemos a la caridad, y ella habrá de respondernos siempre de la manera justa. Lamentablemente, se escucha más a menudo la voz del egoísmo.

Sondead, pues, los hondones de vuestra alma, para arrancar de ella los postreros vestigios de las malas pasiones, si algo de éstas queda todavía. Y si experimentáis algún resentimiento contra alguien, preocupaos por sofocarlo y decidle: "Hermano, olvidemos el pasado. Los Espíritus malos nos habían separado. ¡Reúnannos los buenos!" Si él rechaza la mano que le extendéis, entonces lamentadlo, pues Dios por su parte le dirá: "¿Por qué pides perdón, tú, el que no perdonó?"

Daos prisa, para que no os sean aplicadas estas fatales palabras: "¡Es demasiado tarde!"

Tales son, queridos hermanos espíritas, los consejos que tengo que daros. La confianza que habéis depositado en mí es una garantía de que ellos obtendrán frutos provechosos. Los buenos Espíritus que os asisten os dicen cada día lo mismo, pero consideré un deber exponeros estas advertencias en conjunto, de modo que sus consecuencias se destaquen mejor. Vengo, pues, en nombre de ellos a recordaros la práctica de la gran ley del amor y de la fraternidad, que pronto deberá regir al mundo y hacer que en él reinen la paz y la concordia, bajo el estandarte de la caridad hacia todos, sin exclusión de sectas, castas ni colores.

Con esta bandera el Espiritismo será el lazo de unión que reunirá a los hombres divididos por las creencias y los prejuicios mundanos. Derribará la más poderosa barrera que separa a los pueblos: el antagonismo de las nacionalidades. A la sombra de esa bandera, que constituirá su punto de reunión, los hombres se habituarán a tener por hermanos a aquellos a quienes veían como enemigos. Pero hasta entonces bastantes luchas habrá, puesto que el mal no suelta fácilmente su presa y los intereses materiales son tenaces. No cabe duda de que no veréis vosotros con los ojos del cuerpo la realización de esa obra, a la cual cooperáis, a pesar de que ese momento no se halla muy lejos. Los primeros años del siglo venidero deberán preanunciar esa era nueva que se está gestando en el ocaso de ésta que hoy vivimos. Pero disfrutaréis con los ojos del Espíritu el bien que hubiereis hecho, así como los mártires del Cristianismo se regocijaban contemplando los frutos de su sangre derramada. ¡Valor y perseverancia! No os echéis atrás ante los obstáculos. El campo no se vuelve fértil sin la dádiva del esfuerzo sudoroso. De la manera que el padre, aun en el atardecer de la vida, construye el hogar que proveerá abrigo a sus hijos, así también creed que estáis construyendo, para las generaciones por venir, un templo a la fraternidad universal en el que las únicas víctimas inmoladas serán el egoísmo, el orgullo y todas las pasiones viles que a la humanidad ensangrentaron.