CAPÍTULO V - El purgatorio
1. El Evangelio no hace mención alguna del purgatorio, que no fue admitido por la iglesia
hasta el año 593. Es seguramente un dogma más racional y más conforme con la justicia de Dios
que el infierno, puesto que establece penas menos rigurosas y redimibles, por faltas de una mediana
gravedad.
El principio del purgatorio está basado en la equidad, porque comparando con la justicia
humana, es la reclusión temporal comparada con la condena para toda la vida. ¿Qué se pensaría de
un país que no tuviese más castigo que la pena de muerte para los crímenes y los delitos menos
graves? Sin el purgatorio, no hay para las almas más que dos alternativas extremas: la felicidad
absoluta o los suplicios eternos. En esta hipótesis, ¿qué es de las almas culpables solamente de
faltas ligeras? O bien gozan de la felicidad de los elegidos sin ser perfectas, o sufren el castigo de
los mayores criminales sin haber hecho mucho mal, lo que no es ni justo ni racional.
2. Pero la noción del purgatorio debía necesariamente ser incompleta. Y como sólo se
conocía la pena del fuego, se hizo de él un diminutivo del infierno. En aquél las almas arden
también, pero en un fuego menos denso. Siendo el progreso incompatible con el dogma de la
eternidad de las penas, las almas no salen de allí en méritos de su adelanto, pero sí en virtud de las
oraciones que se dicen o se mandan decir con tal intención.
Si el pensamiento primero fue bueno, no sucede lo mismo con sus consecuencias por los
abusos a que han dado lugar. Por medio de las oraciones pagadas, el purgatorio es una mina más
productiva que el infierno.(1)
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(1). El purgatorio dio entrada al comercio escandaloso de las indulgencias, con cuya ayuda se vendía la
entrada en el cielo. Este abuso fue la primera causa de la reforma. Por eso Lutero rechazó el purgatorio.
3. El lugar del purgatorio nunca se ha determinado, ni la naturaleza de las penas que allí se
sufren se ha definido claramente. Estaba reservado a la nueva revelación llenar este vacío,
explicándonos las causas de las miserias de la vida terrestre, cuya justicia podía demostrársenos
únicamente con la pluralidad de existencias.
Estas miserias son necesariamente consecuencia de las imperfecciones del alma, pues si el
alma fuese perfecta, no cometería faltas y no tendría que sufrir sus consecuencias. El hombre que
fuese sobrio y moderado en todo, por ejemplo, no sufriría las enfermedades originadas por los
excesos. Lo más general es que sea desgraciado aquí en la Tierra por su propia culpa. Pero si es
imperfecto, es porque lo era antes de venir a la Tierra. Expía en ella, no sólo sus actuales faltas, sino
también las faltas anteriores que no reparó. Sufre en una vida de pruebas lo que hizo sufrir a otros
en otra existencia. Las vicisitudes que experimenta son a la vez un castigo temporal y una
advertencia de las imperfecciones que debe abandonar, para evitar los males futuros y progresar
hacia el bien. Son para el alma las lecciones de la experiencia, lecciones rudas a veces, pero más
provechosas para el porvenir, pues dejan una profunda impresión.
Esas vicisitudes son la causa de luchas incesantes, que desarrollan sus fuerzas y sus
facultades morales e intelectuales. La fortalecen en el bien, sale de ellas siempre victoriosa, si tiene
el valor de luchar hasta el fin. El premio de la victoria está en la vida espiritual, en donde
entra
radiante y triunfante, como el soldado después de la pelea recibe la palma de la victoria.
4. Cada existencia es para el alma una nueva ocasión de dar un paso adelante. De su
voluntad depende que este paso sea lo más grande posible, el subir muchos peldaños o quedarse
estacionada. En este último caso, sufrió sin provecho, y como siempre, tarde o temprano tiene que
pagar su deuda y principiar de nuevo otra existencia en condiciones todavía más penosas, porque a
una mancha no lavada, añade otra.
Por esta razón, en las encarnaciones sucesivas el alma se despoja, poco a poco, de sus
imperfecciones. Se purga, en una palabra, hasta que esté bastante pura para merecer dejar los
mundos de expiación por mundos mejores, y más tarde estos para gozar de la suprema felicidad.
El purgatorio no es, pues, una idea vaga e incierta. Es una realidad material que vemos, que
tocamos y que sufrimos. Está en los mundos de expiación, y la Tierra es uno de esos mundos: los
hombres expían en él su pasado y su presente en provecho de su porvenir. Pero en contra de la idea
que se tiene de poder cada uno abreviar o prolongar su permanencia en él, según el grado de
adelanto y de depuración a que haya llegado con su propio trabajo, se sale de allí, no porque se haya
cumplido el tiempo ni por los méritos de otros, sino por su propio mérito, según estas palabras de
Cristo: A cada uno según sus obras, palabras que resumen toda la justicia de Dios.
5. Aquel, pues, que sufre en esta vida, debe convencerse de que es porque no se purificó
suficientemente en su precedente existencia, y que, si no lo hace en ésta, sufrirá todavía en la
siguiente. Esto es, a la vez, equitativo y lógico. Siendo el padecimiento inherente a la imperfección,
se sufre tanto tiempo cuando es uno imperfecto, como se sufre por una enfermedad mientras no se
esté curado de ella. Así es que mientras un hombre sea orgulloso, sufrirá las consecuencias de su
orgullo; mientras sea egoísta, sufrirá por su egoísmo.
6. El espíritu culpable sufre primero en la vida espiritual en proporción a sus
imperfecciones. Después se le da la vida corporal como un medio de reparación. Por esto se
encuentra allí nuevamente, ya sea con las personas a quienes ofendió, o bien en centros análogos a
aquellos en donde hizo el mal, o en situaciones opuestas, como, por ejemplo, en la miseria si fue un
rico avaro, en una situación humillante si fue orgulloso.
La expiación, en el mundo de los espíritus y en la Tierra, no es un doble castigo para el
espíritu. Es el mismo que continúa en la Tierra, como complemento, con el fin de facilitarle su
mejoramiento por un trabajo efectivo. Depende de él aprovecharlo. ¿Acaso no es preferible para él
volver a vivir en la Tierra con la posibilidad de ganar el cielo, a ser condenado sin remisión,
dejándola? Esa libertad que se le concede es una prueba de la sabiduría, de la bondad y de la
justicia de Dios, que quiere que el hombre lo deba todo a sus fuerzas y que sea autor de su porvenir.
Si es desgraciado, y si lo es más o menos tiempo, sólo a él mismo puede culpar. El camino del
progreso está siempre expedito para él.
7. Si se considera cuán grande es el padecimiento de ciertos espíritus culpables en el mundo
invisible, cuán terrible es la situación de algunos, qué ansiedades los devoran, y cuán penosa es esa
situación por la imposibilidad en que están de ver el fin de ella, se podría decir que es para ellos el
infierno, si esta palabra no implicase la idea de un castigo eterno y material. Gracias a la revelación
de los espíritus y a los ejemplos que nos ofrecen, sabemos que la duración de la expiación está
regulada sobre el mejoramiento del culpable.
8. El Espiritismo no viene, pues, a negar la penalidad futura. Al contrario, viene a
patentizarla. Lo que destruye es el infierno localizado con sus hornos y sus penas irremisibles. No
niega el purgatorio, puesto que prueba que estamos en él, lo define y lo precisa, explicando la causa
de las miserias terrestres, y con esto hace que los que lo negaban crean en él. ¿Rechaza, acaso, las
preces por los difuntos? Muy al contrario, puesto que los espíritus que sufren las solicitan y hacen
de ellas un deber de caridad, demostrando su eficacia para atraerlos al bien y por este medio
abreviar sus tormentos. (2) Hablando a la inteligencia, ha vuelto a la fe a los incrédulos y a la
oración a aquellos que se burlaban de ella. Pero dice que la eficacia de las oraciones está en el
pensamiento y no en las palabras, que las mejores son las del corazón y no las de los labios,
aquellas que uno mismo dice, y no aquellas que se mandan decir por dinero. ¿Quién se atrevería a
vituperarlo por eso?
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(2). Véase El Evangelio según el Espiritismo, Cáp. XXII, “Acción de la oración”.
9. Que el castigo se verifique en la vida espiritual o en la Tierra y sea cual fuere su duración,
tiene siempre un término más o menos lejano o próximo. En realidad, para el espíritu no hay más
que dos alternativas: castigo temporal y graduado según la culpabilidad, y recompensa graduada
según el mérito. El Espiritismo rechaza la tercera alternativa, la de la condenación eterna. El
infierno queda como una figura simbólica de las mayores penas, cuyo término es desconocido. El
purgatorio es la realidad.
La palabra purgatorio revela la idea de un lugar circunscrito. Por esto se aplica más
naturalmente a la Tierra, considerada como un lugar de expiación que está en el espacio infinito, en
el que viven errantes los espíritus que padecen, y además, la naturaleza de la expiación terrestre es
una verdadera expiación.
Cuando los hombres hayan mejorado, no suministrarán al mundo invisible más que espíritus
buenos, y éstos, encarnándose, no suministrarán a la Humanidad corporal más que elementos
perfeccionados. Entonces, cesando la Tierra de ser un mundo de expiación, no padecerán los
hombres las miserias que son consecuencia de sus imperfecciones. Es ésta la transformación que se
está verificando actualmente y que elevará la Tierra en la jerarquía de los mundos (véase El
Evangelio según el Espiritismo, Cáp. III).
10. ¿Por qué, pues, Cristo no habló del purgatorio? Porque no existiendo la idea, no había
palabras para representarla. Se sirvió de la palabra infierno, la única en uso entonces, como
expresión genérica, para designar las penas futuras sin distinción. Si al lado de la palabra infierno
hubiera colocado otra equivalente a purgatorio, no habría podido fijar su verdadera significación sin
decidir una cuestión reservada para el porvenir. Hubiera sido, además, establecer la existencia de
dos lugares especiales de castigos. El infierno en su aceptación general, despertando la idea de
castigo, contenía implícitamente la del purgatorio, que no es más que una manera de penalidad.
Debiendo el porvenir ilustrar a los hombres sobre la naturaleza de las penas, tenía que reducir por
esto mismo el infierno a su justo valor.
Puesto que la iglesia creyó, después de seis siglos, que debía suplicar el silencio decretando
la existencia del purgatorio, fue porque pensó que no había dicho todo. ¿Por qué no ha de suceder lo
mismo en otros asuntos?