¿Que és el Espiritismo?

Allan Kardec

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CAPÍTULO PRIMERO
BREVE CONFERENCIA ESPIRITISTA

DIÁLOGO PRIMERO.
EL CRÍTICO.

Visitante. —Le diré a usted, caballero, que mi razón se resiste a admitir la realidad de los extraños fenómenos atribuidos a los espíritus que, estoy persuadido de ellos, sólo existen en la imaginación. No obstante, habríamos de inclinarnos ante la evidencia, y así lo haría yo, si pudiese tener pruebas irrecusables. Vengo, pues, a solicitar de su amabilidad el permiso de asistir únicamente, para no ser indiscreto, a una o dos sesiones a fin de convencerme, si es posible.

Allan Kardec. —Caballero, desde el momento en que su razón se resiste a admitir lo que nosotros tenemos por hechos positivos, es porque la cree superior a la de todas las personas que no participan de sus opiniones. No pongo en duda su mérito, y no tengo ninguna pretensión en hacer superior mi inteligencia a la suya. Admita usted, pues, que yo vivo engañado, puesto que es la razón quien le habla, y asunto concluido.

V. —Sin embargo, sería un milagro, eminentemente favorable a su causa, que llegase a convencerme a mí, que soy conocido como antagonista de sus ideas.

A. K. —Lo siento, pero no tengo el don de hacer milagros. ¿Usted cree que una o dos sesiones bastarían para convencerle? Sería, en efecto, un verdadero milagro. Yo he necesitado más de un año de trabajo para convencerme a mí mismo, lo que le prueba que, si soy espiritista, no ha sido de ligeras. Por otra parte, caballero, yo no doy sesiones, y según parece, usted está equivocado sobre el objeto de nuestras reuniones, dado que no hacemos experimentos para satisfacer la curiosidad de nadie.

V. —¿Usted no desea, pues, hacer prosélitos?

A. K. —¿Por qué habría de desear hacer de usted uno de ellos, si usted no lo desea? Yo no violento ninguna convicción. Cuando encuentro personas que sinceramente desean instruirse y que me honran, pidiéndome aclaraciones, es para mí un placer y un deber contestarle con arreglo a mis conocimientos. Pero con los antagonistas que, como usted, tienen convicciones fijas, no doy un paso para atraérmelos, dado que encuentro bastantes personas dispuestas, y no pierdo el tiempo con las que no lo están. Sé que tarde o temprano llegará la convicción por la fuerza de las cosas, y que los más incrédulos serán arrastrados por la corriente; algunos partidarios más o menos no hacen falta, por ahora, en la balanza. Por eso no me verá usted nunca exasperarme para que participen de nuestras ideas aquellos que tienen tan buenas razones como usted para alejarse de las mismas.

V. —Sería, sin embargo, más útil el convencerme de lo que usted cree. ¿Quiere usted permitirme que me explique con franqueza, prometiéndome no ofenderse por mis palabras? Expondré mis ideas sobre el asunto y no sobre la persona a quien me dirijo. Puedo respetar a ésta, sin participar de su opinión.

A. K. —El Espiritismo me ha enseñado a prescindir de las mezquinas susceptibilidades del amor propio, y a no ofenderme por palabra alguna. Si las suyas salvan los límites de la urbanidad y de la conveniencia, deduciré de aquéllas que es usted un hombre mal educado, y nada más. Por lo que a mí respecta, prefiero abandonar a los otros los errores, que participar de ellos. Por esto únicamente comprenderá usted que el Espiritismo sirve de algo. Lo repito, caballero, no tengo ningún empeño en que usted sea de mi opinión; respecto la de usted, si es sincera, como deseo que se respete la mía. Mas ya que trata usted al Espiritismo de ilusión fantástica, se habrá dicho al dirigirse a mi casa: Vamos a ver a ese loco. Confiéselo usted francamente, no me enfadaré por eso. Todos los espiritistas somos locos, esto es lo que piensa normalmente. Pues bien, caballero, puesto que usted juzga al Espiritismo como una enfermedad menta, sería para mí un cargo de conciencia el comunicársela, y me maravilla que, teniendo tal idea, desee adquirir una convicción que le incluirá en el número de los locos. Si anticipadamente está persuadido de que no le podrán convencer, el paso que ha dado es inútil, porque no tiene otro objeto que la curiosidad. Concluyamos, pues, se lo ruego, porque no estoy para perder el tiempo en conversaciones sin objeto.

V. —Podemos engañarnos, hacernos ilusiones, sin ser por ello locos.

A. K. —Hable sin rodeos. Diga, como tantos otros, que el Espiritismo pasará como un soplo, pero habrá de convenir en que la doctrina que en algunos años ha hecho millones de prosélitos en todos los países, que tiene sabios a sus órdenes y que se propaga preferentemente en las clases ilustradas, es una manía especial, digna de examen.

V. —Yo tengo mis ideas sobre el particular, es cierto, pero no son de tal modo absolutas, que no consienta en sacrificarla a la evidencia. Decía, caballero, que debe usted tener cierto interés en convencerme. Le confesaré que voy a publicar un libro en que me propongo demostrar ex profeso lo que considero un error. Y como semejante libro tendrá gran aceptación y derrotará a los espíritus, no lo publicaría si usted llegase a convencerme.

A. K. —Me dolería en el alma, caballero, privar a usted de los beneficios de un libro que ha de tener tamaña trascendencia. Además, no tengo ningún interés en impedirle que lo publique; le deseo, por el contrario, una gran popularidad, pues nos servirá de prospecto y de anuncio. El ataque dirigido a una cosa despierta la atención; muchas personas quieren ver su pro y su contra, y la crítica la hace conocer de aquellos que ni siquiera pensaban en ella, así es como, sin saberlo, se hace la mayoría de las veces de reclamo en provecho de aquellos a quienes se quiere perjudicar. Por otra parte, la cuestión de los espíritus es tan interesante, pica la curiosidad hasta tal punto, que basta llamar sobre ella la atención para despertar deseos de profundizar en ella.*


*Después de este diálogo, escrito en 1859, la experiencia ha venido a demostrar claramente la exactitud de esta proposición. ¿Qué pensaría usted de un hombre que se erigiese en censor de una obra literaria sin conocer la literatura, de un cuadro sin haber estudiado la pintura? Es principio de lógica elemental que el crítico deba conocer, no superficialmente, sino a fondo, el asunto de que habla, sin lo cual carece de valor. Para combatir un cálculo, se ha de aducir otro; mas para ello es preciso saber calcular. La crítica no debe limitarse a decir que una cosa es buena o mala, es necesario que justifique su opinión con una demostración clara y categórica, basada en los principios del arte o de la ciencia. ¿Y cómo podrá hacerlo si los ignora? ¿Podría usted apreciar las excelencias o defectos de una máquina sin conocer la mecánica? No; pues bien, su juicio sobre Espiritismo, que no conoce, no tendrá más valor que el que emitiera sobre la indicada máquina. Será usted sorprendido a cada instante en flagrante delito de ignorancia; porque los que habrán estudiado el Espiritismo verán enseguida que está fuera de la cuestión, de donde deducirán, o que no es usted un hombre serio, o que no procede de buena fe. En uno y otro caso, se expondrá a recibir un mentís poco agradable a su amor propio.


V. —Luego, según usted, ¿La crítica no sirve para nada, la opinión pública no tiene ningún valor?

A. K. —Yo no veo en la crítica la expresión pública, sino una opinión individual que puede engañarse. Lea usted la historia y verá cuántas obras maestras han sido criticadas a su aparición, lo que no ha impedido que continuaran siéndolo. Cuando una cosa es mala, todos los elogios posibles no conseguirán hacerla buena. Si el Espiritismo es un error, caerá por sí mismo; si es una verdad, todas las diatribas no harán de él una mentira. Su libro serán una apreciación personal; la verdadera opinión pública decidirá si es exacta. Para ello se querrá ver; y, si más adelante se reconoce que usted se ha engañado, su libro será ridículo, como los publicados en otro tiempo contra la teoría de la circulación de la sangre, de la vacuna, etcétera. Pero me olvidaba de que usted ha de tratar la cuestión ex profeso, lo que quiere decir que la ha estudiado en todas las fases; que ha visto todo lo que se puede ver, leído lo que se ha escrito sobre el particular, analizado y comparado las diversas opiniones; que se ha encontrado en las mejores condiciones para observar por usted mismo; que ha consagrado a dicho estudio noches enteras durante muchos años; en una palabra, que no ha descuidado usted nada para llegar al hallazgo de la verdad. Debo creerlo así, siendo un hombre formal, porque sólo el que practica todo lo indicado tiene derecho a decir que habla con conocimiento de causa.

V. —Precisamente para salvar ese escollo vengo a rogarle que me permita presenciar algunos experimentos.

A. K. —¿Y cree usted que esto le bastará para hablar ex profeso del Espiritismo? ¿Cómo podrá comprender dichos experimentos, y lo que es más aún, juzgarlos, si no ha estudiado los principios que les sirven de base? ¿Cómo podrá usted apreciar el resultado, satisfactorio o no, de los experimentos metalúrgicos, por ejemplo, sin conocer a fondo la metalurgia? Permítame decirle a usted, caballero, que su proyecto es absolutamente semejante al del que, no sabiendo matemáticas ni astronomía, dijese a uno de los miembros del Observatorio: “Caballero, pienso escribir un libro sobre astronomía, y probar además que su sistema es falso, pero como que no tengo ni idea al respecto, permítame usted mirar dos o tres veces por los telescopios. Esto me bastará para saber tanto como usted.” Por extensión únicamente, la palabra criticar es sinónimo de censurar; en su acepción normal, y según su etimología, significa juzgar, apreciar. La crítica, pues, puede ser aprobatoria. Criticar un libro no equivale precisamente a condenarlo; el que se encargue de esta tarea debe desempeñarla sin ideas preconcebidas. Pero si antes a abrir el libro lo ha condenado ya anteriormente, su examen no puede ser imparcial. En semejante caso se encuentra la mayor parte de los que han hablado del Espiritismo. Por la palabra se han formado una opinión y han hecho lo que el juez que sentenciara sin tomarse el trabajo de examinar los autos. De aquí ha resultado que su juicio ha sido falso, y que en vez de persuadir ha hecho reír. Respecto de los que han estudiado seriamente la cuestión, la generalidad ha cambiado de parecer, y más de un adversario se ha vuelto partidario, viendo que se trataba de una cosa muy distinta de lo que había creído.

V. —Usted hablará del examen de los libros en general; ¿Pero cree usted que sea materialmente posible a un periodista leer y estudiar todos los libros que le vienen a mano, sobre todo cuando se trata de teorías nuevas, que le sería preciso profundizar y comprobar? Tanto valiera exigir de un impresor que leyese todas las obras que salen de sus prensas.

A. K. —A tan juicioso razonamiento sólo tengo que responder que, cuando se carece de tiempo para hacer concienzudamente una cosa, no se debe entrometer nadie en ella, y que vale más hacer una y bien, que diez y mal.

V. —No crea usted, caballero, que he formado mi opinión a la ligera. He visto mesas que giraban y golpeaban, y personas que se imaginaban escribir bajo la influencia de los espíritus; pero estoy convencido de que todo era charlatanismo.

A. K. —¿Cuánto pagó usted por ver todo eso?

V. —Nada, ciertamente.

A. K. —Pues vea usted unos charlatanes de singular especie, y que conseguirán cambiar el significado de la palabra. Hasta ahora no se habían conocido charlatanes desinteresados. Por un bromista haya querido divertirse una vez, ¿Ha de seguirse que las otras personas sean embaucadoras? Por otra parte, ¿Con qué objeto se habrían hecho cómplices de una mistificación? Para divertir la sociedad, contestará usted. Convengo en que una vez se preste alguien a una broma; pero cuándo esta dura meses y años, creo que el mistificado es el mistificador. ¿Es probable que, por el mero placer de hacer creer una cosa, que se juzga falsa, se aburra alguien horas enteras junto a una mesa? Semejante placer no es digno de tanto trabajo. Antes de calificar un acto de fraudulento, es preciso preguntarse qué interés hay en engañar, y usted convendrá en que existen posiciones que excluyen toda sospecha de superchería, y personas cuyo carácter es una garantía de probidad. Otra cosa sería si se tratase de una especulación, porque el cebo de la ganancia es mal consejero. Pero, aun admitiendo que en este último caso se hiciera constar positivamente una maniobra fraudulenta, no se probaría nada contra la realidad del principio, dado que de todo puede abusarse. Porque se vendan vinos adulterados, no se sigue que no lo haya puro. El Espiritismo no es más responsable de los que abusan de su nombre y lo explotan, que la ciencia médica de los charlatanes que preconizan sus drogas, y la religión de los sacerdotes que abusan de su ministerio. El Espiritismo por su misma naturaleza y novedad, debía prestarse a ciertos abusos, pero ha ofrecido medios de reconocerlos, definiendo claramente su verdadero carácter y declinando toda solidaridad con los que le explotan o le separan de su objeto exclusivamente moral, haciendo de él un oficio, un instrumento de adivinación o de fútiles investigaciones. Desde el momento que el Espiritismo traza por sí mismo los límites en que se encierra, y precisa lo que dice y lo que no dice, lo que puede y no puede, lo que es o no de sus atribuciones, lo que acepta y lo que rechaza, toda la culpa recae sobre aquellos que, sin tomarse el trabajo de estudiarlo, lo juzgan por las apariencias, quienes al encontrar charlatanes que se jacten de ser espiritistas para atraer a los transeúntes, dirán gravemente: He ahí el Espiritismo. ¿En quién recae definitivamente el ridículo? No es en el charlatán que desempeña su oficio, ni en el Espiritismo cuya doctrina escrita desmiente semejantes asertos, sino en los críticos, que hablan de cosas que no conocen, o que a sabiendas alteran la verdad. Los que atribuyen al Espiritismo lo que es contrario a su esencia, lo hacen, o por ignorancia o con intención; si es lo primero obran con ligereza, si es lo segundo con mala fe. En el último caso, se asemejan a ciertos historiadores que alteran la historia en interés de un partido o de una opinión. Y un partido se desacredita siempre, empleando tales medios, y no logra su objetivo. Observe usted bien, caballero, que no pretendo que la crítica deba aprobar nuestras ideas necesariamente, ni siquiera después de haberlas estudiado; no censuramos de ningún modo a los que no piensan como nosotros. Lo que para nosotros es evidente, puede no serlo para todo el mundo. Cada uno juzga las cosas desde su punto de vista, y no todos sacan las mismas consecuencias del hecho más positivo. Si un pintor, por ejemplo, pone en su cuadro un caballo blanco, alguien podrá decir muy bien que produce mal efecto, y que uno negro hubiese sentado mejor; pero el error hubiera consistido en decir que el caballo es blanco siendo negro, y esto es lo que hace la mayor parte de nuestros adversarios. En resumen, cada uno es completamente libre de aprobar o criticar los principios del Espiritismo, de deducir de ellos las buenas o malas consecuencias que se le antoje. Pero es un deber de conciencia para todo crítico serio el no decir lo contrario de lo que es, y para ello la primera condición es la de callar sobre lo que se ignora.

V. —Le suplico que volvamos a las mesas giratorias y parlantes. ¿No podría suceder que estuviesen preparadas de antemano?

A. K. —Esta es la misma cuestión de buena fe que he contestado ya. Probada la superchería, la rechazamos. Y si usted me señala hechos verídicamente calificados de fraude, de charlatanismo, de explotación o de abuso de confianza, los entrego a sus reprimendas, declarándole anticipadamente que no saldré a la defensa de los, mismos, porque el Espiritismo serio es el primero en repudiarlos, y porque señalando los abusos, se le ayuda a prevenirlos y le presta un servicio. Pero generalizar semejantes acusaciones, lanzar sobre una multitud de personas honradas la reprobación que merecen algunos individuos aislados, es un abuso, aunque de distinto género, porque es una calumnia. Admitiendo, como usted supone, que las mesas estuviesen preparadas, habría de ser preciso un mecanismo muy ingenioso para hacerles ejecutar movimientos y ruidos tan variados. ¿Por qué no se conocen aún el nombre del hábil artífice que las fabrica? Y debería, sin embargo, gozar de una inmensa celebridad, porque sus aparatos están esparcidos por las cinco partes del mundo. Preciso es convenir también que su procedimiento es muy ingenioso, puesto que puede adaptarse a la primera mesa que se tenga a mano, sin preparación alguna exterior. ¿Por qué razonamiento, desde Tertuliano, quien también habló de las mesas giratorias y parlantes hasta la actualidad, nadie ha podido verlo ni describirlo?

V. —Se engaña usted en este punto. Un célebre médico ha reconocido que ciertas personas pueden, contrayendo un músculo de la pierna, producir un ruido semejante al que se atribuye a la mesa, de donde deduce que los médiums se divierten a expensas de la credulidad.

A. K. —Si todo, pues, es producto del castañeteo de un músculo, no estará preparada la mesa. Y puesto que cada uno explica esta pretendida superchería a su manera, prueba esto evidentemente que ni los unos ni los otros conocen la verdadera causa. Respeto el saber del reputado facultativo; pero encuentro algunas dificultades en la aplicación del hecho que se señala a las mesas parlantes. Primera, es raro que esta facultad, excepcional hasta ahora, y mirada como un hecho patológico, se haya hecho tan común repentinamente. Segundo, se requiere un vivo deseo de mistificar para estar castañeteando un músculo durante dos o tres horas seguidas, cuando esto no reporta más que dolor y cansancio. Tercera, no comprendo lo bastante como el referido músculo se relaciona con las puertas y paredes en que se dejan oír los golpes. Cuarta y última, el indicado músculo castañeteador debe tener una propiedad muy maravillosa para hacer mover una pesada mesa, levantarla, abrirla, cerrarla, mantenerla en el aire sin punto de apoyo y, finamente, destrozarla dejándola caer. Nadie sospechaba tamañas virtudes en semejante músculo. El célebre médico de que habla usted, ¿Ha estudiado el fenómeno de la tiptología en los que lo producen? No, ha observado un efecto fisiológico, anormal, en algunos individuos, que jamás se han ocupado de las mesas golpeadoras, efecto que tiene cierta analogía con la que se produce en éstas, y sin mayor examen concluye, con toda la autoridad de su ciencia, que todos los que hacen hablar las mesas deben tener la propiedad de hacer castañetear su peroneo corto, y no pasan de ser farsantes, ya sean príncipes o cortesanos, ya se hagan o no pagar. ¿Pero ha estudiado por lo menos el fenómeno de la tiptología en todas las fases? ¿Se ha persuadido de que, con este castañeteo del músculo, se podían producir todos los efectos tiptológicos? No, porque de estarlo se hubiese convencido de la insuficiencia de su procedimiento y no hubiera proclamado su descubrimiento en pleno Instituto. ¡He aquí un juicio formal para un sabio! ¿Y qué nos resta hoy de él? Le confieso a usted que si tuviese que hacerme una operación quirúrgica, duraría mucho en confiarme a ese practicante, temeroso de que juzgase mi enfermedad con tan menguada perspicacia. Y puesto que semejante juicio es una de las autoridades en que parecía que debía usted apoyarse para batir al Espiritismo, me persuado completamente de la fuerza de sus otros argumentos, si no están tomados de fuentes más auténticas.

V. —Usted no me negará, sin embargo, que ha pasado la moda de las mesas giratorias. Durante cierto tiempo hicieron furor, pero hoy nadie se ocupa ya de ellas. ¿Por qué ocurre esto si son un asunto serio?

A. K. —Porque de las mesas giratorias ha salido una cosa más seria aún; ha salido toda una ciencia, toda una doctrina filosófica, altamente interesante para los hombres reflexivos. Cuando éstos nada han tenido que aprender ya viendo girar una mesa, no se han ocupado más de ello. Para las gentes fútiles que nada profundizan, eran un pasatiempo, un juguete que han abandonado cuando se han cansado de él; tales personas no figuran en la ciencia. El periodo de la curiosidad ha tenido su tiempo: le ha sucedido el de la observación. El Espiritismo entró entonces en el dominio de las personas graves, que no se divierten con él, sino que se instruyen. Por esto los hombres que lo toman como cosa formal no se prestan a ningún experimento de curiosidad, y menos aún en obsequio de los que abrogan pensamientos hostiles. Como no tratan de divertirse ellos mismos, no procuran divertir a los otros, y yo soy de este número.

V. —Sin embargo, solo el experimento puede convencer, aunque al principio no tenga más objeto que la curiosidad. Permítame que le diga que, operando en presencia de personas convencidas, predica usted a los suyos.

A. K. —Es muy diferente estar convencido que estar dispuesto a convencerse; a estos últimos es a quienes me dirijo, y no a los que creen humillar su razón oyendo lo que llaman fantasías. De estos últimos no me ocupo, ni mucho menos. Respecto de los que dicen que abrigan el deseo sincero de ilustrarse, el mejor modo de probarlo es demostrar perseverancia, y se les reconoce en que quieren trabajar seriamente y no por el antojo de presenciar uno o dos experimentos. La convicción se forma con el tiempo, por una serie de observaciones hechas con sumo cuidado. Los fenómenos espiritistas difieren esencialmente de los que ofrecen las ciencias exactas: no se producen por nuestra voluntad, es preciso cogerlos al vuelo. Y viendo mucho y por mucho tiempo es como se descubre una multitud de pruebas, que escapan a primera vista, sobre todo cuando no estamos familiarizados con las condiciones en que pueden hallarse y, más aún, cuando abrigamos prevenciones. Para el observador asiduo y reflexivo, abundan las pruebas: una palabra, un hecho insignificante en apariencia, puede ser un rayo de luz, una confirmación para el observador advenedizo. Para el curioso todo eso es nulo, y he aquí por qué no me presto a experimentos sin resultado probable.

V. —Pero, en fin, todo tiene su principio. ¿Cómo ha de hacerlo, si usted le niega los medios, el novicio que es una tabla rasa, que nada ha visto, pero que desea ilustrarse?

A. K. —Yo establezco una gran diferencia entre el incrédulo por ignorancia y el que lo es por sistema. Cuando encuentro a alguien en disposiciones favorables, nada me cuesta ilustrarle; pero hay personas en quienes el deseo de instruirse es aparente: con éstos se pierde el tiempo, porque si no encuentran inmediatamente lo que parece que buscan y cuyo hallazgo les sería quizás enojoso, lo poco que ven es suficiente para destruir sus prevenciones; lo juzgan mal y hacen de ello un asunto de burla que es inútil proporcionarles. Al que desea instruirse, le diré: “No puede hacerse un curso de Espiritismo experimental como se hace uno de Física y de Química, atendiendo a que nadie es dueño de producir los fenómenos a su antojo, y a que las inteligencias, agentes de los mismos, burlan con frecuencia nuestra previsión. Poco inteligibles serían para usted los que pudiera ver accidentalmente, no presentando ningún encadenamiento, ninguna trabazón necesaria. Entérese usted ante todo de la teoría, lea y medite las obras que tratan de esta ciencia. En ellas aprenderá los principios, hallará la descripción de todos los fenómenos, comprenderá su posibilidad por la explicación que se da de ellos y por el relato de una multitud de hechos espontáneos, de los cuales quizá ha sido usted testigo involuntario, y que recordará. Se enterará usted de todas las dificultades que pueden presentar, y se formará así la primera convicción moral. Entonces, y cuando se ofrezcan las circunstancias de ver y de operar por usted mismo, se hará cargo de todo, cualquiera que sea el orden en que se presenten los hechos, por que nada le será extraño. Esto es, caballero, lo que aconsejo a toda persona que dice quererse instruir, y por su respuesta me es fácil comprender si le mueve algo más que la curiosidad.

DIÁLOGO SEGUNDO.
EL ESCÉPTICO.

V. —Yo comprendo, caballero, la utilidad del estudio preparativo de que acaba usted de hablar. Como predisposición personal, le diré que no soy partidario ni enemigo del Espiritismo; pero el asunto por sí mismo mueve al más alto grado de interés. En el círculo de mis amigos cuento partidarios y enemigos de él; he oído sobre este particular argumentos muy contradictorios, y me proponía someter a usted algunas de las objeciones que se han hecho en presencia mía, y que me parecen tener cierto valor, para mí al menos, que confieso mi ignorancia.

A. K. —Me es muy placentero responder a las preguntas que se me dirigen cuando son hechas con sinceridad y sin segunda intención, no vanagloriándome, sin embargo, de poder resolverlas todas. El Espiritismo es una ciencia que acaba de nacer y en la cual hay mucho que aprender aún. Y sería mucha presunción por mi parte el pretender solventar todas las dificultades, porque no puedo decir lo que no sé. El Espiritismo se relaciona con todas las ramas de la filosofía, de la metafísica, de la psicología y de la moral. Es un campo inmenso que no podemos recorrer en algunas horas. Comprenderá usted, pues, que me sería materialmente imposible repetir de viva voz y a cada uno en particular lo que llevo escrito para uso de todos en este punto. Por otra parte, en la lectura seria y preparatoria se hallará respuesta a la mayor parte de las preguntas que naturalmente ocurren. Esta lectura tiene la doble ventaja de evitar repeticiones inútiles, y de atestiguar un verdadero deseo de instruirse. Si después de esto quedan dudas o puntos oscuros, la explicación se presenta más fácil, porque se cuenta con algún apoyo y no se pierde el tiempo en insistir sobre lo más elementales principios. Si me lo permite, nos limitaremos, pues, hasta nueva orden, a lagunas cuestiones generales.

V. —Enhorabuena, y le ruego que me llame al orden si de él me separo.

Espiritismo y Espiritualismo.

Empezaré por preguntarle: ¿Qué necesidad había de crear las nuevas palabras espiritista y Espiritismo, para reemplazar las de espiritualismo y espiritualista, que pertenecen al lenguaje común y son comprendidas por todo el mundo? He oído a muchos tratar de barbarismos a las nuevas palabras.

A. K. —La palabra espiritualista tiene, desde hace mucho tiempo, una acepción bien determinada. Esta es la que nos da la Academia: “Aquél o aquélla cuya doctrina es opuesta al materialismo.”2 Todas las religiones están necesariamente fundadas en el espiritualismo. Cualquiera que crea que hay en nosotros algo más que materia, es espiritualista, lo que no implica la creencia en los espíritus y en sus manifestaciones. ¿Cómo le distinguiría, pues, del que cree en esto último? Sería preciso emplear una perífrasis, y decir: es un espiritualista que cree en los espíritus. Las cosas nuevas requieren nuevas palabras, si quieren evitarse equívocos. Si hubiese dado a mi Revista la calificación de espiritualista, no hubiese especificado su objeto, porque sin el título, hubiera podido no decir una palabra de los espíritus y hasta combatirlos. Leí hace algún tiempo en un periódico, a propósito de una obra de filosofía, un artículo en que se decía que el autor lo había escrito bajo el punto de vista espiritualista, y los partidarios de los espíritus se hubieran llevado un solemne chasco si, en fe de aquella indicación, hubieran creído hallar en él la menor concordancia con sus ideas. Si he adoptado, pues, las palabras espiritista y Espiritismo, es porque expresan sin anfibología las ideas relativas a los espíritus. Todo espirita es necesariamente espiritualista, pero falta mucho para que todos los espiritualistas sean espiritistas. Aunque el Espiritismo fuese una quimera, sería también útil tener términos especiales para lo que le concierne, porque las palabras son necesarias, tanto a las ideas falsas como a las verdaderas. Estas palabras, por otra parte, no son más bárbaras que todas las que crean diariamente las ciencias, las artes y la industria, y seguramente no lo son las que imaginó Gall para su nomenclatura de las facultades, tales como secretividad, amatividad, etc. Hay personas que por espíritu de contradicción critican todo lo que no procede de ellas, y se hacen contumaces en la oposición. Los que se paran en tan miserables pequeñeces sólo prueban la estrechez de sus ideas. Fijarse en semejantes bagatelas es probar que se anda corto de buenas razones. Espiritualismo y espiritualista son palabras inglesas empleadas en los Estados Unidos desde que empezaron las manifestaciones, y de ellas nos hemos servido por algún tiempo en Francia; pero desde que aparecieron las de Espiritismo y espiritista se comprendió de tal modo su utilidad, que fueron aceptadas inmediatamente por el público. Su uso está hoy tan consagrado, que los mismos adversarios, los primeros que las calificaron de barbarismos, no emplean otras. Los sermones y circulares que se fulminan contra el Espiritismo y los espiritistas no hubieran podido anatematizar el espiritualismo y a los espiritualistas sin engendrar confusión en las ideas. Bárbaras o no, esas palabras han pasado ya a la lengua usual, y a todas las de Europa, y son las empleadas en las publicaciones hechas en todos los países, favorables o desfavorables al Espiritismo. Han formado la base de la columna de la nomenclatura de la nueva ciencia. Para expresar sus fenómenos especiales, necesitaba términos especiales, y el Espiritismo tiene hoy su nomenclatura, como la química la suya.


3 Las palabras espiritualismo y espiritualista, aplicadas a las manifestaciones de los espíritus, sólo se emplean hoy por los adeptos de la escuela llamada americana.
2. Nuestra academia dice que es espiritualista el que trata de los espíritus, o tiene alguna opinión particular sobre ellos. El vulgo, sin embargo, opina lo mismo que la Academia francesa, desechando la de la española. (N. del T.)
3. Estas palabras gozan hoy, por otra parte, del derecho de ciudadanía, están incluidas en el suplemento del Petit Dictionnaire des Dictionnaires, extractado de Napoleón Landais, de cuya obra se tiran a miles los ejemplares. En él se encuentra la definición y la etimología de las palabras:, “erraticidad”, “medianímico”, “médium”, “mediumnidad”, “periespíritu”, “Pneumatografía”, “Pneumatofonía”, “psicógrafo”, “psicografía”, “psicofonía”, “reencarnación” “sematología”, “espírita”, “Espiritismo”, “exteriorito”, “tiptología,. E igualmente se encuentran con todas las explicaciones de que son susceptibles en la nueva edición del Dictionnaire Universal de Mauricio Lachàtre.


Disidencias.

V. —La diversidad en la creencia de lo que usted llama una ciencia, me parece su condenación. Si esta ciencia reposase en los hechos positivos, ¿No debería ser la misma en América que en Europa?

A. K. —Ante todo responderé que esta divergencia está más en la forma que en el fondo. Realmente no consiste más que en la manera de considerar algunos puntos de la doctrina, sin constituir un antagonismo radical en los principios, como pretenden nuestros adversarios sin haber estudiado la cuestión. Pero, dígame usted, ¿Qué ciencia al aparecer no ha ocasionado disidencias, hasta que se han establecido claramente sus principios? ¿No existen aun en las ciencias mejor constituidas? ¿Están acordes todos los sabios sobre uno mismo punto? ¿No tienen sus sistemas particulares? ¿Presentan siempre las sesiones del Instituto el cuadro de una perfecta y cordial inteligencia? ¿No existen en medicina las Escuelas de París y de Montpellier? ¿No ocasiona cada descubrimiento de una ciencia, un nuevo desacuerdo entre los que quieren progresar y los que quieren permanecer estacionarios? Por lo que se refiere al Espiritismo, ¿No era natural que a la aparición de los primeros fenómenos, cuando aún se ignoraban las leyes que los regían, diese cada uno su sistema y los considerase a su modo? ¿Pero qué ha ocurrido con todos esos sistemas primitivos y aislados? Han caído ante una observación más completa de los hechos. Algunos años han bastado para establecer la unidad grandiosa que prevalece en la doctrina, y que liga a la inmensa mayoría de los adeptos, con excepción de algunas individualidades que, en esto como en todo, se atan a las ideas primitivas y mueren con ellas, ¿Cuál es la ciencia, cuál es la doctrina filosófica o religiosa que ofrezca semejante ejemplo? ¿Ha presentado nunca el Espiritismo la centésima parte de las divisiones que desgarraron la iglesia durante muchos siglos, y que actualmente la desgarran aún? Verdaderamente son dignas de observar las puerilidades de que echan mano los adversarios del Espiritismo. ¿Y no implica eso la escasez de razones formales? Burlas, negaciones, calumnias, pero ningún argumento perentorio. Y la prueba de que aún no se le ha encontrado parte vulnerable es que nada ha detenido su marcha ascendente, y que al cabo de diez años cuenta con más adeptos que no ha contado nunca ninguna secta al cabo de muchos. Este es un hecho adquirido por la experiencia y reconocido por sus mismos adversarios. Para destruirlo, no basta decir: no hay tal cosa, esto es absurdo. Es necesario probar categóricamente que los fenómenos no existen, y que no pueden existir. Esto es lo que nadie ha hecho.

Fenómenos espiritistas simulados.

V. —¿Y no se ha probado que sin el Espiritismo podían producirse esos fenómenos, de donde puede deducirse que no tienen el origen que les atribuyen los espiritistas?

A. K. —Por el hecho de que se puede imitar una cosa, ¿Hemos de creer que no exista? ¿Qué diría usted de la lógica, del que pretendiese que, porque no se hace vino de champagne con agua de seltz, todo el vino de champagne no es más que agua de seltz? Es privilegio de todas las cosas notables el originar falsificaciones. Algunos prestidigitadores han creído que la palabra Espiritismo, a causa de su popularidad y de las controversias de que era objeto, podía apropiarse a la explotación, y para llamar al público, han simulado más o menos groseramente algunos fenómenos de mediumnidad, como simularon en otro tiempo la clarividencia sonambúlica, viendo lo cual aplauden los burlones, exclamando: ¡Ahí tenemos el Espiritismo! Cuando apareció en la escena la ingeniosa producción de los espectros, ¿No decían en todas partes que era el golpe de gracia del Espiritismo? Antes de pronunciar un fallo tan decisivo, hubieran debido reflexionar que las aseveraciones de un escamoteador no son el Evangelio y asegurarse de si existía identidad real entre la imitación y la cosa imitada. Nadie compra un brillante antes cerciorarse de que no es falso. Un estudio algo detenido les hubiese convencido de que los fenómenos espiritistas se presentan en muy distintas condiciones, y hubieran sabido, además, que los espiritistas no se ocupan en hacer aparecer espectros, ni en decir la buenaventura. La malevolencia y una insigne mala fe podían sólo asimilar el Espiritismo a la magia y a la hechicería, porque él repudia los objetos, las prácticas, las fórmulas y las palabras místicas de éstas. Otros no vacilan en comparar las reuniones espiritistas a las asambleas del sábado, en que se espera la hora fatal de medianoche para hacer aparecer los fantasmas. Un amigo mío, espiritista, se encontraba un día viendo el Macbeth al lado de un periodista a quien no conocía. Llegada la escena de las brujas, oyó que éste último decía a su amigo: “¡Bueno! Ahora vamos a asistir a una reunión de espiritista; precisamente me falta tema para mi próximo artículo y ahora voy a saber cómo se verifica esas cosas. Si hubiese por aquí uno de esos locos, le preguntaría si se reconoce en ese cuadro”. “Yo soy uno de ellos —le contestó el espiritista—, y puedo asegurarle que estoy muy lejos de reconocerme en él, porque, aunque he asistido a centenares de reuniones espiritistas, jamás he visto en las mismas nada semejante, y si es aquí donde viene usted a buscar los datos para su artículo, no brillará éste por la veracidad”. Muchos críticos no cuentan con base más segura. ¿Y sobre quién, sino sobre los que se lanzan sin fundamento, cae el ridículo? En cuanto al Espiritismo, su crédito, lejos de resentirse, ha aumentado por la boga en que lo han puesto todas esas maquinaciones, llamando la atención de las personas que no lo conocían. Así han inducido al examen del mismo y aumentado el número de los adeptos, porque se ha reconocido que, en vez de ser un pasatiempo, es un asunto serio.

Impotencia de los detractores.

V. —Convengo en que entre los detractores del Espiritismo haya personas inconsecuentes, como la de que acaba usted de hablar. Pero, al lado de éstas, ¿No hay hombres de valía real y de opiniones de peso?

A. K. —No lo niego, y respondo a ello que el Espiritismo cuenta con sus filas con un buen número de hombres de valía no menos real. Digo más aún, y es que la inmensa mayoría de los grupos espiritistas se compone de hombres de inteligencia y de estudio, y sólo la mala fe puede decir que sólo creen en él las mujerzuelas y los ignorantes. Por otra parte, hay un hecho perentorio que responde a esa objeción, y es el de que, a pesar de su saber y de su posición oficial, ninguno ha conseguido detener la marcha del Espiritismo, y sin embargo, no existe uno solo, desde el más humilde folletinista, que no se haya hecho la ilusión de asestarle el golpe mortal, consiguiendo todos sin excepción ayudarle, sin quererlo, en su expansión. Una idea que resiste a tantos esfuerzos, que avanza, sin titubear, a través de la lluvia de dardos que se le asestan, ¿No reclama este fenómeno la atención de los pensadores serios? Por eso más de uno se dice hoy que algo debe haber en el Espiritismo, quizá uno de esos movimientos irresistibles que, de tiempo en tiempo, remueven las sociedades para transformarlas. Siempre ha sucedido lo mismo con las nuevas ideas llamadas a revolucionar el mundo. Encuentran por fuerza obstáculos, porque han de luchar con los intereses, con las preocupaciones y con los abusos que vienen a destruir, pero como forman parte de los designios de Dios para realizar la ley del progreso de la Humanidad, nada puede detenerlas cuando les llega su hora, lo cual prueba que son la expresión de la verdad. Manifiesta desde luego, según tengo dicho, la impotencia de los adversarios del Espiritismo, la ausencia de buenos razones, ya que las que le ponen no convencen. Pero depende también esa impotencia de otra causa que burla todas sus combinaciones. Se maravillan de sus progresos a pesar de todo lo que hacen para detenerlo, y ninguno encuentra la causa, porque la buscan donde existe. Los unos la ven en el gran poderío del diablo que, de ser cierta esta explicación, sería más fuerte que ellos, y hasta más que el mismo Dios; los otros, en el desarrollo de la locura humana. El error de todos está en creer que la fuente del Espiritismo es única y que se basa en la opinión de un hombre. De aquí la idea de que, destruyendo la opinión de un hombre, destruirán el Espiritismo. De aquí que busquen el origen en la Tierra, y estando ésta en el espacio, no se encuentra en un punto solo sino en todas partes, porque en todas partes, en todos los países, se manifiestan los espíritus, lo mismo en los palacios que en las cabañas. La verdadera causa está, pues, en la naturaleza misma del Espiritismo, que no recibe el impulso de un solo hombre, sino que permite a cada uno recibir comunicaciones de los espíritus, confirmándose así en la realidad de los hechos. ¿Cómo persuadir a millones de individuos que todo eso no es más que charlatanismo, escamoteo y habilidades son ellos los que obtienen el resultado sin el concurso de nadie? ¿Se les hará creer que son ellos sus propios ayudantes, y que se entregan al charlatanismo y al escamoteo para sí mismos únicamente? Esta universalidad de las manifestaciones de los espíritus, que acuden a todas las partes del globo a desmentir a los detractores y a confirmar los principios de la doctrina, es una fuerza tan incomprensible para los que no conocen el mundo invisible, como la rapidez y la transmisión de un telegrama para los que no conocen las leyes de la electricidad. Y contra esta fuerza se estrellan todas las negaciones, porque equivale a decir a personas que están recibiendo los rayos del sol, que el sol no existe. Haciendo abstracción de las cualidades de la doctrina, que satisfacen más que las que se le oponen, la indicada es la causa de las derrotas que sufren los que intentan detenerla en su marcha. Para conseguirlo, les sería necesario encontrar el medio de impedir a los espíritus que se manifiesten. He aquí por qué los espiritistas se cuidan tan poco de sus maquinaciones. La experiencia y la autoridad de los hechos están de su parte.

Lo maravilloso y lo sobrenatural.

V. —El Espiritismo tiende, evidentemente, a resucitar las creencias fundadas en lo maravilloso y lo sobrenatural, lo que me parece difícil en nuestro siglo positivista, porque equivale a defender las supersticiones y los errores populares que la razón rechaza.

A. K. —Las ideas son supersticiosas porque son falsas, y cesan de serlo desde el momento en que se las reconoce exactas. La cuestión está, pues, en saber si hay o no manifestaciones de espíritus, y usted no puede calificarlas de supersticiones hasta que haya probado que no existen. Pero usted dirá: mi razón las rechaza; pero todos los que creen y que no son unos tontos, invocan también su razón y además los hechos. ¿Cuál de las dos razones es superior? El juez supremo en esto es el porvenir, como lo ha sido en todas las cuestiones científicas o industriales, calificadas en su origen de absurdos y de imposibles. Usted juzga a priori según su razón; nosotros no juzgamos sino después de haber visto y observado por mucho tiempo. Añadimos que el Espiritismo ilustrado, como el de hoy, tiende, por el contrario, a destruir las ideas supersticiosas, porque demuestra la verdad a la falsedad de las creencias populares, y todos los absurdos que la ignorancia y las preocupaciones han mezclado con ellos. Voy más lejos aún, y digo que, precisamente, el positivismo del siglo es el que hace adoptar el Espiritismo y a quien debe éste, en parte, su rápida propagación, y no, según pretenden algunos, a un recrudecimiento del gusto de lo maravilloso y sobrenatural. Lo sobrenatural desaparece a la luz de la ciencia, de la filosofía y de la razón, como los dioses del paganismo desaparecieron a la del cristianismo. Lo sobrenatural es lo que está fuera de las leyes de la Naturaleza. El positivismo nada admite fuera de éstas. ¿Pero las conoce todas? En todos tiempos los fenómenos cuya causa era desconocida han sido reputados sobrenaturales. Cada nueva ley descubierta por la ciencia ha alejado los límites de aquél, y el Espiritismo viene a revelar una ley según la cual la conversación con el Espíritu de un muerto reposa en una ley tan natural como la que la electricidad permite establecer entre los individuos, distantes quinientas leguas el uno del otro, y así con todos los otros fenómenos espiritistas. El Espiritismo repudia, en lo que le concierne, todo efecto maravilloso, es decir, fuera de las leyes de la Naturaleza. No hace milagros ni prodigios, pero explica, en virtud de una ley, ciertos efectos reputados hasta hoy como milagrosos y prodigiosos, demostrando al mismo tiempo su posibilidad. Ensancha así el dominio de la ciencia, bajo cuyo aspecto es también una ciencia. Pero originado el descubrimiento de esta nueva ley consecuencias morales, el código de aquéllas, hace del Espiritismo una doctrina filosófica. Bajo este último punto de vista, responde a las aspiraciones del hombre respecto del porvenir; pero como apoya la teoría de éste en bases positivas y racionales, se amolda al espíritu positivista del siglo, lo que comprenderá usted cuando se haya tomado el trabajo de estudiarlo. (El Libro de los Médiums, cap. II de esta obra).

Oposición de la ciencia.

V. —Usted, según dice, se apoya en los hechos, pero le oponen la opinión de los sabios que los niegan, o que los explican de distinta manera. ¿Por qué no se han ocupado ellos del fenómeno de las mesas giratorias? Si en el hubiesen visto algo serio, me parece que se hubiesen guardado de descuidar tan extraordinarios hechos, y menos aún rechazarlos con desdén, mientras que todos están en contra de usted. ¿No son los sabios la antorcha de las naciones, y no es su deber el de difundir la luz? ¿Cómo quiere usted que la hubiesen apagado, presentándoseles tan buena ocasión de revelar al mundo una nueva fuerza?

A. K. —Usted acaba de trazar de un modo admirable el deber de los sabios. Lástima que lo hayan olvidado más de una vez. Pero antes de contestar a esta juiciosa observación, debo rectificar un grave error en que ha incurrido usted, diciendo que todos los sabios están en contra de nosotros. Como he dicho antes, el Espiritismo hace sus prosélitos precisamente en la clase ilustrada, y en todos los países del mundo: cuenta con un gran número de ellos entre los médicos, de todas las naciones, y los médicos son hombres de ciencia, los magistrados, los profesores, los artistas, los literatos, los militares, los altos funcionarios, los eclesiásticos, etc., que se acogen a su bandera son personas a las cuales no puede negarse cierta dosis de ilustración, puesto que no solamente hay sabios en la ciencia oficial y en las corporaciones constituidas. El hecho de que el Espiritismo no tenga un derecho de ciudadanía en la ciencia oficial, ¿Es motivo para condenarle? Si la ciencia jamás se hubiese engañado, su opinión podría pesar en la balanza; pero desgraciadamente, la experiencia prueba lo contrario. ¿No ha rechazado como quimeras una multitud de descubrimientos que, más tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? El verse privada Francia de la iniciativa del vapor, ¿No está relacionada con la primera de nuestras corporaciones sabias? Cuando Fulton vino al campo de Bolonia a presentar su sistema a Napoleón I, quien recomendó su examen inmediato al Instituto, ¿No dijo éste que semejante sistema era un sueño impracticable, y que no había lugar para ocuparse de él? ¿Ha de concluirse de aquí que los miembros del Instituto son ignorantes? ¿Justifica esto los epítetos triviales que se complacen ciertas personas en prodigarles? Seguramente que no, y ninguna persona sensata deja de hacer justicia a su eminente saber, reconociendo, sin embargo, que no son infalibles, y que su juicio no es decisivo, sobre todo en cuanto a ideas nuevas.

V. —Enhorabuena, convengo en que no son infalibles. Pero no es menos cierto que, a causa de su saber, su opinión vale algo, y que si usted los tuviese a favor suyo, daría esto mucho prestigio a su sistema.

A. K. —También admitirá usted que nadie es buen juez más que en los asuntos de su competencia. Si quisiera usted edificar una casa, ¿Se dirigiría a un médico? Si estuviese malo, ¿Se haría cuidar por un arquitecto? Si tuviese un pleito, ¿Tomaría parecer de un bailarín? En fin, si tratase de una cuestión de teología, ¿La haría usted resolver por un químico o por un astrónomo? No, a cada uno lo suyo. Las ciencias vulgares descansan sobre las propiedades de la materia que puede manipularse a nuestro antojo; los fenómenos que la materia produce tienen por agentes fuerzas materiales. Los fenómenos del Espiritismo tienen por agentes inteligencias independientes, dotadas de libre albedrío, y no sometidas a nuestro capricho. De este modo se sustraen a nuestro procedimiento de laboratorio y a nuestros cálculos, y por tanto, no son del dominio de la ciencia propiamente dicha. Las ciencia, pues, se ha extraviado cuando ha querido experimentar a los espíritus como con una pila voltaica. Ha fracasado, y así debía suceder, porque operaba obedeciendo a una analogía que no existe, y luego, sin tomarse mayor trabajo, ha proferido la negativa: juicio temerario, que el tiempo se encarga de reformar cada día, como ha reformado muchos otros, y los que lo han pronunciado pasarán por la vergüenza de haberse revelado, harto ligeramente, contra la potencia infinita del Creador. Las corporaciones sabias no tienen, ni tendrán nunca que decidirse en esta cuestión. No es de su incumbencia, como no lo es determinar si Dios existe, siendo por consiguiente erróneo el querer hacerlas jueces. El Espiritismo es una cuestión de creencia personal que no puede depender del voto de una asamblea, porque, aunque le fuese favorable, no puede forzar las conciencias. Cuando la opinión pública se haya formado sobre este particular, los sabios, como individuos, lo aceptarán, obedeciendo a la fuerza de las cosas. Deje que pase una generación, y con ella, las preocupaciones del amor propio que se subleva, y verá usted que sucede con el Espiritismo lo que con otras verdades que se han combatido, acerca de las cuales sería actualmente ridícula la duda. Hoy se trata de locos a los creyentes, mañana los locos serán los incrédulos, al igual como en otro tiempo se trataba de locos a los que creían en el movimiento de la Tierra. Pero todos los sabios no han emitido el mismo juicio, y entiendo por sabios los hombres de estudio y de ciencia, con o sin título oficial. Muchos han hecho el razonamiento siguiente: “No hay efecto sin causa y los más vulgares efectos pueden conducirnos a los más graves problemas. Si Newton hubiese despreciado la caída de la manzana; si Galvani hubiese rechazado a su criada tratándola de loca y visionaria, cuando le hablaba de las ranas que bailan en el plato, quizá estaríamos aún sin conocer la admirable ley de la gravitación universal y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno que se conoce con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el de la danza de las ranas, y quizá encierra también alguno de esos secretos de la Naturaleza que revolucionan a la humanidad cuando se tiene la clave de ello” Se ha dicho además: “Puesto que tantas personas se ocupan de él, puesto que hombres serios lo han estudiado, preciso es que haya algo en todo eso: una ilusión, una moda si se quiere, no puede tener ese carácter de generalidad. Puede seducir a un círculo, a un corrillo, pero no pasear el mundo entero. Guardémonos, pues, de negar la posibilidad de lo que no comprendemos, no sea que tarde o temprano recibamos un mentís poco favorable a nuestra perspicacia”.

V. —Perfectamente; he aquí un sabio que razona con sabiduría y prudencia, y yo, sin serlo, pienso como él. Pero observe usted que nada afirma: duda, duda únicamente, ¿Y sobre qué basar la creencia en la existencia de los espíritus y, sobre todo, la posibilidad de comunicarse con ellos?

A. K. —Esta creencia se apoya en los razonamientos y en hechos. Yo mismo lo la adopté hasta después de haberla examinado detenidamente. Habiendo adquirido en el estudio de las ciencias exactas costumbres positivas, he sondeado y escudriñado esta nueva ciencia en sus más ocultos repliegues; he querido darme cuenta de todo: porque no acepto una idea hasta no conocer el porqué y cómo de la misma. He aquí el razonamiento que me hacía un ilustre médico, incrédulo en otro tiempo y hoy adepto ferviente: “Se dice que se comunica seres invisibles; y, ¿Por qué no? Antes de la invención del microscopio, ¿Sospechábamos la existencia de esos millares de animalitos que tantos trastornos causan en nuestro cuerpo? ¿Dónde está la imposibilidad material de que haya en el espacio seres inaccesibles a nuestros sentidos? ¿Tendremos acaso la ridícula pretensión de saberlo todo y decir a Dios que nada más puede enseñarnos ya? Si esos seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿Por qué no han de comunicarse con nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un papel en el destino y en los acontecimientos. ¿Quién sabe? Acaso constituyen uno de los poderes de la Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que nosotros no sospechamos. ¡Qué nuevo horizonte ofrece todo eso al pensamiento! ¡Qué vasto campo de observaciones! El descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy distinto del de los infinitamente pequeños; más que un descubrimiento, sería una revolución en las ideas. ¡Cuántas cosas misteriosas explicaría! Los que en ellos creen son puestos en ridículo, ¿Pero qué prueba esto? ¿No ha sucedido lo mismo con todos los grandes descubrimientos? ¿No se rechazó a Cristóbal Colón, saciándole de disgustos y tratándole de insensato? Semejantes ideas, se dice, son tan extrañas que no pueden admitirse; pero el que hubiese afirmado, hace medio siglo únicamente, que en algunos minutos podría establecerse correspondencia del uno al otro extremo del mundo; que en algunas horas se podría atravesar Francia; que con el humo de un poco de agua hirviendo caminaría un buque a pesar del viento de proa; que se sacarían del agua los medios de alumbrarse y calentarse; que podría iluminarse París en un instante con un solo receptáculo de una sustancia invisible; al que todo o algo de esto hubiese afirmado, repito, ¿No se le hubieran reído a carcajadas? ¿Y es por ventura más prodigioso que esté poblado el espacio de seres inteligentes que, después de haber vivido en la Tierra, han dejado la envoltura material? ¿No se encuentra en este hecho la explicación de una multitud de creencias que se refieren a la más remota antigüedad? Semejantes cosas vale la pena de que las profundicemos”. He aquí las reflexiones de un sabio, pero de un sabio sin pretensiones; palabras que son también las de una multitud de hombres ilustrados. Han visto, no superficialmente y con prevención; han estudiado seriamente y sin estar prevenidos en contra, han tenido la modestia de no decir: no lo comprendo, luego no es cierto; han formado su convicción por medio de la observación y el razonamiento. Si esas ideas hubiesen sido quiméricas, ¿Cree usted que semejantes hombres las hubiesen adoptado? ¿Qué por tanto tiempo hubieran sido juguete de una ilusión? No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles para nosotros y de que pueblen el espacio; consideración que por sí sola debiera inducir a mayor circunspección. ¿Quién en otro tiempo hubiese pensado que una gota de agua clara encierra millares de seres, cuya pequeñez confunde nuestra imaginación? Pues digo que más difícil era a la razón el concebir seres provistos de tan diminutos órganos y funciones como nosotros, que admitir lo que llamamos espíritus.

V. —Sin duda alguna, pero de la posibilidad de que exista una cosa, no se deduce que realmente exista.

A. K. —De acuerdo; pero usted convendrá en que desde el momento en que no es imposible, se ha dado un gran paso, porque nada en ella repugna a la razón. Resta, pues, evidenciarla por la observación de los hechos, observación que no es nueva. La historia, tanto sagrada como profana, prueba la antigüedad y la universalidad de esta creencia, que se ha perpetuado a través de todas las vicisitudes del mundo, y que, en estado de ideas innatas e intuitivas se encuentran grabada en el pensamiento de los pueblos más salvajes, así como la del Ser Supremo y la de la vida futura. El Espiritismo no es, pues, de creación moderna ni mucho menos; todo prueba que los antiguos lo conocían tan bien o quizá mejor que nosotros, con la única diferencia de que se enseñaba mediante ciertas precauciones misteriosas que lo hacían inaccesibles al vulgo, abandonando intencionalmente en el lodazal de la superstición. Con respecto a los hechos, son de dos naturalezas: los unos espontáneos, y provocados los otros. Entre los primeros, debemos colocar las visiones y apariciones, que son muy frecuentes; los ruidos, alborotos y perturbaciones de objetos sin causa material, y multitud de efectos insólitos que se catalogaban como sobrenaturales, y que hoy nos parecen sencillos. Porque, para nosotros, nada hay sobrenatural, ya que todo entra en las leyes inmutables de la Naturaleza. Los hechos provocados son los obtenidos con el auxilio de los médiums.

Falsas explicaciones de los fenómenos.

V. —Los fenómenos provocados son especialmente los que más se critican. Pasemos por alto toda suposición de charlatanismo, y admitamos una completa buena fe. ¿No podríamos pensar que los médiums son juguete de una alucinación?

A. K. —Que yo sepa, aún no se ha explicado claramente el mecanismo de la alucinación. Tal como se la conoce es, sin embargo, un efecto muy raro y muy digno de estudio. ¿Cómo, pues, los que pretenden darse cuenta, por este medio, de los fenómenos espiritistas, no pueden explicar su aplicación? Por otra parte, hay hechos que rechazan esta hipótesis, cuando una mesa u otro objeto se mueve, se levanta y golpea; cuando a nuestra voluntad se pasea por la sala sin el contacto de nadie; cuando se separa del suelo y se mantiene en el espacio sin punto de apoyo; cuando, en fin se rompe al caer, no son ciertamente estos efectos producidos por una alucinación. Suponiendo que el médium, a consecuencia de su imaginación, crea ver lo que no existe, ¿Es probable que toda una sociedad padezca el mismo vértigo, que se repita esto en todas partes y en todos los países? La alucinación, en semejante caso, sería más prodigiosa que el hecho mismo.

V. —Admitiendo la realidad del fenómeno de las mesas giratorias y golpeadoras, ¿No es más racional atribuirlo a la acción de un fluido cualquiera, del magnético, por ejemplo?

A. K. —Tal fue el primer pensamiento, y yo, como otros, lo tuve. Si los efectos se hubiesen limitado a efectos materiales, sin duda alguna podrían explicarse por este medio. Pero cuando los movimientos y golpes dieron pruebas de inteligencia, cuando se reconoció que respondían con entera libertad al pensamiento, se sacó esta consecuencia: Si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente tiene una causa inteligente. ¿Puede ser esto efecto de un fluido, a menos que no se diga que éste es inteligente? Cuando usted ve que los brazos del telégrafo hacen señas y que transmiten el pensamiento, usted sabe perfectamente que no son esos brazos de madera o de hierro los inteligentes, sino que es una inteligencia quien los hace mover. Lo mismo sucede con las mesas. ¿Hay o no efectos inteligentes? Esta es la cuestión. Los que lo niegan son personas que no lo han visto todo y que se apresuran a fallar según sus propias ideas, y partiendo de una observación superficial.

V. —A esto se responde que, si hay un efecto inteligente, no es otro que la propia inteligencia, ya del médium, ya del interrogador, ya de los asistentes, porque, se dice, la respuesta está siempre en el pensamiento de alguno.

A. K. —También esto es un error producido por una falta de observación. Si los que piensan de este modo se hubiesen tomado el trabajo de estudiar el fenómeno en todas sus fases, hubieran reconocido a cada paso la independencia absoluta de la inteligencia que se manifiesta. ¿Cómo puede conciliarse esta tesis con las respuestas que están fuera del alcance intelectual y de la instrucción del médium, que contradice sus ideas, sus deseos y sus opiniones, o que difieren completamente de las previsiones de los asistentes? ¿Cómo conciliarla con los médiums que escriben en un idioma que no conocen, o en el suyo propio sin saber leer ni escribir? A primera vista, esta opinión no tiene nada de irracional, convengo en ello, pero está desmentida por hechos tan numerosos y concluyentes, que hacen imposible la duda. Por lo demás, admitida esta teoría, el fenómeno, lejos de simplificarse, sería por el contrario prodigioso. ¡Qué! ¿Se reflejaría el pensamiento en una superficie, como la luz, el sonido, el calor? Ciertamente mucho tendría que ver en esto la sagacidad de la ciencia. Y por otra parte, lo que no es menos maravillo es que de veinte personas reunidas, se reflejara precisamente el de tal, y no el de cual. Semejante sistema es insostenible. Es verdaderamente curioso ver a los contradictores buscar causas cien veces más extraordinarias y difíciles de comprender que las que se les señalan.

V. —¿Y no podría admitirse, según la opinión de algunas personas, que el médium se encuentra en un estado de crisis, gozando de una lucidez que le da la percepción sonambúlica o una especie de doble vista, lo cual explicaría la extensión momentánea de las facultades intelectuales, y que, como se dice, las comunicaciones obtenidas a través de los médiums no sobre pujan a las que se obtienen por medio de los sonámbulos?

A. K. —Tampoco resiste semejante sistema a un examen profundo. El médium no está en crisis, ni duerme, sino que se halla perfectamente despierto, obrando y pensando como otro cualquiera, sin experimentar nada extraordinario. Ciertos efectos particulares han podido dar lugar a esta equivocación. Pero cualquiera que no se limite a juzgar las cosas por la observación de uno solo de sus aspectos, reconocerá, sin trabajo, que el médium está dotado de una facultad particular que no permite confundirle con el sonámbulo, y la completa independencia de su pensamiento está probada por los hechos de todo punto evidentes. Haciendo abstracción de las comunicaciones escritas, ¿Cuál es el sonnámbulo que ha hecho brotar un pensamiento de un cuerpo inerte? ¿Cuál es el que ha producido apariciones visibles y hasta tangibles? ¿Cuál el que ha podido mantener un cuerpo sólido suspendido en el espacio sin punto de apoyo? ¿Acaso por un efecto sonambúlico, en mi casa, y en presencia de veinte testigos, un médium dibujó el retrato de una joven, muerta hacía dieciocho meses y a quien no había conocido, retrato en el cual reconoció a aquélla su padre, que estaba presente en la sesión? ¿Acaso por un efecto sonambúlico responde con precisión una mesa a las preguntas que se le dirigen, preguntas mentales en ciertas ocasiones? Seguramente, si se admite que el médium se encuentra en un estado magnético, me parece difícil creer que la mesa sea sonámbula. Se dice también de los médiums que sólo hablan con claridad de las cosas conocidas. ¿Pero cómo explicar entonces el hecho siguiente y cien otros del mismo género? Un amigo mío, excelente, médium escribiente, preguntó a un Espíritu si una persona, a quien no había visto hacía quince años, estaba aún en el mundo. “Sí, vive aún —se le respondió-. Se encuentra en París, calle tal, número tal.” Mi amigo fue, y encontró a la persona en cuestión en el mismo sitio que se le había indicado. ¿Es esto una ilusión? Su pensamiento podía sugerirle quizá esta respuesta, porque dada la edad de la persona, las probabilidades inducían a pensar que ya no existía. Si en ciertos casos se ha encontrado que las respuestas estaban conformes con el pensamiento, ¿Es racional concluir que sea esto una ley general? En esto, como en todo, los juicios precipitados son peligrosos, porque pueden ser contrariados por hechos no observados.

Los incrédulos no pueden ver para convencerse.

V. —Hechos positivos son los que quisieran ver los incrédulos, los cuales piden y la mayor parte de las veces no pueden proporcionárseles. Si todos pudiesen ser testigos de semejantes hechos, no sería lícito dudar. ¿Cómo es, pues, que tantas personas, a pesar de su buena voluntad, nada han podido ver? Se les opone, según dicen, la falta de fe, y a esto contestan con razón que no le es posible tener una fe anticipada, y que si se quiere que crean, es preciso darles los medios de creer.

A. K. —La razón es muy sencilla. Quieren sujetar los hechos a su mandato, y los espíritus no obedecen semejante mandato, es preciso esperar su buena voluntad. No basta, pues, decir: patentízame tal hecho, y creeré. Es necesario tener la voluntad de la perseverancia, dejar que los hechos se produzcan espontáneamente, sin pretender forzarles o dirigirlos. Aquel que usted desea será precisamente quizá el que no obtendrá. Pero se presentarán otros, y el anhelo aparecerá cuando menos se lo espere. A los ojos del observador atento y asiduo, surge de las masas que corroboran las unas a las otras. Pero el que cree que basta mover el manubrio para hacer funcionar la máquina, se engaña completamente. ¿Qué hace el naturalista que quiere estudiar las costumbres de un animal? ¿Le manda por ventura que haga tal o cual cosa para tener la comodidad de observarle a su gusto? No, porque sabe perfectamente que no le obedecerá: espía las manifestaciones espontáneas de su instinto; las espera y las acoge al vuelo. El simple sentido común demuestra que en mayor razón debe hacerse lo mismo con los espíritus, que son inteligencias de muy distinto modo independientes que la de los animales. Es un error creer que la fe sea necesaria; pero la buena fe ya es otra cosa, y escépticos hay que niegan hasta la evidencia, y a quienes no convencerían los prodigios. ¿Cuántos hay que después de haber visto pretenden explicar los hechos a su manera, diciendo que nada prueban? Esas gentes no sirven más que para perturbar las reuniones, sin lograr provecho alguno. Por esto se le aleja de ellas, y no se pierde el tiempo. También hay otros que se verían muy contrariados si hubiesen de creer forzosamente, porque su amor propio se ofendería teniendo que confesar que se habían engañado. Y, ¿Qué responder a personas que no ven en todo más que ilusiones y charlatanismo? Nada, es preciso dejarlas tranquilas y permitirles que digan, tanto como quieran, que nada han visto y hasta que nada se ha podido o querido hacerles ver. Al lado de esos escépticos endurecidos, se encuentran los que desean ver a su manera, quienes, habiéndose formado una opinión, quieren referirlo todo a la misma. No comprenden que ciertos fenómenos pueden dejar de obedecerles, y no saben o no quieren ponerse en las indispensables condiciones. El que desea observar de buena fe no debe creer porque se le ha dicho, pero sí despojarse de toda idea preconcebida, desistiendo de asimilar cosas incompatibles. Debe esperar, persistir y observar con una paciencia infatigable, condición favorable para los adeptos, pues prueba que su convicción no se ha formado a la ligera. ¿Tiene usted semejante paciencia? No, me responde usted, no tengo tiempo para eso. Entonces, pues, no se ocupe del asunto, pero tampoco de él, nadie le obliga a ello.

Buena o mala voluntad de los espíritus para convencer.

V. —Los espíritus, sin embargo, deben desear hacer prosélitos, ¿Por qué no se prestan más de lo que lo hacen, a los medios de convencer a ciertas personas, cuya opinión sería de gran influencia?

A. K. —Es que aparentemente y por ahora no están dispuestos a convencer a ciertas personas, cuya importancia no reputan tan grande como ellas mismas se figuran. Esto es poco lisonjero, convengo en ello, pero nosotros no gobernamos la opinión de aquéllos. Los espíritus tienen un modo de juzgar las cosas que no es siempre igual al nuestro; ven, piensan y obran contando con otros elementos; mientras que nuestra vista está circunscrita por la materia limitada por el círculo estrecho, en cuyo centro nos encontramos, los espíritus abrazan el conjunto; el tiempo, que tan largo nos parece, es para ellos un instante; la distancia, un paso; ciertos pormenores, que nos parecen a nosotros de suma importancia, son puerilidades a sus ojos, juzgando por el contrario, importantes ciertas cosas cuya conveniencia nos pasa desapercibida. Para comprenderlos, es preciso elevarse con el pensamiento por encima de nuestro horizonte material y moral, y colocarnos en su punto de vista. No es e ellos a quienes corresponde descender hasta nosotros, sino nosotros elevarnos hasta ellos, y a esto es a donde nos conducen el estudio y la observación. Los espíritus aprecian a los observadores asiduos y concienzudos, para quienes multiplican los raudales de luz. No es la duda producida por la ignorancia la que les aleja, es la fatuidad de esos pretendidos observadores que nada observan, que pretenden ponerles en el banquillo y hacerles maniobrar como a títeres, y sobre todo el sentimiento de hostilidad y de denigración que alimentan, sentimiento que está en su pensamiento, cuando no se revela en sus palabras. Nada hacen por ello los espíritus y se ocupan muy poco de lo que pueden decir o pensar, porque a éstos también les llegará su día. He aquí por qué he dicho que no es la fe lo que se necesita, sino buena fe.

Origen de las ideas espiritistas modernas.

V. —Lo que desearía saber, caballero, es el punto originario de las ideas espiritistas modernas; ¿Son resultado de una revelación espontánea de los espíritus o de una creencia anterior a su existencia? Usted comprenderá la importancia de mi pregunta porque, en último caso, podría creerse que la imaginación no es extraña a semejantes ideas.

A. K. —Esta pregunta, como usted dice, caballero, es importante bajo este punto de vista, aunque sea difícil admitir —suponiendo ya que las ideas nacieron de una creencia anticipada- que la imaginación haya podido producir todos los resultados materialmente observados. En efecto, si el Espiritismo estuviese fundado en la idea preconcebida de la existencia de los espíritus, se podría, con alguna apariencia de razón, dudar de su realidad, porque si la causa es una quimera, también deben ser quimeras las consecuencias. Pero las cosas no han pasado así. Observe usted, ante todo, que este proceder sería completamente ilógico. Los espíritus son una causa y no un efecto. Cuando se nota un efecto, puede inquirirse su causa, pero no es natural imaginar una causa antes de haber visto los efectos. No se podía, pues concebir la idea de los espíritus si no se hubiesen presentado ciertos efectos, que encontraban probable explicación en la existencia de seres invisibles. Pues probable explicación en la existencia de seres invisibles. Pues bien, ni de este modo fue sugerido semejante pensamiento, es decir, que no fue una hipótesis imaginada para explicar ciertos fenómenos. La primera suposición que se hizo fue la de que la causa era material. Así pues, lejos de haber sido los espíritus una idea preconcebida, se partió del punto de vista materialista. Pero no siendo esto bastante para explicarlo todo, la observación, y sólo la observación, condujo a la causa espiritual. Hablo de las ideas espiritistas modernas, porque ya sabemos que esta creencia es tan antigua como el mundo. He aquí la evolución de las cosas. Se produjeron ciertos fenómenos espontáneos, tales como ruidos extraños, golpes, movimientos de objetos, etc., sin causa ostensible conocida, fenómenos que pudieron ser reproducidos bajo la influencia de ciertas personas. Hasta entonces nada autorizaba a buscar otra causa que la acción de un fluido magnético o de otra naturaleza, cuyas propiedades nos eran desconocidas. Pero no se tardó en reconocer en los ruidos y movimientos un carácter intencional e inteligente, de donde se dedujo, según tengo dicho, que: si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente tiene una causa inteligente. Esta inteligencia no podía residir en el objeto mismo, porque la materia no es inteligente. ¿Era reflejo de la persona o personas presentes? Al principio, como también tengo dicho, se pensó así. Sólo la experiencia podía decidir, y la experiencia ha demostrado con pruebas irrecusables, y no en pocas ocasiones, la completa independencia de esta inteligencia. Era, pues, independiente del objeto y de la persona. ¿Quién era? Ella misma respondió; declaró pertenecer al orden de seres incorpóreos designados con el nombre de espíritus. La idea de los espíritus no ha preexistido, pues no han sido consecutiva tampoco. En una palabra, no ha salido del cerebro: ha sido dada por los mismos espíritus, y ellos son los que nos han enseñado todo lo que después hemos sabido sobre ellos. Revelada la existencia de los espíritus y establecidos los medios de comunicación, se pudieron tener conversaciones continuadas y reseñas sobre la naturaleza de aquellos seres, las condiciones de su existencia y su misión en el mundo visible. Si de este modo pudieron ser interrogados los seres del mundo de los infinitamente pequeños, ¡Cuántas cosas curiosas no se sabrían acerca de ellos! Supongamos que antes del descubrimiento de América hubiese existido un hilo eléctrico del Atlántico, y que en el, extremo correspondiente a Europa se hubiese notado señales inteligentes, ¿No se hubiese deducido que en el otro extremo existían seres inteligentes que procuraban comunicarse? Se les hubiera preguntado entonces y ellos hubieran respondido, adquiriéndose de tal modo la certeza, el conocimiento de sus costumbres, de sus hábitos y de su manera de ser, sin nunca haberlos visto. Otro tanto ha sucedido con las relaciones del mundo invisible: las manifestaciones materiales han sido como señales, como advertencias que nos han manifestado comunicaciones más regulares y más seguidas. Y, cosa notable, a medida que hemos tenido a nuestro alcance medios más fáciles de comunicación, los espíritus abandonan los primitivos, insuficientes e incómodos, como el mudo que recobra la palabra renuncia al lenguaje de los signos. ¿Quiénes eran los habitantes de ese mundo? ¿Eran seres excepcionales, fuera de la humanidad? ¿Buenos o malos? También la experiencia se encargó de resolver estas cuestiones, pero hasta que numerosas observaciones hicieron luz sobre este asunto, estuvo abierto al campo de las conjeturas y de los sistemas, y bien sabe Dios que no faltaron. Unos vieron espíritus superiores en todos, otros sólo demonios. Por sus palabras y por sus actos podía juzgárseles. Supongamos que de los habitantes trasatlánticos desconocidos de que hemos hablado, hubiesen dicho los unos muy buenas cosas, mientras que otros se hubiesen hecho notar por el cinismo de su lenguaje, hubiérase deducido sin duda que los había entre ellos buenos y malos. Esto es lo que ha sucedido con los espíritus, reconociéndose entre los mismos todos los grados de bondad y de maldad, de ignorancia y de ciencia. Instruidos a cerca de los defectos y excelencias de aquéllos, nos correspondía a nosotros separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, en las relaciones que con ellos mantuviésemos, lo mismo que hacemos con los hombres. No sólo nos ha esclarecido la observación sobre las cualidades de los espíritus, sino que también sobre su naturaleza y sobre los que pudiéramos llamar su estado fisiológico. Se supo por ellos mismos que los unos eran muy venturosos, y muy desgraciados los otros; que no son excepcionales, ni de distinta naturaleza, sino que son las mismas almas de los que han vivido en la Tierra, en la que dejaron su envoltura corporal; que pueblan los espacios, nos rodean e incesantemente se codean con nosotros, y entre ellos, pudo cada uno reconocer por señales incontestables a sus parientes, amigos y conocidos de la Tierra. Se les pudo seguir en todas las fases de su existencia de ultratumba, desde el instante en que abandonan el cuerpo, y observar sus situación según su género de muerte y el modo como habían vivido en la Tierra. Se supo por fin que no eran seres abstractos, inmateriales en el sentido absoluto de la palabra: que tienen una envoltura a la que damos en nombre de periespíritu, especie de cuerpo fluídico, vaporoso, diáfano, visible en estado normal, pero que, en ciertos casos y por un especie de condensación o disposición molecular, pueden hacerse visibles y hasta tangibles momentáneamente, y así se explicó el fenómeno de las apariciones y de los contactos. Esta envoltura existe durante la vida del cuerpo: es el lazo entre el espíritu y la materia. Muerto el cuerpo, el alma o el Espíritu, que es lo mismo, no se despoja más que de la envoltura grosera, conservando la otra como cuando nos quitamos una pieza sobrepuesta para conservar la interior, como el germen del fruto se despoja de la envoltura cortical, conservando únicamente el periespermo. Esta envoltura semimaterial del Espíritu es el agente de los diferentes fenómenos, por cuyo medio manifiestan su presencia. Así es, caballero, en pocas palabras, la historia del Espiritismo. Ya ve usted, y aún mejor lo reconocerá cuando lo estudie con profundidad, que todo es en el Espiritismo el resultado de la observación, y no de un sistema preconcebido.

Medios de comunicación.

V. —Me ha hablado usted de medios de comunicación; ¿Podría darme una idea de ellos, puesto que es difícil comprender cómo esos seres invisibles pueden conversar con nosotros?

A. K. —Con mucho gusto. Seré, sin embargo, breve, porque este punto exigiría largas digresiones que encontrará usted especialmente en El Libro de los Médiums. Pero lo poco que le diré bastará para indicarle el mecanismo, y, sobre todo, para hacerle comprender mejor algunos experimentos a que podría asistir, mientras espera su completa iniciación. La existencia de esa envoltura semimaterial, el periespíritu, es ya una clave que explica muchas cosas y demuestra la posibilidad de ciertos fenómenos. En cuanto a los medios, son muy variados, y dependen, ya de la naturaleza más o menos pura del Espíritu, ya de las disposiciones particulares de las personas que le sirven de intermediarios. El más vulgar, el que puede llamarse universal, consiste en la intuición, es decir, en las ideas y pensamientos que nos sugieren; pero este medio es muy poco apreciable en la generalidad de los casos, y hay otros más materiales. Ciertos espíritus se comunican por medio de golpes, respondiendo por sí o por no, o designando las letras que deben formar las palabras. Los golpes pueden obtenerse por el movimiento bascular de un objeto, una mesa, por ejemplo, que golpea con uno de sus pies. A menudo se producen en la sustancia misma de los cuerpos, sin movimiento de éstos. Este modo primitivo es prolongado y se presta con dificultad a los desenvolvimientos de cierta extensión: le ha reemplazado la escritura, que se obtiene de diferentes maneras. Al principio se empleó, y a veces se emplea aún, un objeto móvil, como una planchita, una caja, a la cual se adapta un lápiz cuya punta corre por el papel. La naturaleza y la sustancia del objeto son indiferentes. El médium pone la mano sobre aquél, al cual transmite la influencia que recibe del Espíritu, y el lápiz traza los caracteres. Pero este objeto, propiamente hablando, no es más que una especie de apéndice de la mano, como un lapicero. Más tarde se reconoció la utilidad de semejante intermediario, que no es más que una complicación del mecanismo, cuyo único mérito es el de evidenciar de una manera más material la independencia del médium, que puede escribir tomando él mismo el lápiz. Los espíritus se manifiestan también y pueden transmitir sus pensamientos por sonidos articulados que retumban bien en el espacio, bien en el oído; por la voz del médium, por la vista, por el dibujo, por la música y por otros medios que un completo estudio hace conocer. Los médiums tienen para esto diferentes aptitudes especiales procedentes de su organización. Así pues tenemos médiums para efectos físicos, es decir, aptos para producir fenómenos materiales, como golpes, movimientos de cuerpos, etcétera; médiums auditivos, parlantes, dibujantes, músicos, escribientes. Esta última facultad es la más común, la que mejor se desarrolla con el ejercicio, y también es la más preciosa, porque permite comunicaciones más seguidas y más rápidas. El médium escribiente presenta numerosas variedades, de las cuales dos son muy notables. Para comprenderlas, es preciso darse cuenta del modo como se opera el fenómeno. A veces el Espíritu obra sobre la mano del médium, a la cual da un impulso completamente independiente de la voluntad, y sin que éste tenga conciencia de lo que escribe: este es el médium escribiente mecánico. Otras veces, obra sobre el cerebro; su pensamiento penetra el del médium, quien, aunque escribiendo involuntariamente, tiene conciencia más o menos clara de lo que obtiene: este es el médium intuitivo; su papel es exactamente el de un intérprete que transmite un pensamiento que no es el suyo, pensamiento que, sin embargo, debe comprender. Aunque, en este caso, el pensamiento del Espíritu y el del médium se confunden a veces, la experiencia enseña a distinguirlos fácilmente. Por ambos géneros de mediumnidad se obtiene buenas comunicaciones. La ventaja de los mecánicos es para las personas que no están aún convencidas. Por lo demás, la cualidad esencial de un médium está en la naturaleza de los espíritus que le asisten y las comunicaciones que recibe, más que en los medios de ejecución.

V. —El procedimiento me parece de los más sencillos. ¿Me será posible experimentarlo?

A. K. —Sin ningún inconveniente, y añado que si usted estuviese dotado de la facultad medianímica, sería éste el mejor medio para convencerse, porque no podría usted sospechar de su propia buena fe. Tan sólo le recomiendo vivamente que no se entregue a ninguna prueba antes de haber estudiado con detención. Las comunicaciones de ultratumba están rodeadas de más dificultades de las que generalmente se cree. No están exentas de inconvenientes ni de peligros para los que no tienen la experiencia necesaria. Sucede a éste lo que al que quisiera hacer manipulaciones químicas sin saber química: correría riegos de quemarse los dedos.

V. —¿Puede conocerse esta aptitud por alguna señal?

A. K. —Hasta el presente ningún diagnóstico se conoce para la mediumnidad. Todos los que se habían considerado como tales carecen de valor. Por lo demás, los médium son muy numerosos, y es muy raro que, si no lo es uno mismo, no se encuentre alguno entre su familia o conocidos. El sexo, la edad y el temperamento son indiferentes: se encuentran médiums entre hombres y mujeres, niños y ancianos, sanos y enfermos. Si la mediumnidad se tradujese por una señal exterior cualquiera, implicaría esto la permanencia de la facultad, mientras que ésta es esencialmente móvil y fugitiva. Su causa física está en la asimilación, más o menos fácil, de los fluidos periespirituales del encarnado y del Espíritu desencarnado. Su causa moral es la voluntad del Espíritu en comunicarse cuando le place y no a nuestro antojo, de donde resulta: 1º Que todos los espíritus no pueden comunicarse indiferentemente; y 2º Que todo médium puede perder, o tener suspendida, la facultad cuando menos la espera. Estas palabras bastan para demostrar a usted que este punto es un vasto campo de estudio, para poderse dar cuenta de las variaciones que presentan el fenómeno. Sería, pues, erróneo el creer que todo espíritu puede venir al llamamiento que se le hace, y comunicarse con el primer médium que se presente. Para que un Espíritu se comunique, es preciso, ante todo, que le convenga hacerlo; en segundo lugar, que su posición a sus ocupaciones se lo permita; y tercero, que encuentre en el médium un instrumento propicio, apropiado a su naturaleza. El principio, se puede comunicar con los espíritus de todos los órdenes, con sus parientes y amigos, tanto con los espíritus más vulgares como los más elevados. Pero independientemente de las condiciones individuales de posibilidad, vienen más o menos voluntariamente según las circunstancias, y sobre todo en razón de sus simpatías hacia las personas que les llaman, y no al llamamiento del primer antojadizo que tuviese al capricho de evocarlos por un sentimiento de curiosidad. En semejante caso, no se hubiese molestado durante la vida, y tampoco lo hace después de la muerte. Los espíritus serios sólo concurren a las reuniones formales, donde son llamados con recogimiento y por motivos formales. No se prestan a ninguna pregunta de curiosidad, de prueba fútil, ni ningún experimento. Los espíritus ligeros se encuentran en todas partes, pero en las reuniones formales guardan silencio y se mantienen ocultos para oír, como lo haría un estudiante en una asamblea ilustrada. En las reuniones frívolas toman la revancha, se divierten con todos, se burlan con frecuencia de los concurrentes y responden a todo sin cuidarse de la verdad. Los espíritus que se llaman golpeadores, y por regla general todos los que producen manifestaciones físicas, son de orden inferior, sin que por ello sean esencialmente malos: tienen en cierta manera una aptitud especial para los efectos materiales. Los espíritus superiores no se ocupan de semejantes asuntos, como nuestros sabios no se ocupan de sutilezas: si tienen necesidad de aquellos efectos, emplean esta clase de espíritus, como nosotros nos servimos del jornalero para la parte material de la obra.

Médiums interesados.

V. —Antes de consagrarse a un largo estudio, ciertas personas quisieran tener la certeza de no perder el tiempo, certeza obtenida por un hecho concluyente, y que comprarían a peso de oro.

A. K. —El que no quiere tomarse el trabajo de estudiar, tiene más curiosidad que deseo real de instruirse, y los espíritus no aprecian más que yo a los curiosos. Por otra parte, la codicia les es esencialmente antipática, y no se prestan a nada que puede satisfacerla. Sería preciso sería formarse de ellos una idea muy falsa para creer que espíritus superiores, como Fenelón, Bossuet, Pascal y San Agustín, por ejemplo, se ponga a las órdenes de un advenedizo, a tanto por hora. No caballero, las comunicaciones de ultratumba son muy serias y requieren mucho respeto para ser puesta en exhibición. Sabemos, por otra parte, que los fenómenos espiritistas no marchan como las ruedas de un mecanismo, puesto que dependen de la voluntad de los espíritus. Aun admitiendo la aptitud medianímica, nadie puede responder de obtenerlos en un momento determinado. Si los incrédulos son dados a sospechar de la buena de los médiums en general, peor sería si se notase en ellos el estímulo del interés. Y con razón podría sospecharse que el médium retribuido simularía el fenómeno cuando no lo produjese el Espíritu, porque ante todo le sería preciso ganar su dinero. Puesto que el desinterés más absoluto es la mejor garantía de sinceridad, repugnaría a la razón el hacer venir por interés a las personas que nos son queridas, suponiendo que consintiesen en ello, lo cual es más que dudoso: en todo caso, sólo se prestarían a este cálculo espíritus de baja ralea, poco escrupuloso acerca de los medios e indignos de confianza, y aun éstos se gozan en el censurable placer de burla las combinaciones y los cálculos de sus panegiristas. La naturaleza de la facultad medianímica se opone, pues, a que se la convierta en una profesión, porque depende de una voluntad extraña al médium que podría faltarle en el momento en que más la necesitase, a menos que no se la suplicase por la astucia. Pero aun admitiendo una completa buena fe, desde el momento en que los fenómenos no se obtienen a voluntad, sería efecto de la casualidad el que, en la sesión retribuida, se produjese precisamente el hecho deseado para el convencimiento. Bien puede usted dar cien mil francos a un médium, seguro de que no obtendrá de los espíritus lo que éstos no quieran hacer. Este cebo, que desnaturalizaría la intención, transformándola en un violento deseo de lucro, sería, por el contrario, un motivo de que no lo obtuviese. Si se está bien persuadido de la verdad de que el afecto y la simpatía son los más poderosos móviles de atracción para los espíritus, se comprenderá que no pueden ser solicitados por el pensamiento de emplearlos en el lucro. Aquel, pues, que tenga necesidad de hechos para convencerse, debe probar a los espíritus su buena voluntad con una observación seria y paciente, si quiere ser secundado por ellos. Pero si es verdad que la fe no se impone, no lo es menos que tampoco se compra.

V. —Comprendo este razonamiento desde el punto de vista moral; ¿Pero no es justo que el que emplea su tiempo en interés de la causa sea indemnizado, impidiéndole aquel empleo el trabajo para vivir?

A. K. —Ante todo, ¿Lo hace precisamente en interés de la causa o en interés propia? Si ha dejado su estado, es porque no estaba satisfecho de él y porque esperaba ganar más con el nuevo oficio o trabajar menos. Ningún mérito tiene emplear el tiempo cuando se hace para lograr provecho. Esto es absolutamente como decir que el panadero fabrica el pan en provecho de la humanidad. La mediumnidad no es el único recurso, y de no existir ella, los médiums interesados se verían obligados a ganarse la vida de otro modo. Los médiums verdaderamente formales y desinteresados buscan los medios de vivir en el trabajo cotidiano, y no abandonan sus ocupaciones cuando necesitan de éstas para subsistir: sólo consagran a la mediumnidad el tiempo que sin perjuicio puedan ocuparle; si se dedican a ella en sus ratos de ocio y de reposo, existe entonces verdadero desinterés, por el cual se les ve agraciados y son objeto de aprecio y respeto. Por otra parte, la multiplicidad de médiums en las familias hace inútiles los de profesión, aun suponiendo que estos últimos ofreciesen todas las garantías apetecibles, lo cual es muy raro. Sin el descrédito en que ha caído esta clase de explotación, y yo me felicito de haber contribuido grandemente a ello, hubieránse visto pulular los médums mercenarios, y abundar sus reclamaciones en los periódicos, y por uno que hubiese podido ser leal hubiéranse encontrado cien charlatanes que, abusando de una facultad real o simulada, hubiesen perjudicado enormemente al Espiritismo. Es, pues, un principio, que todos los que ven en el Espiritismo algo más que una exhibición de fenómenos curiosos, que comprenden y aprecian la dignidad, la consideración y los verdaderos intereses de la doctrina, reprueban toda especie de especulación bajo cualquier forma o disfraz con que se presente. Los médiums serios y sinceros, y doy este nombre a los que comprenden la santidad del mandato que Dios les ha confiado, evitan hasta las apariencias de lo que pudiera hacer recaer sobre ellos la menor sospecha de codicia: la acusación de obtener un provecho cualquiera de su facultad sería considerada por tales médiums como una injuria. Convenga usted, caballero, por incrédulo que sea, en que un médium en semejantes condiciones le impresionaría de muy distinto modo que si hubiese pagado su localidad para verle trabajar o, aunque hubiese obtenido una entrada gratis, si supiese que detrás de todo ello había una cuestión de interés. Convenga usted en que viendo el primero animado de un verdadero sentimiento religioso, únicamente estimulado por la fe y no por el cebo de la ganancia, involuntariamente le impondría respeto, aunque fuese el más humilde proletario, inspirándole también más confianza, porque no tendría motivos para sospechar de su lealtad. Pues bien, caballero, como el médium indicado encontrará usted mil por uno, y ésta es una de las causas que han contribuido más poderosamente al crédito y propagación de la doctrina, mientras que si no hubiese tenido más que intérpretes interesados, no contaría ni con la cuarta parte de los adeptos con que hoy cuenta. Esto se ha comprendido también, que los médiums profesionales son excesivamente raros, en Francia por lo menos, y desconocidos en la mayor parte de los centros espiritistas de provincia, donde la reputación de mercenarios bastaría para excluirlos de todos los grupos serios, en los cuales no les sería lucrativo el oficio, a consecuencia del crédito que sobre ellos recaería y de la competencia de los médiums desinteresados, que se encuentran en todas partes. Para suplir, ya la facultad que les falta, ya la insuficiencia de la clientela, existen médiums sedicentes, que la obtienen con el juego de cartas, la bola de cristal, etcétera, a fin de satisfacer todos los gustos, esperando por este medio atraer, a falta de espiritistas, a los que creen aún en esas estupideces. Si no se perjudicasen más que a sí mimos, el mal sería poca cosa: pero hay personas que sin profundizar más confunden el abuso con la realidad, aparte de los mal intencionados que de ello se aprovechan para decir que en eso consiste el Espiritismo. Ya ve usted, caballero, que conduciendo la explotación de la mediumnidad a abusos perjudiciales para la doctrina, el Espiritismo serio tiene razón de rechazarla y repudiarlas como auxiliar.

V. —Convengo en que todo esto es muy lógico, pero los médiums desinteresados no están a la disposición de todos, y no puede uno permitirse incomodarlos, mientras que no se tiene reparo en los retribuidos, porque de sabe que no se les hace peder el tiempo. La existencia de médiums públicos sería una ventaja para las personas que quisieran convencerse.

A. K. —Pero si los médiums públicos, como usted los llama, no ofrecen las garantías apetecidas, ¿Qué utilidad pueden prestar para el convencimiento? El inconveniente que usted señala no destruye los otros más serios que yo he presentado. Se recurriría a ellos más por diversión o por conocer la buenaventura que para instruirse. El que verdaderamente desea convencerse, tarde o temprano encuentra medios si tiene en ello perseverancia y buena voluntad; pero si no está preparado, no se convencerá con asistir a una sesión. Si a ella acude con impresión desfavorable, con peor impresión saldrá, y quizá se sentirá disgustado de proseguir un estudio en el que nada formal habrá visto, hecho probado ya por la existencia. Pero al lado de las condiciones morales, los progresos de la ciencia espiritista nos patentizan hoy una dificultad material en la que no se pensaba al principio, haciéndonos conocer mejor las condiciones en que se producen las manifestaciones. Esta dificultad se refiere a las afinidades fluídicas que deben existir entre el Espíritu evocado y el médium. Paso por alto los pensamientos de fraude y superchería, suponiendo la más completa lealtad. Para que un médium de profesión pudiese ofrecer perfecta seguridad a las personas que fuesen a consultarle, sería preciso que apoyase una facultad permanente y universal, es decir, que pudiese comunicarse fácilmente con cualquier Espíritu y en cualquier momento, para estar así constantemente a disposición del público, como un médico, y satisfacer a todas las evocaciones que se pidieran. Y esto no sucede con ningún médium, tanto en los interesados como en los otros, por acusas independientes de la voluntad del Espíritu, causas que no puedo desarrollar en este momento, porque no estoy dando a usted un curso de Espiritismo. Me limitaré a decirle que las afinidades fluídicas, que son el principio de las facultades medianímicas, son individuales y no generales, que pueden existir en un médium para con tal Espíritu y no para con tal otro; que sin esas afinidades, cuyos matices son muy variados, las comunicaciones son incompletas, falsas o imposibles; que, con mucha frecuencia, la asimilación fluídica entre el Espíritu y el médium no se establece más que con el tiempo, y que sólo una de cada diez veces se establece completamente desde el primer momento. La mediumnidad, como usted ve, caballero, está subordinada a las leyes, hasta cierto punto, orgánicas, a las cuales obedece todo médium, y no puede negarse que no sea esto un escollo para la mediumnidad profesional, ya que la posibilidad y exactitud de las comunicaciones se relacionan con causas independientes del médium y del Espíritu. (Véase más, cap. II, De los Médiums.) Si rechazamos, pues, la explotación de la mediumnidad, no es por capricho ni por sistema, sino porque los mismos principios que rigen las relaciones con el mundo invisibles se componen a la regularidad y a la precisión necesarias al que se pone a la disposición del público, y porque el deseo de satisfacer a una clientela que paga, conduce al abuso. No deduzco de aquí que todos los médiums sean charlatanes, pero digo que el cebo de la ganancia conduce al charlatanismo y autoriza, si no justifica, la sospecha de fraude. El que quiere convencerse debe buscar ante todo elementos de sinceridad.

Los médiums y los hechiceros.

V. —Desde el momento en que la mediumnidad consiste en establecer relaciones con los poderes ocultos, me parece que las palabras médiums y hechiceros son poco menos que sinónimas.

A. K. —En todas las épocas ha habido médiums naturales o inconscientes que, por el hecho de que producían fenómenos insólitos y no comprendidos, eran calificados de hechiceros y de tener pacto con el diablo, lo cual ha sucedido también con la mayor parte de los sabios que poseían conocimientos superiores a los del vulgo. La ignorancia ha exagerado su poder y ellos mismos han abusado con frecuencia de la credulidad pública explotándola, y de aquí la justa reprobación de que han sido objeto. Basta comparar el poder atribuido a los hechiceros con la facultad de los verdaderos médiums para establecer la diferencia pero la mayor parte de los críticos no se toman este trabajo. El Espiritismo, lejos de resucitar la hechicería, la destruye para siempre, despojándola de su pretendido poder sobrenatural, de sus pretendidas fórmulas, hechizos, amuletos y talismanes, reduciendo los fenómenos posibles a su justo valor, sin salir de las leyes naturales. La asimilación que ciertas personas pretenden establecer, procede del error en que se encuentran de que los espíritus están a disposición de los médiums. Repugna a su razón que pueda depender del primer antojadizo el hacer venir a su gusto y en el momento determinado, al Espíritu de tal o cual persona, más o menos ilustre. En esto creen la verdad, y si, antes de censurar el Espiritismo, se hubiesen molestado en informarse, hubieran sabido que dice terminantemente que los espíritus no están sujetos a los caprichos de nadie, y que nadie puede hacerles venir a su antojo y a pesar de ellos, de donde se deduce que los médiums no son hechiceros.

V. —Según esto, todos los efectos que ciertos médiums acreditados obtienen por su voluntad y en público son para usted sofisticaciones.

A. K. —No lo digo de un modo absoluto. Ciertos fenómenos no son imposibles, porque hay espíritus de grado inferior que pueden prestarse a ellos, y que con ellos se divierten, habiendo quizá hecho ya, durante su vida, el oficio de charlatanes, y habiendo también médiums especialmente propios para este género de manifestación. Pero el sentido común más vulgar rechaza la idea de que los espíritus elevados, por poco que lo estén, vengan a participar en la comedia y a hacer alardes de fuerza para divertir a los curiosos. La obtención de estos fenómenos al antojo del que los obtiene, y sobre todo en público, es siempre sospechosa; en semejante caso, la mediumnidad y la prestidigitación andan tan cerca, que con frecuencia es muy difícil distinguirlas. Antes de ver en aquéllos la acción de los espíritus, se requieren minuciosas observaciones y tener en cuenta, bien el carácter y antecedentes del médium, bien una multitud de circunstancias que sólo un profundo estudio de la teoría de los fenómenos espiritistas puede hacer apreciar. Es de notar que este género de mediumnidad, si es en efecto mediumnidad, está limitada a la producción del mismo fenómeno, con ligeras variaciones, lo que no es muy a propósito para disipar las dudas. Un absoluto desinterés sería la mejor garantía de sinceridad. Cualquiera que sea la realidad de dichos fenómenos, como efectos medianímicos, producen un buen resultado, cuales el de poner en boga la idea espiritista. La controversia que sobre este particular se establece induce a muchas personas un estudio más profundo. No es, ciertamente, a esos lugares donde debe irse en busca de instrucciones serias acerca del Espiritismo, ni de la filosofía de la doctrina, pero es un medio de llamar la atención a los indiferentes y obligar a que hablen de él a los más recalcitrantes.

Diversidad de los espíritus.

V. —Usted habla de espíritus buenos o malos, serios o ligeros, y le confieso que no me explico esta diferencia. Me parece que, al dejar su envoltura corporal, deben despojarse de las imperfecciones inherentes a la materia; que debe para ellos hacerse la luz sobre todas las verdades que nos están ocultas, y que deben verse libres de las preocupaciones terrestres.

A. K. —Sin duda alguna se encuentran libres de las imperfecciones físicas, es decir, de las enfermedades y flaquezas del cuerpo, pero las imperfecciones morales se refieren al Espíritu y no al cuerpo. Entre ellos los hay que están más o menos adelantados intelectual y moralmente. Sería erróneo creer que los espíritus, al dejar su cuerpo material reciben súbitamente la luz de la verdad. ¿Cree usted, por ejemplo que cuando muera no habrá ninguna diferencia entre el Espíritu de usted y el de un salvaje o el de un malhechor? Si así fuera, ¿De qué le serviría haber trabajado para instruirse y mejorarse, puesto que un cualquiera sería tanto como usted después de la muerte? Sólo gradual, y algunas veces muy lentamente, se verifica el progreso de los espíritus. Entre ellos, dependiendo esto de su purificación, los hay que ven las cosas bajo un punto de vista más exacto que durante su vida. Otros, por el contrario, tienen aún las mismas pasiones, las mismas preocupaciones y los mismos errores, hasta que el tiempo y nuevas pruebas les hayan permitido perfeccionarse. Note usted bien que lo dicho es el resultado de la experiencia, porque del modo indicado se nos presenta en sus comunicaciones. Es, pues, un principio elemental de Espiritismo que entre los espíritus los hay de todos los grados de inteligencia y moralidad.

V. —Pero entonces, ¿Por qué no son perfectos todos los espíritus? ¿Dios, pues, los crea de todas categorías?

A. K. —Eso vale tanto como preguntar, porque todos los discípulos de un colegio no cursan filosofía. Todos los espíritus tienen el mismo origen y el mismo destino. Las diferencias que entre ellos existen no constituyen diferentes especies, sino grados diversos de adelanto. Los espíritus no son perfectos, porque son las almas de los hombres, y los hombres no son perfectos, porque son la encarnación de espíritus más o menos adelantados. El mundo corporal y el mundo espiritual alternan incesantemente; por la muerte del cuerpo, el mundo corporal ofrece su contingente al mundo espiritual; por el nacimiento, el espiritual alimenta a la humanidad. En cada nueva existencia, el Espíritu realiza un progreso más o menos grande, y cuando ha adquirido en la Tierra la suma de conocimientos y de elevación moral de que es susceptible nuestro globo, lo deja para pasar a otro mundo más elevado, donde aprende cosas nuevas. Los espíritus que forman la población invisible de la Tierra son hasta cierto punto reflejo del mundo corporal. Se encuentran en ellos los mismos vicios y las mismas virtudes; los hay sabios, ignorantes, falsos sabios, prudentes y atolondrados; filósofos, razonadores y sistemáticos; no habiéndose desprendido todos de sus preocupaciones, todas las opiniones políticas y religiosas tienen entre ellos sus representantes; cada uno habla según sus ideas, y a menudo lo que dicen no es más que su opinión personal, y he aquí por qué no se debe dar ciegamente crédito a todo lo que dicen los espíritus.

V. —Si esto es así, descubro una inmensa dificultad, pues en semejante conflicto de opiniones diversas, ¿Cómo distinguir el error de la verdad? No comprendo que nos sirvan de mucho los espíritus ni lo que ganamos con sus conversaciones.

A. K. —Aunque sólo sirviesen los espíritus para enseñarnos que los hay que son las almas de los hombres, ¿No sería ya esto muy importante para los que dudan de si la tienen, y que ignoran lo que será de ellos después de la muerte? Como todas las ciencias filosóficas, la espiritista requiere largos estudios y minuciosas observaciones. Así es como se aprende a distinguir la verdad de la impostura, y como se obtienen los medios de alejar a los espíritus mentirosos. Por encima de la turba de baja ralea, están los espíritus superiores, que no tienen otra mira que el bien, y cuya misión es conducir a los hombres por el buen sendero. Nos corresponde a nosotros saber apreciarlos y comprenderlos. Éstos nos enseñan magníficas cosas; pero no crea usted que el estudio de los otros sea inútil, dado que para conocer un pueblo es preciso estudiarlo bajo todas sus fases. Usted mismo es prueba de esta verdad: creía usted que bastaba a los espíritus el dejar su envoltura corporal para despojarse de sus imperfecciones, y las comunicaciones con ellos nos han enseñado lo contrario, haciéndonos conocer el verdadero estado del mundo espiritual, que a todos nos interesa en extremo, ya que a él debemos ir todos. En cuanto a los errores que pueden nacer de la divergencia de opinión entre los espíritus, desaparecen por sí mismos a medida que aprendemos a distinguir los buenos de los malos, los sabios de los ignorantes, los sinceros de los hipócritas, ni más ni menos que entre nosotros. Entonces el sentido común hace justicia a las falsas doctrinas.

V. —Mi observación subsiste siempre respecto de las cuestiones científicas y de otras que pueden someterse a los espíritus. La divergencia de sus opiniones sobre las teorías que separan a los sabios nos deja en la incertidumbre. Comprendo que, no estando todos en el mismo grado de instrucción, no pueden saberlo todo; pero entonces, ¿De qué peso puede ser para nosotros la opinión de los que saben, si no podemos evidenciar quién tiene razón y quién no? Tanto vale, pues, dirigirse a los hombres como a los espíritus.

A. K. —También esta reflexión es una consecuencia de la ignorancia del verdadero carácter del Espiritismo. El que crea encontrar en él un medio fácil de saberlo y descubrirlo todo, está en un grave error. Los espíritus no están encargados de traernos la ciencia perfecta; esto sería en efecto muy cómodo, no tener más que pedir para ser servidos, evitándonos así el trabajo de las investigaciones. Dios quiere que trabajemos, que nuestro pensamiento se ejercite: sólo a este precio adquirimos la ciencia. Los espíritus no vienen a librarnos de esa necesidad: son lo que son: el Espiritismo tiene por objeto el estudio, a fin de saber, por analogía, lo que seremos algún día, y no de hacernos conocer lo que nos debe estar oculto, o revelarnos las cosas antes de tiempo. Tampoco son los espíritus los anunciadores de la buenaventura, y cualquiera que se haga la ilusión de obtener de ellos ciertos secretos, se prepara extrañas decepciones de parte de los espíritus burlones; en una palabra, el Espiritismo es una ciencia de observación y no una ciencia de adivinación o de especulación. La estudiamos para conocer el estado de las individualidades del mundo invisible, las relaciones que entre ellos y nosotros existen, su acción oculta sobre el mundo visible, y no por la utilidad material que de ella podemos obtener. Bajo este punto de vista, no hay Espíritu cuyo estudio no sea útil. Con todos aprendemos algo; sus imperfecciones, sus defectos, su insuficiencia, su misma ignorancia son otros tantos asuntos de observación que nos inician en la naturaleza íntima de ese mundo, y cuando no son ellos los que nos instruyen con sus enseñanzas, somos nosotros los que nos instruimos estudiándolos, como sucede cuando observamos las costumbres de un pueblo que no conocemos. Respecto de los espíritus ilustrados, nos enseñan mucho, pero en los límites de las cosas posibles, y no debe preguntárseles lo que no pueden o no deben revelar; hemos de contentarnos con lo que nos dicen; querer ir más allá es exponerse a las mistificaciones de los espíritus ligeros, dispuestos siempre a responder a todo. La experiencia nos enseña a juzgar el grado de confianza que podemos concederles.

Utilidad práctica de las manifestaciones.

V. —Supongamos que este punto sea ya evidente y que el Espiritismo haya sido reconocido por una realidad; ¿Cuál puede ser su utilidad práctica? Hasta ahora hemos pasado sin él, y me parece que podríamos continuar del mismo modo viviendo muy tranquilamente.

A. K. —Otro tanto pudiera decirse de los ferrocarriles y del vapor, sin los cuales se vivía muy bien. Si por la utilidad práctica entiende usted los medios de vivir bien, de hacer fortuna, de conocer el porvenir, de descubrir minas de carbón o tesoros ocultos, de recobrar herencias y de esquivar el trabajo de las investigaciones, para nada sirve el Espiritismo, que no puede hacer alzar o bajar la Bolsa, ni ser reducido a acciones, ni siquiera ofrecer inventos perfectos, a punto de ser explotados. Bajo este punto de vista, ¡Cuántas ciencias serían inútiles! Cuántas hay que nos ofrecerían ventaja alguna, comercialmente hablando. Los hombres se encontraban perfectamente antes del descubrimiento de todos los planetas; antes de que se supiera que es la Tierra, y no el Sol, la que gira; antes de que se hubiesen calculado los eclipses; antes de que se conociese el mundo microscópico y antes de otras mil cosas. Para hacer crecer el trigo, no tiene necesidad el labrador de saber lo que es un cometa; ¿Por qué, pues, los sabios se entregan a estas investigaciones, y quién se atreverá a decir que pierden el tiempo en ellas? Todo lo que sirve para levantar una punta del velo contribuye al desarrollo de la inteligencia, ensancha el círculo de las ideas, haciéndonos penetrar en las leyes de la Naturaleza. En virtud de una de ellas, existe el mundo de los espíritus. El Espiritismo hace que la conozcamos; nos enseña la influencia que el mundo invisible ejerce en el visible y las relaciones que entre ambos existen, como la astronomía nos enseña las relaciones de los astros con la Tierra; nos lo presenta como una de las fuerzas que gobiernan al Universo y contribuyen al mantenimiento de la armonía general. Su pongamos que se limite a esto su utilidad, ¿No sería ya mucho la revelación de semejante poder, haciendo abstracción de toda doctrina moral? ¿No es nada la revelación de todo un mundo nuevo, sobre todo si el conocimiento del mismo nos lleva a la resolución de una multitud de problemas insolubles hasta ahora; si nos inicia en los misterios de ultratumba, que algo nos interesan, puesto que todos cuantos somos debemos tarde o temprano dar el paso fatal? Pero otra utilidad más positiva tiene el Espiritismo, que es la influencia que ejerce por la fuerza misma de las cosas. El Espiritismo es la prueba patente de la existencia del alma, de su individualidad después de la muerte, de su inmortalidad y de su suerte verdadera. Es, pues, la destrucción del materialismo, no con razonamiento, sino con hechos. No debe pedirse al Espiritismo más de lo que puede dar, ni buscar en él otro fin que el providencial. Antes de los progresos formales de la astronomía se creía en la astrología. ¿Sería razonable asegurar que para nada sirve la astronomía porque ya no puede descubrirse en la influencia de los astros el pronóstico del destino? Del mismo modo que la astronomía destronó a los astrólogos, el Espiritismo destrona a los adivinos, a los hechiceros y a los anunciadores de la buenaventura. Es a la magia lo que la astronomía a la astrología, y la química a la alquimia.

Locura, suicidio, obsesión.

V. —Ciertas personas consideran las ideas espiritistas como capaces de turbar las facultades mentales, y por este motivo encuentran prudente detenerlas en su curso.

A. K. —Ya sabe usted conocer el proverbio: achaques quiere la muerte. No es, pues, de sorprender que los enemigos del Espiritismo procuren apoyarse en todos los pretextos. El indicado les ha parecido a propósito para despertar temores y susceptibilidades, y se han apoderado de él con solicitud. Pero desaparece ante el más ligero examen. Oiga usted, pues, sobre esta locura, el razonamiento de un loco. Todas las grandes preocupaciones del Espíritu pueden ocasionar la locura; las ciencias, las artes, la misma religión, ofrecen su contingente. La locura tiene por principio un estado patológico del cerebro, instrumento del pensamiento: desorganizado el cerebro queda alterado el pensamiento. La locura es, pues, un efecto consecutivo, cuya causa primera es una predisposición orgánica que hace al cerebro más o menos accesible a ciertas impresiones, y esto es tan cierto que verá usted personas que piensan muchísimo sin volverse locos, y otros que pierden el juicio bajo la influencia de la más pequeña sobreexcitación. Dada la predisposición a la locura, ésta tomará el carácter de la preocupación principal, que se convertirá entonces en una idea fija. Ésta podrá ser la de los espíritus en quien de ellos se haya ocupado, como pudiera ser la de Dios, de los ángeles, del diablo, de la fortuna, del poder, de un arte, de una ciencia, de la maternidad, de un sistema político o social. Es problema que el loco religioso lo hubiera sido espiritista, si el Espiritismo hubiese sido su preocupación dominante. Cierto es que un periódico ha dicho que en una sola localidad de América, cuyo nombre no recordamos, se contaban cuatro mil casos de locura espiritista. Pero ya sabemos que en nuestros adversarios es una idea fija el creerse dotados exclusivamente de razón, lo cual no deja de ser una manía como otra cualquiera. Para ellos, todos nosotros somos dignos de un manicomio, y por consiguiente, los cuatro mil espiritistas de la localidad en cuestión deben ser otros tantos locos. Bajo este concepto, los Estados Unidos cuentan con centenares de miles, y un mayor número aún todos los países del mundo. Esta broma pesada comienza a caer en desuso desde que la indicada locura se hace paso en las más elevadas esferas de la sociedad. Mucho ruido se hace con un ejemplo conocido, el de Víctor Hennequín; pero se echa al olvido que, antes de ocuparse de los espíritus, había dado ya pruebas de excentricidad en las ideas. Si las mesas giratorias no hubiesen aparecido —las cuales, según un ingenioso juego de palabras de nuestros adversarios, le hicieron perder el juicio,— su locura hubiera tomado otro carácter. Digo, pues, que el Espiritismo no goza de ningún privilegio en este punto, y aún más, bien comprendido, preserva de la locura y del suicidio. Entre las más numerosas causas de sobreexcitación cerebral, deben contarse las decepciones, las desgracias, los afectos contrarios, causas que son también las más frecuentes de suicidio. Pues bien, el verdadero espiritista ve las cosas de este mundo desde un punto de vista tan elevado, que las tribulaciones no son para él más que incidentes desagradables. Lo que en otros produciría una violenta emoción, le afecta medianamente. Sabe por otra parte que los pesares de la vida son pruebas que conspiran a su adelanto si los sufre sin murmurar, porque será recompensado según el valor con que las haya soportado. Estas convicciones le dan, pues, una resignación que le preserva de la desesperación, y por consiguiente, de una causa incesante de locura y de suicidio. Sabe, además, por el espectáculo que le dan las comunicaciones de los espíritus, la deplorable suerte de los que voluntariamente abrevian sus días, y este cuadro es bastante para hacerle reflexionar, por lo cual es considerable el número de los que por él han sido detenidos en la funesta pendiente. Este es uno de los resultados del Espiritismo. En el número de las causas de locura, debe colocarse también el miedo, y el que se tiene al diablo ha descompuesto a más de un cerebro. ¿Se sabe por ventura el número de víctimas producidas al impresionar las imaginaciones débiles con este cuadro que se procura hacer más horroroso por medio de horribles pormenores? Se dice que el diablo no espanta más que a los chiquillos, que es un freno para hacerles prudentes; sí, como la bruja y el coco, pero cuando no les tienen ya miedo, son peores que antes. Y por este magnífico resultado, se olvida el número de epilepsias acusadas a un cerebro delicado. No debe confundirse la locura patológica, con la obsesión. Ésta no procede de ninguna lesión cerebral, sino de la subyugación ejercida por los espíritus maléficos sobre ciertos individuos, y tiene, a veces, las apariencias de la locura propiamente dicha. Esta afección, que es muy frecuente, es independiente de la creencia en el Espiritismo y ha existido en todos los tiempos. En este caso, la medicina general es impotente y hasta nociva. El Espiritismo, haciendo conocer esta nueva causa de turbación en el estado del ser, ofrece, al mismo tiempo, el medio de curarla obrando no en el enfermo, sino en el Espíritu obsesor. Es el remedio y no la causa de la enfermedad.

Olvido del pasado.

V. —No me explico cómo puede aprovecharse el hombre de la experiencia adquirida en las anteriores existencias si no conserva el recuerdo de las mismas; porque, desde el momento que no las recuerda, cada existencia viene a ser como la primera, lo cual equivale a empezar siempre. Supongamos que al despertarnos cada día perdiésemos la memoria de lo que habíamos hecho en el anterior. Es indudable que no estaríamos más adelantados a los sesenta que a los diez años, mientras que recordando nuestras faltas, nuestras fragilidades y los castigos recibidos, procuraríamos no volver a incurrir en ellas. Sirviéndome de la comparación hecha por usted del hombre en la Tierra con el alumno de un colegio, no comprendería que este último pudiese aprovechar las lecciones del quinto año, por ejemplo, si no recordase las aprendidas en el cuarto. Estas soluciones de continuidad en la vida del Espíritu interrumpen todas las relaciones, haciendo de él un ser nuevo hasta cierto punto, de donde puede concluirse que nuestros pensamientos mueren en cada existencia, para renacer sin conciencia de lo que hemos sido. Esto es una especie de anonadamiento.

A. K. —De cuestión en cuestión me conducirá a usted a hacer un curso completo de Espiritismo. Todas las objeciones que usted hace son naturales en el que nada sabe en este asunto, y que encontraría, en un estudio profundo, una solución mucho más explícita que la que puedo dar en una explicación sumaria, que por sí misma debe provocar incesantemente nuevas cuestiones. Todo se encadena en el Espiritismo, y cuando se estudia el conjunto, se ve que los principios se desprenden los unos de los otros apoyándose mutuamente, y lo que parecía entonces una anomalía contraria a la justicia de Dios, parece completamente natural y viene en confirmación de esa sabiduría y de esta justicia de Dios, parece completamente natural y viene en confirmación de esa sabiduría y de esa justicia. Tal es el problema del olvido del pasado que se relaciona con cuestiones de igual importancia, por lo cual no haré más que desbrozarle. Si a cada nueva existencia se corre un velo sobre el pasado, nada pierde el Espíritu de lo que ha adquirido en aquél; olvida únicamente la manera como lo ha adquirido. Sirviéndome de la comparación del alumno, poco le importa recordar dónde, cómo y con qué profesores cursó el cuarto año, al entrar en que quinto, sabe lo que se aprende en el cuarto. ¿Qué le importa saber que fue castigado por su pereza o por su insubordinación, si tales castigos le han hecho estudioso y dócil? De este modo, el hombre, al reencarnarse, trae instintivamente y como ideas innatas lo que ha adquirido en ciencia y en moralidad. Digo en moralidad, porque si durante una existencia se ha mejorado, si ha aprovechado las lecciones de la experiencia, cuando se reencarne será instintivamente mejor; su Espíritu, robustecido en la escuela del sufrimiento y del trabajo, tendrá más solidez; lejos de tener que empezar, posee un abundante fondo, en el que se apoya para adquirir más y más. La segunda parte de su objeción, respecto del anonadamiento del pensamiento, no es menos infundada, porque semejante olvido sólo tiene lugar durante la vida corporal. Al dejarla, el Espíritu recobra el recuerdo del pasado: puede entonces juzgar del camino recorrido y del que aún le falta recorrer; de modo que no hay solución de continuidad en la vida espiritual, que es la normal del Espíritu. El olvido temporal es un beneficio de la providencia, ya que la experiencia se adquiere a menudo por las rudas pruebas y expiaciones terribles, cuyo recuerdo sería muy penoso, viniendo a juntarse a las angustias de las tribulaciones de la vida presente. Si parecen largos los sufrimientos de la vida, ¿Qué no parecerían si se aumentase su duración con el recuerdo de los sufrimientos del pasado? Usted, por ejemplo, caballero, es hoy un hombre honrado, pero acaso lo debe a los rudos castigos sufridos por faltas que hoy repugnarían a su conciencia; ¿Le gustaría a usted recordar el haber sido ahorcado alguna vez? ¿No le perseguiría constantemente la vergüenza, pensando que el mundo sabe el mal por usted cometido? ¿Qué le importa a usted lo que haya podido hacer y lo que haya sufrido para expiarlo, si es usted actualmente un hombre apreciable? A los ojos del mundo, es usted un nuevo hombre. A los de Dios, un Espíritu rehabilitado. Libre del recuerdo de un pasado importuno, obra con más libertad; la vida actual es un nuevo punto de partida; las deudas anteriores de usted están satisfechas, le corresponde ahora no encontrar otras nuevas. ¡Cuántos hombres quisieran poder, durante su vida, correr un velo sobre sus primeros años! ¡Cuántos se han dicho al fin de su existencia!: “Si volviese a empezar, no haría lo que he hecho”. “Pues bien, lo que no pueden deshacer en esta vida, lo desharán en otra; en una nueva existencia, su Espíritu traerá consigo, en estado de intuición, las buenas resoluciones tomadas. Así se realiza gradualmente el progreso de la Humanidad. Supongamos aún, lo que es muy ordinario, que entre sus relaciones, en su misma familia, se encuentre un individuo del cual está usted quejoso, que quizá le ha arruinado o deshonrado en otra existencia, y que viene arrepentido a encarnarse junto a usted, a unírsele por lazos de familia para reparar los agravios por medio de su interés y afecto, ¿No se encontrarían ustedes mutuamente en la posición más falsa, si ambos recordaran sus enemistades? En lugar de apaciguarse éstas, se eternizarían los odios. Deduzca usted de todo esto que el recuerdo del pasado perturbaría las relaciones sociales y sería una traba al progreso. ¿Quiere usted una prueba de actualidad? Si un hombre condenado a presidio tomase la firme resolución de ser honrado, ¿Qué sucedería a su salida? Sería rechazado por la sociedad y esta repulsión casi siempre volvería a arrastrarle hacia el vicio. Si suponemos, por el contrario, que todo el mundo ignora sus antecedentes, sería bien recibido, y si él mismo pudiese olvidarlo, no sería menos honrado y podría caminar alta la frente, en vez de bajarla a la vergüenza del recuerdo. Esto concuerda perfectamente con la doctrina de los espíritus acerca de los mundos superiores al nuestro. En ellos, donde sólo el bien reina, el recuerdo del pasado no es nada penoso, y por eso sus habitantes recuerdan la existencia precedente como nosotros lo que hemos hecho el día anterior. En cuanto a lo que ha podido hacerse en los mundos inferiores, viene a ser como un sueño pasado.

Elementos de convicción.

V. —Convengo, caballero, en que desde el punto de vista filosófico la doctrina espiritista es perfectamente racional, pero queda siempre la cuestión de las manifestaciones que sólo los hechos pueden resolver, y la realidad de semejantes hechos es la que niegan muchas personas, por lo cual no debe usted extrañar el deseo que se experimenta de presenciarlos.

A. K. —Lo encuentro natural, pero como busco el provecho que puedan dar, explico las condiciones en que conviene colocarse para observarlos mejor, y sobre todo para comprenderlos. El que a ello no quiere someterse indica que no tiene serios deseos de ilustrarse, y entonces es inútil perder el tiempo con él. También convendrá usted, caballero, en que sería extraño que una filosofía racional hubiese salido de hechos ilusorios y falsos. En buena lógica, la realidad del efecto implica la realidad de la causa; si es verdadero el uno, no puede ser falsa la otra, porque no habiendo árbol, no se pueden cosechar frutos. Cierto es que todo el mundo no ha podido evidenciar los hechos, porque no todos se han puesto en las condiciones requeridas para observarlos, ni han tenido en ellos la paciencia y perseverancia necesarias. Pero esto sucede como en todas las ciencias: lo que no hacen unos lo hacen otros, y todos los días se admite el resultado de cálculos astronómicos por aquellos que no los han hechos. Como quiera que sea, si usted encuentra buena la filosofía, puede aceptarla como otra cualquiera, reservándose su opinión sobre los senderos y medios que a ella han conducido, o como máximo admitiéndolos a título de hipótesis hasta que tenga más amplia demostración. Los elementos de convicción no son los mismos para todos; lo que convence a los unos no causa impresión ninguna a los otros, y de aquí que sea necesario un poco de todo. Pero es un error creer que los experimentos físicos son el único medio de convencimiento. He visto algunos a quienes los más notables fenómenos no han podido convencer y de quienes ha triunfado una simple respuesta por escrito. Cuando se ve un hecho que no se comprende, parece más sospechoso cuanto más extraordinario es, y el pensamiento le busca siempre una causa vulgar; si nos damos cuenta de él, lo admitimos mucho más fácilmente, porque tiene una razón de ser: lo maravilloso y lo sobrenatural desaparecen entonces. Es indudable que las explicaciones que acabo de dar a usted en este diálogo están lejos de ser completas, pero estoy persuadido de que, sumarias como son, le darán que pensar, y si las circunstancias le hacen a usted testigo de algunas manifestaciones, las verá con menos prevención, porque podrá fundar su razonamiento sobre una base. Hay dos cosas en el Espiritismo: la parte experimental de las manifestaciones y la doctrina filosófica; y todos los días me visitan personas que nada han visto y que creen tan firmemente como yo, únicamente por el estudio que han hecho de la parte filosófica. Para ellas el fenómeno de las manifestaciones es lo accesorio; el fondo, la doctrina, la ciencia, la encuentran tan grande y tan racional, que hallan en la misma todo lo que puede satisfacer sus aspiraciones interiores, haciendo abstracción del hecho de las manifestaciones, y concluyen, de aquí, que aun suponiendo que éstas no existen, no deja de ser la doctrina que mejor resuelve una multitud de problemas creídos insolubles. ¡Cuántos son los que me han dicho que estas ideas habían germinado en su cerebro, aunque de una manera confusa! El Espiritismo ha venido a formularla o darles un cuerpo, siendo para ellos un rayo de luz. Esto explica el número de adeptos que ha hecho la sola lectura de El Libro de los Espíritus. ¿Cree usted que hubiese sucedido esto si nos hubiéramos concretado a las mesas giratorias y parlantes?

V. —Tiene usted razón en decir, caballero, que de las mesas giratorias ha salido una doctrina filosófica, y lejos estaba yo desospechar las consecuencias que podían surgir de un hecho que se miraba como un simple objeto de curiosidad. Ahora veo cuán vasto es el campo abierto por su sistema.

A. K. —Dispense usted, caballero; usted me honra mucho atribuyéndome ese sistema, pero no me pertenece. Todo él está deducido de la enseñanza de los espíritus. Yo he visto, observado, coordinado, y procurado hacer comprender a los otros lo que yo comprendo; he aquí toda la parte que me toca. Entre el Espiritismo y los otros sistemas filosóficos hay esta diferencia capital, que los últimos son obra de hombres más o menos esclarecidos, mientras que en el que usted me atribuye no tengo el mérito de haber inventado un solo principio. Se dice: la filosofía de Platón, de Leibnitez; pero no se dirá: la doctrina de Allan Kardec, y esto es lógico; porque, ¿Qué peso ha de tener un hombre en cuestión tan seria? El Espiritismo tiene auxiliares mucho más preponderantes y a cuyo lado somos átomos.

Sociedad espiritista de París.

V. —Sé que dirige usted una sociedad que se ocupa en estos estudios; ¿Me sería posible ingresar en ella?

A. K. —Por ahora ciertamente que no: porque si para ingresar en la misma no se necesita ser doctor en Espiritismo, es preciso por lo menos tener sobre este particular ideas más fijas que las de usted. Como no quiere ser turbada en sus estudios, no puede admitir a los que le harían perder el tiempo en cuestiones elementales, ni a los que, no simpatizando con sus principios y convicciones, introducirían el desorden con discusiones intempestivas o por Espíritus de contradicción. Ella es una sociedad científica, como otras muchas, que se ocupa en profundizar los diferentes puntos de la ciencia espiritista, procurando esclarecerlos. Es el centro donde convergen las enseñanzas de todas las partes del mundo, y donde se elaboran y coordinan las cuestiones que se refieren al progreso de la ciencia, pero no una escuela, ni una enseñanza elemental, más tarde, cuando las convicciones de usted están formadas por el estudio, se verá si hay lugar a admitirle. En el ínterin, podrá usted como máximo asistir una o dos veces como oyente, con la condición de no hacer reflexión alguna que pueda ofender a nadie, pues de lo contrario, yo, que le abría presentado a usted, sufriría los reproches de mis colegas, y a usted se le cerraría la puerta para siempre. Verá usted una reunión de hombres serios y de buen trato, cuya mayor parte se recomienda por la superioridad de su saber y de su posición social, y que no permitirían que aquellos a quienes admite la sociedad se separasen lo más mínimo de los buenos modales; porque no se figura usted que ella invite al público, y que llame a sus sesiones al primer transeúnte. Como no hace demostraciones para satisfacer la curiosidad, huye cuidadosamente de los curiosos. Los que creyesen, pues, encontrar en ella una distracción o un espectáculo, se llevarían chasco y harían muy bien en no presentarse a la misma. He aquí por qué no admite, ni siquiera como simples oyentes, a los que no conocen o a aquellos cuyas disposiciones hostiles son notorias.

Prohibición del Espiritismo.

V. —Una pregunta final, se lo suplico a usted. El Espiritismo tiene poderosos enemigos; ¿No podrían éstos prohibir el ejercicio de aquél y las sociedades espiritistas, deteniendo de este modo su propagación?

A. K. —Medio sería éste de perder la partida más pronto porque la violencia es el argumento de los que no tienen razones que oponer. Si el Espiritismo es una quimera caerá por sí mismo sin que nadie se tome el trabajo de destruirlo. Si le persiguen es porque se le teme, y sólo lo grave infunde temor. Si es una realidad, está, según tengo dicho, en la Naturaleza, y no se revocan de un plumazo las leyes de la Naturaleza. Si las manifestaciones espiritistas fuesen privilegio de un solo hombre, no hay duda que, deshaciéndose de él, se pondría fin a las manifestaciones. Desgraciadamente para sus adversarios, no son un misterio para nadie; nada hay secreto en ellas, nada oculto, todo se realiza a la luz del día; están a la disposición de todo el mundo y se les emplea en el palacio y en la cabaña. Puede prohibirse el ejercicio público, pero ya sabemos que no es precisamente en público donde mejor se producen, sino en la intimidad, y pudiendo cada uno ser médium, ¿Quién impedirá, a una familia en el interior de su casa, a un individuo en el silencio de su gabinete, al prisionero entre sus cadenas, tener comunicaciones con los espíritus, a pesar y a las barbas de sus esbirros? Admitamos, sin embargo, que un gobierno fuese bastante fuerte para impedirlas en su estado, ¿Las impediría en los Estados vecinos, en el mundo entero, ya que no hay un solo país en ambos continentes donde no se encuentran médiums? El Espiritismo, por otra parte, no tiene su germen en los hombres. Es obra de los espíritus, que no pueden ser quemados, ni encarcelados. Consiste en la creencia individual y no en las sociedades, que en manera alguna son necesarias. Si se llega a destruir todos los libros espiritistas (y eso que existen ya algunos miles), los espíritus los dictarían de nuevo.

DIÜALOGO TERCERO:
EL SACERDOTE.


El sacerdote. —¿Me permitiría usted, caballero, que a mi vez le dirija algunas preguntas?

A. K. —Con mucho gusto. Pero, antes de responderlas, creo útil manifestarle el terreno en que espero colocarme para responderle. Debo manifestarle que de ningún modo pretenderé convertirlo a nuestras ideas. Si desea conocerlas detalladamente, las encontrará en los libros donde están expuestas; allí las podrá usted estudiar detenidamente, y libre será de rechazarlas o aceptarlas. El Espiritismo tiene por objeto combatir la incredulidad y sus funestas consecuencias, dando pruebas patentes de la existencia del alma y de la vida futura. Se dirige, pues, a los que no creen en nada o que dudan, y usted lo sabe, el número de ellos es grande. Los que tienen una fe religiosa, y a los que basta esa fe, no tiene necesidad de él. Al que dice: “Yo creo en la autoridad de la Iglesia y me atengo a lo que enseña sin buscar nada más”, el Espiritismo responde que no se impone a nadie ni viene a forzar convicción alguna. La libertad de conciencia es una consecuencia de la libertad de pensar, que es uno de los atributos del hombre, y el Espiritismo se pondría en contradicción con sus principios de caridad y de tolerancia si no las respetase. A sus ojos, toda creencia, cuando es sincera y no induce a dañar al prójimo, es respetable aunque fuese errónea. Si alguien se empeña en creer, por ejemplo, que es el Sol el que da vueltas y no la Tierra, le diríamos: Créalo usted, si le place; porque eso no impedirá que la Tierra dé vueltas; pero del mismo modo que nosotros no procuramos violentar su conciencia, no procure usted violentar la de otros. Si convierte usted en instrumento de persecución una creencia inocente en sí misma, se trueca en nociva y puede ser combatida. Tal es, señor sacerdote, la línea de conducta que he observado con los ministros de diversos cultos que a mí se han dirigido. Cuando me han interrogado sobre puntos de la doctrina, les he dado las explicaciones necesarias, absteniéndome empero de discutir ciertos dogmas, de que no debe ocuparse el Espiritismo, ya que cada uno es libre de apreciarlos. Pero jamás he ido en busca de ellos con el intento de destruir su fe por medio de la coacción. El que a nosotros viene como hermano, como hermano lo recibimos. Al que nos rechaza le dejamos en paz. Este es el consejo que no ceso de dar a los espiritistas, porque jamás he elogiado a los que se atribuyen la misión de convertir al clero. Siempre les he dicho: Sembrad en el campo de los incrédulos, que en él hay abundante mies que recoger. El Espiritismo no se impone, porque, como he dicho, respeta la libertad de conciencia. Sabe, por otra parte, que toda creencia impuesta es superficial y sólo da las apariencias de fe, pero no la fe sincera. A la vista de todos expone sus principios, de modo que pueda cada uno formar opinión con conocimiento de causa. Los que los aceptan, laicos o sacerdotes, lo hacen libremente y porque los encuentran racionales; pero de ninguna manera abrigamos mala voluntad respecto de los que son de nuestro parecer. Si hay lucha entre la Iglesia y el Espiritismo, estamos convencidos de que no la hemos provocado nosotros.

S. —Si la Iglesia, al ver surgir una nueva doctrina, encuentra en ella principios que, a su modo de ver, debe condenar, ¿Le negará usted el derecho de discutirlo y combatirlos, de prevenir a los fieles contra los que considera errores?

A. K. —De ningún modo negamos un derecho que reclamamos para nosotros. Si la iglesia se hubiese encerrado en los límites de la discusión, nada mejor podíamos pedir. Pero lea usted la mayor parte de los escritos emanados de sus miembros o publicados en nombre de la religión, y los sermones que han sido predicados, y verá usted la injuria y la calumnia rebosando en todas partes, y los principios de la doctrina indigna y maliciosamente desfigurados. ¿No se ha oído calificar desde lo alto del púlpito de enemigos de la sociedad y del orden público a los espiritistas? ¿No han visto anatematizados y arrojados de la iglesia, a los que el Espiritismo ha atraído a la fe, dando por razón que más vale ser incrédulo que creer en Dios y en el alma por medio del Espiritismo? ¿No se han echado de menos para ellos las hogueras de la inquisición? En ciertas localidades, ¿No se les ha señalado a la animadversión de sus conciudadanos, hasta hacer que se les persiguiese e injuriase en las calles? ¿No se ha conjurado a todos los fieles a que se huyese de ellos, como a los apestados, e inducido a los criados a que no entrasen a su servicio? ¿No se ha solicitado de las mujeres que se separasen de sus maridos, y de los maridos que se separasen de sus mujeres por causa del Espiritismo? ¿No se ha hecho perder su plaza a los empleados, retirar a los obreros el pan del trabajo, y el de la caridad a los desgraciados porque eran espiritistas? Hasta los mismos ciegos han sido echados de los hospitales, porque no quisieron abjurar de su creencia. Y dígame usted, señor sacerdote, ¿Es ésta una discusión leal? ¿Acaso han vuelto injuria por injuria, y mal por mal los espiritistas? No. A todo han opuesto la calma y la moderación. La conciencia, pues, les ha hecho ya la justicia de decir que no han sido ellos los agresores.

S. —Todo hombre sensato deplora tales excesos, pero la Iglesia no puede ser responsable de abusos cometidos por algunos de sus miembros poco ilustrados.

A. K. —Convengo en ello, ¿Pero son miembros poco ilustrados los príncipes de la Iglesia? Vea usted la pastoral del obispo de Argel y de algunos otros. ¿Y no fue un obispo el que decretó el auto de fe de Barcelona? La autoridad superior eclesiástica, ¿No tiene poder omnímodo sobre sus subordinados? Si, pues, tolera sermones indignos de la cátedra evangélica, si favorece la publicación de escritos injuriosos y difamatorios para una clase de ciudadanos, si no se opone a la persecución ejercidas en nombre de la religión, es porque aprueba todo eso. En resumen, rechazando sistemáticamente la Iglesia a los espiritistas que a ella volvían, les ha obligado a replegarse sobre sí mismos, y por la naturaleza y violencia de sus ataques ha ensanchado la discusión trayéndola a otro terreno. El Espiritismo no era más que una simple doctrina filosófica; la Iglesia es quien lo ha engrandecido, presentándolo como un enemigo terrible, quien, en fin, la ha proclamado una nueva religión. Esta era una falta de destreza, pero la pasión no reflexiona.

Un librepensador. —Hace un momento proclamó usted la libertad de pensamiento y de conciencia, y declaró que toda creencia sincera es respetable. El materialismo es una creencia como otra cualquiera, ¿Por qué no ha de gozar de la libertad que concede usted a las otras?

A. K. —Seguramente cada uno es libre de creer lo que le plazca o de no creer en nada, y no legitimamos una persecución contra el que cree en la nada después de la muerte, y como tampoco la dirigida contra un cismático de una religión cualquiera. Combatiendo el materialismo, atacamos no a los individuos, sino a una doctrina que, si bien es inofensiva para la sociedad cuando se cierra en el foro interno de la conciencia de las personas ilustradas, es una llaga social si se generaliza. La creencia de que todo acaba para el hombre después de la muerte, de que toda solidaridad cesa con la vida, le conduce a considerar el sacrificio del bienestar presente en provecho de otro como una tontería, y de aquí la máxima: Cada uno para sí, durante la vida, puesto que nada hay después de ésta. La caridad, la fraternidad, la moral, en una palabra, no tienen ninguna base, ninguna razón de ser. ¿Por qué molestarse, reprimirse, privarse hoy, cuando acaso mañana no existiremos? La negación del porvenir, la simple duda sobre la vida futura, son los mayores estímulos del egoísmo, manantial de la mayor parte de los males de la humanidad. Se necesita gran virtud para ser retenido en la pendiente del vicio y del crimen, sin otro freno que la fuerza de su voluntad. El respeto humano puede detener al hombre de mundo, pero no aquel para quien el temor de la opinión es nulo. La creencia de la vida futura, demostrando la perpetuidad de las relaciones entre los hombres, establece entre ellos una solidaridad que no se detiene en la tumba, cambiando así el curso de las ideas. Si esta creencia no fuera más que un vano espantajo, sólo en una época hubiese existido. Pero como su realidad es un hecho de experiencia, es un deber propagarla y combatir la creencia contraria en interés del orden social. Esto es lo que hace el Espiritismo, lo hace con éxito, porque da pruebas, y porque en definitiva el hombre percibe la certeza de vivir dichoso en un mundo mejor, en compensación de las miserias terrestres, que creer que se muere para siempre. El pensamiento de verse anonadado perpetuamente, de creer a los hijos y a los seres que nos son queridos perdidos sin esperanza, sonríe, créalo usted, a un número de personas muy reducido. Y de aquí depende que los ataques dirigidos contra el Espiritismo en nombre de la incredulidad tengan tan poco éxito, y no lo han hecho vacilar un instante.

S. —La religión enseña todo eso; hasta el presente ha sido ella suficiente, ¿Hay por ventura necesidad de una nueva doctrina?

A. K. —Si basta la religión, ¿Por qué hay tantos incrédulos, religiosamente hablando? La religión nos lo enseña, es cierto, nos dice que creamos en ello, ¡Pero hay tantas personas que no creen si no se les prueba lo que se les dice! El Espiritismo prueba y hace ver lo que la religión enseña teóricamente. ¿Y de dónde proceden semejantes pruebas? De la manifestación de los espíritus. Es probable, pues, que sólo con permiso de Dios se manifiesten, y si Dios en su misericordia envía tal recurso a los hombres, para sacarlos de la incredulidad, es una impiedad rechazarlo.

S. —No me negará usted, sin embargo, que el Espiritismo no está conforme en todos sus puntos con la religión.

A. K. —Por Dios, señor sacerdote, todas las religiones pueden decir lo mismo: los protestantes, los judíos, los musulmanes, lo mismo que los católicos. Si el Espiritismo negase la existencia de Dios, del alma, su individualidad y su inmortalidad, las penas y las recompensas futuras, el libre albedrío del hombre. Si enseñase que cada uno vive en la Tierra y que sólo en sí debe pensar, sería contrario no sólo a la religión católica, sino a todas las religiones del mundo; sería la negación de todas las leyes morales, base de las sociedades humanas, lejos de esto, los espíritus proclaman un Dios único, soberanamente justo y bueno; dicen que el hombre es libre y responsable de sus actos, remunerando y castigado según el bien o el mal que haya hecho; ponen por encima de todas las virtudes la caridad evangélica, y esta regla sublime enseñada por Cristo: Hacer a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. ¿No son esto los fundamentos de la religión? Hacen más aún: Nos inician en los misterios de la vida futura, que no es ya para nosotros una abstracción, sino una realidad, porque los mismos a quienes conocíamos son los que nos vienen a reflejarnos su situación o decirnos cómo y por qué sufren o son dichosos. ¿Qué hay en esto de antirreligioso? Esta certeza en el porvenir de encontrar a los que hemos amado, ¿No es un consuelo? La grandiosidad de la vida espiritual, que es su esencia, comparada con las mezquinas preocupaciones de la vida terrestre, ¿No es a propósito para elevar nuestra alma y para estimular al bien?

S. —Convengo en que respecto de las cuestiones generales el Espiritismo está conforme con las grandes verdades del cristianismo, ¿Pero sucede lo mismo en cuanto a los dogmas? ¿Acaso no contradice ciertos principios que nos enseña la Iglesia?

A. K. —El Espiritismo es ante todo una ciencia y no se ocupa en cuestiones dogmáticas. Esta ciencia, como todas las filosóficas, tiene consecuencias morales, ¿Son buenas o malas? Puede juzgarse de ellas por los principios generales que acabo de recordar. Algunas personas se han equivocado sobre el verdadero carácter del Espiritismo, y esta cuestión es bastante seria, para que nos merezca algún desarrollo. Citemos ante todo una comparación: estando en la Naturaleza la electricidad, ha existido en todos los tiempo, produciendo los efectos que conocemos y muchos otros que no conocemos aún. Los hombres, ignorando la verdadera causa, han explicado aquellos efectos de una manera más o menos extravagante. El descubrimiento de la electricidad y de sus propiedades vino a destruir una multitud de absurdas teorías iluminando más de un misterio de la Naturaleza. Lo que la electricidad y las ciencias físicas en general han hecho en ciertos fenómenos, lo hace el Espiritismo en fenómenos de otro orden. El Espiritismo está fundado en la existencia de un mundo invisible formado de seres incorpóreos que pueblan el espacio, y que no son otros que las almas de los que han vivido en la Tierra o en otros globos, donde han dejado su envoltura material. Estos son los seres que designamos con el nombre de Espíritu; nos rodean sin cesar y ejercen en los hombres, a pesar de éstos, una gran influencia; desempeñan un papel muy activo en el mundo moral, y hasta cierto punto en el físico. El Espiritismo está, pues, en la Naturaleza, y se puede decir que, en un cierto orden de ideas, es una fuerza, como lo es la electricidad y la gravitación bajo otro punto de vista. Los fenómenos cuyo origen está en el mundo invisible, han debido producirse y se han producido, en efecto, en todos los tiempos. He aquí por qué la historia de todos los pueblos hace mención de ellos. Únicamente en su ignorancia, como para la electricidad, los hombres han atribuido esos fenómenos a causas más o menos racionales, dando, bajo este concepto, libre curso a su imaginación. El Espiritismo, mejor observado después de que se ha vulgarizado, ilumina una multitud de cuestiones hasta hoy irrecusables o mal comprendidas, su verdadero carácter es, pues, el de una ciencia y no de una religión; y la prueba está en que cuenta entre sus adeptos hombres de todas las creencias, sin que por esto hayan renunciado a sus convicciones; católicos fervientes, que no dejan de practicar todos los deberes de su culto, cuando no son rechazados por la Iglesia, protestantes de todas sectas, israelitas, musulmanes y hasta budistas y brahmanistas. Está basado, pues, en principios independientes de toda cuestión dogmática. Sus consecuencias morales están implícitamente en el Cristianismo, porque de todas las doctrinas el Cristianismo es la más digna y la más pura, y por esto, de todas las sectas religiosas del mundo, los cristianos son los más aptos para comprenderlo en toda su verdadera esencia. ¿Puede reprochársele por esto? Sin duda puede cada uno hacerse una religión de sus opiniones, interpretar a su gusto las religiones conocidas, pero de aquí a la constitución de una nueva Iglesia hay gran distancia.

S. —¿No hace usted, sin embargo, las evocaciones según una fórmula religiosa?

A. K. —Seguramente nos anima un sentimiento religioso en las evocaciones y en nuestras reuniones, pero no existe una fórmula sacramental; para los espíritus el pensamiento lo es todo, y nada la forma. Los llamamos en nombre de Dios porque creemos en Dios y sabemos que nada se cumple en este mundo sin su permiso, y porque si Dios no les permitiese venir no vendrían. En nuestros trabajos procedemos con calma y recogimiento, porque es una condición necesaria para las observaciones, y en segundo lugar porque conocemos el respeto que se debe a los que ya no viven en la Tierra, cualquiera que sea su condición feliz o desgraciada en el mundo de los espíritus. Hacemos un llamamiento a los buenos espíritus, porque sabiendo que los hay buenos y malos, procuramos que estos últimos no vengan a mezclarse fraudulentamente en las comunicaciones que recibimos. ¿Qué prueba todo esto? Que no somos ateos, pero esto no implica de ningún modo que seamos religionarios.

S. —Pues bien, ¿Qué dicen los espíritus superiores en lo tocante a la religión? Los buenos deben aconsejarnos y guiarnos. Supongamos que yo no tengo ninguna religión, y quiero escoger una. Si les pregunto: me aconsejáis que me haga católico, protestante, anglicano, cuákero, judío, mahometano o mormón, ¿Qué responderán?

A. K. —En todas las religiones hay que considerar dos puntos: los principios generales, comunes a todas, y los peculiares de cada una. Los primeros son los que acabamos de mencionar, y éstos los proclaman todos los espíritus, cualquiera que sea su rango. En cuanto a los segundo, los espíritus vulgares, sin ser malos, pueden tener preferencias, opiniones. Pueden preconizar tal o cual forma. Pueden, pues, inducir a ciertas prácticas, ya por convicción personal, ya porque conservan las ideas de la vida terrestre, ya por prudencia a fin de no lastimar las conciencias timoratas. ¿Cree usted, por ejemplo, que un espíritu ilustrado, aunque fuese el mismo Fenelón, dirigiéndose a un musulmán, le diría con poco tacto que Mahoma es un impostor, y que se condenará si no se hace cristiano? Se guardará muy bien, porque sería rechazado. Los espíritus superiores, en general, cuando no son solicitados por ninguna consideración especial, no se ocupan de pormenores, y se limitan a decir: “Dios es bueno y justo, sólo quiere el bien; la mejor, pues, de todas las religiones es la que sólo enseña lo que está conforme con la bondad y la justicia de Dios; la que da de Él la idea más grande, más sublime y no lo rebaja atribuyéndole las pequeñeces y pasiones de la humanidad, la que hace a los hombres buenos y virtuosos y les enseña a amarse todos como hermanos; la que condena todo mal hecho al prójimo; la que bajo ninguna forma ni pretexto autoriza la justicia; la que no prescribe nada contrario a las leyes inmutables de la naturaleza, porque Dios no puede contrariarse; aquella cuyos ministros dan el mejor ejemplo de bondad, caridad y moralidad; la que más tiende a combatir el egoísmo y menos contemporice con el orgullo y vanidad de los hombres; aquella, en fin, en cuyo nombre menos mal se comete, porque una buena religión no puede ser pretexto de mal alguno: no debe dejar ninguna puerta abierta ni directamente, ni por interpretación. “Ved, juzgad y escoged”.

S. —Supongamos que ciertos puntos de la doctrina católica sean negados por los espíritus que usted considera superiores; supongo que esos pueden ser erróneos; aquel que con razón o sin ella los crea artículos de fe y que obra en consecuencia, ¿Se verá perjudicado en su salvación, según los espíritus, por semejante creencia?

A. K. —No ciertamente, si ella no le impide el hacer el bien y al contrario si a él le impele; mientras que la creencia más fundada le perjudicará si es para él ocasión de hacer el mal, de no ser caritativo con su prójimo, si le hace duro y egoísta, porque no obra entonces según la ley de Dios, y Dios mira antes el pensamiento que los actos. ¿Quién se atreverá a sostener lo contrario? ¿Cree usted, por ejemplo, que sería provechoso la fe a un hombre que creyese perfectamente en Dios, y que en nombre de Dios cometiese actos inhumanos o contrarios a la caridad? ¿No es acaso mucho más culpable, porque tiene más medios de estar ilustrado?

S. —Así, el católico ferviente que cumple escrupulosamente los deberes de su culto, ¿No es censurado por los espíritus?

A. K. —No, si esto es para él cuestión de conciencia y si lo hace con sinceridad; sí, mil veces, si es hipócrita y si su piedad es aparente. Los espíritus superiores, los que tienen por misión el progreso de la humanidad, se levantan contra todos los abusos que puedan retardar el progreso, cualquiera que sea la naturaleza de aquéllos, y los individuos y las clases de la sociedad que de ellos se aprovechan. Y usted no negará que la religión no siempre se ha visto exenta de los mismos. Si entre sus ministros los hay que cumplen su misión con abnegación cristiana, que la hacen grande, bella y respetable, no puede usted dejar de convenir que notados han comprendido la santidad de su ministerio. Los espíritus combaten el mal dondequiera que se encuentre; señalar los abusos de la religión, ¿Equivale a atacarla? No, pues tiene mayores enemigos que los difunden; porque estos abusos son los que hacen nacer la idea de que con algo mejor puede sustituírsela. Si algún peligro corriese la religión, sería preciso atribuirlo a los que dan de ella una idea falsa, haciendo de la misma arma de pasiones humanas, y que la explotan en provecho de su ambición.

S. —Usted dice que el Espiritismo no discute los dogmas, y sin embargo admite ciertos puntos combatidos por la Iglesia, tales, por ejemplo, la reencarnación, la presencia del hombre en la Tierra antes de Adán, y niega la eternidad de las penas, la existencia de los demonios, el purgatorio y el fuego del infierno.

A. K. —Esos puntos se han discutido desde hace mucho tiempo, y no es el Espiritismo quien los ha puesto en tela de juicio; opiniones son esas de las cuales son algunas controvertidas por la misma teología y que juzgará el porvenir. A todas las domina un principio: la práctica del bien, que es la ley superior, la condición sine qua non de nuestro porvenir, como lo prueba el estado de los espíritus que con nosotros se comunican. En tanto que se haga para usted la luz sobre estas cuestiones, crea, si lo quiere, en las llamas y en los tormentos materiales si esto le puede alejar del mal: la creencia de usted no los hará más reales si es que no existen. Crea usted, si le place, que no tenemos más que una existencia corporal; esto no le impedirá renacer aquí o en otra parte, a pesar de usted, si así debe ser. Crea usted que el mundo entero y verdadero fue hecho en seis veces veinticuatro horas, si tal es su opinión: esto no impedirá que la Tierra tenga escritas en sus capas geológicas las pruebas de lo contrario. Crea usted, si así lo quiere, que Josué detuvo el Sol: esto no impedirá que la Tierra gire. Crea usted que sólo seis mil años hace que el hombre está en la Tierra; esto no impedirá que los hechos demuestren la imposibilidad de esa creencia. ¿Y que diría usted si el día menos pensado la inexorable geología viniese a demostrar, con patentes vestigios, la anterioridad del hombre, como ha demostrado tantas otras cosas? Crea usted lo que quiera, hasta en el diablo, si esta creencia puede hacerle bueno, humano y caritativo para con sus semejantes. El Espiritismo, como doctrina moral, sólo impone una cosa: la necesidad de hacer el bien y de no practicar el mal. Es una ciencia de observación, con que, vuelvo a repetirlo, tiene consecuencias morales, y éstas son la confirmación y la prueba de los grandes principios de la religión. En cuanto a los puntos secundarios, los deja a la conciencia de cada uno. Pero note usted, caballero, que el Espiritismo no niega, en principio, algunos de los puntos divergentes de que usted acaba de hablar. Si hubiese usted leído todo lo que yo he escrito sobre este particular, hubiera visto que se limita a darles una interpretación más lógica y más racional que la vulgarmente admitida, así es que no niego el purgatorio, por ejemplo; demuestra por el contrario su necesidad y su justicia; pero hace más aún, lo define, el infierno ha sido descrito como una hoguera inmensa; ¿Pero es así como lo entiende la alta teología? No, evidentemente: dice que es una figura, que el fuego en que se abrasan los condenados es un fuego moral, símbolo de lo más grandes dolores. En cuanto a la eternidad de las penas, si fuese posible pedirles su parecer para conocerles su opinión íntima, a todos los hombres en disposición de razonar y comprender, aun los más religiosos, se vería de qué parte está la mayoría, porque la idea de la eternidad, de los suplicios, es la negación de la infinita misericordia de Dios. Por lo demás, he aquí lo que dice la doctrina espiritista sobre este particular: la duración del castigo está subordinada al mejoramiento del Espíritu culpable. Ninguna condenación se ha pronunciado contra él por un tiempo determinado. Lo que Dios le exige para poner un término a sus sufrimientos es el arrepentimiento, la expiación y la reparación; en una palabra, un mejoramiento serio, efectivo, y una vuelta sincera al bien. El Espíritu es así el árbitro de su propia suerte; puede prolongar sus sufrimientos por su persistencia en el mal, y aplacarlos o abreviarlos con sus esfuerzos para hacer el bien. Estando la duración del castigo subordinada al arrepentimiento, resulta que el Espíritu culpable que no se arrepiente ni mejorase nunca, sufriría siempre, siendo para él eterna la pena. La eternidad de las penas, pues, debe entenderse en sentido relativo, y no en sentido absoluto. Una condición inherente a la inferioridad de los espíritus es la de no ver el término de su situación y creer que sufrirán siempre; esto es para ellos un castigo. Pero en cuanto se abre en su alma el arrepentimiento, Dios le hace entrever un rayo de esperanza. Esta doctrina está evidentemente más conforme con la justicia de Dios, quien castiga mientras persistimos en el mal, y que perdona cuando entramos en el buen camino. ¿Quién la ha imaginado? ¿Nosotros? No; son los espíritus que la enseñan y prueban, por los ejemplos que diariamente nos ofrecen. Los espíritus no niegan, pues, las penas futuras, puesto que describen sus propios sufrimientos, y este cuadro nos conmueve más que el de las llamas eternas, porque es perfectamente lógico. Se comprende que esto es posible, que debe ser así, que esa situación es consecuencia natural de las cosas. Puede ser aceptada por el pensamiento del filósofo, porque nada de ello repugna a la razón. He aquí por qué las creencias espiritistas han conducido al bien a una multitud de personas, materialistas algunas, a quienes no había detenido el temor del infierno tal como se nos describe. S. –Sin dejar de admitir su razonamiento, ¿No creer usted que el vulgo necesita más imágenes plásticas que una filosofía que no puede comprender?

A. K. —Este es un error que ha producido más de un materialista; o por lo menos separado de la religión a más de un hombre. Viene un momento en que estas imágenes no impresionan, y entonces las personas que no profundizan, con la parte rechazan el todo, porque se dicen: si se me ha enseñado como verdad incontestable un punto falso, si se me ha dado una imagen, una figura en vez de la realidad, ¿Quién me asegura que el resto es más verdadero? La fe se fortifica, por el contrario, si desarrollándole la razón, nada rechaza. La religión ganará siempre siguiendo el progreso de las ideas, y si hubiese de peligrar algún día, sería porque, habiendo adelantado los hombres, permaneciese ella estacionaria. Es equivocar la época creer que hoy puede conducirse a los hombres por el temor al demonio y a los sufrimientos eternos.

S. —La iglesia reconoce hoy, efectivamente, que el infierno material es una figura; pero esto no excluye la existencia de los demonios. Sin ellos, ¿Cómo explicar la influencia del mal que no puede venir de Dios?

A. K. —El Espiritismo no admite los demonios, en el sentido vulgar de la palabra, pero admite los malos espíritus, que no valen mucho más y que causan tanto mal como ellos sugiriendo malos pensamientos. Únicamente dice que no son seres excepcionales, creados para el mal y perpetuamente destinados a él, especie de parias de la Creación y verdugos del género humano. Son seres atrasados, imperfectos aún, pero a los cuales reserva Dios el porvenir. Esté en esto conforme con la iglesia católica griega que admite la conversión de Satanás, alusión al mejoramiento de los malos espíritus. Note usted también, que la palabra demonio sólo implica la idea de Espíritu malo en la acepción moderna que se le ha dado, porque la palabra griega daimon significa genio, inteligencia. Como quiera que sea, hoy sólo se le admite a mala parte. Admitir la comunicación de los malos espíritus es reconocer en principio la realidad de las manifestaciones. La cuestión está en saber si sólo son ellos los que se comunican, según afirma la Iglesia, para motivar la prohibición de comunicar con los espíritus. Aquí invocamos el razonamiento y los hechos. Si algunos espíritus, cualesquiera que sean, se comunican, sólo es con permiso de Dios; ¿Y por qué comprenderse que sólo a los malos se les permite? ¿Cómo daría a éstos amplia libertad para venir a engañar a los hombres, y prohibiría a los buenos el venir a hacerles la oposición, a neutralizar sus perniciosas doctrinas? Creer que es así, ¿No sería poner en duda su poder y su bondad y hacer de Satanás un rival de la Divinidad? La Biblia, el Evangelio, los Padres de la Iglesia reconocen perfectamente la posibilidad de comunicar con el mundo invisible, del cual no están excluidos los buenos. ¿Por qué, pues, habrían de estarlo hoy? Por otra parte, al admitir la Iglesia la autenticidad de ciertas apariciones y comunicaciones de los santos, rechaza por lo mismo la idea de que sólo tengamos que habérnoslas con malos espíritus. Ciertamente, cuando sólo buenas cosas encierran las comunicaciones, cuando sólo en ellas se predica la más pura y sublime moral evangélica, la abnegación, el desinterés y el amor al prójimo, cuando en ellos se censura el mal, cualquiera de sea el traje en que se disfrace, ¿Es racional creer que el Espíritu maligno venga de tal manera a hacer su propia acusación?

S. —El evangelio nos enseña que el ángel de las tinieblas, o Satanás, se transforma en ángel de luz para seducir a los hombres.

A. K. —Satanás, según el Espiritismo y la opinión de muchos filósofos cristianos, no es un ser real, sino la personificación del mal, como en otro tiempo lo era Saturno del tiempo. La Iglesia interpreta literalmente esta figura alegórica; asunto de opinión es éste que no discutiré. Admitamos por un instante que Satanás sea un ser real; la Iglesia, a fuerza de exagerar su poder con intención de atemorizar, llega a un resultado diametralmente opuesto, es decir, a la destrucción no ya de todo temor, sino de toda creencia en su persona, por el proverbio de que quien quiere probar mucho nada prueba. Se representa como eminentemente sagaz, mañoso y astuto, y en la cuestión del Espiritismo le hace desempeñar el papel de un tonto o de un torpe. Puesto que el objeto de Satanás es alimentar el infierno con sus víctimas y robar almas a Dios, se comprende que se dirija a los que están en el bien para inducirles al mal, y que para ellos se transforme, según la bella alegoría, en ángel de luz, es decir, que simule hipócritamente la virtud. Pero lo que no se comprende es que deje escapar a los que tiene ya entre sus garras. Los que no creen en Dios ni en el alma, los que desprecian la oración y están sumidos en el vicio son, tanto como pueden serlo, del diablo, y nada hay ya que hacer para hundirlos más en el lodazal. Luego, incitarlos a volver a Dios, a rogarle, a someterse a su voluntad, animarlos a renunciar al mal, pintándolos la felicidad de los elegidos y la triste suerte que espera a los malvados, sería propio de un negado más estúpido que si se diese libertad a un pájaro prisionero con la idea de volverlo a coger enseguida. Hay, pues, en la doctrina de la comunicación exclusiva de los demonios una contradicción que puede apreciar todo hombre sensato, y por esto no se persuadirá nunca de que los espíritus que vuelven a Dios a los que le negaban, al bien a los que hacían el mal, que consuelan a los afligidos, que dan fuerza y a ánimo a los débiles, que por la sublimidad de su enseñanza elevan el alma por encima de la vida material, son emisarios de Satanás, y que por este motivo debe prescindirse de toda revelación con el mundo invisible.

S. —Si la Iglesia prohíbe las comunicaciones con los espíritus de los muertos, es porque son contrarias a la religión y por estar formalmente condenadas por el Evangelio y por Moisés. Al pronunciar este último la pena de muerte contra semejantes prácticas, prueba lo reprensibles que son a los ojos de Dios.

A. K. —Dispense usted, esa prohibición no se encuentra en parte alguna del Evangelio; sólo se halla en la ley mosaica. Se trata, pues, de saber si la Iglesia pone la ley mosaica por encima de la evangélica, o de otro modo, de si es más Judía que cristiana: es digno de notarse que, de todas las religiones, la que menos oposición ha hecho al Espiritismo es la judaica, y que no ha invocado contra las evocaciones la ley de Moisés en que se apoya las sectas cristianas. Si las prescripciones bíblicas son el código de la fe cristiana, ¿Por qué se prohíbe la lectura de la Biblia? ¿Qué se diría si se prohibiese a un ciudadano estudiar el código de las leyes de su país? La prohibición dictada por Moisés tenía su razón de ser, porque el legislador hebreo quería que su pueblo rompiese con todas las costumbres tomadas de los egipcios, y porque la de que tratamos era objeto de abusos. No se evocaba a los muertos por respeto y afecto hacia ellos, ni por sentimiento de piedad, sino que era aquel un medio de adivinación, objeto de un tráfico vergonzoso explotado por el charlatanismo y la superstición. Moisés tuvo, pues, razón en prohibirlo. Si pronunció contra semejante abuso una penalidad severa, fue porque se necesitaba medios rigurosos para gobernar aquel pueblo indisciplinado, motivo por el cual la pena de muerte se prodiga en su legislación. Sin razón, pues, se acude a la severidad del castigo para probar el grado de culpabilidad que hay en la evocación de los muertos. Sin la prohibición de evocar a los muertos procede del mismo Dios, como pretende la Iglesia, debe haber sido Dios quien ha dictado la pena de muerte contra los delincuentes. La pena, pues, tiene un origen tan sagrado como la prohibición; ¿Por qué no se la ha conservado? Todas las leyes de Moisés son promulgadas en nombre de Dios y por su orden. Si se cree que Dios es el autor de ella, ¿Por qué no están ya en observación? Si la ley de Moisés es para la Iglesia artículo de fe sobre un punto, ¿Por qué no lo es sobre todo? ¿Por qué recurrir a ella cuando se la necesita y rechazarla cuando no conviene? ¿Por qué no seguir todas sus prescripciones, la circuncisión entre ellas, que sufrió Jesús y no abolió? Dos partes había en la ley mosaica: 1º La ley de Dios, es divina, y Cristo no hizo más que desarrollarla; 2º La ley civil o disciplinaria, apropiada a las costumbres de la época y que Jesús abolió. Hoy las circunstancias no son las mismas, y la prohibición de Moisés carece de motivo. Por otra parte, si la Iglesia prohíbe llamar a los espíritus, ¿Puede prohibirles a ellos que vengan sin que se les llame? ¿No se ve todos los días que tienen manifestaciones de todos géneros personas que nunca se han ocupado del Espiritismo, y no las había que las tenían mucho antes de que se tratase de él? Otra contradicción. Cuando Moisés prohibió evocar los espíritus de los muertos es porque podían venir, pues de otro modo su prohibición hubiera sido inútil. Si podían venir en su época, lo pueden también hoy, y si son los espíritus de los muertos, no son, pues, exclusivamente los demonios. Ante todo es preciso ser lógico.

S. —La Iglesia no niega que puedan comunicarse los buenos espíritus, pues reconoce que los santos han tenido manifestaciones, pero nunca puede considerar como buenos a los que contradicen sus principios inmutables. Cierto es que los espíritus enseñan las penas y recompensas futuras, pero no como ella, y por esto únicamente ella puede juzgar sus enseñanzas y discernir los buenos de los malos.

A. K. —He aquí la gran cuestión. Galileo fue acusado de hereje y de recibir inspiraciones del demonio, porque venía a revelar una ley de la Naturaleza, probando el error de una creencia que se miraba como inatacable, por lo cual fue condenado y excomulgado. Si sobre todos los puntos hubiesen abundado los espíritus en el sentido exclusivo de la Iglesia, si no hubiesen proclamado la libertad de conciencia y combatido ciertos abusos, hubieran sido bienvenidos y no se les hubiese calificado de demonios. Tal es la razón por la que todas las religiones, lo mismo los musulmanes que los católicos, creyéndose en posesión exclusiva de la verdad absoluta, miran como obra del demonio cualquier doctrina que no sea enteramente ortodoxa desde su punto de vista. Los espíritus no vienen a derribar la religión, sino a revelar, como Galileo, nuevas leyes de la Naturaleza. Si algunos puntos de fe se sienten lastimados, es porque están en contradicción con dichas leyes, lo mismo que la creencia en el movimiento del Sol. La cuestión está en saber si un artículo de fe puede anular una ley de la Naturaleza que es obra de Dios; y reconocida esta ley, ¿No es más prudente interpretar el dogma en el sentido de aquella que atribuirla al demonio?

S. —Pasemos por alto la cuestión de los demonios; sé que es diversamente interpretada por los teólogos, pero me parece más difícil de conciliar con los dogmas el sistema de la reencarnación, porque no es otra cosa que la renovación de la metempsicosis de Pitágoras.

A. K. —No es éste el momento de discutir una cuestión que exigiría amplio desarrollo; la encontrará expuesta en El Libro de los Espíritus y en El Evangelio según el Espiritismo: sólo diré, pues, dos palabras. La metempsicosis de los antiguos consistía en la transmigración del alma humana a los animales, lo que implicaba una degradación. Por lo demás, esta doctrina no era lo que vulgarmente se cree. La transmigración de los animales no era considerada como una condición inherente a la naturaleza del alma humana, sino como un castigo temporal. Así, las almas de los asesinos pasaban al cuerpo de las fieras para recibir en él su castigo, la de los impúdicos a los cerdos y jabalíes, la de los inconscientes y aturdidos a las aves, la de los perezosos e ignorantes a los animales acuáticos; después de algunos miles de años, más o menos según la culpabilidad, de esta especie de prisión, volvía el alma a entrar en la Humanidad. La encarnación animal no era, pues, una condición absoluta, y se ligaba, como se ve, a la reencarnación humana, y es prueba de esto el que el castigo de los hombres tímidos consistía en pasar al cuerpo de las mujeres expuestas al desprecio y a las injurias. (4) Era una especie de espantajo para los cándidos, más bien que un artículo de fe para los filósofos. De la misma manera que se dice a los niños: “Si sois malos, se os comerá el lobo”, los antiguos decían a los criminales: “Os convertiréis en lobos”. En la actualidad se les dice: “El diablo os cogerá y os llevará al infierno”. La pluralidad de existencias, según el Espiritismo, difiere esencialmente de la metempsicosis, porque no admite la encarnación del alma en los animales, ni siquiera como castigo. Los espíritus enseñan que el alma no retrocede nunca, sino que progresa siempre. Sus diferentes existencias corporales se realizan en la Humanidad, y cada existencia es para ellos un paso hacia delante en la senda del progreso moral e intelectual, lo que es muy diferente. No pudiendo adquirir un desarrollo completo en una sola existencia, abreviada frecuentemente por causas accidentales, Dios le permite continuar, en una nueva encarnación, la tarea que no pudo concluir o volver a empezar la que desempeñó mal. La expiación en la vida corporal consiste en las tribulaciones que durante ella sufrimos. Para saber si la pluralidad de existencias es o no contraria a ciertos dogmas de la Iglesia, me limito a decir lo siguiente: Una de dos, o la encarnación existe o no existe. Si ocurre lo primero, es prueba que está en las leyes de la Naturaleza. Para probar que no existe, sería preciso probar que es contraria, no a los dogmas, sino a aquellas leyes, y que se pudiese encontrar otra que explicara más clara y lógicamente las cuestiones que sólo ella puede resolver. 4. véase la Pluralidad del alma, por Pezzani. Por lo demás, es fácil demostrar que ciertos dogmas encuentran en la reencarnación una sensación racional que los hace aceptables a los que los rechazaban porque no los comprendían. No se trata, pues, de destruir, sino de interpretar lo cual tendrá lugar más tarde por la fuerza de las cosas. Los que no quieran aceptar la interpretación será libres de hacerlo, como todavía lo son hoy de creer que es el Sol el que gira. La idea de la pluralidad de existencias se vulgariza con una rapidez maravillosa, en razón de su extrema lógica y de su conformidad con la justicia de Dios. Cuando sea reconocida como verdad natural y aceptada por todo el mundo, ¿Qué hará la Iglesia? En resumen, la reencarnación no es un sistema imaginado para el sostenimiento de una causa ni una opinión personal. ¿Es o no es un hecho? Si está demostrado que ciertas cosas que existen son materialmente imposibles sin la reencarnación, es preciso admitir que son consecuencias de la reencarnación; y si está en la Naturaleza, no podrá ser anulada por una opinión contraria.

S. —¿Los que no creen en los espíritus y en sus manifestaciones llevan, al decir de los espíritus, la peor parte en la vida futura?

A. K. —Si esta creencia fuera indispensable para la salvación de los hombres, ¿Qué sería de los que, desde que el mundo existe, no estaban en condiciones de poseerla y de los que, por mucho tiempo aún, morirán sin tenerla? ¿Puede Dios cerrarles las puertas del porvenir? No, los espíritus que nos instruyen son más lógicos, y nos dicen: Dios es soberanamente justo y bueno, y no hace depender la suerte futura del hombre de condiciones independientes de su voluntad. No dicen: Fuera del Espiritismo no hay salvación, sino como Cristo: Fuera de la caridad no hay salvación posible.

S. —Permítame entonces que le diga que, desde el momento que los espíritus no enseñan otros principios que los de la moral que encontramos en el Evangelio, no comprendo la utilidad del Espiritismo, puesto que podíamos conseguir nuestra salvación antes de él y puesto que sin él podemos conseguirla aún. No sucedería lo mismo si los espíritus viniesen a enseñar algunas grandes y nuevas verdades, alguno de esos principios que cambian la faz del mundo, como hizo Cristo. Este por lo menos era solo, su doctrina única, mientras que hay millares de espíritus que se contradicen, diciendo blanco los unos y los otros negro, de donde se ha seguido que, desde un principio, sus partidarios forman ya muchas sectas. ¿No sería mejor dejar tranquilos a los espíritus y atenernos a lo que poseemos?

A. K. —Usted incurre, caballero, en el error de no salir de su punto de vista, y de tomar siempre a la Iglesia como único criterio de los conocimientos humanos. Si Cristo dijo la verdad, no podía decir otra cosa distinta el Espiritismo, y en vez de rechazarlo, se le debería acoger como un poderoso auxiliar que viene a confirmar, por las voces de ultratumba, las verdades fundamentales de la religión minadas por la incredulidad. Que le combata el materialismo, se comprende; pero que la Iglesia se alíe contra él con el materialismo, es menos concebible. Lo que también es tan inconsecuente como lo dicho, es que la Iglesia califica de demoníaca una enseñanza que se apoya en la misma autoridad, y que proclama la misión divina del fundador del cristianismo. ¿Pero Cristo lo dijo todo? ¿Podía revelarlo todo? No, porque Él dijo: “Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no las comprenderíais, por eso os hablo en parábolas”. El Espiritismo viene hoy que el hombre está más adelantado para comprenderlo, a completar y explicar lo que Cristo intencionalmente esbozó tan sólo, o dijo bajo forma alegórica. Indudablemente dirá usted que esta explicación pertenecía a la Iglesia. ¿Pero a cual? ¿A la romana, a la griega, a la protestante? Puesto que no están acordes, cada una hubiese dado la explicación a su modo y reivindicado el privilegio de darla. ¿Cuál hubiese sido la que hubiera armonizado todos los puntos disidentes? Dios, que es prudente, previendo que a tal explicación mezclarían los hombres sus pasiones y sus preocupaciones, no han querido confiarles esta nueva revelación, y ha encargado a sus semejantes los espíritus que la proclamen en todos los puntos del globo, sin miramiento a ningún culto particular, a fin de que pudiese aplicarse a todos y que ninguna la emplee en provecho propio. Por otra parte, ¿Los diversos cultos cristianos no se han separado en nada de la vía trazada por Cristo? ¿Sus preceptos de moral son escrupulosos observados? ¿No se han torturado sus palabras para apoyar en ellas la ambición y las pasiones humanas, siendo así que son la condenación de las mismas? El Espiritismo, pues, por la voz de los espíritus enviados por Dios, viene a traer a la estricta observación de sus preceptos a los que de ellos se ha separado. ¿No será especialmente este último motivo el que le trae el calificativo de obra satánica? Sin razón llama usted sectas a algunas divergencias de opiniones respecto de los fenómenos espiritistas. No es de extrañar que al principio de una ciencia, cuando para muchos las observaciones eran incompletas teorías contradictorias. Pero estas teorías estriban en puntos de desarrollo y no en los principios fundamentales. Pueden constituir escuelas que explican ciertos hechos a su manera, pero no sectas, como no lo son los diferentes sistemas que dividen a nuestros sabios sobre las ciencias exactas, la medicina, la física, etc. Suprima usted la palabra secta, que es impropia en el caso presente. Y por otra parte, ¿El mismo cristianismo no ocasionó, desde su origen, una multitud de sectas? ¿Por qué no ha sido la palabra de Cristo bastante poderosa para poner silencio a todas las controversias? ¿Por qué es susceptible de interpretaciones que, aun en nuestros días, dividen a los cristianos en diferentes Iglesias que pretenden todas tener exclusivamente la verdad necesaria a la salvación, detestándose cordialmente y anatematizándose en nombre de su Maestro, que el amor y caridad predicó únicamente? La debilidad de los hombres, contestará usted: sea en buena hora; ¿Y por qué quiere usted que el Espiritismo triunfe súbitamente de esa debilidad y transforme a la humanidad como por encanto? Vamos a la cuestión de utilidad. Dice usted que el Espiritismo nada nuevo nos enseña. Esto es un error, pues enseña, por el contrario, mucho a los que no se detienen en la superficie. Aunque no hubiese hecho más que sustituir con la máxima: Fuera de la caridad no hay salvación posible, que une a los hombres, a la de: Fuera de la Iglesia no hay salvación posible, que los separa, hubiese señalado una nueva era de la humanidad. Dice usted que podíamos pasar sin él, conformes; como pudiéramos pasar sin una multitud de descubrimientos científicos. Seguramente los hombres se encontraban tan bien antes como después del descubrimiento de todos los nuevos planetas, del cálculo de los eclipses, del conocimiento del mundo microscópico y de otras cien cosas. El labrador, para vivir y cultivar el trigo, no necesita saber lo que es un cometa, y nadie niega, sin embargo, que todas esas cosas dilatan el círculo de las ideas y nos hacen penetrar más y más las leyes de la naturaleza. El mundo de los espíritus, es pues, una de esas leyes que nos hacen conocer el Espiritismo, enseñándonos la influencia que ejerce en el mundo corporal. Aun suponiendo que a esto se limitase su utilidad, ¿No sería mucho ya la revelación de semejante poder? Vamos ahora su influencia moral. Admitamos que no enseña nada nuevo sobre este particular, ¿Cuál es el mayor enemigo de la religión? El materialismo, porque el materialismo nada cree, y el Espiritismo es la negación del materialismo, que no tiene ya razón de ser. No ya por el razonamiento, no por la fe ciega se dice al materialismo que todo no acaba con el cuerpo, sino por los hechos: se le demuestra, se le hace tocar con el dedo y ver con el ojo. ¿Es acaso pequeño este servicio que hace a la Humanidad y a la religión? Pero no es esto todo; la certeza de la vida futura, el cuadro viviente de los que ella nos han precedido demuestran la necesidad del bien y las consecuencias inevitables del mal. He aquí por qué, sin ser una religión, conduce esencialmente a las ideas religiosas, desarrollándolas en los que no las tienen y fortificándolas en aquellos en quienes son vacilantes. La religión encuentra, pues, en él un apoyo, no para esas personas miopes de inteligencia que ven toda la religión en la doctrina del fuego eterno, en la letra más que en el Espíritu, sino para los que la contemplan con arreglo a la grandeza y majestad de Dios. En una palabra, el Espiritismo dilata y eleva las ideas; combate los abusos engendrados por el egoísmo, la codicia y la ambición; ¿Quién se atreverá a defenderlos y a declararse campeón suyo? Si no es indispensable para la salvación, la facilita fortificándonos en el camino del bien. ¿Cuál será, por otra parte, el hombre sensato que se atreve a sentar que la falta de ortodoxia es más reprensible a los ojos de Dios que el ateísmo y el materialismo? Propongo claramente las siguientes preguntas a todos los que combaten el Espiritismo bajo el aspecto de sus consecuencias religiosas: 1ª Entre el que nada cree, o el que creyendo en las verdades generales no admite ciertas partes del dogma, ¿Quién tendrá la peor parte en la vida futura? 2ª ¿El protestante y el cismático están confundidos en la misma reprobación que el ateo y el materialista? 3ª El que no es ortodoxo, en el rigor de la palabra, pero que hace todo el bien que puede, que es bueno e indulgente para con su prójimo y leal en sus relaciones sociales, ¿Está menos seguro de la salvación que el creyendo en todo es duro, egoísta y falto de caridad? 4ª ¿Qué es preferible a los ojos de Dios, la práctica de las virtudes cristianas sin la de los deberes de la ortodoxia, a la práctica de estos últimos sin la de la moral? He respondido, señor sacerdote, a las preguntas y objeciones que me ha dirigido usted, pero como le dije al empezar, sin intención preconcebida de atraerle a nuestras ideas y de cambiar sus convicciones, limitándome a hacerle considerar al Espiritismo bajo su verdadero punto de vista. Si no hubiese usted venido, no hubiera yo ido a buscarle. No quiere esto decir que despreciemos su adhesión a nuestros principios, si ella hubiese de tener lugar, muy lejos de eso. Seremos felices muy felices, por el contrario, como con todas las adquisiciones que hacemos, y que son para nosotros tanto más valiosas en cuento son libres y voluntarias. No sólo no tenemos derecho alguno para ejercer coacción sobre cualquiera que sea, sino que sería para nosotros un escrúpulo el turbar la conciencia de los que, teniendo creencias que les satisfacen, no vienen espontáneamente. Hemos dicho que el mejor medio de ilustrarse sobre el Espiritismo era el de estudiar la teoría; los hechos vendrán después naturalmente y se les comprenderá, cualquiera que sea el orden en que los traigan las circunstancias. Nuestras publicaciones han sido hechas con objeto de favorecer este estudio. He aquí el orden que aconsejamos. Lo primero que debe leerse es este resumen, que ofrece el conjunto y los puntos cardinales de la ciencia; con él puede ya formarse una idea y convencerse de que en el fondo del Espiritismo hay algo serio. En esta rápida exposición nos hemos propuesto indicar los puntos que debe fijar particularmente la atención del observador. La ignorancia de los principios fundamentales es causa de las falsas apreciaciones de la mayor parte de los que juzgan lo que no comprenden, o que lo hacen con arreglo a ideas preconcebidas. Si esta primera ojeada despierta el deseo de aprender más, se leerá el Libro de los Espíritus, donde están completamente desarrollados los principios de la doctrina, después El Libro de los Médiums para la parte experimental, destinado a servir de guía a los que por sí mismo quieren operar, como a los que deseen darse cuenta de los fenómenos. Inmediatamente siguen las obras donde están desarrolladas las aplicaciones y consecuencias de la doctrina, tales como: El Evangelio según el Espiritismo, El cielo y el Infierno, El Génesis, los milagros y las predicciones, etc. La Revista espiritista es en cierto modo un curso de aplicaciones, por los numerosos ejemplos e instrucciones que contiene, sobre la parte teórica experimental. A las personas serias, que han estudiado anticipadamente, les damos, verbalmente y con mucho gusto, las explicaciones que necesitan sobre los puntos que no hayan comprendido suficientemente.