Revista espírita — Periódico de estudios psicológicos — 1858

Allan Kardec

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(Extraídas de la Vida de Luis XI, dictada por él mismo a la señorita Ermance Dufaux)
(Ver los números de marzo y de mayo de 1858)

Envenenamiento del duque de Guyena

... Después me ocupé de Guyena. Odet d'Aidies, señor de Lescun, que estaba enemistado conmigo, hacía los preparativos de la guerra con una actividad maravillosa. No era sino con esfuerzo que mantenía el ardor bélico de mi hermano, el duque de Guyena. Tenía que combatir a un temible adversario en el espíritu de mi hermano: la señora de Thouars, que era la amante de Carlos (el duque de Guyena).

Esa mujer sólo buscaba sacar provecho del dominio que tenía sobre el joven duque para desviarlo de la guerra, no ignorando que ésta tenía por objeto el matrimonio de su amante. Sus enemigos secretos habían fingido alabar en su presencia la belleza y las brillantes cualidades de la novia: esto fue lo suficiente para persuadirla de que su desgracia era cierta si esta princesa se casara con el duque de Guyena. Segura de la pasión de mi hermano, ella recurrió a las lágrimas, a los ruegos y a todas las extravagancias de una mujer perdida en semejante caso. El débil Charles cedió y comunicó a Lescun sus nuevas resoluciones. Éste previno inmediatamente al duque de Bretaña y a los interesados: ellos se alarmaron e hicieron representaciones a mi hermano, pero éstas no hicieron más que volver a sumergirlo en sus irresoluciones.

Sin embargo, la favorita consiguió –no sin dificultad– disuadirlo nuevamente de la guerra y del casamiento; desde entonces, su muerte fue resuelta por todos los príncipes. Por temor a que mi hermano se la imputara a Lescun, de quien conocía su antipatía por la señora de Thouars, ellos decidieron ganar a Jean Faure Duversois, monje benedictino, confesor de mi hermano y abad de Saint-Jeand'Angély.

Este hombre era uno de los partidarios más entusiastas de la señora de Thouars, y nadie ignoraba el odio que tenía hacia Lescun, cuya influencia política envidiaba. Jamás sería probable que mi hermano le imputase la muerte de su amante, pues ese sacerdote era uno de sus favoritos, en el cual tenía la mayor confianza. No sólo fue la sed de grandeza que hizo que se vinculara a la favorita, sino que también se dejó corromper sin dificultad.

Desde largo tiempo que yo había intentado seducir al abad; él siempre rechazaba mis ofrecimientos, no obstante, de un modo que me dejaba la esperanza de conseguir ese objetivo.

Él vio fácilmente en qué posición se metería prestando a los príncipes el servicio que esperaban de él; sabía que a los poderosos no les costaba nada librarse de un cómplice. Por otro lado, conocía la inconstancia de mi hermano y temía ser su víctima.

Para conciliar su seguridad con sus intereses, decidió sacrificar a su joven señor. Al tomar esta determinación, tenía más posibilidad de éxito que de fracaso. Para los príncipes, la muerte del joven duque de Guyena debería ser el resultado de un error o de un incidente imprevisto. La muerte de la favorita, aun cuando se la hubiese podido imputar al duque de Bretaña y a sus cointeresados, hubiera pasado inadvertida, por así decirlo, ya que nadie habría podido descubrir los motivos que le daban una importancia real desde el punto de vista político.

Admitiendo que pudieran ser acusados de la muerte de mi hermano, ellos estarían fuertemente en peligro, porque sería mi deber castigarlos con rigor; sabían que voluntad para eso no me faltaba, y en este caso el pueblo se volvería contra ellos; y el propio duque de Borgoña, ajeno a lo que se tramaba en Guyena, se vería forzado a aliarse a mí, bajo pena de verse acusado de complicidad. Incluso en esta última hipótesis todo habría sido logrado según mi deseo; yo podría hacer que Carlos el Temerario fuese declarado criminal de lesa majestad y hacerlo condenar a muerte por el Parlamento, como asesino de mi hermano. Esta clase de condenaciones, efectuadas por ese tribunal superior, tenían siempre grandes resultados, sobre todo cuando eran de una indiscutible legitimidad.

Se percibe, sin dificultad, qué interés tenían los príncipes en dirigir al abad; pero, por otro lado, nada era más fácil que deshacerse secretamente de él.

Conmigo el abad de Saint-Jean tenía aún más posibilidades de impunidad. El servicio que me prestaba era de la mayor importancia para mí, sobre todo en ese momento: la formidable Liga que se formaba, y de la cual el duque de Guyena era el centro, debería infaliblemente llevarme a la perdición; la muerte de mi hermano era el único medio de destruirla y, por consecuencia, de salvarme. Él ambicionaba el favor de Tristán el Ermitaño, y pensaba que con esto conseguiría elevarse sobre él, o por lo menos compartir mis buenas gracias y mi confianza en él. Además, los príncipes habían tenido la imprudencia de dejarle en manos pruebas indiscutibles de su culpabilidad: eran diferentes escritos; como éstos estaban naturalmente expresados en términos muy vagos, no era difícil de sustituir la persona de mi hermano por la de su favorita, que no era designada sino en términos sobrentendidos. Al entregarme esos documentos, alejaría de mí toda especie de duda sobre mi inocencia; de este modo, se libraría del único peligro que corría del lado de los príncipes y, al probar que yo no tenía nada que ver con el envenenamiento, dejaba de ser mi cómplice y me quitaba cualquier interés de mandarlo matar.

Quedaba por probar que él mismo no tenía nada que ver con esto; era una dificultad menor: primero, él estaba seguro de mi protección; segundo, no teniendo los príncipes pruebas de su culpabilidad, podía devolver sus acusaciones a título de calumnias.

Todo bien preparado, hizo llegar hasta mí un emisario que fingió haber venido por sí mismo y me dijo que el abad de Saint-Jean estaba disgustado con mi hermano. En seguida vi todo el partido que yo podría sacar de esta disposición, y caí en la trampa que el astuto abad me tendió; al no sospechar que aquel hombre pudiera ser enviado por él, despaché a uno de mis espías de confianza. SaintJean desempeñó tan bien su papel que éste fue engañado. Con base en su informe, escribí al abad para sobornarlo; él fingió muchos escrúpulos, pero triunfé, no sin dificultad. Consintió en encargarse del envenenamiento de mi joven hermano: yo estaba tan pervertido que ni siquiera dudé en cometer ese crimen horrible.

Henri de la Roche, gentilhombre de la repostería del duque, se encargó de preparar un durazno que el propio abad ofreció a la señora de Thouars, mientras merendaba en la mesa con mi hermano. La belleza de aquella fruta era notable; ella se la hizo admirar al príncipe y la compartió con él. Apenas ambos la comieron, la favorita sintió violentos dolores en las entrañas: no tardó en expirar en medio de los más atroces sufrimientos. Mi hermano tuvo los mismos síntomas, pero con mucho menos violencia.

Parecerá tal vez extraño que el abad se haya servido de tal medio para envenenar a su joven señor; en efecto, el menor incidente podría desbaratar su plan. Sin embargo, era el único que la prudencia podía aprobar: establecería la conjetura de un error. Impresionada por la belleza del durazno, era muy natural que la señora de Thouars se la hiciese admirar a su amante y le ofreciera la mitad: él no podría dejar de aceptarla y comer un poco, aunque sólo fuese por complacencia. Admitiendo que solamente comiera una pequeña parte, hubiese sido suficiente para darle los primeros síntomas necesarios; entonces, un envenenamiento posterior podría llevarlo a la muerte como consecuencia del primero.

El terror se apoderó de los príncipes desde que supieron de las funestas consecuencias del envenenamiento de la favorita; no tuvieron la menor sospecha de la premeditación del abad. No pensaban más que en aparentar naturalidad ante la muerte de la joven mujer y la enfermedad de su amante; ninguno de ellos se manifestó en ofrecer un antídoto al desdichado príncipe, temiendo comprometerse; en efecto, este gesto hubiera dado a entender que el veneno era conocido y que, por consecuencia, alguien era cómplice del crimen.

Gracias a su juventud y a la fuerza de su temperamento, Carlos resistió algún tiempo al veneno. Sus sufrimientos físicos no hicieron más que volver a llevarlo a sus antiguos proyectos con más ardor. Temiendo que su dolencia disminuyese el celo de sus oficiales, quiso hacerles renovar el juramento de fidelidad. Como exigía que ellos se comprometieran a servirlo contra todos, incluso contra mí, algunos de ellos, temiendo su muerte que parecía próxima, se negaron a prestarlo y pasaron a mi corte...

NOTA – En nuestro número anterior se han leído los interesantes detalles dados por Luis XI sobre su muerte. El hecho que acabamos de relatar no es menos notable desde el doble punto de vista de la Historia y del fenómeno de las manifestaciones; además, sólo teníamos dificultades en cuanto a la elección; la vida de este rey, tal como ha sido dictada por él mismo, es indiscutiblemente la más completa que tenemos y, podemos decir, la más imparcial. El estado del Espíritu Luis XI le permite hoy apreciar las cosas en su justo valor; se ha podido ver, por los tres fragmentos que hemos citado, cómo se juzga a sí mismo; explica su política mejor de lo que lo haría cualquiera de sus historiadores: él no se absuelve de su conducta; y en su muerte, tan triste y tan vulgar para un monarca que algunas horas antes era todopoderoso, ve un castigo anticipado.

Como hecho de manifestaciones, este trabajo ofrece un interés muy particular; prueba que las comunicaciones espíritas pueden esclarecernos sobre la Historia, cuando nos sabemos colocar en condiciones favorables. Formulamos votos para que la publicación de la Vida de Luis XI, así como la no menos interesante de Carlos VIII –igualmente terminada– vengan pronto a hacer juego con la de Juana de Arco.