EL CIELO Y EL INFIERNO o La Justicia Divina según el Espiritismo

Allan Kardec

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10. “Al entrar Telémaco oye los gemidos de una sombra inconsolable.


“-¿Qué desgracia es la vuestra -le dijo-, y quién fuisteis en la Tierra?


“-Fui Nabofarzán, rey de la soberbia Babilonia. Todos los pueblos de Oriente temblaron sólo al oír mi nombre. Me hacía adorar por los babilonios en un templo de mármol en el que me hallaba representado por una estatua de oro, ante la cual ardían día y noche los preciosos perfumes de la Etiopía. Jamás persona alguna se atrevió a contradecirme, sin que inmediatamente fuera castigada, y cada día se inventaban nuevos placeres para hacerme más deliciosa la vida. Aún era joven y robusto. ¡Ah, cuántas prosperidades me quedaban aún por gozar en el trono! Pero una mujer a quien amaba y que no me amó, me hizo comprender perfectamente que no era un dios. Me envenenó y en la actualidad nada soy. Mis cenizas fueron ayer depositadas con pompa en una urna de oro. No faltó quien llorara y se arrancara los cabellos. No faltó quien aparentara quererse arrojar a las llamas de mi hoguera para morir conmigo, ni falta quien vaya a llorar al pie de la soberbia tumba donde se colocaron mis cenizas. Pero nadie me echa de menos. Mi memoria es horrible incluso para los de mi familia, y aquí me hacen ya experimentar horrorosos sufrimientos.


“Telémaco, conmovido por este espectáculo, le dijo:


“¿Fuisteis verdaderamente feliz durante vuestro reinado? ¿Sentisteis esa dulce paz sin la cual el corazón se halla siempre oprimido y triste en medio de las delicias?


“-No -contestó el babilonio-. Hasta ignoro lo que queréis decir. Los sabios ponderan esa paz como el único bien. En cuanto a mí, jamás la conocí. Mi corazón estaba sin cesar agitado por nuevos deseos, temores y esperanzas. Procuraba embriagarme con el desbordamiento de mis pasiones, y tenía un empeño especial en mantener esa embriaguez a fin de que fuese continua, puesto que el menor intervalo mi razón serena me hubiera sido harto amargo. Esta es la paz que he gozado. Otra cualquiera que no sea ésta me parece una fábula y un sueño. Estos son los únicos bienes que echo de menos.


“Durante la narración de su vida, el babilonio lloraba como un hombre débil, enervado por las prosperidades y que no está acostumbrado a soportar con firmeza una desgracia. Tenía junto a él algunos esclavos a quienes habían hecho morir para honrar sus funerales. Mercurio los había entregado a Caronte junto con su rey, dándoles un poder absoluto sobre él, a quien habían servido en la Tierra. Las sombras de los esclavos ya no temían a la de Nabofarzán. Antes bien, la tenían encadenada y la atormentaban cruelmente. Uno le decía:


“-¿Acaso no éramos hombres como tú? ¿Cómo puedes ser tan necio de creerte un dios sin acordarte que eres de la raza humana como los demás hombres?


“El otro le decía para insultarle:


“-Tenías razón en no querer que te creyesen un hombre, porque eres un monstruo sin humanidad.


“Un tercero añadía:


“-Vamos, ¿qué se ha hecho de tus aduladores? ¡Desgraciado, nada tienes ya que dar! ¡Ningún mal puedes hacer! Eres aquí esclavo de tus mismos esclavos. Los dioses son lentos en hacer justicia, pero al final, la hacen.


“Al oír palabras tan duras, Nabofarzán se revolcaba por el suelo arrancándose los cabellos en un acceso de rabio y de desesperación. Y Caronte decía a los esclavos:


“-Tiradle de la cadena. Levantadle a pesar suyo para que ni incluso tenga el consuelo de ocultar su vergüenza. Es necesario que todas las sombras que gimen en la Estigia la presencien, para justificar así a los dioses que tan largo tiempo consistieron en que ese impío reinase en la Tierra.


“Telémaco vio luego, muy de cerca de él, el negro Tártaro, del que se desprendía un humo negro y espeso, cuyo hedor pestilencial produciría la muerte, si se esparciera por la morada de los vivos. Ese humo cubría un río de fuego y torbellinos de llamas, cuyo ruido, semejante al de los torrentes más impetuosos cuando se precipitan desde las elevadas rocas hasta los hondos valles, impedía que pudiese oírse nada distintamente en aquellos tristes sitios.


“Telémaco, secretamente armado por Minerva, penetró sin temor en el abismo. Enseguida vio muchos hombres que habían vivido en las posiciones sociales más bajas, y que eran castigados por haberse procurado riquezas con fraudes, traiciones y crueldades. Notó allí a muchos impíos hipócritas, que, aparentando amar la religión, se sirvieron de ella como de un buen pretexto para satisfacer su ambición y burlarse de los hombres crédulos. Hombres que así habían abusado de la misma virtud, aunque sea ésta el mayor don de los dioses, eran castigados como los más grandes criminales.


“Los hijos que habían degollado a sus padres, las esposas que habían manchado sus manos en la sangre de sus esposos, los traidores que habían vendido su patria violando todos los juramentos, sufrían penas menos crueles que semejantes hipócritas.


“Los tres jueces del infierno así lo quisieron, y he aquí en lo que se fundaron: esos hipócritas no se contentan con ser malos como los impíos, sino que quieren pasar por buenos, y lograr con su falsa virtud que los hombres no se atrevan a confiar en la verdadera. Los dioses. De quienes se mofaron y a quienes hicieron despreciables ante los hombres, se complacen en desplegar todo su poderío para vengarse de sus insultos.


“Cerca de éstos aparecían otros hombres a quienes el vulgo apenas cree culpables, pero que la venganza divina persigue sin piedad: éstos son los ingratos. Los embusteros, los aduladores que alabaron el vicio, los satíricos maliciosos que trataron de mancillar la virtud más pura, en fin, los que juzgaron las cosas a la ligera sin conocerlas a fondo, perjudicando con esto la reputación de los inocentes.


“Telémaco, viendo a los tres jueces que estaban sentados y que sentenciaban a un hombre, se atrevió a preguntarles cuáles eran sus crímenes. Entonces el sentenciado tomó la palabra y exclamó:


“-Jamás hice daño alguno. Me complací en hacer el bien. Fui generoso, liberal, justo, compasivo. ¿Qué pueden, pues, echarme en cara?


“Entonces Mimos le dijo:


“-No se te reprocha nada respecto a los hombres. Pero, ¿acaso no debías más a los dioses que a los hombres? ¿Dónde está, pues, esa justicia de que tanto te jactas? Tú no faltaste a ninguno de tus deberes hacia los hombres, que nada son. Has sido virtuoso, pero has referido toda tu virtud a ti mismo y no a los dioses que te la dieron, porque querías gozar del fruto de tu propia virtud y encerrarte dentro de ti mismo, tú has sido tu dios. Pero los dioses, que todo lo hicieron y que nada hicieron sino para sí mismo, no pueden renunciar a sus derechos. Tú los olvidaste, ellos te olvidarán, te entregarán a ti mismo, puesto que quisiste ser tuyo, no de ellos. Busca, ahora si puedes, tu consuelo en tu propio corazón. Estás, pues, separado para siempre de los hombres a quienes quisiste agradar. Estás solo contigo mismo porque eres tu ídolo. Aprende que no hay verdadera virtud sin el respeto y el amor de los dioses, a quienes todo es debido. Tu falsa virtud, que mucho tiempo alucinó a los hombres fáciles de engañar, va a ser descubierta. Los hombres, que sólo aprecian los vicios y las virtudes por lo que les choca o les conviene, son ciegos respecto del bien como del mal. Aquí, una luz divina derrumba todos sus juicios superficiales, y condena a menudo lo que ellos admiran y justifica lo que condenan.


“A estas palabras, aquel filósofo, como herido por un rayo, no podía soportarse a sí mismo. La complacencia con que miraba otras veces su moderación, su valor y sus inclinaciones generosas se troncó en desesperación. La vista de su corazón enemigo de los dioses, se trueca en suplicio para él. Se mira y no puede dejar de mirarse. Ve la vanidad de los juicios humanos, a los cuales quiso complacer en todas sus acciones. Se hace una revolución universal en cuanto está dentro de él mismo, como si trastornase todas las entrañas. No se encuentra ya él mismo, carece de todo apoyo en su corazón. Su conciencia, cuyo testimonio le fue tan grato, se subleva contra él y le echa en cara amargamente el extravío y la ilusión de todas sus virtudes, que no tuvieron por principio y fin el culto de la divinidad. Está turbado, consternado, lleno de vergüenza, de remordimientos y de desesperación.


“Las furias no le atormentan, porque les basta haberles entregado a sí mismo y porque su propio corazón deja bastante vengados a los dioses despreciados. Busca los sitios más sombríos para ocultarse a sí mismo. Busca las tinieblas sin poder hallarlas. Una luz importuna les sigue por todas partes, y todos los rayos refulgentes de la verdad vienen a vengar la verdad que él no quiso seguir.


“Todo aquello que amó se le hace odioso, como siendo origen de sus males, que nunca tendrán fin. Dice en su interior: ¡Oh, insensato de mí! ¡No conocí, pues, ni a los dioses ni a los hombres, ni a mí mismo! No, nada he conocido, puesto que nunca amé el verdadero bien. Cada paso mío fue un extravío; mi sabiduría, locura; mi virtud, un orgullo impío y ciego; yo mismo era mi ídolo.


“Por fin, Telémaco vio a los reyes que fueron condenados por haber abusado de su poder. Por un lado, una furia vengadora les presentaba un espejo que les manifestaba toda la deformidad de sus vicios. Allí veían, sin poderlo evitar, su grosera vanidad ávida de las más groseras alabanzas; su dureza para con los hombres, cuya felicidad debieron hacer; su insensibilidad para la virtud, su temor de oír la verdad, su inclinación hacia los hombres afeminados y aduladores, su malicia, su indolencia, su desconfianza indebida, su fausto y excesiva magnificencia fundada sobre la ruina de los pueblos, su ambición para comprar un poco de vanagloria con la sangre de sus ciudadanos. En fin, su crueldad, que buscó cada día nuevos deleites entre las lágrimas y la desesperación de tantos desgraciados. Se veían sin cesar en aquel espejo, se consideraban más horrorosos y más monstruosos que la Quimera vencida por Belerofonte, que la Hidra Lerna, muerta por Hércules, que aun el mismo Cerbero, aunque arroje por sus tres bocas entreabiertas una sangre negra y venenosa, capaz de apestar a toda la raza de los mortales que viven sobre la Tierra.


“Entre aquellos objetos que hacían erizar los cabellos a Telémaco, vio a muchos de los antiguos reyes de Lydia que eran castigados por haber preferido los placeres de una vida indolente al trabajo para el alivio de los pueblos, que deben ser inseparables de los gobernantes.


“Aquellos reyes se echaban en cara los unos a los otros su ceguedad. El uno decía al otro, que fue su hijo: « ¿No os había encargado muchas veces, durante mi vejez y antes de mi muerte, que remediaseis los males que yo había hecho por descuido?»


“«¡Ah!, desgraciado padre -decía el hijo-, vos sois la causa de mi perdición. Vuestro ejemplo fue el que inspiró el fausto, el orgullo, la sensualidad y la dureza para con los hombres. Viéndoos reinar con tanta molicie y rodeado de cobardes aduladores, me acostumbré a la lisonja y a los placeres. Creí que los demás hombres eran respecto de los reyes lo que los caballos y los demás animales de carga son para los hombres, es decir, animales de que sólo se hace caso en proporción a los servicios que prestan y a las comodidades que proporcionan. Lo creí, vos sois quien me lo hicisteis creer, y actualmente sufro tantos males por haberos imitado.»


“A estos reproches añadían las más horrendas maldiciones, y parecían furiosos y próximos a desgarrarse recíprocamente.


“En torno de esos reyes revoloteaban todavía, como lechuzas, las crueles sospechas, los vanos temores, las desconfianzas que vengan a los pueblos de la dureza de sus reyes, el hambre insaciable de riquezas, la vanagloria tiránica, y la molicie cobarde que aumenta todos los males que se padecen sin poder jamás dar sólidos placeres.


“Se veía a muchos de esos reyes severamente castigados, no por los males que hicieron, pero sí por haber descuidado el bien que debieran hacer. Todos los crímenes de los pueblos cuyo origen está en la negligencia con que se hacen observar las leyes, eran atribuidos a los reyes, que sólo deben reinar para que las leyes imperen por su mediación.


“Se les inculpaban también todos los desórdenes que proceden del fausto, del lujo y de los demás excesos que arrastran a los hombres hacia un estado violento y a la tentación de menospreciar las leyes para adquirir bienes. Sobre todo, se trataba rigurosamente a los reyes que, en lugar de ser buenos y vigilantes pastores de los pueblos, sólo pensaron en esquilmar y destrozar el rebaño como lobos hambrientos.


“No obstante, lo que más consternó a Telémaco fue ver que en ese abismo de tinieblas y de males, un gran número de reyes que fueron tenidos en la Tierra por reyes bastante buenos, fueron condenados a las penas del Tártaro por haberse dejado gobernar por los males que dejaron cometer a la sombra de su autoridad. Además, la mayor parte de aquellos reyes no fueron ni buenos ni malos. Tan grande fue su debilidad. Nunca temieron por no conocer la verdad, y no se complacieron en hacer el bien.


“Al mismo tiempo, una furia les repetía con ironía todas las alabanzas que sus aduladores les habían prodigado durante su vida, y les presentaba otro espejo en el cual se veían tal como la lisonja les decía que eran. La oposición de esas dos pinturas tan opuestas era el suplicio de su vanidad. Se notaba que los peores entre ellos eran aquellos reyes a quienes habían tributado las alabanzas más extremas mientras vivieron, porque los malos son más temidos que los buenos, y exigen impúdicamente las cobardes alabanzas de los poetas y de los oradores contemporáneos suyos.


“Se les oye gemir en aquellas profundas tinieblas, en las que sólo pueden ver los insultos y las mofas que tienen que sufrir. Nada ven alrededor suyo que no les rechace y contraríe, que no les confunda, al revés de los que en la Tierra les pasaba, que les importaba poco la vida de los hombres y pretendían que todo era hecho para servirles.


“En el Tártaro están sometidos a todos los caprichos de ciertos esclavos que les hacen sentir a su vez una cruel servidumbre: están sometidos a esos esclavos que se han vuelto sus tiranos implacables, como el yunque está bajo los martillos de los Cíclopes cuando Vulcano les obliga al trabajo en las fraguas candentes del monte Etna.


“Allí, Telémaco divisó pálidos, asquerosos y consternados. Es una negra tristeza la que roe a aquellos criminales. Se horrorizan de sí mismos, y no pueden quedar libres de este horror, ni tampoco de su propia naturaleza. No necesitan otro castigo para sus faltas que sus mismas faltas. Las ven sin cesar en toda su enormidad, se les presentan como espectros horribles y les persiguen. Para liberarse, buscan una muerte más efectiva que la que los separó de su cuerpo. En su desesperación, llaman en su socorro una muerte que pueda apagar en ellos todo sentimiento y todo conocimiento. Suplican a los abismos que les traguen para huir de los rayos vengadores de la verdad que les persigue. Pero tienen que sufrir la venganza que destila sobre ellos gota a gota, y que nunca concluirá. La verdad que temieron ver es su suplicio. La ven, y cuando cierran los ojos para no verla, se levanta contra ellos. Su vista los traspasa, los desgarra, los arrebata a sí mismos. Es como el rayo, que sin destruirlos, los envuelve, les penetra hasta el centro de sus entrañas.”