Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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El Sr. R..., corresponsal del Instituto de Francia y uno de los miembros más eminentes de la Sociedad Parisiense de Estudios Espíritas, ha desarrollado las siguientes consideraciones, en la sesión del 14 de septiembre, como corolario de la teoría que acababa de ser dada sobre el mal del miedo y que hemos relatado anteriormente:

«De todas las comunicaciones que nos son dadas por los Espíritus se deduce que ellos ejercen una influencia directa sobre nuestras acciones, unos solicitándonos para el bien, otros para el mal. Acaba de decirnos san Luis: “A los Espíritus maliciosos les gusta reír; tened cuidado: aquel que cree que dice chistes agradables a las personas que lo cercan, divirtiendo a una sociedad con sus bromas o con sus acciones, a menudo se equivoca –e incluso muy a menudo– cuando cree que todo eso viene de sí mismo. Los Espíritus ligeros que lo rodean se identifican con él y, a su turno, lo engañan frecuentemente con referencia a sus propios pensamientos, así como a aquellos que lo escuchan”. De esto resulta que lo que decimos no siempre viene de nosotros; que a menudo, como los médiums psicofónicos, no somos más que los intérpretes del pensamiento de un Espíritu extraño que se ha identificado con el nuestro. Los hechos vienen en apoyo a esta teoría y prueban que también muy frecuentemente nuestras acciones son la consecuencia de este pensamiento que nos es sugerido. Por lo tanto, el hombre que hace mal cede a una sugerencia cuando es lo bastante débil para no resistir y cuando hace oídos sordos a la voz de la conciencia, que puede ser la suya o la de un Espíritu bueno que, por sus advertencias, combate en él la influencia de un Espíritu malo.

«Según la doctrina común, el hombre extraería de sí mismo todos sus instintos; éstos provendrían de su organismo físico –del cual no podría ser responsable– o de su propia naturaleza, en la cual puede buscar una excusa ante sus propios ojos, alegando que no es por su culpa que él haya sido creado así. La Doctrina Espírita es evidentemente más moral; admite en el hombre el libre albedrío en toda su plenitud; y al decirle que si hace mal cede a una mala sugestión extraña, le deja toda la responsabilidad, puesto que le reconoce el poder de resistir, cosa evidentemente más fácil que si tuviera que luchar contra su propia naturaleza. De esta manera, según la Doctrina Espírita, no hay arrastramiento irresistible: el hombre siempre puede hacer oídos sordos a la voz oculta que lo solicita al mal en su fuero interno, como puede negarse a escuchar la voz material del que le habla; y lo puede en virtud de su voluntad, pidiendo a Dios la fuerza necesaria y solicitando a este efecto la asistencia de los Espíritus buenos. Es lo que Jesús nos enseña en el ruego sublime de la Oración dominical, cuando nos hace decir: «Y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal.»

Cuando tomamos para texto de una de nuestras cuestiones la pequeña anécdota que hemos relatado, no esperábamos el desarrollo en que iba a derivar. Estamos doblemente felices por las bellas palabras que ella mereció de san Luis y de nuestro honorable colega. Si desde hace mucho no supiésemos de la alta capacidad de este último, y acerca de sus profundos conocimientos en materia de Espiritismo, estaríamos tentados a creer que él mismo ha sido la propia aplicación de su teoría y que san Luis se ha servido de él para completar su enseñanza. A esto vamos a reunir nuestras propias reflexiones:

Esta teoría de la causa incitante de nuestras acciones resalta evidentemente de toda la enseñanza dada por los Espíritus; no sólo es de sublime moralidad, sino que –añadiremos– eleva al hombre ante sus propios ojos; lo muestra libre de sacudir su yugo obsesor, como es libre de cerrar las puertas de su casa a los inoportunos. Ya no es más una máquina activada por un impulso independiente de su voluntad: es un ser provisto de razón, que escucha, que juzga y que elige libremente entre dos consejos. Agreguemos que, a pesar de esto, el hombre no está en absoluto privado de su iniciativa; no deja por ello de obrar por su propio accionar, puesto que en definitiva es un Espíritu encarnado que conserva, bajo la envoltura corporal, las cualidades y defectos que tenía como Espíritu. Por lo tanto, las faltas que cometemos tienen su origen en la imperfección de nuestro propio Espíritu, que todavía no ha alcanzado la superioridad moral que tendrá un día, pero que no por eso tiene menos libre albedrío; la vida corporal le ha sido concedida para que purgue sus imperfecciones por medio de las pruebas que enfrenta, y son precisamente esas imperfecciones que lo vuelven más débil y más accesible a las sugerencias de otros Espíritus imperfectos, que aprovechan para tratar de hacerlo sucumbir en la lucha que ha emprendido. Si sale vencedor de esta lucha, se eleva; si fracasa, sigue siendo lo que era: ni mejor, ni peor; es una prueba para recomenzar, y esto puede así durar mucho tiempo. Cuanto más se depura, más disminuyen sus puntos vulnerables y menos motivos da a los que lo solicitan al mal; su fuerza moral crece en razón de su elevación y los Espíritus malos se alejan de él.

¿Cuáles son, entonces, esos Espíritus malos? ¿Son aquellos a los que se llama demonios? No son demonios en la acepción vulgar de la palabra, porque se entiende por esto una clase de seres creados para el mal y perpetuamente consagrados al mal. Ahora bien, los Espíritus nos dicen que todos mejoran en un tiempo más o menos largo, según su voluntad; pero en cuanto son imperfectos pueden hacer el mal, como el agua que no está purificada puede esparcir miasmas pútridos y mórbidos. En el estado de encarnación, ellos se depuran si hacen lo necesario para eso; en el estado de Espíritu sufren las consecuencias de lo que han hecho o de lo que no han hecho para mejorarse, consecuencias que también sufren en la Tierra, puesto que las vicisitudes de la vida son a la vez expiaciones y pruebas. En mayor o en menor grado, todos los Espíritus constituyen –cuando encarnados– la especie humana, y como nuestra Tierra es uno de los mundos menos avanzados, hay en ella más Espíritus malos que buenos: he aquí por qué vemos tanta perversidad. Por lo tanto, hagamos todos nuestros esfuerzos para no volver aquí después de esta estada y para merecer ir a vivir a un mundo mejor, en uno de esos mundos privilegiados donde el bien reina enteramente y donde recordaremos nuestro pasaje por la Tierra como un mal sueño.