EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

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Una madre y su hijo

En el mes de marzo de 1865, M.C., negociante en una pequeña ciudad cerca de París, tenía en su casa a su hijo de veintiún años de edad, gravemente enfermo. Este joven, sintiendose a punto de expirar, llamó a su madre y tuvo todavía la fuerza de abrazarla. Ésta, derramando abundantes lágrimas, le dijo: “Ve, hijo mío, precédeme, no tardaré en seguirte.” Al mismo tiempo salió ocultando la cabeza entre sus manos.


Las personas que se encontraban presentes a esta triste escena consideraron las palabras de la Sra. C... como una sencilla explosión de dolor que el tiempo y la razón debían aplacar. Sin embargo, habiendo sucumbido el enfermo, se la buscó por toda la casa, y se la encontró colgada en un granero. El entierro de la madre se hizo al mismo tiempo que el de su hijo.


Evocación al hijo muchos días después del acontecimiento.


P. ¿Tenéis noticia de la muerte de vuestra madre, que se ha suicidado, sucumbiendo a la desesperación que le ha causado vuestra pérdida?


R. Sí, y sin la pena que me ha causado el cumplimiento de su fatal resolución, sería enteramente dichoso. ¡Pobre y excelente madre! No ha podido soportar la prueba de esta separación momentánea, y ha tomado, por estar reunida a su hijo que amaba tanto, el camino que de él debía alejarla, ¡ay de mí!, por mucho tiempo. ¡Ha retardado así indefinidamente esta reunión, que habría sido tan pronta si la sumisión a la voluntad del Señor hubiera llenado su alma y si se hubiese resignado humilde y arrepentida ante la prueba que debía sufrir y la expiación que iba a purificarla!


¡Orad! ¡Oh! ¡Orad por ella!... y sobre todo, ¡no la imitéis, madres que os enternecéis con el triste relato de su muerte! No creáis que amaba más que otras a este hijo que era su alegría y su orgullo. No, no amaba más, pero le ha faltado el valor y la resignación. Madres que me escucháis, cuando veáis que la agonía cubre los ojos apagados de vuestros hijos, acordaos que, como Cristo, suben la cima del calvario desde donde deben elevarse a la gloria eterna.


Benjamín C...


Evocación de la madre.


R. ¡Quiero ver a mi hijo! ¿Tenéis el poder de devolvérmelo?... ¡Crueles!... ¡Me lo han quitado para llevarle a la luz y me han dejado en las tinieblas!... ¡Lo quiero, lo quiero... me pertenece!... ¿Acaso no es nada el amor maternal?.. ¡Qué! Haberle llevado nueve meses en mi seno, haber alimentado su carne con mi carne, su sangre con mi sangre. Haber guiado sus primeros pasos. Haberle enseñado a balbucear el nombre sagrado de Dios y el dulce nombre de madre. Haber hecho de él un hombre lleno de actividad, de inteligencia, de honradez, de rectitud, de amor filial y perderle cuando realizaba las esperanzas que de él había concebido, cuando un brillante porvenir se abría ante él. No, Dios no es justo, éste no es el Dios de las madres. No comprende su desesperación y su dolor..., ¡y cuando me doy la muerte para no dejar a mi hijo, me es arrebatado de nuevo!... ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¿Dónde estás?


P. ¡Pobre madre! Participamos de vuestro dolor, pero habéis tomado un triste medio para estar reunida con vuestro hijo. El suicidio es un crimen a los ojos de Dios, y debierais haber pensado que castiga toda infracción a sus leyes. La privación de la vista de vuestro hijo es vuestro castigo.


R. No, yo creía que Dios era mejor que los hombres. No creía en su infierno, sino en la reunión eterna de las almas que se amaron como nos amamos. Me he engañado... ¡Dios no es justo y bueno, puesto que no ha comprendido la inmensidad de mi dolor y de mi amor!... ¡Oh! ¡Quién me volverá a mi hijo! ¿Lo he perdido para siempre? ¡Piedad!, ¡piedad, Dios mío!


P. Veamos, calmad vuestra desesperación. Pensad que si hay modo de volver a ver a vuestro hijo no es blasfemando de Dios como lo hacéis. En lugar de hacéroslo favorable, os atraéis mayor severidad.


R. Ellos me han dicho que no lo volvería a ver. He comprendido que lo han llevado al paraíso. ¿Y yo estoy en el infierno?..., ¿el infierno de las madres?... Existe, sí, demasiado lo veo.


P. Vuestro hijo no está perdido para siempre, creedme, lo volveréis a ver, ciertamente, pero es preciso merecerlo con vuestra sumisión a la voluntad de Dios. Mientras que rebelándoos podéis retardar este momento indefinidamente. Escuchadme, Dios es infinitamente bueno, pero es infinitamente justo. No castiga jamás sin causa, y si os ha impuesto grandes dolores en la Tierra, es porque los habéis merecido.


La muerte de vuestro hijo era una prueba para vuestra resignación. Desgraciadamente, habéis sucumbido a ella en vuestra vida, y he ahí que después de vuestra muerte sucumbís de nuevo. ¿Cómo queréis que Dios recompense a sus hijos rebeldes? Pero Él no es inexorable, acoge siempre el arrepentimiento del culpable. Si aceptando sin murmurar y con humildad la prueba que os enviaba por esta separación momentánea hubieseis esperado con paciencia que tuviera a bien llevaros de la Tierra, a vuestra entrada en el mundo en que estáis hubieseis visto inmediatamente a vuestro hijo venir a recibiros y a tenderos los brazos. Habríais tenido la alegría de verle radiante después de este tiempo de ausencia. Lo que hicisteis, y lo que hacéis en este momento, pone entre él y vos una barrera.


No creáis que esté perdido en las profundidades del espacio, no, está más cerca de vos de lo que creéis, pero un velo impenetrable le oculta a vuestra vista. Él os ve, os ama siempre, y gime por la triste situación en que os ha hundido vuestra falta de confianza en Dios. Pide fervorosamente el momento afortunado en que le será permitido mostrarse a vos. Sólo de vos depende apresurar o retardar este momento. Rogad a Dios y decid conmigo:


“Dios mío, perdonadme el haber dudado de vuestra justicia y de vuestra bondad. Si me habéis castigado, reconozco que lo he merecido. Dignaos aceptar mi arrepentimiento y mi sumisión a vuestra santa voluntad.”


R. ¡Qué luz de esperanza acabáis de hacer brillar en mi alma! Es un resplandor en la noche que me cerca. Gracias, voy a orar. Adiós.
C...



La muerte, aun por cl suicidio, no ha producido en este espíritu la ilusión de creerse también vivo. Tiene perfecta conciencia de su estado, aunque en otros el castigo consiste en esta misma ilusión, en los lazos que les unen a su cuerpo.


Esta mujer ha querido dejar la Tierra para seguir a su hijo en el mundo en que había entrado. Era preciso que supiera que estaba en ese mundo, para ser castigada, no encontrándole en él. Su castigo es precisamente el saber que no vive corporalmente, y en el conocimiento que tiene de su situación. Así es que cada falta es castigada por las circunstancias que la acompañan, y no hay castigos uniformes y constantes por las faltas del mismo género.